Capítulo 18

 

«¿La definición de matrimonio? Cuando una mujer adopta a un hombre adulto infantil a quien sus padres ya no pueden soportar más».

Olivia, Enviada, ángel caído

 

Katarina, cero. Baden, uno.

«Potrebujem pomoc».

«Necesito ayuda».

Katarina se había olvidado de su deseo de adiestrar a Baden en cuanto él había mirado a Fox, una mujer que no era débil, con anhelo. Aquello había sido un duro golpe para su orgullo.

Sin embargo, al ver que él se enfurecía un instante después, había comprendido la verdad. El anhelo provenía de la camaradería más que de la sensualidad. Era como si hubiera visto a una vieja amiga después de varios años, y ambas miradas iban dirigidas a Desconfianza.

Él odiaba al demonio, pero, tal vez… también echaba de menos su compañía. En aquel momento, confiaba muy poco en sí mismo como para estar en compañía de los demás, ¡y con razón! Hades estaba haciendo todo lo posible por convertirlo en un pit bull de pelea cuyo único instinto fuera el de atacar.

Bien, pues Hades iba a salir perdiendo. En realidad, los pit bulls eran gigantes con un corazón de oro. Si recibían la educación adecuada, eran unos animales dulces y bondadosos.

Así pues, era hora de poner en marcha su plan, pensó Katarina. Una prueba de fuego. O, más bien, una prueba de caricias.

Las caricias eran la mejor arma de su arsenal. Piel con pelaje, o piel con piel, era fácil crear un vínculo entre dos criaturas. Las caricias querían decir «No estás solo. Yo estoy aquí contigo».

Y, realmente, tenía ganas de volver a acariciarlo.

Biscuit y Gravy le mordisquearon los bolsillos, y ella se los llevó al dormitorio en el que se había instalado. La estancia tenía cortinas doradas, retratos de reyes y reinas y muebles tallados a mano.

Katarina acababa de terminar de hornear unas galletas sin azúcar, y ordenó a los perros que se sentaran antes de darles un premio. Después, hizo que le dieran la pata, y les obsequió con otra galleta. Cuando la hubieron devorado, ella sintió un gran amor. ¿Por qué había intentado protegerse de aquel amor para evitar el sufrimiento de la pérdida? Los seres humanos necesitaban el amor para sobrevivir. El amor era alimento, y era vida. Cuanto más amor les diera a los demás, más amor le devolverían.

Biscuit le lamió la mano, y Gravy se puso a saltar a su alrededor como un conejito mientras trataba de morderle la cola a su hermano. Se produjo una lucha amistosa. Los dos animales estaban más y más felices cada día, más juguetones y más seguros.

Katarina había empezado a pensar que podrían ser unos magníficos perros guardianes. El adiestramiento Schutzhund funcionaba mejor cuando los cachorros estaban calmados y felices desde el principio, y si habían recibido una buena socialización temprana, de modo que no se sobresaltaran por cualquier cosa. También era posible adiestrar a perros nerviosos e inseguros, pero, a menudo, era equiparable a darle un rifle a un hombre asustado que crispaba los dedos cada vez que veía su propia sombra. Además, los perros nerviosos tenían tendencia a la audición selectiva y, muchas veces, ignoraban las órdenes y mordían a cualquiera, incluso a su adiestrador, por miedo con respecto a su propia seguridad, no por el deseo de proteger.

Seguramente, Biscuit y Gravy no habían recibido la socialización adecuada y, a juzgar por su modo de reaccionar hacia los extraños, habían sido maltratados. Sin embargo, estaba claro que tenían la seguridad suficiente. Además, tenían un gran impulso de buscar una presa; la necesidad de encontrar, perseguir y capturar la comida. O, algún día, a los tipos malos.

Los dos cachorros ya habían superado el adiestramiento básico de obediencia, y aunque ella acababa de empezar a enseñarles a seguir rastros, habían demostrado que también eran muy hábiles para ello y que tenían un gran sentido del olfato. Lo siguiente sería enseñarles a morder, cosa que comenzaría como un juego.

