Capítulo 11

 

«Haznos un favor a los dos y lárgate de aquí».

Strider, guardián de Derrota

 

La siguiente semana pasó rápidamente. Katarina esperó con impaciencia que Baden le pidiera el favor que ella le debía. Después de todo, no había vuelto ensangrentado. Sin embargo, él no había mencionado su recompensa. ¿Había matado durante su misión, o había cambiado de opinión y ya no la deseaba?

Bien, pues no iba a preocuparse más, ni a pensar en él, ni a desear besarlo. Nada de nada, cero, nie.

Se concentró en el trabajo. Los niños de Ashlyn se habían negado a ayudarla porque era una desconocida, pero la seguían a menudo, miraban y se reían a escondidas. Ella se aseguró de que Biscuit y Gravy recibieran un baño, la medicación necesaria, el alimento diario y un buen refugio, haciendo lo posible por no proteger sus emociones. «Sin amor, no hay dolor». Y, sin embargo, poco a poco empezó a pasar más tiempo con los perros. Estaba empeñada en que se acostumbraran a su presencia, a que empezaran a desear estar con ella.

Los premios y regalos que dejaba después de cada visita habían obrado maravillas y, ahora, en vez de gruñirle cada vez que se acercaba, movían la cola y saltaban a su alrededor con entusiasmo.

Qué precioso. Y eran de su raza preferida: perros callejeros adoptados. Bueno, también eran una mezcla de otras razas: tenían el pelo corto y la cabeza grande y cuadrada, y el pecho musculoso como los pit bulls. Sin embargo, eran tan grandes como un gran danés, y por sus afilados dientes ella sabía que los dos tenían menos de cuatro meses.

«Me gustan los perros grandes, no puedo mentir».

Biscuit tenía un marcado prognatismo mandibular. Gravy, que era casi completamente blanco, tenía una línea de pelo negro sobre el labio superior. ¡Un adorable bigote! A los dos les encantaba luchar y morderse.

Había intentado ponerles collar en tres ocasiones, pero habían rasgado el cuero las tres veces, y detestaban la correa. Cada vez que intentaba atarlos, se revolvían como si fueran un toro en un rodeo.

Cada vez que se les acercaba otro ser humano o inmortal, se quedaban callados y quietos, pero no de miedo, sino de curiosidad. Observaban el mundo con inteligencia. Sus ojos cambiaban de color con el cambio de sus emociones, de negro a azul y a verde, y eso era algo que ella nunca había visto en un perro.

Los dos animales solo se agitaban cuando se les acercaba Baden, y ella no estaba muy segura de por qué.

En el pasado, su lema había sido: «Si no les caes bien a mis perros, vete al cuerno».

Aunque, en realidad, Biscuit y Gravy no eran suyos. Sin embargo, ella sabía que Baden no era malo. No podía serlo. Llevaba semanas cuidando de ella, y le había dado comida, un techo y ropa. La había consolado durante la peor parte de su duelo. De hecho, todavía la consolaba.

Cuando tenía otro momento de abatimiento y dolor, y se quedaba acurrucada en la cama, él la abrazaba y la acariciaba hasta que volvía a sentirse normal.

«¿Acaso sé ya lo que significa «normal»?».

Él iba y venía cuando quería. E incluso cuando no quería. A veces desaparecía con el ceño fruncido, porque las bandas de los brazos se le habían puesto al rojo vivo. Algunas veces, volvía igual que se había marchado. Otras, volvía lleno de sangre. Siempre se le aparecía a ella en primer lugar, estuviera donde estuviera.

La primera vez, se había ofrecido a lavarlo como él la había lavado a ella una vez. Él había aceptado de mala gana, como si pensara que iba a atacarlo mientras estaba de espaldas. La segunda vez, y todas las demás veces, él le había entregado un trapo antes de que ella hubiera podido decir una sola palabra.

