Capítulo 14
«Hay tres formas de mirar el vaso: medio lleno, medio vacío y ¿por qué estás mirando mi vaso, imbécil?».
Gwendolyn la Tímida, arpía del clan Skyhawk
Una brisa cálida y salada acarició la piel de Gillian. Estaba en una tumbona en la playa privada de William, bajo un dosel blanco. Se estaba poniendo el sol, y el cielo estaba teñido de rosa, morado y oro. Estaba a pocos centímetros de la orilla, donde las olas de agua clara rompían en la arena blanca. Tan cerca, pero tan lejos.
Lo único que perturbaba toda aquella belleza eran los ocho guardias vestidos de negro y armados. Habían formado un perímetro octogonal a su alrededor.
William se había marchado a hacer algo, aunque ella no sabía qué. Su padre había aparecido y le había dicho:
–Hay problemas.
Pobre Liam. Tiraban de él en demasiadas direcciones. Y ella solo estaba empeorando las cosas.
Antes de que ellos se marcharan, William la había sacado allí para que tomara el sol y el aire fresco, con la esperanza de que recuperara fuerzas.
«Odio tener que decírtelo, Liam, pero este experimento es un fracaso».
Estaba tan débil como antes, pero, además, estaba enfadada. Se merecía una respuesta a la pregunta que le había formulado, lanzándosela como si fuera una bomba: ¿Qué era morte ad vitam?
¿Cuál había sido su respuesta?
–Estás cambiando, muñequita.
Ella lo sabía, pero se trataba de su vida… de su muerte.
Se le escapó un gemido. No estaba lista para morir.
–¿Necesitaba algo, señorita Bradshaw? –le preguntó uno de los guardias. Aquellos hombres eran muy formales con ella, porque William les había dicho que iba a castrar a cualquiera que la ofendiese.
–No, gracias –dijo ella. «De vosotros, no».
Un segundo más tarde, se oyó un golpe.
Ella casi no tenía fuerzas para volver la cabeza, pero lo hizo, y vio a dos de los guardias tendidos en la arena, inmóviles. Otros tres corrían hacia ellos, con las armas preparadas, pero chocaron contra un muro invisible y también cayeron desplomados al suelo. Los otros tres decidieron acercarse a ella y rodearla. Sin embargo, todos acabaron boca arriba en la arena.
Puck se acercó a ella, tan calmado como el mar, y ella jadeó. Llevaba otro taparrabos, en aquella ocasión hecho de cabellos trenzados. Sus piernas peludas le resultaron menos sorprendentes que antes, y extrañamente atractivas.
La inválida y la bestia.
–¿Los has matado? –le preguntó.
–No. Solo los he dejado dormidos para un rato, pero, si quieres, puedo cortarles el cuello.
–No-no. Por favor, no.
–Muy bien, no.
Él no dijo nada más, y el pánico de Gilly fue desapareciendo.
Los rayos de sol creaban un halo alrededor de Puck. Lo cual era extraño, porque tenía cuernos. Era en parte ángel y en parte demonio. Y, en parte, cabra. Todo guerrero. Las cuchillas que tenía enredadas en el pelo brillaban al sol.
–¿Por qué has venido? Yo no puedo ayudarte –dijo ella, al recordar las palabras con las que se había despedido la vez anterior.
Él se encogió de hombros.
–Me dijeron que tu situación es tan triste, que he decidido que me importe.
–¿Quién te lo ha dicho? –le preguntó. No era posible que se lo hubiera dicho William–. ¿Y por qué quieres que te importe?
Recordó que él le había dicho que estaba poseído por Indiferencia y, seguramente, el demonio borraba sus sentimientos antes de que él pudiera experimentarlos. Las posesiones de los demonios siempre tenían consecuencias.
–¿Te importa?
Él pensó un instante, y suspiró.
–Ni lo más mínimo.
Vaya, de repente, ella sintió envidia. ¿Cómo sería el hecho de que su pasado ya no la afectara? ¿No volver a tener miedo ni pesadillas? Un regalo inconmensurable.
