Capítulo 2
«Tus momentos más duros te llevan a menudo a tus mejores momentos. Así que ponte duro».
William, el Eterno Lascivo
Baden se tambaleó. La bestia era Destrucción… ¡Un demonio!
«Un rey», añadió.
El orgullo de la voz de la criatura era inconfundible.
«¿Rey de qué?».
«¿En este momento? De ti. Deja a la chica o mátala. Tú eliges».
Había otra opción. Baden se concentró en la chica.
–No, no voy a azotarte. Solo voy a follar contigo. Desnúdate e inclínate sobre la cama con la cara hacia abajo –repitió él–. Por favor, y gracias.
Destrucción soltó un silbido de rabia.
–Por ti, guapo, haría cualquier cosa –dijo ella.
Se quitó la ropa interior y la dejó caer al suelo. Mientras se movía, el anillo que llevaba brilló; la piedra reflejaba la luz en todas las direcciones.
Bang, bang, bang. La bestia pateó el pecho de Baden con tanta fuerza, que los impactos parecían los latidos de su corazón. «¿Es que no ves el peligro que tienes ante ti?».
La chica no se dio cuenta de su estado interior y giró lentamente, mostrándole la espalda y las nalgas. Se inclinó sobre el colchón y separó las piernas. Le enseñó una visión que él había echado de menos durante todos aquellos siglos.
Destrucción golpeó con más fuerza, silbó con más rabia. «Mátala antes de que ella nos mate a nosotros».
–No –dijo Baden, entre dientes.
–¿No? –preguntó ella, con incredulidad, y se dio una palmada en el trasero–. ¿Vas a renunciar a esto?
–Voy a tomarte –dijo él, con la mandíbula apretada. «Y silenciaré a la bestia».
Ella puso cara de alivio cuando él se colocó a su espalda. Mientras luchaba contra los impulsos de su compañero, sudaba. Pronto iba a pegársele la ropa a la piel hipersensible.
Destrucción se puso frenético.
«¡Ella es el enemigo! ¡Tienes que verlo!».
«Lo único que veo es un billete al paraíso». Baden dejó la camisa húmeda a un lado y se bajó la cremallera del pantalón.
Ella lo miró por encima de su hombro, sin tapujos.
–Eres muy guapo, ¿sabes?
–Solo físicamente.
–Pues mejor.
Ojalá tuviera experiencia con las mujeres modernas. ¿Acaso les gustaban los imbéciles?
Durante los últimos cuatro mil años solo había interactuado con Pandora, y ella siempre había tratado de matarlo. Ahora, ella también estaba libre y también era tangible, porque llevaba un par de guirnaldas de serpentinas en el brazo. Había conseguido burlar la seguridad de la fortaleza y entrar para tenderle una emboscada, ¡en dos ocasiones! Y, las dos veces, habían estado a punto de matarse.
¿Acaso ella estaba luchando contra su propia versión de Destrucción?
«¡Idiota! Ya estás distraído. Sin mí, te convertirás en un blanco andante».
No. Aquello no era más que una mentira de una criatura desesperada. Baden se sacó un preservativo del bolsillo, porque no se fiaba de los que había en la mesilla. Cuando rasgó el papel con los dientes, la habitación se llenó de un extraño brillo rojo. Él posó la mano sobre su daga y miró a su alrededor. De repente, Destrucción se había quedado en silencio, con una extraña calma.
La muchacha se giró y lo miró. Se quedó boquiabierta.
–Tus brazos.
Él se miró los brazos y frunció el ceño. Las guirnaldas ya no eran negras, sino rojas, y cuanto más brillaban, más le quemaban la piel. Surgían ríos negros de debajo de ellas, unas marcas que le recordaban a las grietas de los cimientos de su vida y de su cordura.
¿Qué demonios estaba ocurriendo? Se subió la cremallera de los pantalones con intención de ir a buscar a William.
Su compañera suspiró.
–No me extraña que él quiera que mueras –dijo y, sin previo aviso, le lanzó un puñetazo.
Antes de que su mente pudiera procesar lo que ocurría, Baden actuó por instinto. Le agarró la muñeca y le retorció el brazo, y la sujetó con fuerza contra la cama.