En alguna ocasión, al volver, se había puesto a caminar de un lado a otro de la habitación, hablando solo.

–Soy un caballero. La vida es algo muy valioso… salvo que se trate de la vida de mis enemigos. Todo el mundo es mi enemigo. No, no, también tengo amigos.

Enseguida, ella se había dado cuenta de que eran charlas para darse valor a sí mismo, y le había parecido adorable. Baden no quería hacerle daño a la gente, pero tenía dentro una bestia en el sentido literal de la palabra, y esa bestia estaba sedienta de sangre. Eso hacía que su ofrecimiento de darle lo que quisiera fuera una estupidez por su parte. Sin embargo, no se arrepentía de haber participado en la lucha a su lado. Baden estaba cegado por la rabia, y ella deseaba con todo su corazón calmarlo.

Pero habría podido calmarlo cantándole una canción. Cada vez que canturreaba, él se estiraba en la cama y se quedaba plácidamente dormido.

Estaba claro que su perro callejero era adiestrable.

Lo vio caminar hacia la perrera que ella había construido en el patio. Biscuit y Gravy también lo observaron. Sin gruñir. Ah, aquel era un gran progreso.

Baden estaba muy tenso y tenía los puños apretados. +`

–Con todos los viajes que has hecho últimamente, ¿no te has encontrado con mi hermano? –le preguntó ella, con la intención de distraerlo.

–No –dijo él. Una sola palabra. Ni más, ni menos.

–Ahora que Alek ya no está por medio, espero que Dominik se rehabilite.

En aquella ocasión, solo hubo silencio.

Estaba decidida a entablar conversación con él, así que cambió de tema.

–¿Sabes que Biscuit y Gravy son los mismos perros que nos encontramos en Nueva York?

Baden frunció el ceño, pero siguió caminando en silencio.

–Alguien debe de haberlos traído a Budapest, pero no sé quién, ni por qué.

–Si alguien me hubiera seguido, me habría dado cuenta –murmuró él.

Ella esperó a que dijera algo más, pero Baden no lo hizo.

Demonios, ¿por qué estaba tan alterado?

Después de ponerles la comida a los perros, se acercó a él. Baden ni siquiera se fijó en ella, y ella se interpuso en su camino. Él se detuvo en seco y la miró con los ojos, de un precioso color cobre, entrecerrados.

Pero ella ya no le tenía miedo.

Él dio un paso hacia un lado para rodearla, pero ella le puso las manos en los hombros para detenerlo.

–Quiero saber qué te ocurre. Dímelo.

–Crees que quieres saber qué me ocurre. Pero te equivocas.

Ella replicó, irónicamente:

–Me alegro mucho de que sepas lo que pienso mejor que yo misma.

–Muy bien. Necesito sexo –dijo él, lanzándole las palabras como si fueran armas–. Lo necesito desesperadamente.

¡Vaya! ¡Alucinante!

Con el corazón acelerado, Katarina apartó las manos de él.

–¿Sexo… conmigo?

–Sí. Solo contigo.

Solo. Era asombroso que una única palabra pudiera provocar tanto placer.

–Me dijiste que no te tocara nunca –respondió Katarina. Cosa que acababa de hacer, por cierto.

–He cambiado de opinión –dijo él, y clavó la mirada en sus labios.

–Pero… tú y yo… somos de distintas especies.

Como si eso le importara a su cuerpo.

Él dio un paso hacia delante e invadió su espacio personal.

–Encajaremos bien, te lo prometo.

Tristo hrmenych! Su voz enronquecida, como si fuera de humo y gravilla, le produjo un escalofrío. Katarina se estremeció de deseo. «Tengo que resistir su atractivo».

Pero… pero… ¿por qué? Antes de comprometerse con Peter, habían salido juntos y se habían besado en los cines y en el coche. A ella le había gustado besarse y acariciarse con él y, después de comprometerse, se habían acostado juntos. Al principio, él no sabía qué hacer con ella, porque ninguno de los dos tenía experiencia, y ella se había quedado decepcionada en todos sus encuentros. Sin embargo, finalmente había encontrado el valor para decirle lo que quería, y él la había satisfecho.

