XXIX

El aspecto más memorable de cualquier batalla, y después de haber experimentado ahora ya muchas de ellas puedo decirlo con autoridad, es la conmoción y la confusión que causan. Pero de ésta, mi primer combate importante con el enemigo, tengo unos cuantos recuerdos más claros.

Mientras los cuatro jinetes cruzábamos con estruendo el campo abierto y nos adentrábamos en la refriega, sólo unas cuantas bolas de plomo extraviadas pasaron volando inofensivas junto a nosotros, porque los soldados españoles estaban muy ocupados con los yaquis que había entre ellos. Luego, cuando nosotros, los nuevos atacantes, también llegamos junto a ellos, recuerdo vivamente los sonidos de aquel encuentro, aunque no tanto el estruendo del choque de las armas como el clamor de voces. Nocheztli y yo, y todos los aztecas que nos seguían, íbamos lanzando los tradicionales gritos de guerra de diversos animales salvajes. Pero los españoles gritaban el nombre de su santo de la guerra, «¡Por Santiago!», y vi sorprendido que al parecer nuestros dos hombres blancos, Uno y Dos, hacían lo mismo. Rugían lo que a mí me sonaba como algo parecido a «¡For Harry and Saint George!», aunque yo nunca había oído hablar, ni siquiera en mis días de escolarización cristiana, de ningún santo llamado Harry o George.

Desde dentro de la ciudad se oían otros sonidos a lo lejos, algunos cortantes como el estallido de un trueno, otros meros golpes apagados; eran los estallidos de las granadas de arcilla que estaban empleando nuestras mujeres guerreras. Sin duda, a los oficiales españoles les hubiera gustado sacar a algunos de sus hombres del combate de esta parte de la ciudad y enviarlos a enfrentarse a aquellos truenos inexplicables. Pero perdieron toda esperanza de hacerlo porque, allí mismo, sus hombres ya eran superados en número y luchaban denodadamente para salvar sus vidas. Ni la lucha ni sus vidas duraron mucho.

Si existen seres como los santos Harry y George, éstos prestaron a sus seguidores una fuerza en el brazo mayor que la que Santiago les proporcionó a los suyos. Uno y Dos, aunque un poco inseguros a causa de las sillas y de los estribos, asestaban tajos a diestro y siniestro desde lo alto de sus monturas de manera tan incansable, inmisericorde y mortal como lo hacíamos Nocheztli y yo. Los cuatro golpeábamos a los soldados en la garganta y en el rostro, los únicos lugares vulnerables que quedaban entre los yelmos y las corazas de acero, y lo mismo hacían nuestros guerreros aztecas, que blandían maquáhuime de obsidiana. A pesar de todo los guerreros yaquis no tenían que ser tan precisos al apuntar. En aquel combate cuerpo a cuerpo habían dejado caer al suelo las lanzas largas, que eran muy difíciles de manejar, y agitaban de una forma indiscriminada los bastones de guerra. Un golpe en la cabeza de un oponente hendía el yelmo lo suficiente como para que el cráneo cediese bajo el mismo. Un golpe al cuerpo de un oponente igualmente hendía la coraza, de manera que el que la llevaba moría a causa de las fracturas de huesos y órganos aplastados o, lo que producía mayor sufrimiento, asfixiados, con el pecho incapaz de expandirse para respirar.

Durante todo aquel torbellino, otras personas maniobraban entre nosotros o corrían a nuestro alrededor, presas del pánico, esforzándose por salir de la zona del conflicto; y también se podían ver muchos otros, más lejos, que igualmente huían de la ciudad y se adentraban en campo abierto. Ninguno de ellos llevaba armadura ni uniforme, y la mayoría iban vestidos a duras penas, pues habían saltado directamente de los jergones en los que estaban pasando la noche. Eran los habitantes esclavos de aquel barrio que nosotros habíamos elegido para atacar, o al menos lo eran la mayoría de ellos. El tumulto, naturalmente, había despertado a toda la ciudad de Tonalá, de modo que, entre los fugitivos, había bastantes hombres, mujeres y niños españoles, también mal vestidos, que obviamente y sin vergüenza alguna esperaban que se los confundiera con los esclavos y se los dejase marchar libremente. Pero pocos de ellos lograron escapar. Nosotros, los intrusos, permitimos el paso a los que eran de nuestro mismo color o más oscuros, pero a toda persona de piel blanca, de cualquier sexo o edad, que se pusiera a nuestro alcance le cortábamos la cabeza al instante, la acuchillábamos o la golpeábamos hasta morir. Muy a mi pesar, dos caballos de los españoles también resultaron muertos, aunque no era ese nuestro propósito, y otros cuatro o cinco vagaban nerviosos por allí sin jinete, con los ojos desorbitados, los orificios nasales muy abiertos y tratando de expulsar por ellos los olores a sangre y a humo de pólvora.