«Ahora, mátala», dijo Destrucción. «Conviértela en un buen ejemplo para todos aquellos que quieran hacernos daño».
No. No iba a hacerlo.
–Has dicho que él quiere que yo muera –le dijo a la chica–. ¿Quién es él? ¿William?
–¡Suéltame! –gritó ella, forcejeando–. No era nada personal, ¿de acuerdo? Yo solo quería el dinero –dijo–. Debería haber respetado el plan y esperar a que estuvieras débil por el orgasmo.
Él le retorció el brazo con más fuerza, y ella gritó de dolor. El anillo llamó su atención. La piedra había desaparecido y, en su lugar, había una aguja. ¿Acaso se proponía envenenarlo?
Los enemigos tenían que morir. Siempre.
–¡William! –gritó, aunque no habría tenido que molestarse.
La puerta del dormitorio se abrió de golpe. William entró y miró fijamente a la rubia.
–Error, ninfa. Yo habría sido bueno contigo. Ahora, sin embargo, vas a experimentar mi peor faceta.
Ella se echó a temblar.
–Ha dicho que él quiere que yo muera –le explicó Baden a William.
A William le vibró el músculo de uno de los ojos.
–Él. Lucifer –dijo–. Y no te refieras a él como «tu hermano». Yo nunca lo consideraré así.
Baden debería haberlo pensado. Lucifer estaba hambriento de poder. Era avaricioso, un violador, un asesino de inocentes, el padre de las mentiras. No había límite que no estuviera dispuesto a cruzar.
William señaló las guirnaldas brillantes de Baden con un movimiento de la cabeza.
–Prepárate. Pronto vas a verte frente a…
Baden fue succionado por un agujero negro… e impactó contra el suelo al otro lado. De repente, se encontró en una enorme estancia. En ella había varias hogueras, y el humo que emitían ascendía en volutas hacia la cúpula, que era de llamas. Solo había dos salidas: una, al final, custodiada por dos gigantes, y la otra, al frente, custodiada por dos gigantes aún más grandes.
En un largo estrado descansaba un trono hecho con calaveras humanas y, sentado en aquel trono, estaba Hades. Era un hombre grande, de estatura parecida a la suya, con el pelo y los ojos negros. Llevaba un traje de rayas y unos mocasines italianos, y su elegancia contrastaba con los tatuajes que tenía en los nudillos.
Sofisticado y, a la vez, incivilizado. Hades abrió los brazos.
–Bienvenido a mi humilde morada. Ámala antes de odiarla.
Baden ignoró aquel saludo absurdo. Solo había estado una vez con aquel rey, cuando Hades le regaló las guirnaldas y lo liberó de la prisión de Lucifer.
–¿Por qué estoy aquí?
Las guirnaldas se apagaron. El metal se enfrió y se volvió oscuro de nuevo. Mejor pregunta aún:
–¿Cómo he llegado hasta aquí?
Hades sonrió lentamente, con petulancia.
–Gracias a las guirnaldas, yo soy tu señor, y tú eres mi esclavo. Yo te llamé y tú acudiste.
Baden tuvo que reprimirse para no atacar.
–Mentira.
Él no era el esclavo de nadie, ni siquiera del rey. De la bestia, sin embargo… tal vez sí. Al darse cuenta, formuló una nueva pregunta:
–¿Quién es Destrucción?
–Tal vez sea un hombre a quien maldije. Tal vez un ser que yo he creado. Lo único que tú necesitas saber es que siempre me elegirá a mí por delante de ti.
La bestia no respondió, algo que molestó y asombró a Baden.
–Yo voy a luchar contra su compulsión por obedecerte –dijo.
Hades esbozó una expresión de lástima.
–Cuando vuelva a llamarte, vendrás. Cuando te dé una orden, obedecerás. Vamos a hacer una demostración –dijo, y alzó la barbilla–: Arrodíllate.
A Baden se le flexionaron las rodillas y se le clavaron en el suelo, con tanta fuerza, que toda la sala tembló. Aunque se resistió con una enorme fuerza, no pudo levantarse.