–¿Alguna vez sientes algo?
–Muy rara vez y, cuando sucede… –Puck se quedó callado y volvió a encogerse de hombros.
–Qué suerte.
–¿Suerte? Chica, no tengo suerte. Podría prenderte fuego, ver cómo te quemas gritando de dolor y no interesarme por nada más que por el calor que dan las llamas en una noche fría.
–Está bien. Tal vez la palabra «suerte» es demasiado fuerte. Pero… ¿vas a prenderme fuego?
–No. Me he dejado las cerillas en casa.
Qué reconfortante. Y, sin embargo, por primera vez desde que se había puesto enferma, tuvo ganas de sonreír.
Siguieron allí sentados, en silencio, durante unos minutos. Ella cada vez sentía más interés por él. Era un hombre muy guapo y, aunque normalmente parecía que todos los inmortales tenían la misma edad, aquel aparentaba ser más joven. ¿Por qué?
Una brisa fría y salada hizo que se estremeciera. Inmediatamente, él se quitó la camisa y la envolvió con ella. Ella miró su pecho y… vaya. Tenía músculos y músculos, al contrario que su padre y sus hermanastros, que eran…
De repente, le costó respirar. Volvió la cabeza para no ver a Puck y buscó una distracción.
Su nariz rozó el algodón suave de su camisa, y experimentó una deliciosa sensación. No había nada que oliera tan bien como aquello, a lavanda y a humo de turba. ¡Y qué calidez! Los rayos del sol no habían podido darle calor, pero aquella camisa la estaba sofocando.
–Gracias –murmuró.
–De nada –dijo él.
Volvieron a quedarse en silencio. Si aquello seguía así, tal vez él se marchara. Ella no quería que se fuera.
«No quiero estar sola. Eso es todo».
Se estrujó el cerebro para dar con un tema de conversación. Lo mejor que se le ocurrió fue:
–Eh… ¿cómo te hiciste invisible?
–No me he hecho invisible. Lo que pasa es que puedo moverme demasiado deprisa como para que me vean los demás.
Respondía con claridad y sin titubeos. Aquello era algo nuevo, porque William siempre hablaba con acertijos, y los guerreros de Budapest evitaban sus preguntas como si temieran revelarle demasiado a una mortal.
Tal vez Puck le respondiera la pregunta más importante.
–¿Qué es morte ad vitam?
Él enarcó una ceja.
–¿Es eso lo que te ocurre?
–Sí. Todos los médicos están de acuerdo. ¿Qué significa?
–Que tu cuerpo está intentando evolucionar, convertirse en inmortal, pero no es lo suficientemente fuerte.
¿Cómo? No, eso era imposible. Ella era humana. Siempre iba a ser humana.
–La única posibilidad de que sobrevivas –dijo él– es que te vincules a un inmortal, que unas tu fuerza vital a la suya. Claro que, ni siquiera eso es una garantía. Podrías succionar toda su fuerza y convertirlo en humano.
Un vínculo… como podría ser el matrimonio. Algo que William se negaba a contraer con ella o con cualquier otra. Y mejor, por supuesto.
El matrimonio conllevaba una serie de deberes, como, por ejemplo, mantener relaciones sexuales. Y ella prefería llevar un cinturón de castidad eternamente.
Seguramente, William no quería seguir aquel camino debido a la maldición que pesaba sobre él. O por algún otro motivo que ella no conocía. Varios de los Señores del Inframundo se habían unido a sus compañeras formando un vínculo, pero eso había tenido consecuencias. Las parejas estaban atadas para siempre, en lo bueno, en lo malo y en lo triste. Si uno de ellos moría, el otro lo seguiría rápidamente.
–Vaya, qué asco –dijo. Preferiría morir en aquel mismo instante que William corriera un peligro innecesario por su culpa–. ¿Cuánto tiempo me queda?