De hecho, ella hacía que el adiestramiento fuera un juego desde el principio hasta el final. El protector de brazo que se ponía para el adiestramiento era, en realidad, un juguete para morder. Ellos jugaban al tira y afloja con él, y su entusiasmo iba aumentando poco a poco, se iba convirtiendo en excitación. El objetivo no era que causaran daño, sino que se aferraran al juguete hasta que ella les ordenara que lo soltasen.

La clave estaba en redirigir la agresión. Y en quererlos. En darles su amor, siempre.

Muchas de las personas que la habían contratado le habían preguntado cómo conseguía hacer tantos milagros con los perros. En primer lugar, ella recogía a sus perros de refugios. ¡Adoptaba, no compraba! Los perros de la perrera sabían que un hogar era un regalo. Y, en segundo lugar, el afecto daba lugar a un sentimiento de protección, tan sencillo como eso.

Sus otros perros, aquellos que había rescatado del mundo de las peleas caninas, habían necesitado más afecto y más seguridad que aquellos dos. Y más tiempo. La tarea había sido agotadora y, a la vez, estimulante. Otro motivo por el que había tenido que ser fuerte después de la muerte de su madre.

«Sin la fuerza, no tenemos nada».

Ella había tenido algo que dar.

–Voy a cuidaros –susurró–. Y os voy a dar la vida que os merecéis.

Ellos dejaron de luchar entre sí y la miraron con adoración, como si hubieran comprendido sus palabras. A Katarina le pareció que le respondían: «Nosotros también vamos a cuidarte a ti».

Se miraron con… ¿impaciencia? Gravy ladeó la cabeza. Biscuit asintió. Se acercaron a ella a la vez, y cada uno le acarició una de las muñecas con la nariz. Cuando ella intentó darles la vuelta a las manos para acariciarlos, los perros le clavaron los colmillos en las venas.

¡Un torrente de dolor! Katarina gritó e intentó liberarse, pero ellos la mordieron con más fuerza. Por fin, el dolor cesó, y fue sustituido por una rápida descarga de…

¡Tristo hrmenych! ¿Estaba drogada? Ella nunca había tomado drogas, pero aquello encajaba perfectamente con la descripción que le había hecho su hermano: vértigo, una sensación de ligereza, éxtasis… Era como si pudiera flotar por el aire y todo estuviera bien en el mundo. ¿Qué le estaba ocurriendo?

Por fin, los perros la soltaron, y ella cayó hacia delante. Le temblaban los miembros y le vibraban los huesos. Cada uno de los órganos de su cuerpo se prendió, y las llamas la consumieron. Empezó a sudar profusamente. Se estaba muriendo. Tenía que estar muriéndose. Ella…

De repente, alguien chasqueó los dedos delante de su cara. Katarina pestañeó, y se dio cuenta de que no estaba tendida en el suelo, sino sentada. No sentía ningún dolor, lo cual le resultó aún más desconcertante, y estaba completamente seca, sin rastro de sudor. La única indicación de que había ocurrido algo era un sabor metálico que tenía en la boca. ¿Se había mordido la lengua? No, no tenía ninguna llaga.

Galen estaba agachado frente a ella con cara de preocupación.

–¿Qué te pasa? Llevas cinco minutos ahí sentada, gruñendo al estilo zombi.

Pero… si solo habían pasado unos segundos, ¿no?

–Estoy bien, no me pasa nada –dijo.

Le ardía la garganta, como si llevara varios días sin hablar. Movió la cabeza de lado a lado para intentar despejarse.

Biscuit y Gravy estaban sentados a su lado, observando con calma al guerrero. Por un momento, ella tuvo la sensación de que notaba su desagrado por el extraño, y su férrea determinación de proteger a su humana, que era un poco boba.

Katarina frunció la frente y alzó las manos para mirarse las muñecas. No había ni rastro de los mordiscos. ¿Acaso se lo había imaginado todo?

–De veras, no me pasa nada –repitió. Tal vez se hubiera quedado dormida y hubiera tenido un sueño. Era totalmente posible. Cosas más raras sucedían cada día; por ejemplo, ella misma estaba saliendo a medias con un guerrero inmortal–. ¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó a Galen.