El horror se unió a la rabia que sentía. Estaba sujeto a la voluntad de otro…
–Como puedes ver, mi voluntad es tu dicha –dijo Hades, y movió una mano por el aire–. Puedes levantarte.
Su cuerpo quedó liberado y se puso en pie de un salto. Automáticamente, posó la mano en la empuñadura de la daga. Lo habían engañado. Por muy irónico que fuera, en la única ocasión en la que debería haber desconfiado, había confiado ciegamente.
Entonces, dijo con rabia:
–No puedes dar órdenes si estás muerto.
–¿Una amenaza vacía? Esperaba algo mejor de un antiguo Señor del Inframundo. Vamos, inténtalo. Intenta matarme –dijo Hades, y dio un paso hacia delante–. No voy a moverme. Ni siquiera voy a vengarme si consigues darme algún golpe.
Sin vacilar, Baden caminó hacia el trono con un plan de ataque formándose en su mente. Los objetivos más importantes eran la garganta y el corazón, así que optaría por la arteria femoral. Una hemorragia masiva conduciría a la debilidad.
En cuanto llegó a la distancia requerida para atacar, se agachó con la daga preparada.
Hades sonrió.
La rabia se redobló, y él…
Se quedó petrificado, sin poder moverse, a un centímetro del contacto.
Hades enarcó una ceja, y dijo:
–Estoy esperando.
Baden rugió y movió el otro brazo. También se quedó paralizado.
El rey sonrió con desdén.
–Como es obvio que tu cerebro está dañado, voy a ayudarte a comprender lo que ocurre. Eres incapaz de hacerme daño. Aunque yo me echara contra tu arma, tú la volverías contra ti mismo antes de que yo comenzara a sangrar. A Pandora tuve que demostrárselo. ¿Tú necesitas que te lo demuestre también?
¿Aquel canalla había hecho aquello mismo con Pandora?
Tuvo un fuerte sentimiento de protección, aunque se quedara horrorizado. Y, sin embargo, entendía el motivo: en aquel momento, Pandora era la única persona que comprendía su situación. Ella había experimentado los mismos horrores que él en el reino de los espíritus: nieblas venenosas, meses sin ver una chispa de luz, una sed que los abrasaba sin que nunca pudieran saciarla… Y, en aquel momento, estaban sufriendo nuevos horrores en la tierra de los vivos.
–¿Y bien? –preguntó Hades.
Baden no necesitaba la demostración. Necesitaba un plan nuevo.
–¿Por qué haces esto?
–Porque puedo. Porque voy a hacer cualquier cosa, a hacerle daño a cualquiera, con tal de ganar esta guerra contra Lucifer.
Una guerra que Baden había apoyado durante meses. ¡Y por voluntad propia!
–Hace cinco minutos, yo habría dicho lo mismo.
–Y, dentro de cinco minutos, dirás lo mismo –respondió Hades. Se sentó cómodamente en su trono y gesticuló con dos dedos–. He decidido delegar algunas de las tareas más desagradables de mi lista.
Baden fue liberado de su parálisis y se tambaleó hacia delante. Al comprender la situación, sufrió un golpe tan grande como un puñetazo de Hades. ¿Se había convertido en un chico de los recados?
–Para asegurarme de que participas activamente cuando no estés entre estos muros, por cada misión que completes satisfactoriamente conseguirás un punto –dijo Hades–. Cuando la lista esté terminada, el esclavo que tenga más puntos será liberado de las guirnaldas y podrá vivir en el reino de los seres humanos.
–¿Y el perdedor?
–¿A ti qué te parece? A mí no me sirven los débiles e incompetentes. Pero, al final, tal vez te guste la cuchilla. Después de todo, es tu modus operandi, ¿no?
Culpabilidad…
–Y no te molestes en matar a Pandora para terminar con la competición –añadió Hades–. Si la matas a ella, yo te mataré a ti.
–Yo ya soy un espíritu. No se puede matarme.
–Oh, querido muchacho, por supuesto que se puede. Sin cabeza y brazos, dejarás de existir.
Al menos, había una salida.