Cuando el último oficial, soldado o fingido esclavo estuvo tendido en el suelo muerto o agonizando, mis tres camaradas montados se adentraron en las calles de la ciudad seguidos de los guerreros aztecas, que aullaban sin parar detrás de ellos. Permanecí en el escenario de aquel primer combate durante un breve espacio de tiempo, y en parte lo hice para contar nuestras bajas. Eran en realidad muy pocas si las comparábamos con las pérdidas españolas. Y los esclavos de nuestra compañía que habían sido destacados como sanitarios no tardarían mucho en llegar, bien para vendar las heridas de los guerreros a los que se pudiera reanimar o para hundir una hoja de cuchillo que pusiera fin a sus penas en el cuerpo de aquellos que se encontraban más allá de la ayuda que pudiera prestarles cualquier tícitl.

Pero lo que me retuvo principalmente en el escenario fue que los yaquis también se habían quedado, y todos y cada uno de aquellos hombres estaba serrando con vigor en la cabeza de un cadáver español, utilizando para ello el cuchillo que el soldado solía llevar al cinto cuando todavía estaba vivo. Cuando un guerrero había cortado un círculo en la piel alrededor de la cabeza, desde la nuca, pasando por encima de las orejas y de las cejas hasta llegar otra vez a la parte de atrás, a la nuca, sólo tenía que dar un súbito y fuerte tirón y el cabello, el cuero cabelludo y la piel de la frente se rasgaban y se desprendían, dejando al cadáver coronado con sólo un amasijo en carne viva que rezumaba sangre. Luego, los yaquis se precipitaban hacia otro cadáver y repetían la misma operación. Sin embargo, había algunos de los españoles que habían caído al suelo que todavía no estaban muertos. Y éstos gritaban, gemían o se convulsionaban cuando se producía el tirón, y en estos casos la pulpa desnuda de la cabeza sangraba profusamente.

Al tiempo que lanzaba maldiciones con vehemencia hice avanzar a mi caballo por entre aquella carnicería, apaleando a los guerreros yaquis con la parte plana de mi espada, señalando con ella en dirección a la ciudad y gritándoles órdenes. Los guerreros yaquis se echaron atrás y comenzaron a gruñir en aquel feo lenguaje suyo; supuse que tenían la costumbre de recoger las cabelleras del enemigo mientras los cadáveres estaban todavía calientes, pues así resultaban fáciles de desprender. Pero hice todo lo que pude para darles a entender, mediante gestos, que más adelante habría muchas cabelleras más, las suficientes para adornar la falda de cada yaqui; lancé algunas maldiciones más y los apremié mediante gestos a que avanzasen. Así lo hicieron, todavía gruñendo, aunque al principio avanzaban con lentitud, pero luego echaron a correr como si de pronto se les hubiera ocurrido que otros de nuestro ejército pudieran estar ya recogiendo las cabelleras de mejor calidad de la gente de la ciudad.

No me fue difícil seguir a los hombres que me habían precedido, porque parecía que habían ido sembrando estragos por todas partes. Cualquier calle por la que yo fuese, cualquier cruce por el que girase, por todas partes yacían cadáveres, a medio vestir, ensangrentados, atravesados, acuchillados o completamente mutilados, despatarrados sobre los guijarros de las calles o tendidos en el umbral de sus propios hogares. Los residentes de algunas de aquellas casas no habían tenido tiempo de escapar, pero yo adivinaba que había cuerpos dentro por la abundante sangre que se veía fluir por las puertas abiertas. Sólo en una ocasión me tropecé con una persona blanca con vida en aquellas calles asoladas. Se trataba de un hombre que no llevaba puesto nada más que la ropa interior; sangraba por una herida que tenía en el cuello y que no había logrado matarle, y se me acercó corriendo, voceando como enloquecido. Sostenía en las manos, sujetas por el pelo, tres cabezas cercenadas: una era de mujer, las otras dos se veían más pequeñas. No parecía posible que esperase que yo pudiera entender su español, pero lo que voceaba, una y otra vez, era:

—¡Estas cosas eran mi mujer y mis hijos!

