Capítulo 29
«Te pido disculpas por haberte ofendido. No volverá a suceder. A propósito, eres un imbécil».
Neeka, la No Deseada
Alguien llamó a la puerta con brusquedad, y Cameo abrió la puerta de la habitación. Era uno de los mozos del hotel. Ella ocupaba una suite de dos pisos con todos los lujos. Unos lujos que habrían deleitado a cualquiera, salvo a ella. Para ella, solo se trataba de un medio para conseguir un fin: llegar hasta Lazarus.
«Voy por ti…».
Un hotel como aquel proporcionaba dos ventajas a sus clientes más ricos. La primera, que ella podía conseguir lo que quisiera tan solo levantando el teléfono y, la segunda, que tenía privacidad. Ni siquiera las camareras podían entrar sin que ella diera su permiso expresamente.
Inspeccionó con rapidez la habitación antes de abrir la puerta. Las armas estaban escondidas.
Abrió y dejó entrar al muchacho. Él llevó un carrito hasta la pequeña cocina, y ella empezó a desear que el encuentro transcurriera sin intercambiar una sola palabra.
Sin embargo, no debería haberse hecho ilusiones. A ella casi nunca le ocurrían cosas buenas.
–¿Está teniendo un buen día, señora?
¿Señora? ¿Era eso en lo que se había convertido?
Podría haber asentido. Podría haber fingido que era sorda. Lo había hecho muchas veces. Pero no se sentía demasiado caritativa, así que dijo:
–Sí.
Y, con una sola palabra, el chico empezó a llorar como si se hubiera abierto un grifo.
¡Humanos! Frágiles florecillas, todos ellos. Aparte del humano sordo a quien había amado una vez, y que la había traicionado entregándola a los Cazadores, ella solo era capaz de pasar temporadas con los inmortales con los que vivía. Sin embargo, incluso con ellos tenía que limitar lo que decía.
¡Tenía tantas palabras atrapadas dentro!
Algún día todas aquellas palabras se desbordarían y, probablemente, ese día terminaría el mundo a causa de los suicidios y los homicidios.
El muchacho se enjugó los ojos y dijo:
–Lo siento. No sé qué me ha pasado.
Si supiera la verdad, se moriría de un infarto.
Ella lo acompañó a la salida sin decir una palabra más. Cerró la puerta y se quedó sola. Volvió a la cocina y se relajó al oler el plato de pasta cremosa y las verduras al vapor. Aquello, que podía ser su última comida, le parecía… adecuado. Aunque, en realidad, la comida siempre tenía para ella un sabor a polvo. Salvo el chocolate, por supuesto. Eso sí le gustaba, pero limitaba su consumo para poder tener algo que desear. Además, cuanto más se permitiera comerlo, más fácil sería para Tristeza echar a perder aquella satisfacción.
En aquella ocasión, al pensar en el chocolate, sintió una calidez en el cuerpo. Sintió un cosquilleo, un dolor… ¿tuvo un recuerdo? ¿Acaso Lazarus le había cubierto el cuerpo de salsa de chocolate y la había dejado limpia a lametazos?
Sería un sueño.
Experimentó impaciencia y entusiasmo por el futuro, y le infligió a Tristeza una gran agonía. El demonio, en venganza, hizo lo que hacía siempre cuando ella sentía algo distinto a la tristeza: recordarle el mayor obstáculo que había en su camino.
Nadie la soportaba durante mucho rato. ¿Por qué iba a ser distinto Lazarus?
«¿Porque es mío, tal vez?».
Sus amigos habían superado siglos de maldad al conocer a sus mujeres. Sin la caja, sin su libertad, lo mejor que podía hacer era ir en busca de Lazarus para encontrar lo que habían encontrado los demás: alguien a quien amar.
Tal vez. ¿Sería él digno de aquel amor?
El hecho de no saberlo le causaba una gran inquietud.
Y, como no sabía lo que iba a encontrarse durante su búsqueda, tenía que reunir fuerzas. Se tomó toda la comida, aunque los bocados le caían como piedras en el estómago. Cuando terminó, entró en el dormitorio en el que había guardado los tres artefactos y la pintura de Danika.
Aprovechó un minuto para enviarles un mensaje de texto a sus amigos. Quería decirles dónde estaba. Ellos tenían que saber dónde estaban los artefactos cuando ella se marchara.
No tratéis de impedírmelo. Tengo que hacerlo. Volveré si puedo, pero, si no puedo, quiero que sepáis que estoy haciendo todo lo posible por vivir la vida que siempre he querido.
Los chicos le darían una hora, o dos, como máximo, antes de entrar en la habitación como salvajes. Se preocuparían por su seguridad y no esperarían mucho más.