Demonios, no. No estaba dispuesto a morir deliberadamente. Otra vez, no. No volvería a hacer daño a sus amigos de un modo tan cobarde.
–Esclavizándome vas a incurrir en la ira de mi familia, y ellos son un ejército que necesitas para ganar. También incurrirás en la ira de tu propio hijo, William.
Hades puso los ojos en blanco.
–Buen intento, pero tú no sabes nada del vínculo entre padre e hijo. William siempre me apoyará. En cuanto a los Señores del Inframundo, dudo mucho que se pongan de parte de un monstruo que violó a una de las suyas.
No, era cierto. Aeron, el antiguo guardián de la Ira, amaba a una chica que antes fue demonio como si fuera su hija. Aquella chica, Legion, que ahora se llamaba Honey, todavía sufría por los efectos del maltrato y el abuso de Lucifer.
Lucifer se merecía que le clavaran una estaca en el corazón, no se merecía ganar otro reino que gobernar. Ponerse de su lado nunca iba a ser aceptable.
Hades era el menor de los dos males.
Baden se pasó la lengua por un colmillo. Tenía que jugar al juego de aquel desgraciado, aunque sospechaba que el resultado no iba a ser tan sencillo como Hades había descrito.
«Gana tiempo hasta que encuentres una solución».
–¿Y tu hijo Lucifer? –preguntó Baden, con un gesto de desprecio–. No siento tu amor por él.
–Con él no tengo vínculo alguno. Ya no. Bueno, ya está bien de charla. Tengo dos tareas para ti. Para una de ellas necesitas tiempo. Para la otra necesitas tener pelotas. Espero que lleves las tuyas.
Cabrón.
Hades dio unas palmadas, y dijo:
–Pippin.
De detrás del trono salió un anciano encorvado, con la cara demacrada. Llevaba una túnica blanca e iba grabando algo en una tabla de piedra. No alzó la mirada, pero dijo:
–Sí, señor.
–Cuéntale a Baden cuáles son sus primeras misiones.
–La moneda y la sirena.
Hades sonrió con afecto.
–No te ahorras ni un detalle, Pippin. Eres un verdadero maestro de la descripción –dijo. Extendió una mano, y el anciano puso una diminuta pieza de piedra en su palma–. Hay un tipo en Nueva York que tiene una moneda que me pertenece. Quiero recuperarla.
¿Y aquello era una tarea desagradable?
–¿Quieres que vaya a buscar una moneda?
–Si quieres, puedes reírte ahora; después, no te reirás –respondió Hades. La piedra se prendió y, rápidamente, se convirtió en cenizas. Hades las sopló en dirección a Baden–. Necesitas tiempo y astucia.
Instintivamente, Baden inhaló. Al momento, aparecieron muchas imágenes en su mente. Una moneda de oro con la cara de Hades en un lado. El otro lado de la moneda era un lienzo en blanco. Una lujosa finca. Una capilla. Un horario. El cuadro de un joven de veinticinco años con la cara de un ángel y el pelo rubio y rizado.
De repente, Baden supo un millón de detalles que nunca le habían contado. El joven se llamaba Aleksander Ciernik y era de Eslovaquia. Su padre había construido un imperio vendiendo heroína y mujeres. Hacía cuatro años, Aleksander había matado a su padre y se había hecho con el control del negocio de la familia. Sus enemigos desaparecían sin dejar rastro, pero nadie había podido conectarlo con ningún asesinato.
–Ahora tienes la capacidad de teletransportarte hasta Aleksander –dijo Hades–. También puedes teletransportarte hasta mí y hasta tu casa, esté donde esté. La capacidad irá aumentando según las necesidades de las nuevas misiones que se te asignen.
Aquella capacidad era algo que siempre había anhelado. Sin embargo, el entusiasmo que sintió fue limitado por la precaución.
–¿Cómo consiguió el humano tu moneda?
–¿Importa eso? Una tarea es una tarea.
Cierto.
–¿Y cuál es la segunda?
Pippin puso una nueva pieza de piedra en la mano de Hades. Más llamas, y más cenizas. Cuando inhaló, Baden vio nuevas imágenes en su cabeza. Una mujer bella, con el pelo largo, de color rubio rojizo y enormes ojos azules. Una sirena.