Echaba de menos el sexo. Sin embargo, la conexión… la intimidad… era eso lo que más echaba de menos.

Biscuit le ladró a Gravy, y Katarina salió de su ensimismamiento. Habían dejado los platos limpios, y querían jugar. Ella tomó de la mano a Baden para sacarlo de la perrera. Él se zafó rápidamente para cesar el contacto entre los dos.

Una sola acción. Toneladas de dolor.

–Entonces, puedo tocarte y quieres acostarte conmigo, pero todavía te doy asco –dijo Katarina, y salió a zancadas de la perrera. Ya tenía suficiente con él–. Bueno, pues me voy. De todos modos, tu actitud autoritaria ya me estaba molestando demasiado.

Él se puso frente a ella y la detuvo.

–No, no me das asco. Tú me necesitas, y he terminado aceptándolo –admitió él, apartando la mirada–. Pero tocar a otra persona es doloroso para mí. Tendremos que acostarnos con una tela entre nosotros. Y tú tienes que dejar de sentirte molesta conmigo.

Otra orden. ¡Por supuesto!

–En primer lugar, yo no te necesito. En segundo lugar, ¿por qué es doloroso para ti? ¿Y cómo vas a hacerlo sin algún tipo de contacto?

–Puede que el motivo sea físico, psicológico o ambas cosas a la vez. He pasado miles de años sin tocar a nadie. Y en cuanto al cómo… me lo estoy imaginando. Yo me quedaré con la ropa puesta, pero tú te la quitarás. Me pondré guantes y llevaré un preservativo. Te inclinaré sobre mi cama, te excitaré y te separaré las piernas. Después…

–Ya, ya está bien. Me hago una idea –dijo ella.

La imagen que le estaba describiendo no era exactamente… agradable.

Tal vez él se tomara su silencio como un rechazo. Se pasó la mano por la cara y dijo:

–Debería elegir a otra mujer.

Ella sintió un arrebato de celos.

–¿Me deseas solo a mí, o no?

–Solo a ti –dijo él, y se le dilataron tanto las pupilas que el negro casi cubrió todo el dorado–. Mucho. Solo pienso en ti, y solo te anhelo a ti.

Katarina sintió un enorme placer y una gran calidez.

–Entonces, te permito que salgas conmigo.

Baden no era la mejor opción para ella, ni para ninguna persona cuerda. Además, formaba parte de un mundo del que sabía muy poco, y que no estaba segura de que le gustara. Sin embargo, él era increíblemente guapo y le producía sentimientos que la alejaban de la pena y la fatalidad.

–¿Que me lo permites? –preguntó él, y posó las manos en su cintura.

–Bueno –dijo ella, deleitándose con su calor–. Si tienes alguna queja, no, kretén.

Él sonrió ligeramente.

–No, no tengo quejas. Solo admiración.

La atrajo hacia sí y la pegó contra su pecho, y ella pensó que estaba reencontrándose con la muchacha valiente que había sido una vez. La muchacha a la que le encantaba reírse.

La euforia hizo que le diera vueltas la cabeza.

–Qué buen chico.

–Un chico travieso. Cuando sonríes, haces que…

Entonces, se puso muy rígido, y en sus ojos aparecieron chispas de color rojo.

¿Acaso la bestia estaba imponiéndose?

«Que la interacción con él sea corta y dulce. Déjalo siempre deseando algo más».

–Está bien –dijo ella, como si no hubiera notado su reacción negativa–. Concédeme una hora para prepararme para nuestro mutuo placer.

Se apartó de él y se alejó, meciendo las caderas.

–Me voy a asegurar de que la espera merezca la pena.

