XVIII

Bajo antorchas sujetas a la cara interior del muro del patio, varios esclavos seguían trabajando a aquella hora tan tardía; cuidaban las muchas matas de flores dispuestas por todas partes en enormes urnas de piedra. Cuando Pakápeti y yo desmontamos les dimos las riendas de nuestros cuatro caballos a un par de aquellos hombres. Con los ojos a punto de salírseles de las órbitas, los esclavos aceptaron las riendas con cautela y temor y las sostuvieron con los brazos muy separados del cuerpo.

—No temáis nada —les dije a aquellos hombres—. Estos animales son muy mansos. Tan sólo traedles mucha agua y maíz, y luego quedaos con ellos hasta que yo os dé más instrucciones acerca de cómo cuidarlos.

De Puntillas y yo nos dirigimos a la puerta principal del edificio del palacio, pero se abrió antes de que llegásemos. Aquella mujer yaqui llamada G’nda Ke la abrió de par en par y nos hizo señas para que entrásemos con tanto descaro como si fuera la dueña o la anfitriona oficial del palacio y estuviese dando la bienvenida a unos huéspedes que hubieran acudido invitados por ella. Ya no vestía aquellas prendas toscas apropiadas para la vida en el exterior y para la vida errante, sino que iba espléndidamente ataviada. También llevaba profusión de cosméticos en el rostro, posiblemente para ocultar las pecas que le afeaban el cutis. De todos modos resultaba bastante atractiva de contemplar. Incluso el cuilontli Nocheztli, que no era precisamente un admirador del sexo femenino, se había referido con toda razón a aquel espécimen del mismo como «linda y atractiva». Pero yo me fijé en que seguía teniendo ojos y sonrisa de lagarto. Y además continuaba refiriéndose a si misma siempre por su nombre o como «ella», como si hablase de alguna entidad completamente distinta.

—Volvemos a encontrarnos, Tenamaxtli —me saludó con alegría—. Desde luego G’nda Ke ya sabía que venías y estaba segura de que destruirías al usurpador Yeyac por el camino. ¡Ah, y la querida Pakápeti! ¡Qué preciosa estarás cuando te crezca un poco más el pelo! G’nda Ke se alegra muchísimo de veros a los dos y está realmente ansiosa de…

—¡Calla! —la interrumpí lleno de enojo—. Condúceme hasta Améyatl.

La mujer se encogió de hombros y me guió, mientras de De Puntillas nos seguía, hasta los aposentos superiores del palacio; pero no eran los que Améyatl había ocupado en otra época. G’nda Ke levantó la pesada tranca de una puerta muy sólida y dejó a la vista una habitación no mucho mayor que una cabaña de vapor, sin ventanas, maloliente por haber estado cerrada mucho tiempo y sin ni siquiera una lámpara de aceite de pescado para aliviar la oscuridad. Alargué la mano, le quité la tranca a la mujer no fuera a ser que me encerrase allí a mí también y le dije:

—Tráeme una antorcha. Luego lleva a de De Puntillas a un aposento decente donde pueda asearse y vestirse como es debido con ropas femeninas. A continuación vuelve aquí inmediatamente, mujer reptil, para que yo no te pierda de vista.

Manteniendo la antorcha en alto y a punto de vomitar a causa del hedor que en ella había, entré en aquella reducida habitación. El único mobiliario que contenía era un orinal axixcali cuyo contenido apestaba. Algo se movió en un rincón; Améyatl se levantó del suelo de piedra, aunque yo apenas pude reconocerla. Estaba vestida con unos harapos asquerosos y tenía el cuerpo escuálido, el cabello enmarañado, el rostro ceniciento, las mejillas hundidas y círculos oscuros alrededor de los ojos. Y aquélla era la mujer que había sido la más bella de todo Aztlán. Pero seguía teniendo la voz noblemente firme, en absoluto débil, cuando dijo:

—Doy gracias a todos los dioses de que hayas venido, primo. Durante estos meses he rezado…

—Calla, prima —la interrumpí—. Conserva las pocas energías que aún te quedan. Ya hablaremos más tarde. Deja que te lleve a tus aposentos y me ocupe de que te atiendan, te bañen, te alimenten y tengas reposo. Hemos de hablar de muchas cosas, pero ya encontraremos tiempo para hacerlo.