Una sirena podía crear ciertas emociones o reacciones con su voz, pero cada una de las familias tenía una especialidad. La de su familia era crear calma durante el caos.
Aquella chica… había muerto hacía siglos. La había matado… los detalles permanecían ocultos. ¿Qué sabía Baden? Que ahora era un espíritu, aunque el hecho de que no fuera tangible no iba a suponer un problema para él. Pese a las guirnaldas de serpentinas, todavía era capaz de establecer contacto con otros espíritus.
–Tráeme su lengua –ordenó Hades.
¿Tenía que cortarle la lengua?
–¿Por qué?
–Mis más sinceras disculpas si te he dado la impresión de que iba a satisfacer tu curiosidad. Vete ahora.
Baden abrió la boca para protestar, pero se encontró en la fortaleza de Budapest en la que vivían sus amigos. Estaba en la sala de ocio, para ser exactos, con Paris, el guardián de la Promiscuidad, y Sienna, la nueva guardiana de la Ira. Había una película puesta en la televisión, y ellos estaban sentados en el sofá, comiendo palomitas e ideando nuevas formas de entrar en el inframundo sin ser detectados.
Amun, el guardián de los Secretos, estaba sentado en una mesa con su mujer, Haidee. Era una mujer menuda, con el pelo rubio y largo hasta los hombros, y algún mechón teñido de rosa. Llevaba un piercing en una ceja y tenía un brazo tatuado con nombres, caras y números. Eran pistas que necesitaba para recordar quién era cada vez que había muerto y resucitado, puesto que sus recuerdos desaparecían.
Había muerto muchas veces y, en cada una de aquellas ocasiones, el demonio del Odio la había reanimado. Salvo la última vez, cosa que le había permitido continuar con su misión: destruir a sus enemigos. La última vez, la reencarnación del Amor se había encargado de reanimarla.
Baden había sido, una vez, su enemigo número uno, y ese era el motivo por el que ella había ayudado a matarlo hacía muchos siglos.
Aquellos eran recuerdos de algo que sí había vivido, y no pudo apartárselos de la cabeza, como si estuviera atrapado entre el presente y el pasado. Él vivía en la antigua Grecia con los otros Señores. Haidee, consternada, había llamado a su puerta, diciendo que su marido estaba herido y que necesitaba un médico.
Baden había sospechado que tenía intenciones malignas. Sin embargo, siempre sospechaba de todo el mundo, y estaba muy cansado de su propia paranoia. Había empezado a sospechar que sus amigos también tenían malas intenciones, y el impulso de acabar con ellos estaba empezando a ser irresistible día a día. En varias ocasiones se había visto a sí mismo a los pies de la cama de alguien, con un cuchillo en la mano.
No le había servido de nada ir a vivir a otra ciudad. Desconfianza era un demonio tan hambriento como Destrucción. Al final, el demonio lo habría empujado a actuar. No podía dejar cabos sueltos, porque le creaban una paranoia demasiado grande. Así que solo había visto una salida: la de suicidarse en manos de otro.
Ver a Haidee en aquel momento fue doloroso para él. Le había hecho mucho daño años antes de que ella lo atacara: había matado a su marido en la batalla. Y ella le había hecho daño a él. Estaban en paz. Ya no eran los mismos. Habían empezado de cero. En general.
Destrucción dejó de hacerse el muerto y rugió al verla, recordando su traición como si él mismo hubiera sido su víctima. Ansiaba la venganza.
«No, eso no va a ocurrir», le dijo Baden.
Kane, el antiguo guardián del Desastre, estaba paseándose de un lado a otro junto a otra mesa, mientras su esposa Josephina, la reina de las Hadas, estudiaba un mapa complicado y detallado. Su pelo negro y largo le tapaba los delicados hombros. Kane se detuvo y le acarició la melena y, al apartársela del cuello, dejó a la vista una de las puntiagudas orejas de su mujer. A ella se le iluminaron los ojos azules.