Al entrar en la fortaleza, oyó el sonido de su gruñido entrecortado y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, se echó a reír.

Aquello iba a ser divertido.

 

 

Baden apareció junto a Aleksander, que seguía encerrado en el calabozo de cemento y acero. La celda no tenía puerta; el único modo de acceder a él era teletransportarse. Aleksander estaba acurrucado en un rincón, cubierto de barro y sangre seca. Tenía el pelo oscuro despeinado, en picos. Miró a Baden con los ojos inyectados en sangre.

Al fijarse en su brazo herido, Baden frunció el ceño. Parecía que los huesos de su muñeca habían crecido dos centímetros y medio desde el día anterior, cosa que era imposible. Los seres humanos no podían regenerarse como los inmortales.

–Nunca te voy a decir dónde he escondido la moneda –dijo el hombre.

–No pasa nada. Uno de mis amigos es un genio de la informática. Está hackeando tus cuentas bancarias y transfiriendo tu dinero a las nuestras. Mañana, lo único que te quedará será esa moneda. Ah, y también está averiguando el nombre y el paradero de todas las chicas que tienes esclavizadas. Serán liberadas, y tus guardias serán despedidos. Despedidos de la vida.

Aleksander palideció.

–La última vez que Pandora estuvo aquí, me dijo que te gusta mi mujer. ¿De veras quieres dejar a Katarina en la pobreza?

Baden sonrió con frialdad. Deseaba a la mujer y la tendría, pero su encuentro no iba a cambiar el futuro. Sexo, alivio… y un día, adiós. ¿Era cruel por su parte? No. Lo mejor para ella era que la dejara antes de que la bestia decidiera que era una amenaza a la que no podían dejar vivir.

–No voy a dejarla en la pobreza. Cuando llegue el momento, le daré tu fortuna. Se la ha ganado.

Aleksander le soltó una ristra de obscenidades.

–¡Es mía, demonio! ¡Mía!

Baden tuvo que luchar contra algo oscuro.

–Yo ya no soy un demonio. Ahora soy algo peor. Y no puedes hacer nada por detenerme.

Aleksander no se acobardó. Extendió una pierna para darle una patada.

–Algún día te arrepentirás de haberte cruzado conmigo.

«Amenaza. Ahora debe morir».

Sí. Sí. La sangre que podrían saborear… los gritos que podrían oír…

Baden se acercó a Aleksander con impaciencia, y Aleksander se encogió aún más. Sin embargo, ya era demasiado tarde para demostrar miedo. Baden le agarró el brazo ileso y sacó la daga para cortárselo.

Aleksander intentó empujarlo, y Baden comprobó que le había crecido la muñeca. Eso solo tenía una explicación: no era humano.

Hades tenía la capacidad de convertir en inmortales a ciertos humanos. También había ciertos artefactos que podían conseguirlo. La moneda… Baden todavía no sabía mucho sobre ella. Utilizarla era, supuestamente, una manera de obligar a Hades a llevar a conceder un privilegio. Sin embargo, ¿cuáles eran los límites? ¿Y las consecuencias?

–Córtame la otra mano, si quieres –le dijo Aleksander–. Pero nunca podrás quitarme a mi mujer.

–Ya lo he hecho –dijo Baden, y aquella oscuridad que había experimentado aumentó, se hizo más y más caliente, hasta que le quemó el pecho–. Y si dices una palabra más sobre ella, te mataré.

El acre aroma del miedo perfumó el ambiente. Delicioso.

–Pandora –gritó Aleksander–. ¡Pandora!

–Sé que ha prometido que te ayudaría –le dijo Baden.

Había cámaras escondidas en todas partes, incluso en la celda, y Torin había capturado todas las apariciones de Pandora. Le había avisado todas y cada una de las veces, y los dos la habían visto tratar de liberar al humano de las cadenas, unas cadenas que estaban unidas a la pared con fuerzas místicas. Solo podían abrirse de dos maneras: con una llave específicamente fabricada para aquella cerradura, o con la Llave Que Todo Lo Abre, que podía abrir cualquier cerradura. Torin llevaba aquella llave en su espíritu.