En sus aposentos la estaban esperando varias criadas, a algunas de las cuales yo recordaba de los viejos tiempos; todas se retorcían las manos con nerviosismo y evitaban mirarme a los ojos. Las eché de allí sin contemplaciones y Améyatl y yo nos quedamos esperando hasta que regresaron G’nda Ke y de De Puntillas, a la que habían ataviado tan ricamente como a una princesa. Sin duda era la idea que tenía aquella mujer yaqui de una broma irónica.

—El vestuario nuevo de G’nda Ke le venía bien a Pakápeti menos las sandalias —comentó—. Hemos tenido que buscar un par lo bastante pequeño para ella. —Continuó hablando, ahora en un tono desenfadado—. Al haber ido a pie y a menudo descalza durante tanto tiempo en su vida anterior, G’nda Ke ahora insiste muchísimo en ir calzada con lujo. Y está agradecida por haber tenido como benefactor a Yeyac, por muy odioso que lo encontrase en otros aspectos, porque podía complacer la afición de G’nda Ke por el calzado. Tiene armarios enteros llenos de calzado. Puede ponerse un par de sandalias diferente cada…

—Déjate de parloteos estúpidos —le ordené; y luego le presenté a Améyatl a de De Puntillas—. Esta señora a la que tanto se ha ultrajado es mi querida prima. Puesto que no confío en nadie en este palacio, Pakápeti, te pediré que la atiendas tú, y que lo hagas con ternura. Ella te mostrará dónde encontrar la habitación de vapor, su ropero y lo que haga falta. Tráele comida nutritiva y buen chocólatl de las cocinas de la planta baja. Luego ayúdala a acostarse y cúbrela con muchas colchas suaves. Y cuando Améyatl duerma reúnete conmigo abajo.

—Es un honor para mí —dijo de De Puntillas— poder servir a la señora Améyatl.

Mi prima se estiró para besarme en la mejilla, pero lo hizo brevemente y con ligereza para que el olor que su cuerpo y su aliento habían adquirido durante el cautiverio no me resultase repelente, y después se marchó con de De Puntillas. Me di de nuevo la vuelta hacia G’nda Ke.

—Ya he matado a dos guardias del palacio. Supongo que los demás empleados actuales sirvieron del mismo modo a Yeyac sin poner reparos durante su falso reinado.

—Cierto. Aunque hubo algunos que desdeñosamente se negaron a hacerlo, pero se marcharon hace mucho para buscar empleo en otra parte.

—Entonces te encargo a ti que hagas que se busque a esos sirvientes leales y se los vuelva a traer aquí. Y te encargo también que te deshagas del séquito actual, de todos aquellos que forman parte de él. No voy a tomarme la molestia de matar a tantos criados. Estoy seguro de que tú, siendo como eres una verdadera serpiente, debes de conocer algún veneno capaz de envenenarlos a todos de manera expeditiva.

—Pues claro —contestó con tanta tranquilidad como si le hubiera pedido un jarabe analgésico.

—Muy bien. Espera a que a Améyatl la hayan alimentado bien; sin duda será la primera comida decente que haga desde que comenzó su cautiverio. Luego, cuando los criados se reúnan para tomar la comida de la noche, encárgate de que su atoli tenga una buena dosis de ese veneno tuyo. Cuando estén muertos, Pakápeti se encargará de las cocinas hasta que podamos encontrar criados y esclavos que sean de fiar.

—Como tú ordenes. Y dime, ¿prefieres que esos criados mueran con mucho sufrimiento o con paz? ¿De forma rápida o lenta?