No dije nada en respuesta, sino que piadosamente utilicé mi espada para enviarlo a reunirse con ellos en el otro mundo cristiano, cualquiera que fuese, adonde habían ido.

Al rato alcancé a los guerreros de a pie, yaquis y aztecas entremezclados, que entraban y salían a toda prisa de las casas o perseguían a los que huían por calles y callejones. Me complació ver que obedecían mis instrucciones, o por lo menos tanto como yo esperaba que hicieran. A aquellos habitantes de Tonalá que tenían la piel del mismo color que nosotros, o más oscura, se los dejaba en paz. Los yaquis ya no perdían el tiempo en cortar cabelleras, sino que dejaban tirados los cadáveres mientras iban a matar más. Sin embargo, mis instrucciones, aunque sólo fuera en un aspecto, no se estaban teniendo en cuenta, y era en una cuestión que no me preocupaba demasiado. Yo había ordenado que se dejase con vida a las mujeres blancas durante algún tiempo, pero los guerreros conservaban, y las conducían en manada delante de ellos, sólo a las mujeres y a las muchachas más lindas. Éstas, desde luego, eran fáciles de distinguir, porque pocas habían llevado encima alguna ropa, y ahora las habían desnudado del todo. Así que a las de carnes fláccidas, a las flacas u obesas, a las mujeres viejas y arrugadas y a aquellas niñas que eran demasiado jóvenes para tener el sexo definido se las estaba masacrando junto con sus padres, sus maridos, sus hermanos y sus hijos.

A mis hombres ya no les sobraba aliento para lanzar gritos de guerra, sino que hacían aquella selección y la matanza consiguiente en silencio. Desde luego las víctimas no permanecían calladas. Toda mujer blanca viva suplicaba en voz alta, rezaba, gritaba, maldecía o lloraba; y lo mismo hacían los hombres, las viejas y los niños, en la medida que podían. Los mismos sonidos de desesperación se oían procedentes de todas direcciones… y también llegaban otros ruidos: el de las puertas al astillarse mientras se las forzaba; el de algún ocasional estallido de un arcabuz propiedad del amo de alguna casa cuando descargaba su único e inútil proyectil; el de los continuos golpes y estallidos al azar, ahora ya no lejanos, de las granadas de nuestras mujeres purepes, y el que producía alguna persona, heroicamente alocada, que se había puesto a tañir la campana de la iglesia de la ciudad en un intento frenético, patético y tardío de dar la alarma.

Volví mi caballo en la dirección de donde procedía el sonido de aquella campana, pues sabía que tenía que provenir del centro de la ciudad. A lo largo del camino hacia allí vi, además de a mis guerreros, que trabajaban enérgicamente, y a sus víctimas, muchas casas, tiendas de comerciantes y talleres que anteriormente habían sido edificios bien construidos e incluso hermosos, pero que ahora no eran más que ruinas; estaban irreparablemente hechos añicos o totalmente arrasados, y se veía bien a las claras que aquello había sido obra de las granadas de nuestras mujeres. En estos lugares había aún más cadáveres que se hacían visibles entre los escombros, pero estaban tan destrozados y hechos jirones que difícilmente podrían proporcionar cabelleras intactas para los yaquis. Me encontraba contemplando una casa muy hermosa que había justo delante de mi, con toda seguridad la morada de algún alto dignatario español, y preguntándome por qué no habría sido demolida, cuando oí un apremiante grito de aviso en la lengua poré:

—¡Ten cuidado, mi señor!

Detuve bruscamente mi caballo.