–He preparado la comida. Mi especialidad: sándwiches de jamón.

¿La comida? Entonces, no habían pasado minutos, sino horas.

–Gracias, pero no tengo hambre –dijo. Tenía el estómago encogido.

–De acuerdo –dijo Galen, que se incorporó con fluidez y agilidad–. Voy a dejar uno en la nevera por si cambias de opinión. Si te entra hambre más tarde, sírvete tú misma.

–Eres muy amable.

–Ya lo sé. Y, ahora que ya te he hecho la pelota…

–¿Por qué me has hecho la pelota? ¿Es que quieres tirarme los tejos?

Galen movió las cejas de arriba abajo.

–Ya te gustaría a ti. Lo que pasa es que quiero que convenzas a Baden para que ayude a Fox a entendérselas con Desconfianza.

–¿Tiene problemas?

–Todos los días.

Katarina sintió compasión, pero recordó que Galen la había amenazado cuando la había conocido. Así que dijo:

–Si me llamas tu dulce angelito de ahora en adelante, pensaré en mencionarle el nombre de esa mujer a Baden.

Él sonrió.

–Espero que seas así también con el pelirrojo… angelito.

Entonces, salió de la habitación y la dejó dentro, con los perros.

Durante el resto del día, se dedicó al adiestramiento sin pensar en lo que había ocurrido, y salió varias veces con ellos al oasis para que hicieran sus necesidades.

El palacio tenía un millón de habitaciones y era fácil perderse, así que siempre recorrió el mismo camino. El oasis estaba rodeado de un alto muro de oro, acero y hierro. La hierba, los arbustos y las flores estaban perfectamente mantenidos, y había muchos árboles para dar sombra.

Cuando terminó el adiestramiento, volvió a salir al jardín y dejó que los perros corrieran y saltaran a su antojo mientras ella hacía una lista de la compra mentalmente. Una puerta para que pudieran salir, comida orgánica, etiquetas para los collares, unas correas más fuertes y juguetes.

«Juguetes».

Oyó una voz que no le resultaba familiar, y se percató de que aquella palabra había sido pronunciada en un idioma que ella desconocía, pero que, de todos modos, la había entendido. Frunció el ceño y giró a su alrededor. Estaba sola.

Sin embargo, ambos perros se pusieron tensos.

«Viene la chica endemoniada».

De nuevo, aquella voz desconocida tomó por sorpresa a Katarina. La frase había sonado dentro de su mente, pero no se había originado allí, y los únicos seres que la acompañaban eran…

Katarina miró a los perros. No, no. Era imposible, ¿no?

Los perros se colocaron delante de ella, y Biscuit gruñó a Fox, que abrió la puerta y se apoyó en el marco.

Katarina notó la ira de los perros. «Esto es muy extraño».

–Eres muy buena con ellos –le dijo Fox.

–Los quiero –respondió ella.

Tanto Biscuit como Gravy le sonrieron, como si hubieran entendido lo que acababa de decir.

Fox se frotó la sien.

–¿Quieres a Baden? Espera. ¿Sabes? No importa. No respondas a eso. De todos modos, no voy a creer lo que me digas –afirmó, con una risa llena de amargura–. Es por el demonio, ¿sabes?

Katarina acarició a los perros detrás de las orejas.

–Tiene unos terribles efectos secundarios de paranoia, ¿no?

–Si supieras la de teorías de la conspiración que se me pasan por la cabeza en cualquier momento…

–¿Y tienes la esperanza de que Baden vuelva a quedarse con el demonio?

–Sí. No. No lo sé. Ya no sé nada.

Katarina sintió compasión por ella. No podía hacer mucho para ayudar a la chica, pero podía ofrecerle distracción.

–Como estás aquí, me vendría bien que me ayudaras a conseguir unas cuantas cosas para los perros.

–Dame una lista y lo traeré todo personalmente.

–Estupendo –respondió Katarina, y recitó lo que quería–. Pero… eh… también necesito unas cuantas cosas personales –dijo. Para empezar su seducción… adiestramiento con Baden–. Como un masajista.