—No me importa ni un pútrido pochéoa cómo mueran. Sólo encárgate de que sea así.

—Entonces G’nda Ke elige hacerlo de forma misericordiosa, porque la bondad es algo natural en ella. Les envenenará la comida con una dosis de esa hierba tlapatl que hace que las víctimas mueran sumidas en la locura. En su delirio verán colores maravillosos y gloriosas alucinaciones, pero luego ya no podrán ver nada. Y ahora, Tenamaxtli, aclárale una cosa a G’nda Ke: ¿ella también ha de compartir esa comida final y fatal?

—No. De momento todavía me resultas útil, a menos que Améyatl diga lo contrario cuando recobre las fuerzas. Quizá me exija que me deshaga de ti de alguna manera que resulte retorcida, imaginativa y nada bondadosa.

—No eches la culpa a G’nda Ke de los malos tratos que ha recibido tu prima —me advirtió la mujer mientras me seguía hasta los aposentos reales que antes habían sido primero de Mixtzin y después de Yeyac—. Fue su propio hermano quien decretó que a esa mujer se la confinase de una manera tan inhumana. A G’nda Ke se le ordenó exclusivamente que mantuviera la puerta bien atrancada. Y ni siquiera G’nda Ke podía contradecir a Yeyac.

—¡Mientes, mujer! Mientes más a menudo y con más facilidad con que cambias tu preciado calzado. —A uno de los criados que revoloteaban por allí le di órdenes de que pusiera carbones calientes y cubos de agua en la habitación de vapor real, y que lo hiciera al instante. Mientras empezaba a despojarme del atuendo español, continué diciéndole a la mujer yaqui—: Con tus venenos y tus magias, ayya, incluso con tu mirada de reptil, hubieras podido matar a Yeyac en cualquier momento. que ejerciste tu maligno encanto para ayudarle en su alianza con los españoles.

—Una mera travesura, querido Tenamaxtli —dijo ella con aire satisfecho—. La malicia habitual de G’nda Ke. Con deleite le gusta enfrentar a los hombres unos contra otros, simplemente para matar el tiempo hasta que tú y ella estuvierais juntos de nuevo y pudierais comenzar a saquear y alborotar.

—¡Juntos! —bufé—. Preferiría que me uncieran a la terrible diosa del infierno Mictlancíuatl.

—Ahora eres tú quien está diciendo una mentira. Mírate. —Yo ya estaba desnudo, esperando con impaciencia a que el criado viniera a decirme que la habitación de vapor estaba dispuesta—. Te sientes complacido de estar de nuevo con G’nda Ke. Le estás enseñando tu cuerpo desnudo lasciva y seductoramente; y es un cuerpo soberbio, además. La estás tentando de manera deliberada.

—De manera deliberada la estoy ignorando, pues considero que esa mujer no tiene ninguna importancia. Lo que quiera que veas y pienses no me concierne más que si fueras una esclava o una carcoma del panel de la pared.

El rostro se le oscureció tanto al oír aquel insulto que los ojos fríos le brillaron como astillas de hielo. El criado regresó y yo le seguí a la habitación de vapor mientras le ordenaba a la mujer yaqui:

—Quédate aquí.

Después de un prolongado, concienzudo y voluptuoso baño de vapor y de sudar, frotar y secarme con toallas, regresé, aún desnudo, a la habitación, en la que a G’nda Ke se le había unido el guerrero Nocheztli. Estaban de pie, un poco apartados entre sí, mirándose el uno al otro, él con recelo, ella con desprecio. Antes de que Nocheztli pudiera hablar lo hizo la mujer, y con malicia.

—Vaya, Tenamaxtli, así que por eso era por lo que no te importaba que G’nda Ke te viera desnudo. Ya sé que Nocheztli era uno de los cuilontin favoritos del difunto Yeyac, y me dice que de ahora en adelante va a ser tu mano derecha. Ayya, de manera que mantienes a la dulce de De Puntillas en tu compañía simplemente como un disfraz. G’nda Ke nunca lo hubiera sospechado de ti.