A los pocos segundos, todos le habían devuelto un mensaje lleno de maldiciones o de peticiones para que tuviera cuidado. Torin, su mejor amigo, le envió unas instrucciones paso por paso, y también le advirtió que tuviera precaución.
Los artefactos dejaron de funcionarle a Keys. Tal vez tampoco te funcionen a ti. Te deseo lo mejor, Cam, pero, por favor, no bajes la guardia. Se dice que Lazarus vive robándole la vida a los demás. Si te la roba a ti, nada podrá protegerlo de nosotros. Nada.
Las habladurías no siempre eran ciertas. Además, merecía la pena arriesgarse por un solo momento de felicidad.
Torin añadió:
Te quiero, Cam. Vuelve con nosotros. Y trae a Viola de vuelta. O mejor… no. No, mejor no la traigas.
Viola. La guardiana de Narcisismo. Ella era una de las prisioneras que estaban en el Tartarus cuando habían repartido allí los demonios que habían sobrado de la caja. Era molesta, irritante y, aunque no fuera culpa suya, una absoluta egocéntrica. También estaba atrapada en la Vara Cortadora, como Lazarus. Y como lo había estado ella misma.
Cameo respondió:
Yo también te quiero. La encontraré. Y, si todo sale según lo previsto, volveré con una sonrisa. Y con Viola. Preparaos.
Lo conocía, y sabía que se iba a reír cuando lo leyera. Baden también le envió un mensaje.
Lo he vigilado. Lazarus es un monstruo, el mayor que he conocido. Esto no va a terminar bien para ti, Cameo. Te destruirá.
Tal vez. O tal vez, no. De cualquier modo, el hecho de no acudir a él sería peor. Ella siempre se preguntaría lo que podía haber tenido.
Gracias por el voto de confianza, respondió.
Y terminó el momento de las comunicaciones. Había llegado el momento de la acción.
Dejó el teléfono móvil en el escritorio y, temblorosa, entró en la Jaula de la Coacción. Dentro estaban la Capa de la Invisibilidad y la Vara Cortadora. Siguiendo las instrucciones que le había dado Torin, se puso la capa sobre la cabeza y miró el cuadro. En el lienzo había un despacho como cualquier otro, salvo que la caja de Pandora, la caja que había sido fabricada con los huesos de la diosa de la Opresión, estaba en una estantería.
Cameo tomó la Vara, el paso final, con esperanza y con miedo. En cuanto la tocó, su mundo se sumió en la oscuridad.
«Mi luna de miel. ¡Bien por mí!».
Gillian se abrazó a sí misma mientras se acurrucaba delante de una hoguera. Las llamas irradiaban calor, pero a ella no le servía de mucho. En aquel reino las temperaturas eran heladoras, y su espalda era como un carámbano.
En cuanto se había marchado William, Puck la había tomado de la mano y se la había llevado del castillo, a un paso que le permitía ver el paisaje: un lugar bonito, místico y fantástico. Entonces, habían atravesado un portal a aquel otro reino. Un infierno de hielo. ¡Él la había obligado a pesar de que sabía que ella quería volver con sus amigos!
Él no quería vivir con William, cosa que Gillian entendía. Pero tampoco era necesario que viviera con ella. Sin embargo, Puck no la había escuchado.
Puck nunca le hacía caso. Aunque le había pedido que no la dejara sola, él se había ido hacía una eternidad en busca de alimentos para la comida, que había pasado hacía mucho tiempo.
Ahora ya era hora de cenar, y Puck seguía sin aparecer. Todo estaba oscuro y silencioso. Solo se oía el crepitar de las llamas y el chasquido de los troncos al arder. Llegados a aquel punto, casi deseaba que él no volviera. Al menos, hasta por la mañana.
Aquella era su primera noche como marido y mujer. ¿Cambiaría él de opinión y se le insinuaría? ¿Le exigiría que mantuvieran relaciones sexuales?
No, seguramente, no. Él sabía cuál era su postura, y le había dicho que respetaba sus deseos.
Claro que Puck era un hombre, y los hombres se volvían idiotas cuando estaban excitados.
«Solo… sonríe y aguántate». Ya lo había hecho más veces, y podría hacerlo de nuevo.
Unas manazas sobándole el cuerpo…
Tuvo náuseas.
«Ahora soy inmortal. Tengo que vivir con esos recuerdos para siempre. ¡Soy idiota! Ni siquiera había salido con un chico en toda mi vida, ¿y ahora estoy casada? ¡Soy tonta!».
Debería haberse dejado morir.
Oyó un sonido, y percibió el olor a lavanda y a humo de turba. Puck había vuelto, después de todo. Apareció en la luz, con su expresión de indiferencia acostumbrada.
–La comida y la cena –dijo él, y dejó dos conejos muertos delante de ella–. Límpialos y cocínalos mientras me baño.