–La guerra es un asunto serio –dijo, acariciándose el vientre abultado con amor por el hijo que iba a nacer–. Pongámonos serios.
«Tengo que marcharme ahora mismo», se dijo Baden. Sabía que no era estable, y no debería acercarse tanto a las féminas, y mucho menos a una fémina embarazada.
Paris, Amun y Kane se percataron a la vez de su presencia. Cada uno de ellos se puso delante de su mujer, a modo de escudo, mientras sacaban una daga y la dirigían hacia él.
Baden sintió emoción al verlos trabajar juntos. Después de su muerte, los doce guerreros se habían separado en dos grupos de seis, y eso había debilitado su capacidad defensiva. «Por mi culpa», se dijo.
Aunque los grupos habían recuperado su relación hacía siglos, él todavía tenía remordimientos de conciencia.
Destrucción le pateó el cráneo.
«¡Mata!».
En cuanto sus amigos se dieron cuenta de que el recién llegado era él, bajaron las dagas y las metieron en sus fundas. A pesar de ello, la bestia no se calmó.
–¿Cómo han ido tus vacaciones con Willy? –le preguntó Paris, con un guiño–. ¿Tan malas como fueron las mías?
Paris era tan alto como él; ambos medían más de dos metros. Paris tenía el pelo de colores, y sus mechones iban desde el negro hasta el rubio, casi blanco. Sus ojos eran azules, brillantes y, cuando no estaban fulminando a cualquier posible atacante, tenían una mirada de afabilidad y buena acogida, que invitaba a los demás a disfrutar de la fiesta que había… en sus pantalones.
Baden siempre había sido el comprensivo, sólido como una roca. Siempre estaba allí cuando lo necesitaban. ¿Triste? Solo había que llamar a Baden. ¿Disgustado? Solo había que ir a casa de Baden. Él lo arreglaría todo.
Pero ya, no.
–Las vacaciones –era la excusa que había dado para ausentarse– han terminado.
Amun asintió para saludarlo. Era el guerrero fuerte y silencioso. Tenía la piel, los ojos y el pelo oscuros, mientras que Kane, que adoraba la diversión, los tenía de color castaño claro. El pelo de Kane era como el de Paris, multicolor, aunque algo más oscuro.
Eran hombres guapos, creados con el mismo atractivo sexual que su capacidad de asesinar.
–No vuelvas a acercarte así de sigilosamente, tío –le dijo Kane–. Es probable que pierdas las pelotas. ¿Y desde cuándo puedes teletransportarte?
–Desde hoy, por cortesía de Hades.
Amun se puso rígido, como si pudiera ver lo que había en su cabeza. Y, seguramente, podía verlo.
–¿Qué te ha hecho Hades? –le preguntó Paris–. Solo tienes que decirlo, y nos lo cargaremos junto al degenerado de su hijo.
–Hablando de Lucifer –dijo Kane, haciéndole una seña a Baden para que se acercara–. Estamos planificando su caída paso por paso.
–En este momento solo tenemos el primero de los pasos: entrar en sus mazmorras para liberar a Cronus y a Rhea –dijo Josephina–. Saben demasiado de vosotros. Conocen vuestras debilidades y vuestras necesidades. Podemos encerrarlos en nuestras mazmorras.
No era buena idea permitir que un enemigo fuera controlado por otro enemigo. Sin embargo, Cronus, el antiguo guardián de la Avaricia, y Rhea, la antigua guardiana de la Lucha, habían sido decapitados. Los dos reyes habían recibido un par de guirnaldas de serpentinas, pero de manos de Lucifer.
–No vayáis por los Titanes –dijo Baden–. Todavía no. Seguramente, son esclavos de Lucifer.
De la misma forma que Pandora y él se habían convertido en esclavos de Hades. Tal vez tuvieran poderes, y deseos, de los que los Señores no sabían nada.
–No veo el problema –dijo Sienna. Era una mujer menuda, con el pelo rizado y oscuro y la cara pecosa. Tenía unas enormes alas negras que se alzaban por encima de su espalda y que le conferían un aire majestuoso y ligeramente perverso–. Un hombre esclavizado es un hombre débil. No hay mejor momento para tratar de capturarlos.