—No le hagas caso a esa carcoma —le dije a Nocheztli—. ¿Tienes algo de que informarme?

—El ejército reunido aguarda tu inspección, mi señor. Llevan ya esperando bastante rato.

—Pues que sigan esperando —repuse mientras empezaba a revolver en el guardarropa del Uey-Tecutli, que consistía en capas de ceremonia, tocados y otras insignias—. Es lo que se espera de un ejército, y lo que un ejército espera: largos tedios y aburrimientos tan sólo avivados de vez en cuando con matanzas y muertes. Ve y asegúrate de que continúan esperando.

Mientras me vestía, pidiéndole de vez en cuando a la malhumorada G’nda Ke que me ayudase a sujetarme algún adorno enjoyado o a ahuecarme un penacho de plumas, le dije a ésta:

—Es posible que tenga que desechar a la mitad de ese ejército. Cuando tú y yo nos separamos en el Lago de los Juncos dijiste que viajarías en apoyo de mi causa. Y en cambio has venido aquí, a Aztlán, igual que hizo esa perra antepasada tuya que llevaba tu mismo nombre haces y haces de años atrás. Y has hecho exactamente lo mismo que hizo ella: fomentar la disensión entre el pueblo, enemistar a guerreros que son camaradas, volver a hermano contra…

—Un momento, Tenamaxtli —me interrumpió—. G’nda Ke no es culpable de todos los males que se han cometido en estos parajes durante tu ausencia. Debe de hacer años que tu madre y tu tío volvieron de la Ciudad de México y Yeyac les tendió la emboscada, crimen que aún desconoce la mayor parte de la población de Aztlán. Cuánto tiempo esperó para liquidar al corregente Kauri, G’nda Ke no lo sabe, ni cuánto tiempo más transcurrió antes de que apartase tan cruelmente a su propia hermana y reclamase para si el manto de Gobernador Reverenciado. G’nda Ke sólo sabe que esas cosas ocurrieron antes de que ella llegase aquí.

—Momento en el cual tú incitaste a Yeyac para que colaborase con los españoles de Compostela. ¡Con los hombres blancos que he jurado exterminar! Y tú, a la ligera, le quitas importancia a tu intromisión calificándola de «mera travesura».

Ayyo, y muy entretenida, desde luego. G’nda Ke disfruta entrometiéndose en los asuntos de los hombres. Pero piensa un poco, Tenamaxtli; en realidad ella te ha hecho un valioso favor. En cuanto a tu nuevo cuilontli…

—¡Maldita seas, mujer, vete al Mictlan más bajo! Yo no me trato en la intimidad con ningún cuilontli… Sólo libré a Nocheztli de la espada para que pudiera revelar quiénes son los demás conspiradores seguidores y compañeros de Yeyac.

—Y cuando lo haga, tú los eliminarás como a malas hierbas, tanto a guerreros como a civiles: a los traidores, a los que no son de fiar, a los débiles, a los locos… a todos los que preferirían obedecer a un amo español antes que arriesgarse a verter su propia sangre. Te quedará un ejército más reducido pero mejor, y un populacho entregado de corazón a apoyar tu causa, la causa por la que ese ejército luchará a muerte.

—Sí —tuve que admitir—, ese aspecto es de agradecer.

—Y todo porque G’nda Ke vino a Aztlán a hacer travesuras.

—Hubiera preferido dirigir yo solo esas estratagemas e intrigas —le indiqué secamente—. Porque como tú muy bien dices, cuando yo haya quitado todas las malas hierbas de Aztlán… ¡ayya!, tú serás la única persona que quedará de quien yo nunca me atreveré a fiarme.

—Créeme o no, como quieras. Pero G’nda Ke es tu amiga, tanto como pueda serlo de cualquier varón.