Un instante después aquella casa se abombó ante mí como los mofletes de un músico que toca una de esas flautas de jarra llamadas «aguas de gorjeo», pero no hizo un sonido tan dulce. El ruido que produjo se pareció más al del tambor llamado «tambor que arranca el corazón». Tuve un violento sobresalto, mi caballo se espantó y estuve a punto de caerme. La casa quedó envuelta en una tormentosa nube de humo, y aunque estaba construida de forma demasiado sólida como para volar en pedazos, las puertas, postigos, pedazos de muebles y otros contenidos inidentificables salieron disparados en esquirlas como los relámpagos salen de esa nube tormentosa. Quiso la casualidad que a mi caballo y a mí sólo nos alcanzase un fragmento a cada uno, y no nos hicieron daño, pues se trataba de pedazos de carne de alguna persona. Cuando dejaron de caer cosas alrededor, la mujer emergió del cercano callejón donde se había puesto a cubierto. Se trataba de Mariposa, que venía transportando un saco de cuero lacio y fumándose un poquíetl.

—Veo que haces un trabajo excelente —le dije—. Gracias por el aviso.

—Eran mis dos últimas granadas —repuso Mariposa mientras agitaba la bolsa para demostrármelo.

De la bolsa cayó un puñado de poquíeltin enrollados en junco. Me dio uno, lo encendí con el de ella y estuvimos fumando como compañeros mientras se ponía junto a mi caballo y continuábamos juntos el camino sin prisas.

—Hemos hecho lo que ordenaste, Tenamaxtzin —me explicó—. Empleamos las granadas sólo en los edificios, y hemos tratado de elegir los más grandes para destruirlos. Sólo dos veces hemos tenido que malgastar las armas en matar a individuos. Dos soldados que iban a caballo. No quedó gran cosa de ellos.

—Es una lástima —le comenté—. Quiero llevarme todos los caballos que podamos.

—Pues lo siento, Tenamaxtzin. No lo pude evitar. Se echaron sobre nosotras de repente, justo cuando dos de mis guerreras estaban a punto de arrojar granadas encendidas por la ventana de una casa; los dos soldados agitaban en el aire las espadas y gritaban… supongo que decían que nos rindiéramos. Pero nosotras no lo hicimos, claro está.

—Desde luego —convine—. Aunque yo no pretendía regañarte, Mariposa.

La campana de la iglesia continuó su inútil repique hasta que Mariposa y yo llegamos a la plaza abierta que se encontraba enfrente de esa iglesia y del palacio contiguo, y sólo entonces el tañer cesó con brusquedad. Mis arcabuceros habían llegado detrás de nosotros hasta el interior de la ciudad para acabar a tiros con cualquiera que en su huida quedara fuera del alcance de nuestros guerreros de a pie, y uno de aquellos hombres envió, muy limpiamente, una bola hacia arriba y le acertó al campanero de la pequeña torre que se alzaba en lo alto de la iglesia. El español, que era un sacerdote vestido de negro o un fraile, salió lanzado fuera del campanario, rebotó en el tejado inclinado y cuando chocó contra los guijarros de la plaza ya estaba muerto.

—Por lo que alcanzo a saber —dijo el caballero Nocheztli mientras colocaba su caballo salpicado de sangre junto al mío—, pronto sólo quedarán tres hombres blancos todavía vivos en Tonalá. Están allí, en la iglesia; son tres hombres desarmados. Eché un vistazo dentro y los vi, pero te los dejé a ti, mi señor, como ordenaste.