–Bueno, teniendo en cuenta tu estado, yo diría que una o dos semanas.
Como mucho, catorce días.
–Ya no voy a poder hacer todas las cosas que tenía pensadas antes de morir.
–Tal vez debieras hacer una lista. Puedo ayudarte.
Ella frunció el ceño.
–¿Y por qué quieres ayudarme?
–A ti te vendría bien distraerte y, a mí, tener un nuevo objetivo. La mujer a la que deseaba no me deseaba a mí, así que nos hemos separado. Y, ahora… –se encogió de hombros.
–¿Es que para ti las mujeres son objetivos?
–¿Por qué no? Mis objetivos no me permiten quedarme tirado en el sofá, viendo culebrones y comiendo pizza de ayer.
–Pero, si no sientes nada, ¿cómo sabes cuándo deseas a una mujer?
–Yo casi nunca siento emociones, pero a menudo siento deseo. Las dos cosas no son exclusivas, muchacha.
–Eso es cierto –dijo ella, con una sonrisa llena de tristeza–. Yo siento todo tipo de emociones, pero no siento deseo.
Él la miró con curiosidad.
–Eres mayor de edad, ¿no?
–Sí.
–¿Y no has deseado nunca a un hombre?
Ella se quedó mirando hacia el mar. El sol se estaba escondiendo en el horizonte. Respiró profundamente y exhaló el aire, intentando luchar contra la vergüenza, el odio y el horror que siempre se apoderaban de ella cuando surgía aquel tema.
–Ah. Lo entiendo. Alguien te hizo daño –dijo él.
Ella se enfadó.
–No quiero hablar de esto. Cambia de tema o márchate.
Él no hizo ni lo uno ni lo otro.
–Mataré al culpable. Dime quién es.
–Quiénes. En plural –respondió Gilly, y apretó los labios.
Sabía que William ya los había matado. Llevaba tres años viviendo con los Señores del Inframundo y, alguna vez, buscaba los nombres de sus torturadores, un impulso que despreciaba en sí misma. Un día había encontrado un informe policial sobre sus espantosos asesinatos. Aunque no habían encontrado los cadáveres, había sangre y pedazos de carne por las paredes y el suelo de la misma casa donde ella había sufrido. El caso seguía sin ser resuelto.
Cuando le había preguntado a William, él la había distraído con un vídeo juego, como si temiera su reacción. ¡Y él nunca le tenía miedo a nada!
Sin embargo, ella también temía su propia reacción. La gratitud le parecía poco adecuada, pero también la furia.
–Un hombre o cien. No me importa –le dijo Puck.
–Gracias por el ofrecimiento, pero ya han muerto.
Él asintió.
–William debió de encargarse de ellos.
–¿Tú eres amigo de William? –preguntó Gilly.
–He oído hablar de él, y estoy seguro de que él ha oído hablar de mí, pero nunca nos han presentado.
–Si quieres ser su amigo, meterte en su propiedad no es…
–No quiero ser su amigo. Si me odia, me da igual. No me importa una cosa ni la otra.
–Eso no es inteligente por tu parte. Si no eres su amigo, eres su enemigo, y sus enemigos mueren dolorosamente.
Puck sonrió. Por un momento, le pareció… ¿adorable?
–Mis enemigos mueren con agradecimiento, porque se alegran de poder escapar de mí.
Ella puso los ojos en blanco.
–Vosotros, los inmortales, y vuestras peleas de sangre.
–¿A qué te refieres con eso de «vosotros, los inmortales»?
–Yo voy a morir, ¿no te acuerdas? –respondió ella, con una punzada de tristeza–. Antes de que se termine mi transformación. Y no quiero pensar en una lista de cosas que no voy a poder hacer.
–Sí, es cierto que vas a morir –dijo él–. Yo puedo casarme contigo, supongo. Para salvarte.
Ella se lo quedó mirando boquiabierta.
–¿Me estás pidiendo matrimonio?