¿Cómo? Llevaba horas fuera y ¿eso era lo único que tenía que decirle?
–No voy a limpiarlos. Ni a comérmelos.
Él frunció el ceño.
–¿No tienes hambre?
–Me muero de hambre, pero…
Él la interrumpió.
–Entonces, límpialos, cocínalos y cómetelos. Problema resuelto.
–No. No quiero tocar a ningún animal muerto. No como carne. Soy vegetariana.
Él se encogió de hombros con apatía.
–Harás lo que yo diga. Obedece.
Con eso, se alejó y desapareció en la oscuridad.
Ella apartó los cuerpos de los conejos con el pie y sintió ira. ¡Ella era la mayor inversión de Puck! Se había casado con ella por un motivo, y ese motivo no había cambiado. La necesitaba, así que ya podía cuidar de ella.
«¿No sería mejor que yo intentara cuidar de mí misma?».
Por supuesto. Y eso era lo que iba a hacer. Más tarde. Después de que él le hubiera dado una comida que pudiera comer.
Oh, vaya. Estaba claro que solo tenía dieciocho años. ¡Qué embarazoso por su parte!
Pero había pasado de estar hambrienta a estar furiosa, así que… ¡qué demonios!
Se puso en pie y fue en su busca. Sabía que se había metido en una cueva a la que le había prohibido entrar antes de marcharse, porque «nunca se sabe lo que puede haber dentro».
En la cueva el aire era cálido y húmedo, y olía a orquídeas. Siguió aquel olor hasta que llegó a un manantial de agua caliente. Se le escapó un gemido de anhelo. Podría haber estado allí todo el tiempo, en vez de estar congelándose fuera.
Era obvio que no había nada peligroso.
Puck estaba en medio del agua, que le llegaba por la cintura, de espaldas a ella, con el pelo largo pegado a la piel. A través de los mechones, Gilly vio una mariposa de color rojo tatuada desde su cuello a la curva de su trasero. Parecía que las alas podían levantarse y volar.
Y… frunció el ceño. En muchas partes de su cuerpo, Puck tenía la carne abultada. ¿Eran cicatrices? Se le formó un nudo en la garganta. Pobre. ¿Qué le había pasado? Para que a un inmortal se le formaran cicatrices, tenía que haber sufrido aquellas heridas durante la niñez, antes de que su cuerpo desarrollara la capacidad de regenerarse, o debían de haber sido unas heridas tan horrorosas y graves que ni siquiera de adulto había podido curarse por completo.
«¿Pobre? ¿Quién soy yo? ¡Tengo que ser fuerte!».
Dio una patada en el suelo, y dijo:
–Tú eres mi… mi… marido. Tienes que procurarme comida. Es tu deber.
Arg. ¿Aquello era ser fuerte? ¿Comportarse como una niña?
Él se giró lentamente hacia ella. Le caían gotas de agua de las mejillas a los hombros.
–Puede que no me importen muchas cosas, muchacha, pero vivo respetando ciertas normas. Tengo que hacerlo.
En aquel momento, Puck parecía un príncipe egipcio con acento irlandés, con más autoridad y seguridad de la que ella hubiera visto en su vida.
–Esas normas son lo único por lo que he sobrevivido a mi aflicción. El único motivo por el que la gente que me rodea ha sobrevivido.
Ella se humedeció los labios, y él siguió con la mirada el movimiento de su lengua.
–¿Sabes cuál es la norma que tienes que memorizar? –continuó él, y ella tuvo la sensación de que hablaba con una pizca menos de seguridad–. Trabajarás y, si no, te morirás de hambre.
Una norma con la que, generalmente, ella estaría de acuerdo.
–Ya te he dicho que soy vegetariana. No me importa trabajar para conseguir mi comida, siempre y cuando me la pueda comer.
–Puedes comerte lo que te he traído, pero prefieres no hacerlo. Lo que no entiendes es esto: no tienen por qué gustarte las tareas que yo te encomiende, pero tienes que hacerlas.
–Preferiría morirme de hambre.
Él cabeceó.
–Eso nunca va a ser una opción para ti.
–Pero…
–Harás lo que te ordene, o sufrirás.
William nunca la habría amenazado de ese modo. Tampoco la habría obligado a comer lo que no quería. Él buscaría comida para ella, fruta, nueces, ramitas si era lo único que había, sin hacer preguntas. Gilly se dio cuenta de que había pasado de una vida consentida, y de un hombre que la valoraba, a una vida de trabajo con un hombre al que no le importaba nada.
El mayor error de su vida.
–¿Me harías daño? –le preguntó ella.
–Sí –dijo Puck, lacónicamente.
Ella retrocedió y se alejó del manantial.
–Te odiaría.