Sus caballeros y oficiales empezaron a agruparse a nuestro alrededor en espera de órdenes, y la plaza se estaba llenando rápidamente de otras personas. Todo guerrero que no estuviera ocupado en otra cosa y en otro lugar se dedicaba ahora a conducir a las mujeres y muchachas blancas dentro de aquel espacio abierto, y se apresuraba a reclamar el favor que es la común celebración tradicional de los soldados tras una victoria. Es decir, los hombres estaban violando violentamente a las hembras. Puesto que había más hombres que mujeres y muchachas, y puesto que muchos hombres no tenían suficiente paciencia para aguardar su turno, en algunos casos dos o tres guerreros utilizaban simultáneamente los distintos orificios de una sola hembra. No hay que decir que aquellas mujeres y muchachas no paraban de gritar, suplicar y protestar, y lo hacían a grandes voces. Pero estoy seguro de que aquellas víctimas hacían un ruido mucho más horroroso y horrible que el que se haya oído nunca en ninguna escena semejante. Y eso era porque las mujeres blancas, al tener todas abundante y lustroso cabello largo, hacían que los yaquis se sintieran más libidinosos de poseer sus cabelleras que de poseer cualquier otra parte de ellas. Cada uno de los yaquis que había arrastrado hasta allí a una mujer española la tiraba al suelo y le arrancaba la parte superior de la cabeza antes de arrojarse sobre su cuerpo desnudo para ultrajarla. Otros yaquis, los que no habían llevado consigo cautivas propias, correteaban por la plaza y cortaban las cabelleras de mujeres y muchachas que estaban tumbadas en el suelo mientras otro hombre… o dos, o tres, las violaban.

A mí mismo me resultaba casi imposible mirar a aquellas hembras con la cabeza pelada, redonda, roja y pulposa, por muy lindas, bien formadas y deseables que fueran en otros aspectos. Ni siquiera con los ojos cerrados habría sido capaz de copular con una de ellas, porque no hubiera habido manera de eliminar el igualmente repelente hedor que desprendían. El olor de la sangre de las cabezas desgarradas ya era bastante rancio, pero muchas de aquellas criaturas además estaban vaciando las vejigas y los intestinos de tanto terror como sentían, y otras vomitaban a causa de lo que les habían introducido en la garganta.

—Agradezco a Cuticauri, el dios de la guerra, que las purepechas no nos dejemos crecer el pelo —comentó Mariposa, que estaba al lado de mi estribo.

—¡Pues ojalá lo hicierais para poder dejaros calvas a todas, perras! —gruñó Nocheztli.

—¿Qué es esto? —pregunté sorprendido, porque de ordinario él era afable por naturaleza—. ¿Por qué vituperas a nuestras meritorias mujeres guerreras?

—¿No te lo ha contado ésta, Tenamaxtzin? ¿No te ha contado lo de aquellos dos soldados a quienes mataron de una manera tan incompetente?

Mariposa y yo lo miramos perplejos.

—A dos soldados blancos, sí —puntualicé—, que las sorprendieron mientras ellas cumplían muy eficazmente con su deber.

Nuestros dos soldados blancos, Tenamaxtzin. Los hombres a quienes tú llamabas señor Uno y señor Dos.

Yya ayya —murmuré con verdadera tristeza.

—¿Eran nuestros aliados? —quiso saber Mariposa—. ¿Cómo íbamos a saberlo nosotras? Iban montados. Llevaban armadura y tenían barba. Agitaban la espada. Y voceaban.

—¡Pues estarían dando gritos de ánimo, mujer torpe! —le gritó Nocheztli—. ¿Es que acaso no viste que los caballos estaban desensillados?

Mariposa adoptó una expresión de pesar, pero se encogió de hombros.

—Atacamos al amanecer. No había muchas personas que fueran vestidas.

—Iban cabalgando delante de mi, así que me tropecé con sus restos justo después de que los hiciesen volar en pedazos —me explicó Nocheztli con tristeza—. Ni siquiera pude distinguir a un hombre del otro. Realmente habría sido difícil decir si los fragmentos eran de ellos o de los caballos.

—Tranquilo, Nocheztli —le dije mientras suspiraba—. Los echaremos de menos, pero seguro que bajas como ésas se han de producir en cualquier guerra. Esperemos sólo que Uno y Dos estén ahora en su cielo cristiano, si es ahí donde deseaban estar, con su Harry y su George. Y ahora volvamos al asunto de nuestra guerra. Da órdenes de que los hombres, en cuanto hayan terminado de satisfacerse con las mujeres capturadas, se desplieguen en abanico por la ciudad y la saqueen. Que rescaten todo lo que pueda sernos de utilidad: armas, pólvora, plomo, armaduras, caballos, ropa, mantas, cualquier cosa que pueda transportarse. Cuando hayan acabado de vaciar las ruinas y los edificios supervivientes, que se ocupen de prender fuego a la ciudad. No ha de quedar nada de Tonalá más que la iglesia y el palacio.