–Sí. No. Yo no quiero casarme contigo, pero tampoco quiero no casarme contigo. Es algo que podría ser beneficioso para los dos.
«¡Podría vivir!». Tal vez. O podría matar a Puck.
Bien, si se casaba y sobrevivía a la transformación, ¿qué haría entonces? Serían marido y mujer. Él querría hacer cosas con su cuerpo, y ella lo temía. El estómago se le llenó de ácido.
–¿Y no te preocupa que yo te convierta en un ser mortal?
–Yo soy el dominante. Mi fuerza vital es mucho más poderosa que la tuya.
Parecía que él estaba muy seguro, y Gilly sintió la tentación de aceptar. Pero ¿merecía la pena vivir con todos los problemas que tendrían después a causa de aquel vínculo?
–Gracias por la oferta, pero creo que no voy a aceptar.
–¿Por mis cuernos?
–No.
Sus cuernos eran casi… atractivos. Y quizá, un poco sexis.
¿Sexis? No, no había nada que fuera sexy para ella.
Él se merecía saber la verdad.
–Tú querrás tener… ya sabes, relaciones…
–¿Relaciones sexuales?
Ella se ruborizó y asintió.
–Sí, tienes razón. Querría.
–Bueno, pues yo, no. Nunca.
–Eso lo piensas ahora, pero yo te haría cambiar de opinión. Aunque no te forzaría. Nunca. Esa es una de mis normas. Esperaría a que tú lo desearas.
–Te digo que por muy habilidoso que seas, tendrías que esperar para siempre.
Él soltó un resoplido.
–Te tendría en mi cama en menos de un mes. Garantizado.
A ella se le aceleró el corazón, y sintió algo caliente en las venas. Algo que nunca había experimentado antes.
Él ladeó la cabeza, y su oreja puntiaguda se movió.
–William ha vuelto. Va a estar aquí dentro de cinco… cuatro… tres…
–Por favor, vete –le susurró ella con preocupación–. Por favor…
–Uno.
William entró por la puerta del salón y bajó a la playa. Se agachó a su lado y frunció el ceño.
–¿Estás bien, muñequita? Los guardias…
–Sí, estoy bien –dijo ella, rápidamente, mirando a su alrededor. Puck había desaparecido como por arte de magia. Y William no tenía ni idea, porque, de lo contrario, se habría ocupado primero del intruso.
Ella exhaló un suspiro de alivio. No quería presenciar una pelea, y menos cuando no podía hacer nada por ayudar a ninguno de los dos… No, no. Por ayudar a William. Solo a William. Por supuesto.
Él estaba en primer lugar.
–¿Qué les ha ocurrido a los hombres? –preguntó él, observando sus cuerpos dormidos sobre la arena de la playa. Ella tuvo la certeza de que los guardias estarían muertos aquella mañana, o deseando morir.
–Algo es lo que les ha ocurrido –respondió Gilly. Tenía que decírselo–. Un hombre. Puck. Ha venido moviéndose con tanta rapidez que ninguno de nosotros pudimos verlo. Los guardias no están a la altura de su velocidad y su fuerza.
William se puso en pie con rapidez. Tenía una daga en cada mano.
–Puck. El guardián de Indiferencia. Ha jurado que se vengaría de Torin por atraparlo en otro reino. ¿Cómo escapó?
Puck no le había contado eso. Además, ella no se le imaginaba vengándose de nadie, porque no creía que nada pudiera importarle como para llegar tan lejos.
–¿Cómo sabes que ha jurado venganza, si no lo conoces?
–Por mis espías. Ellos están en todas partes.
–O eso es lo que te ha dicho Torin –respondió ella, con ironía.
–¿Te ha dicho algo Puck? ¿Te ha hecho algo?
–Me dijo lo que significaba morte ad vitam –respondió Gilly y, mientras William soltaba una imprecación, ella prosiguió–: No quiero que le hagas nada por explicármelo. Ni que lo mates. Ni que pagues a ningún otro para que lo mate. Tú eres quien deberías haberme contado la verdad, pero no lo hiciste, así que él me ofreció ayuda amablemente.