–Bien. Tengo uno en plantilla.

Incluso mejor.

–¿Y tiene camilla portátil?

–Sí. La tiene.

–Muy bien. También necesito ropa interior, y que sea provocativa. Y necesito cosméticos, preferiblemente con olor a vainilla. Y preservativos, muchos preservativos. Y un traje de baño. ¿Hay piscina? No importa. Un biquini. ¿No necesitas apuntarlo todo?

«¿Vamos a buscarlo y te lo traemos?».

Katarina volvió a oír aquella voz desconocida, más alto y más claro que antes. Miró a los perros. Ambos la observaban con expectación, esperando su respuesta.

¿Estaban hablando con ella?

Era una idea absurda, pero tuvo una fuerte sospecha.

–No –les dijo, solo por si acaso–. No es necesario que vayáis a buscarlo.

Ellos suspiraron con desilusión.

–¿Hablas con tus perros? –le preguntó Fox, con el ceño fruncido.

–¿Tú no?

Fox la miró de reojo, y respondió:

–Te traeré lo que me has pedido hoy, a última hora.

–O antes –le dijo Katarina, pensando en que Baden podía volver en cualquier momento–. Dentro de dos horas.

–Haré lo que pueda. Pero tú… no le hagas daño al guerrero. Si lo haces…

–No voy a hacerlo.

–Pero si se lo haces…

–No voy a hacérselo, de verdad. Me gusta.

–…te mataré –dijo Fox.

Los perros le gruñeron mientras se daba la vuelta y se alejaba.

Katarina se arrodilló para acariciar y alabar a sus estudiantes. Habían percibido una amenaza y habían reaccionado, pero con calma, manteniéndose a su lado. Ellos movieron la cola y la besaron.

Aquel mundo en el que se encontraba era diferente que cualquier otro que hubiera conocido, pero aquellos perros eran su normalidad. Y Baden… era suyo. Por el momento.

 

 

Baden se teletransportó junto a Hades. El rey estaba sentado junto a su trono, dictándole instrucciones a Pippin, que las anotaba en su tablilla de piedra.

–Decapitarlo, desmembrarlo, abrirle el pecho y…

Al percatarse de la presencia de Baden, le preguntó:

–¿Y bien?

Baden le arrojó el coeur de la terre.

–Otro punto.

–Excelente.

Hades se enroscó el collar en la muñeca y miró a Baden con algo parecido a la ira.

–¿Les has hecho daño a las arpías?

–No. No fue necesario.

Hades se relajó un poco.

–Dame detalles.

Baden contó toda la historia y terminó con las sombras que habían ahuyentado a las arpías.

–Esas sombras… son los sirvientes de Corrupción, ¿no? –preguntó.

Corrupción era uno de los señores de los demonios, que tenía la capacidad de unirse a cualquier espíritu humano. Obtenía placer solo cuando conseguía corromper a una buena persona.

Hades se dio unos golpecitos con los dedos en la barbilla, como si estuviera pensando en sus próximas palabras, y dijo:

–Sí. Su mal nace dentro del corazón humano.

Destrucción había acertado. Y, en aquel momento, sin el calor de la batalla, no se sentía… satisfecho. Llevaba en su propia carne la semilla de Corrupción.

–¿Por qué estás tan serio? –le preguntó Hades–. Las guirnaldas te hacen inmune a las sombras. Ellas solo desean protegerte, porque eres su anfitrión, y consumir a tus enemigos.

–Ya. ¿Y qué pasará cuando yo gane tu juego y me libere de las serpentinas?

Una sonrisa enigmática.

–Entonces tampoco tendrás que preocuparte.

¿Acaso no iba a sobrevivir después de que le quitaran las bandas de los brazos?

No. Hades y él tenían un vínculo, y ninguno de los dos podía negarlo. Todavía no tenía clara cuál era la respuesta.

–Pippin –dijo Hades–. ¿Decidí castigar o perdonar la desobediencia a mi orden de no luchar uno contra el otro?

–Perdonar, milord.

Hades giró los hombros con cara de decepción.