En cuanto Pandora tocara uno de los eslabones, ella también quedaría atada por las cadenas y no podría teletransportarse fuera de la celda. Sin embargo, era lista, y evitaba todos los puntos de contacto.

–¡Pandora! –gritó Aleksander de nuevo.

Baden percibió un movimiento a su derecha y se giró al tiempo que saltaba hacia atrás. Se salvó por poco de una cuchillada de Pandora en la espalda.

Se enfrentaron el uno al otro.

–¿Es que estás intentando matarme? –le preguntó Baden–. Tss, tss. A Hades no le va a gustar nada.

–Puede que solo quiera afeitarte. Tienes barba de varios días.

Vaya. Entonces, tal vez él también debiera afeitarla a ella. Sacó una navaja automática que llevaba en el pantalón, y la hoja brilló a la luz de la bombilla de la celda.

–Este hombre me pertenece –dijo ella, señalando a Aleksander–. Es mi punto.

–¿Lo quieres? Pues tómalo –respondió Baden, sonriendo–. Yo no voy a tratar de detenerte.

Ella señaló la navaja.

–Solo vas a blandir un arma, imagino.

Él abrió los brazos con un gesto de inocencia.

–No, no voy a hacerlo. Te doy mi palabra.

Ella lo conocía, y sabía que cumplía su palabra. También sabía que siempre tenía un plan.

–Libéralo –le dijo Pandora–, o tomaré una página de tu libro y te robaré otra cosa. Algo nuevo cada día.

–Puedes intentarlo.

–Muy bien. Recuerda que fuiste tú el que escogió este camino –le dijo ella, con una sonrisa de malicia.

Después, se desvaneció.

Aleksander también sonrió con malevolencia. Parecía que, ahora que pensaba que tenía una aliada, sentía más confianza.

Baden sonrió.

–Intenta no gritar. Bueno, en realidad, grita todo lo que quieras. Yo voy a disfrutar oyéndote.

 

 

Baden apareció a la entrada del dormitorio de Torin. Había aprendido a no teletransportarse directamente al interior de ningún dormitorio, salvo el suyo. A menudo, se había encontrado a una pareja en una habitación, manteniendo relaciones sexuales. Incluso en el salón. Ya nadie tenía límites.

Llamó a la puerta.

–Si no es asunto de vida o muerte –dijo Torin–, lárgate.

–Sí, lo es.

Se oyó un gruñido de irritación, el crujido de la ropa y unos pasos. Keeley abrió la puerta con la camiseta del revés y miró a Baden de arriba abajo:

–Tienes un aspecto estupendo, pero te odio –dijo, y se dio la vuelta, murmurando–: No te va a gustar la venganza.

La bestia intentó tomar el control de su cuerpo para atacar a la compañera de Torin, pero Baden oyó la risa de Katarina al otro extremo del pasillo y mantuvo un control estricto. ¿Qué era lo que le divertía tanto?

«¡Concéntrate!».

Bien. Entró al dormitorio mientras Torin se abrochaba el pantalón y se sentaba en una silla delante de su panel de control.

–Tienes que reforzar la seguridad –le dijo Baden–. Pandora me ha amenazado con robarme algo nuevo cada día.

–La seguridad ya está reforzada. Y es obvio que no te has enterado de lo ocupada que ha estado Pandora. Kaia y Gwen estaban en la ciudad cuando atacó. Intentaba hacerles daño a Sabin y a Strider, sin duda, pero se llevó una buena tunda y tuvo que retirarse –le contó Torin, mientras tecleaba–. A propósito, Galen ha venido antes a pedirme que hablara contigo sobre tu antiguo amigo Desconfianza…

–El demonio nunca fue amigo mío. Y no quiero hablar sobre él. Tengo que pedirles disculpas a Kaia y a Gwen, a Strider y a Sabin.