Nocheztli desmontó, se metió entre sus oficiales y les fue comunicando aquellas órdenes; después se dio la vuelta hacia mí y me preguntó:

—¿Por qué, mi señor, vas a salvar estos edificios?

—Por una parte, porque no creo que ardan fácilmente —le contesté mientras desmontaba a mi vez—. Y no podríamos hacer granadas suficientes para derribarlos. Pero principalmente los dejo para cierto amigo español, un hombre blanco cristiano que es realmente bueno. Si sobrevive a esta guerra, tendrá algo alrededor de lo cual construir de nuevo. Ya me ha comunicado que este lugar tendrá un nuevo nombre. Y ahora, ven, vamos a echar un vistazo en el interior del palacio.

El piso inferior de aquel edificio de piedra había sido el barracón de los soldados, y como era de prever se encontraba todo en desorden, puesto que sus habitantes habían salido en desbandada poco rato antes. Subimos las escaleras y nos encontramos en una madriguera de habitaciones pequeñas, amuebladas con mesas y sillas; algunas habitaciones estaban llenas de libros, otras estaban repletas de mapas colocados en estantes o de documentos apilados. En una de ellas había una mesa sobre la cual se encontraba un fajo grueso de papel español, un tintero, un afilador de plumas y un jarro lleno de plumas de ganso. Al lado había una pluma manchada de tinta y un papel, que sólo estaba escrito hasta la mitad, que el escriba que hubiera estado trabajando allí el día anterior había dejado así. Me quedé observando aquellas cosas durante unos instantes y después le dije a Nocheztli:

—Me dijiste que entre nuestro contingente de esclavos hay cierta muchacha que sabe leer y escribir en la lengua española. Una mora o una mestiza, no me acuerdo. Vuelve ahora mismo al galope a nuestro campamento, busca a esa muchacha y tráela aquí lo más de prisa que puedas. Además, envía a algunos de nuestros hombres para que busquen cualquier cosa útil en las viviendas de los soldados de aquí abajo. Yo os esperaré aquí a ti y a la muchacha después de que haya visitado la iglesia de aquí al lado.

La iglesia de Tonalá era tan modesta de tamaño y mobiliario como la que ocupaba por entonces el obispo Quiroga en Compostela. Uno de los tres hombres que había en ella era un sacerdote, decentemente vestido con el habitual atuendo negro; los otros dos tenían aspecto de comerciantes, gordinflones, ridículamente vestidos con camisones y con la poca ropa que habían tenido tiempo de echarse encima. Los dos se apartaron de mí y recularon acobardados hasta dar contra la barandilla del altar, pero el sacerdote se adelantó con osadía empujando hacia mí una cruz de madera tallada y balbuceando algo en esa lengua de la Iglesia que yo había oído en las pocas misas a las que había asistido en otro tiempo.

—Ni siquiera otros españoles pueden entender ese tonto guirigay, padre —le dije con brusquedad—. Háblame en alguna lengua que se entienda.

—¡Muy bien, renegado pagano! —me contestó el sacerdote con enojo—. Sólo estaba suplicándote, en el nombre y en el lenguaje del Señor, que te vayas de estos recintos sagrados.

—¿Renegado? —repetí—. Pareces suponer que soy el esclavo huido de algún hombre blanco. Y no es así. Y estos recintos son míos, están construidos en la tierra de mi pueblo. Yo estoy aquí para reclamarlos.

—¡Esto es propiedad de la Santa Madre Iglesia! ¿Quién te crees que eres?

—Sé quién soy. Pero tu Santa Madre Iglesia me puso el nombre de Juan Británico.

—¡Dios mío! —exclamó el sacerdote, horrorizado—. ¡Entonces eres un apóstata! ¡Un hereje! ¡Peor que un pagano!

—Mucho peor —le indiqué con complacencia—. ¿Quiénes son esos dos hombres?

—El alcalde de Tonalá, don José Osado Algarve de Sierra, y el corregidor, don Manuel Adolfo del Monte.

—Entonces son los dos ciudadanos más importantes de la ciudad. ¿Qué están haciendo aquí?