–¿Ayuda? ¿Qué clase de ayuda? –preguntó él. Al darse cuenta de que ella estaba envuelta en una camisa, su mirada se volvió oscura.
«Estoy en terreno peligroso. Será mejor que ande con cuidado».
–Prométemelo primero –le dijo–. Por favor.
Él se quedó callado. Le quitó la camisa de encima y la arrojó al agua. Gilly se tragó un gemido.
William la tomó en brazos y se la llevó al interior de la casa. Ella había visto muy poco de aquel lugar, solo el camino hacia el dormitorio. El salón era enorme, y estaba situado para tener las mejores vistas del mar. Los ventanales cubrían las paredes de techo a suelo y permitían que la naturaleza entrara en la casa.
Había un sofá semicircular y dos sofás, todo en blanco, delante de una chimenea. Parecía que la mesa estaba hecha de madera reciclada que hubieran encontrado en la playa.
–¿Cuál es tu veredicto? –preguntó William.
–Limpio, clásico y, al mismo tiempo, acogedor. No es tu estilo –dijo ella. William era extraordinario, único y perverso–. ¿Cuánto tiempo hace que tienes esta casa?
–Desde el día que llegamos. Yo… reubiqué al dueño.
¿Cómo?
–Liam, no puedes…
–Puedo, y lo hice.
Subió la escalera de caracol con facilidad y entró al primer dormitorio a la derecha. Las paredes eran amarillas y el edredón de la cama azul claro. Le recordaba a una mañana de verano.
Él la depositó en el colchón y la tapó.
–¿Tienes hambre o sed?
Claramente, había dado por zanjado el tema de Puck. Qué hombre tan frustrante.
–Mi conciencia no puede permitir que…
–Tu conciencia no tiene que permitir nada. Ya llevará la mía esa carga.
–Ese es el problema. Que tú no tienes conciencia.
–Tal vez la adquiera –respondió él–. ¿Cuánto crees que cuestan hoy en día?
¿Qué les pasaba a los hombres de su vida?
–¿Tienes sed? –volvió a preguntar él.
–No –respondió Gilly, malhumoradamente–. Y, para que lo sepas, no me voy a casar contigo.
Él se sentó a su lado. Estaba muy tenso.
–No recuerdo que te lo haya pedido, muñeca.
–Sé que no me lo has pedido y que no me lo vas a pedir. Así, cuando haya muerto, no tendrás que sentirte culpable preguntándote si deberías habérmelo pedido.
–Tú no vas a morir –replicó él–. No te lo permitiré.
Había cosas que ni siquiera él podría evitar.
Gilly lo tomó de la mano con las pocas fuerzas que le quedaban.
–Te quiero, Liam. Cuando no tenía a nadie, ni nada, tú me diste tu amistad y me alegraste, y siempre te estaré agradecida.
Él entrecerró los ojos.
–Deja de hablar como si esto fuera tu final.
Ella le dedicó la misma sonrisa triste que le había lanzado a Puck. ¿Dónde habría ido? ¿Qué estaría haciendo? ¿Y por qué a ella siempre le importaban hombres a quienes no les importaba nada?
–Tienes defectos. Muchos defectos. Pero eres un hombre maravilloso.
–Pues este hombre maravilloso va a encontrar la forma de salvarte. Estoy trabajando en ello todos los días, todas las horas, todos los minutos. Ahora, descansa un poco –dijo él.
Después, se levantó y salió de la habitación dando un portazo.
Lo más triste fue que ella se quedó mirando al balcón con la esperanza de que apareciera Puck. Sin embargo, él no volvió, y Gilly se quedó decepcionada. Cerró los ojos.
Mientras se dormía, creyó que percibía el olor a humo de turba y a lavanda… y que oía una voz grave que le decía:
–Duerme, muchacha. Yo me ocupo de que estés a salvo.