–Muy bien. Yo nunca refuto mis propias decisiones.

–Salvo las que refutáis, milord.

–Cierto. Tú me comprendes, Pippin. Por eso no te he despedido hoy.

–Todavía nos quedan varias horas, milord.

Baden intervino.

–Asígname otra tarea.

Hades lo observó con atención.

–¿Tan ansioso estás por vencer a Pandora?

–Estoy ansioso por vencer a Lucifer.

La aprobación brilló en los ojos negros del rey.

–Cada día estamos más cerca de la victoria –dijo–. Ahora, márchate –le ordenó a Baden–. Descansa mientras puedas.

No había descanso para los malvados. Tenía que ocuparse de otro asunto: destruir los lazos que unían a Katarina con Aleksander.

Se teletransportó al calabozo que había bajo la fortaleza de Budapest, pero el hombre y sus cadenas habían desaparecido.

¡Maldición! Aquel canalla no se había liberado con la Llave Que Todo Lo Abre. Torin nunca lo traicionaría. Se enfureció al pensar en que no iba a poder liberar a Katarina de su matrimonio tan pronto como había pensado. Alguien debía de haber encontrado la llave de las cadenas entre los escombros de la fortaleza. Alguien con la capacidad de teletransportarse… O con la capacidad de teletransportarse junto a Aleksander específicamente.

Pandora. Aquel nombre era como un detonador en su mente. Destrucción rugió.

Iba a pagarlo muy caro. Él también tenía la capacidad de teletransportarse hasta Aleksander, lo que significaba que el tipo acababa de escapar de allí; de lo contrario, él habría aparecido en otra parte. Tomó una daga con cada mano y se teletransportó…

Apareció en medio de una autopista. Oyó un bocinazo y vio que estaba a punto de ser arrollado por un camión. Pandora estaba intentando matarlo sin desobedecer las normas. Volvió a teletransportarse justo cuando el vehículo le arañaba el brazo, y apareció en un callejón lleno de pintadas.

Oyó varios tiros, y recibió un balazo en una clavícula. Su mirada se cruzó con la de Pandora. El ojo que él le había destrozado con una daga estaba curándosele. Las partes más vulnerables de su cuerpo requerirían más tiempo. Al menos, pese a que era un espíritu, se estaba regenerando.

Así pues, el crecimiento de nuevos miembros era posible, pero ¿solo con las bandas?

Pandora llevaba una camiseta negra de tirantes. En sus brazos podían verse las marcas que le había dejado Corrupción.

En cuanto a los seres humanos que habían matado, estaban a la par. Baden tenía otros seis puntos, sin contar los puntos que habían compartido por matar al sirviente de Lucifer. ¿Cuántos puntos más tenía ella? ¿Y por qué él no sentía el deseo de matarla, después de lo que había hecho Pandora aquel mismo día?

–Hola, Baden –dijo ella, con una sonrisa; recargó su arma y volvió a apuntar contra él. Tenía a Aleksander atado a la cintura y a una muñeca con una cuerda. Aquello era una desventaja para ella. Perfecto.

–Como puedes ver, tu pequeña trampa ha fallado. Encontré la llave entre los escombros.

–Tienes algo que me pertenece –dijo Baden, mientras Destrucción rugía.

–¡Es mío!

Baden le lanzó una daga para cortar la cuerda.

Pandora debió de pensar que quería matar a aquella rata, porque dio un salto y paró el recorrido del cuchillo con su propia pierna. Se estremeció de dolor e hizo dos nuevos disparos. Las balas le acertaron a Baden en el estómago. Él empezó a sangrar con un líquido negro.

–Si muere –le dijo Pandora, sin bajar el arma– no podrá decirnos dónde tiene la moneda.

Ella no dejó de apuntarlo, aunque le temblaba el brazo y también tenía una hemorragia de aquel líquido negro.

¿No podía seguir haciéndole daño? Entonces, ella también debía de sentir la conexión.

–No nos lo va a decir nunca –respondió Baden–. Y la moneda no es el motivo por el que lo quiero –dijo, y le ordenó a Aleksander–: Di en voz alta que te divorcias de Katarina.