—La casa de Dios sirve de asilo. Es un refugio sagrado, e inviolable. Sería un verdadero sacrilegio que se les hiciera daño aquí.

—¿Por eso se encogen de miedo detrás de tus faldas, padre, y abandonan a su gente a los extraños en medio de la tormenta? ¿Incluso a sus seres queridos, quizá? Sea como sea, yo no comparto vuestras supersticiones.

Di la vuelta alrededor de él y con mi espada apuñalé a cada uno de los hombres en el corazón.

—¡Esos señores eran altos y valiosos funcionarios de su majestad el rey Carlos! —exclamó el sacerdote.

—No me lo creo. Ninguna persona con majestad habría podido sentirse orgulloso de ellos.

—¡Te lo suplico de nuevo, monstruo! ¡Márchate inmediatamente de esta iglesia de Dios! ¡Saca a esos salvajes de esta parroquia de Dios!

—Lo haré —convine afablemente mientras me daba la vuelta para mirar por la puerta—. En cuanto se cansen de ella.

El sacerdote se reunió conmigo a la puerta y dijo, esta vez en tono suplicante:

—En el nombre de Dios, hombre, algunas de esas pobres hembras de ahí no son más que niñas. Algunas son monjas vírgenes. Las esposas de Cristo.

—Pues en breve se reunirán con su esposo. Espero que él se muestre tolerante con los deterioros que encuentre en sus esposas. Ven conmigo, padre. Deseo que veas algo menos doloroso que esta visión.

Lo acompañé fuera de la iglesia y allí encontré, entre algunos otros de mis hombres que no estaban ocupados de momento, al fiable iyac Pozonali.

—Pongo a este hombre bajo tu custodia, iyac —le dije—. No creo que pretenda hacer nada indebido. Limítate a mantenerte a su lado para impedir que sufra algún daño por parte de ninguno de los nuestros.

Luego los conduje a los dos al interior del palacio, subí con ellos a aquella habitación de escribir, señalé al documento parcialmente escrito y le ordené al sacerdote:

—Léemelo, si sabes hacerlo.

—Por supuesto que sé. No es más que un saludo respetuoso. Dice: «Al muy ilustre señor don Antonio de Mendoza, virrey y gobernador de su majestad en esta Nueva España, presidente de la Audiencia y de la Cancillería Real…» Eso es todo. Evidentemente el alcalde estaba a punto de dictarle al escriba algún informe o petición para enviársela al virrey.

—Gracias. Con eso basta.

—¿Y ahora vas a matarme a mí también?

—No. Y debes estar agradecido por ello a otro padre a quien conocí. Ya le he dado instrucciones a este guerrero para que sea tu acompañante y protector.

—Entonces, ¿puedo marcharme? Hay algunos ritos que se han de otorgar a mis numerosos parroquianos que han tenido la desgracia de abandonarnos, y poca compasión puedo darles.

—Vaya con Dios, padre —me despedí sin la menor intención irónica.

Le hice señas a Pozonali para que se fuera con él. Luego, simplemente, me quedé de pie y estuve contemplando desde la ventana de aquella habitación lo que seguía ocurriendo abajo, en la plaza. Algunos fuegos empezaban a brotar en lugares más distantes de la ciudad y esperé a que Nocheztli regresara con la muchacha esclava que sabía leer y escribir.

No era más que una niña, y desde luego no era mora, porque su piel tenía un color cobrizo algo más oscuro que el mío y era demasiado bonita para tener mucha sangre negra en las venas. Pero obviamente era una hembra mestiza de alguna clase, porque ésas tienen el cuerpo muy desarrollado a una edad muy temprana, y así lo tenía la muchacha. Supuse que debía de ser una de esas mezclas más complejas de las que Alonso de Molina me había hablado en una ocasión (pardo, cuarterón o lo que fuera), y que eso explicaba que hubiera recibido cierta educación. La primera prueba a la que la sometí fue hablarle en español.

—Me han dicho que eres capaz de leer la escritura de los españoles.

La muchacha me entendió y respondió con respeto:

—Sí, mi señor.

—Entonces léeme esto.

Le señalé el documento que había sobre la mesa.