¡No! Baden se negaba a creerlo. Él estaba esclavizado, pero no era débil.
–Confiad en mí. Puede que Lucifer quiera que liberéis a esa pareja. Dejad que investigue un poco antes –les dijo él. Sabía cuál era el primer lugar en el que debía husmear. Aunque Keeley estaba emparejada con Torin, el guardián de Enfermedad, hacía muchos siglos había estado comprometida con Hades–. ¿Dónde está la Reina Roja?
–Está en la habitación de los artefactos –dijo Haidee–. ¿Por qué lo pre…?
Baden salió al pasillo antes de que ella pudiera terminar la pregunta, y la bestia rugió de rabia.
«No dejes nunca a un enemigo atrás».
«No lo he hecho. He dejado amigos».
Se abstrajo de los gritos de la bestia y llegó a la habitación de los artefactos sin contratiempos.
Keeley se paseaba de un lado a otro. Pasó por delante de la Vara Cortadora y de la Jaula de la Coacción, se giró y volvió a pasar por delante de ellos, mientras retorcía la Capa de la Invisibilidad con los dedos.
–No puedo encontrar a dimOuniak y, si no la encuentro, no puedo encontrar la Estrella de la Mañana –murmuró.
Era una bella mujer, que cambiaba de color con las estaciones. El verano le había proporcionado un pelo rosa con mechones verdes y los ojos del color del cielo de la tarde.
–Tengo que encontrar la caja. Tengo que encontrar la Estrella de la Mañana. ¿Qué es lo que se me escapa? ¿Qué es lo que estoy haciendo mal?
Baden sabía que era peligroso sobresaltar a Keeley, porque tenía poderes inimaginables, pero, de todos modos, carraspeó.
Ella dio un respingo, y él notó que lo atravesaba una lanzada de dolor.
La bestia montó otro escándalo, exigiéndole a Baden que la asesinara. Baden debería darle las gracias. Ella podría haberle hecho algo mucho peor. Aquello no era nada.
–¿Baden? –preguntó ella, pestañeando.
Baden inhaló y exhaló varias veces para calmar el dolor.
–Las guirnaldas me han convertido en esclavo de Hades.
–Eh… claro. Lo dices como si te sorprendiera.
¿Ella lo sabía?
–Sí. Para mí es una sorpresa.
–Si no querías ser el chico de los recados de Hades, ¿por qué aceptaste sus guirnaldas? –preguntó ella, poniéndose las manos en las caderas–. Podrías haber seguido siendo el chico de los recados de Lucifer.
Cuando ella había aparecido con Hades, le había dicho: «¡El mejor accesorio de la temporada! Nunca te arrepentirás de tu decisión de ponértelas. Te doy mi palabra».
Él apretó la mandíbula y le recordó su promesa.
–¿Yo dije eso? –preguntó Keeley, y se encogió de hombros–. Vaya. Eres un crédulo. Pero… eh… Estoy segura de que calculé las posibilidades de que pudiera ocurrirte algo malo.
Él se cruzó de brazos.
–Me encantaría oír tu razonamiento.
–Bueno, si tienes dos guirnaldas y un inmortal, ¿a cuántos problemas tendrá que enfrentarse? Oro. Es obvio. Porque el corazón sangra secretos y los perritos tienen zarpas.
¿Cómo podría Torin mantener una conversación coherente con ella? Aparte de estar loca a causa de haber pasado siglos en cautividad, tenía muy mala memoria. Existía desde el principio de los tiempos, y a menudo decía que su memoria era como un corcho con demasiadas cosas pinchadas en él. Unas tapaban a las otras.
–¿Cronus y Rhea están ahora controlados por Lucifer?
–Oh, sí.
Por fin, una respuesta coherente.
–Pero el ciego no puede guiar al ciego.
Y vuelta al desconcierto. Ni Lucifer, ni Cronus ni Rhea eran ciegos. Baden cambió de tema.
–Hades me ha ordenado que le consiga una moneda.
–Bueno, pues a mí no me pidas un préstamo –dijo ella. Alzó las manos, con las palmas hacia fuera, y se alejó de él–. Puede que te golpee con una almohada llena de monedas, pero nunca compartiré un penique.