–Nunca –dijo Aleksander.

–La chica, otra vez –dijo Pandora, cabeceando con desagrado–. Lo único que importa es la moneda. Eso obligará a Hades a concederme el mayor de mis deseos.

–¿Cómo lo sabes?

–Tú no eres el único que tiene amigos.

Él ladeó la cabeza.

–Has planeado utilizar la moneda para conseguir un reino propio, ¿no es así?

–¡Sí! ¿Acaso tú no?

–No –dijo él. Al menos, Pandora era sincera–. Tú nunca has estado poseída. No conoces los horrores de vivir con un demonio.

–Soy anfitriona de unas sombras y de un ser que tiene recuerdos que yo nunca he vivido. Puedo arreglármelas con los demonios.

«Te equivocas. Tú nunca te las has arreglado con un demonio. Tú les mataste de hambre».

–Además, un ejército es un ejército –añadió ella–. ¡Nunca volveré a estar indefensa!

Él compartía aquel deseo, hasta cierto punto.

–Hay otras formas de conseguirlo, Pandora.

Ella negó violentamente con la cabeza.

–Si te marchas ahora, vivirás. Si te quedas, lucharemos hasta tu muerte.

Destrucción piafó dentro de su mente para embestir a Pandora. Una amenaza era una amenaza, pese a los vínculos.

Katarina estaría en desacuerdo.

«Si hay vida, hay esperanza».

–¿De veras estarías dispuesta a perder la libertad y quedarte con las serpentinas para siempre? –le preguntó.

Baden sabía que Hades perdonaría unos cuantos golpes y hematomas, pero no un asesinato.

Ella, con una mirada enloquecida, respondió:

–Con esa moneda podré comprar mi libertad y mi reino. Tal vez hoy te perdone la vida para poder tenerte como esclavo mañana.

¿Acaso era aquel su magnífico plan?

–¿Es que crees que Hades no tiene a los reyes bajo su dominio? Tú los has visto igual que yo. Aunque tengas tu propio reino, no serás libre.

–Sí, lo seré –dijo ella, en tono de desesperación–. No puedo continuar así.

Baden sintió compasión, algo que casi nunca sentía por una mujer. Culpó a Katarina. Ella debía de haberle contagiado su capacidad de empatizar.

Aleksander le sonrió con desprecio por encima del hombro de Pandora, y Destrucción se golpeó contra el cráneo de Baden en un frenético intento de alcanzarlo.

A Baden le latieron las sienes. «Concéntrate».

–No voy a permitir que…

–Concédeme una noche con él, y te juro que nunca le haré daño a tu humana.

Aquellas palabras de Pandora cortaron su advertencia al instante, e incluso acallaron a Destrucción. Acababa de ofrecerle lo único que no podía rechazar.

–Te lo cedo una noche.

Aquello era un riesgo, porque, si Pandora encontraba la moneda, ganaría otro punto. Y, aunque no lo consiguiera, Aleksander no iba a estar bajo el estricto control que él le había impuesto.

–Mañana –dijo–, iré a buscarlo.

–Trato hecho. Pero si vienes antes y me tiendes una emboscada, iré por tu chica.

–Y yo me ocuparé de que te conviertas en una cáscara sin piernas ni brazos.

Ella soltó un resoplido.

–Me gusta imaginarte en una jaula que yo misma haya fabricado. Tal vez me pase toda la noche creando trampas para ti.

Él sonrió.

–Si no lo hicieras, me decepcionarías.

–Bien, hasta mañana –dijo ella, y se desvaneció con Aleksander, que todavía tenía aquella sonrisa de petulancia.

Idiota. Tal vez pensara que, como Pandora era una mujer, sería más fácil escapar. Baden la conocía bien. Ella hería a sus víctimas de una manera que las traumatizaba durante el resto de su vida. La ninfa lo sabía y, muy pronto, Aleksander iba a saberlo también.

«Vuelve con Katarina. Reclámala».

Su sonrisa de desafío se transformó en una sonrisa de seducción cuando se teletransportó a casa.