Sin tener que estudiarlo ni descifrarlo trabajosamente, leyó de inmediato y de forma fluida:

—«Al muy ilustrísimo señor don Antonio de Mendoza, visorrey é gobernador por su majestad en esta Nueva España, presidente de la Audiencia y de la Chancellería Real…» Aquí termina el escrito, mi señor. Si se me permite decirlo, el escriba no era muy ducho en ortografía.

—Y también me han contado que además sabes escribir en esa lengua.

—Sí, mi señor.

—Pues deseo que escribas algo para mí. Pero usa otro papel diferente.

—Desde luego, mi señor. Pero concédeme un momento para prepararme. Los materiales están secos.

—Mientras esperamos, Nocheztli —le dije a éste—, ve a buscar a ese sacerdote de la iglesia. Está ahí fuera, en algún lugar entre la multitud, en compañía de nuestro iyac Pozonali. Tráeme aquí al sacerdote.

Mientras tanto la muchacha había colocado la pluma manchada del escriba a un lado, había sacado una nueva del tarro y había utilizado el afilador de plumas para hacerle punta con habilidad; escupió con delicadeza dentro del tintero, lo removió con la pluma nueva y por último dijo:

—Estoy preparada, mi señor. ¿Qué quieres que escriba?

Miré por la ventana y me quedé meditando brevemente. El día estaba ya oscureciendo, los fuegos eran más numerosos y las llamas alcanzaban mayor altura; toda Tonalá estaría pronto en llamas. Me volví hacia la muchacha y le dicté sólo unas cuantas palabras; lo hice con la suficiente lentitud para que ella hubiera terminado de escribir casi al mismo tiempo que yo dejaba de hablar. Me acerqué y me incliné por encima de su hombro, colocando el papel del escriba y el de ella uno al lado del otro. Naturalmente, yo no entendía nada de ninguno de los dos, pero pude distinguir que la escritura de la muchacha era más clara y más rotunda que las líneas de araña del escriba.

—¿Te lo leo otra vez, mi señor? —me preguntó tímidamente la muchacha.

—No. Aquí está el sacerdote. Que lo lea él. —Señalé el papel—. Padre, ¿puedes leer también esta escritura?

—Claro que puedo —repitió él, en esta ocasión con impaciencia—. Pero tiene poco sentido. Lo único que dice es: «Todavía puedo verlo arder».

—Gracias, padre. Eso es lo que tenía que decir. Muy bien, muchacha. Ahora coge ese documento inacabado y añade estas palabras al mismo: «No he hecho más que empezar» Luego escribe mi nombre, Juan Británico. Y después añade mi verdadero nombre. ¿Sabes también hacer las palabras en imágenes de náhuatl?

—No, mi señor, lo siento.

—Pues entonces ponlo en la escritura española lo mejor que puedas. Téotl-Tenamaxtzin.

La muchacha así lo hizo, aunque no con tanta rapidez, pues tuvo mucho cuidado de hacerlo todo lo correcto y comprensible que pudo. Cuando hubo terminado sopló sobre el papel para secarlo antes de dármelo. Se lo entregué al sacerdote y le pregunté.

—¿Todavía puedes leerlo?

El papel le temblaba entre los dedos y la voz le sonaba poco firme.

—Al muy ilustre… etcétera, etcétera. No he hecho más que empezar. Firmado, Juan Británico. Luego ese otro nombre espantoso. Puedo distinguirlo, si, pero no sé pronunciarlo bien.

Hizo ademán de devolvérmelo, pero le dije:

—Quédate con el papel, padre. Era para el virrey. Y sigue siéndolo. Si encuentras a algún hombre blanco vivo que pueda servir de mensajero, cuando lo encuentres haz que le entregue esto al muy ilustre Mendoza, en la Ciudad de México. Hasta entonces limítate simplemente a enseñárselo a los demás españoles que vengan hacia aquí.

El sacerdote salió, con el papel aún temblándole en la mano, y Pozonali se fue con él. A Nocheztli le comenté:

—Ayuda a la muchacha a recoger y a atar este papel y los materiales de escribir para guardarlos a salvo. Les voy a dar otro uso. Y a ti también, niña. Eres lista y obediente y lo has hecho extraordinariamente bien hoy aquí. ¿Cómo te llamas?

—Verónica —dijiste tú.