–No te estoy pidiendo dinero, sino información. Piensa, ¿por qué iba a querer Hades una moneda en concreto?
–¿Él también está sin blanca? ¡Idiota! Si roba los diamantes que yo robé, le cortaré los testículos. ¡Otra vez!
Calma.
–Escucha, Keeley. Hay un humano que tiene la moneda de Hades, y Hades quiere recuperarla. ¿Tiene poderes poco comunes?
Ella le lanzó un beso.
–Yo soy poderosa y temible. ¡Soy de la realeza inmortal! No me preocupo de los asuntos de los mortales.
Calma.
–Olvídate del humano. Se supone que tengo que cortarle la lengua a una sirena. ¿Por qué me ordena Hades que haga algo tan horrendo?
–¡Pues porque dos lenguas son mejor que una sola!
Destrucción rugió, y su rugido salió por la boca de Baden al recordar… Keleey flotando en el aire, con el pelo de un rojo tan intenso que los mechones parecían ríos de sangre. Otros, flotando a su lado, sus cuerpos tensos, sus miembros trémulos y sus bocas abiertas con gritos interminables.
Uno por uno, los hombres y las mujeres fueron explotando y los pedazos de su carne cayeron sobre la bestia. La sangre lo salpicó por entero a él, el único hombre que quedó en pie.
Ella le sonrió.
–¿Mejor?
–Mucho mejor –dijo Baden, y aplaudió. Se sentía orgulloso de ella, pero también sentía recelo. Si su poder aumentaba más, podría vencerlo.
Todas las amenazas debían ser eliminadas.
Keeley chasqueó los dedos delante de la cara de Baden, y él volvió al presente, pestañeando.
–¡Eh! –exclamó ella–. Te has quedado atontado.
–Sí, perdóname.
La bestia, entonces, había conocido y admirado a Keeley. Debía de conocerla a través de Hades. ¿Habría sido amigo de Hades?
«Es el mejor momento para eliminar una futura amenaza. Aunque la amenaza sea una aliada».
De repente, Baden tuvo el incontenible deseo de estrangularla.
Su columna vertebral se rompería con tanta facilidad como una ramita.
Él se quedó espantado y retrocedió. William le había dicho la verdad: algún día, no podría controlarse. Se ganaría el odio de los demás. La culpabilidad que sentía en aquel momento no sería nada comparada con la que podría sentir entonces.
Tenía que marcharse de la fortaleza y mantenerse alejado. El plan sexual de William tenía su mérito, pero no era la respuesta. A causa de la hipersensibilidad de su piel, sí, pero también a causa de que no podía confiar en nadie.
Lucifer enviaría a otro asesino. Solo era cuestión de tiempo.
Destrucción se retorció de la impaciencia. «Atácame, verás lo que ocurre».
«Sí, deja que lo adivine. Lo matarás».
Parecía un disco rayado. Aquella bestia necesitaba un repertorio nuevo.
Baden tuvo un sentimiento de pérdida. Sus amigos no iban a comprender aquella ausencia tan prolongada. Unas segundas vacaciones. Se preocuparían, y se preguntarían si habían hecho algo mal.
«Juntos, nos mantendremos en pie; separados, caeremos».
¿Cuántas veces había repetido Maddox, el guardián de la Violencia, aquellas palabras desde su regreso? Muchas.
No se trataba de enmendar errores, sino de poner por encima de todo el bienestar de la gente a la que quería.
–¿Baden?
Le dio la espalda a Keeley y tomó el teléfono móvil que le había dado Torin. La tecnología era algo que todavía tenía que entender, pero envió un mensaje al grupo de la mejor manera que pudo, para decirles que quería reunirse con ellos en cinco minutos. Les explicaría la situación con Hades y, con el consejo de aquellos guerreros, que llevaban mucho más tiempo que él en aquel mundo, planearía el primer movimiento y ganaría su primer punto, y ganaría la partida a Pandora.
Cuanto antes ganara, antes podría despedirse de Destrucción y regresar de manera segura con su familia.