–¿Por qué? Strider y Sabin ayudaron a robar la caja. Se ganaron la ira de Pandora igual que tú.

De todos modos…

–Bueno, lo que ocurre es que Desconfianza ha poseído a una mujer que se llama… –Torin se rascó la cabeza–. Se me ha olvidado, aunque Galen acaba de recordármelo. Sea quien sea, le vendría bien tu…

–No –dijo Baden. Ya tenía suficientes preocupaciones–. ¿Has averiguado algo más sobre la moneda?

–No. Los únicos que saben algo sobre ella le pertenecen a Lucifer, y no me fío de sus socios.

Baden vio a Katarina en una de las pantallas del panel de seguridad. Estaba charlando con Anya junto a la habitación de Ashlyn y Maddox. Movía las manos con suavidad al hablar, un rasgo adorable. Algo que él no había visto todavía.

Adorable… y muy sexy.

La bestia rugió, pero no le ordenó que la matara. Solo que la… ¿protegiera?

Las dos mujeres siguieron caminando por el pasillo y se separaron junto a la puerta de Baden. Katarina entró en el dormitorio. Muy pronto, él se reuniría con ella.

De repente, todos los músculos de su cuerpo vibraron de deseo. «Mía… durante esta noche». Y, tal vez, al día siguiente, también.

«Una vez. Solo una vez», dijo Destrucción. «Quizá».

Baden notaba el deseo que la bestia sentía por ella. Destrucción la deseaba con una fuerza que no entendía, pero tampoco quería debilitarse, y aquellos dos deseos contradictorios lo habían situado en un tira y afloja que significaba luchar con Baden o rendirse.

Decidiera lo que decidiera la bestia, Baden ya había elegido. Iba a tomar a Katarina. Iba a oír su voz enronquecer de pasión y susurrar su nombre. Iba a notar las paredes de su cuerpo contrayéndose alrededor de su miembro.

«Es mía», gritó Aleksander dentro de su mente.

Baden apretó los puños. Aquel matrimonio era una farsa. No debería molestarle en absoluto. Sin embargo, de repente, le molestaba en todos los sentidos.

–Vaya –dijo Torin–. Aparta eso de mí.

Con «eso», su amigo se refería a su erección. Baden se pasó una mano temblorosa por el pelo y se alejó de Torin.

–Voy a utilizar tu ducha –le dijo.

No esperó a que le respondieran; entró en el baño y se duchó para quitarse de encima el sudor y la suciedad que le había provocado su encuentro con Aleksander. También se ocupó de su problema.

Cuando terminó, se puso ropa limpia que sacó del armario de Torin.

–¿Adónde vas a llevar a tu chica en vuestra primera salida juntos? –le preguntó el guerrero. Lo había oído todo.

–Aquí mismo –dijo.

No había ningún motivo para arriesgarse a tener un flashback de la vida de Hades en un lugar público, algo que les pondría en una situación vulnerable a Katarina y a él. Tampoco había ningún motivo para poner a posibles víctimas en el camino de Destrucción. Además, ¿y si Hades lo convocaba? Katarina se quedaría sola.

La chica era la quintaesencia de la damisela en apuros.

Torin dejó de teclear y le lanzó una mirada de desaprobación.

–Eres tonto. A las mujeres les encanta el romanticismo y tú, amigo mío, no sabes lo que significa esa palabra.

Cuando Destrucción comenzó a patearle el cráneo y a gritar «¡Yo sé ser romántico!», Baden murmuró que tenía que irse, y salió rápidamente de la habitación.

Le quedaba media hora para la cita. Iba a volver al Downfall; allí, se buscaría un montón de peleas con otros inmortales para dejar exhausta a la bestia.

Y, después… Katarina sería suya.