–Y, como seguramente ya habrás comprendido, a mí no me importaría en absoluto.
El miedo dio paso a la ira y a la incredulidad, y Gilly apretó los puños. Él no podía… no iba a…
En realidad, sí podía y sí iba a hacerlo.
–Quiero irme a casa.
–Yo soy tu casa.
–Quiero irme a mi antigua casa.
–No. Irás a la mía.
¿Y verse rodeada de más gente como él?
–No tenemos por qué vivir juntos.
–Sí.
¡Aarg! Él nunca cedía. ¡En nada!
Claramente, había gestionado mal la situación. Además, aquel era un mal comienzo para su matrimonio. Recordó a su madre y a su padre biológico. Ellos se querían. Se complementaban, y se acariciaban con dulzura. Trabajaban juntos y, en las raras ocasiones en las que se habían peleado, habían llegado a un acuerdo.
–Está bien. Iré a buscar ramitas y frutas silvestres…
–Las ramas son para hacer fuego, y en este reino no hay frutos silvestres.
Ella se extrañó.
–Entonces, ¿qué comen los conejos?
–No son conejos, muchacha.
«No preguntes». Seguramente, era mejor no saberlo. «Encuentra un nuevo modo de llegar a él».
–Tu situación ha cambiado. ¿No deberían cambiar también tus normas?
Puck pensó un instante. Movió los dedos hacia ella; aunque Gilly no tenía ganas de acercarse, lo hizo. Él dio unos golpecitos en el borde de piedra del manantial, y ella se sentó. Con movimientos lentos y cuidadosos, él le quitó las botas y los calcetines. Ella se estremeció al notar el contacto, y no pudo relajarse hasta que él metió sus pies descalzos en el agua caliente y burbujeante.
Gilly cerró los ojos al notar el agua acariciándole la piel y masajeándole los músculos cansados. No era posible no disfrutar de aquello.
–¿Por qué no comes carne? –le preguntó él–. La carne te da fuerzas.
¿Por qué no iba a decirle la verdad?
–Cuando era más pequeña, mis hermanastros me susurraban cosas en la mesa. Si estábamos comiendo hamburguesas, me preguntaban cuánto tiempo pensaba que había estado mugiendo la vaca antes de morir. Si comíamos pollo, me preguntaban si me imaginaba a los pollitos llorando por su mamá –le explicó, y tuvo un escalofrío.
Él se rascó la barbilla.
–Estás más traumatizada de lo que yo creía.
Ella suspiró.
–Lo sé. Tal vez pudiéramos… ¿llegar a un acuerdo? Si tú me encuentras algo de comer, algo que no sean animales, yo haré todo lo que pueda por conseguir que sientas algo.
Él frunció los labios.
–Tú tienes que hacer todo lo que puedas de todos modos.
Ella le salpicó un poco con agua.
–¿Eso es algo a lo que puedes obligarme?
–No –dijo él, y la palabra sonó como un latigazo.
«Vaya, vaya, mírame. Ya he conseguido enfadarlo».
–Entonces, este trato es la única manera que tienes de conseguir mi cooperación. Y, después de que yo te haga sentir algo, me llevarás a casa. A una casa que yo elija. Y no le harás daño a Torin. Nunca.
Con movimientos cortantes, él le separó las piernas y se colocó entre ellas. Ella se puso tensa. Aquello era demasiado sugerente. Posó las manos en su pecho y lo empujó hacia atrás, pero él se limitó a tapar sus manos con la suya y la sujetó con firmeza.
–¿Y cómo vas a hacerme sentir emociones? –le preguntó.
«No puedo pensar así».
–Yo… te contaré chistes e historias tristes.
Él negó con la cabeza.
–Eso ya lo han intentado otras, y han fracasado.
–¿Y alguna de esas personas había conseguido hacerte sentir algo previamente?
–No –admitió él, de mala gana.
–Entonces, ya tengo una ventaja.
Él bajó la mirada hasta sus piernas.
–¿Y si quiero sentir otra cosa que no sea felicidad o tristeza?
A ella se le resecó la boca al instante.
–Yo no… no puedo…
–¿De qué otra manera vas a hacerlo? –preguntó él. ¿Para distraerla?
«De verdad, de verdad no puedo pensar ahora».
–Tendrás que esperar para verlo.
«Como yo».
–Si fracasas, ¿intentarás lo que yo sugiera?
Sus sugerencias serían sexuales, ¿no? Por su forma de mirarla…
«Tendré que procurar no fracasar».
–Sí –dijo ella, con la voz quebrada–. Lo haré.
–Muy bien –dijo él. Asintió, la soltó y se alejó hacia el otro lado del manantial–. No te voy a obligar a comer carne. Y tú… cuando lleguemos a mi tierra, me harás sentir algo. De un modo u otro.