—Que todos los dioses me asistan —mascullé— si alguna vez te conviertes en mi amiga.

—Venga, dale a G’nda Ke alguna tarea de confianza. Verás si la cumple a tu satisfacción.

—Ya te he asignado dos: deshazte de los criados que ahora sirven en este palacio y busca y llama a los leales que se marcharon. Y aquí tienes otra: envía mensajeros veloces a los hogares de todos los miembros del Consejo de Portavoces, a Aztlán, a Tépiz, a Yakóreke y a los demás, y ordénales que se presenten aquí, en la sala del trono, mañana a mediodía.

—Así se hará.

—Y ahora, mientras yo aviento a ese ejército que se encuentra ahí afuera, tú quédate aquí dentro, donde no te vean. Habrá muchos hombres en esa plaza que se preguntarán por qué no te he matado a ti antes que a nadie.

Abajo, Pakápeti estaba esperando para informarme de que Améyatl ya estaba limpia, fresca y perfumada, de que había comido con fruición y de que por fin se encontraba durmiendo el sueño de los que están extenuados desde hace mucho tiempo.

—Gracias, de De Puntillas —le dije—. Ahora me gustaría que estuvieras a mi lado mientras paso revista a todos esos guerreros que están ahí afuera. Se supone que Nocheztli me ha de señalar a aquellos de los que tendría que deshacerme. Pero no sé hasta qué punto puedo fiarme de él. Es posible que aproveche la oportunidad para ajustar algunas viejas cuentas suyas: superiores que le denegaron el ascenso o antiguos amantes cuilontin que lo abandonaron. Antes de que me pronuncie en cada caso, quizá te pida tu opinión como mujer más blanda de corazón.

Cruzamos el patio, donde los esclavos seguían ocupándose de los caballos, aunque no daba la impresión de que se encontrasen demasiado cómodos en dicha tarea, y nos detuvimos en el portal que había abierto en el muro, donde nos esperaba Nocheztli. A partir de unos tres metros del muro, el resto de la plaza estaba abarrotada de hileras y filas de guerreros, todos con atuendo de combate pero desarmados, y un hombre de cada cinco sostenía una antorcha para que yo pudiera verles las caras individualmente. De vez en cuando había uno que mantenía en alto el estandarte de alguna compañía particular de caballeros, o el banderín de una tropa menor a la que guiaba un cu chic, una «águila vieja». Creo que el ejército de la ciudad que tenía ante mí sumaría en total unos mil hombres.

¡Guerreros… firmes! —rugió Nocheztli como si se hubiera pasado toda la vida mandando tropas. Los pocos hombres que estaban relajados o distraídos se pusieron rígidos al instante. Nocheztli volvió a vociferar—: ¡Escuchad las palabras de vuestro Uey-Tecutli Tenamaxtzin!

Ya fuera por obediencia o por aprensión, la multitud de hombres estaba tan silenciosa que no tuve que levantar la voz.

—Se os ha convocado a asamblea siguiendo órdenes mías. Por orden mía también, el tequíua Nocheztli, aquí presente, recorrerá vuestras filas y tocará el hombro de algunos hombres. Esos hombres saldrán de las filas y se pondrán de pie ante este muro. No habrá pérdida de tiempo, ni protesta, ni preguntas. Ningún sonido hasta que yo vuelva a hablar.

El proceso de selección de Nocheztli duró tanto que no creo necesario relatarlo paso a paso. Pero cuando hubo terminado con la última línea de guerreros, la que se encontraba más lejos, conté ciento treinta y ocho hombres de pie contra la pared, unos con aspecto desgraciado, otros avergonzados y el resto desafiantes. Iban desde simples reclutas yaoquizquin sin rango alguno, pasaban por todas las categorías de íyactin y tequíuatin y llegaban hasta los suboficiales cuáchictin. Yo mismo me avergoncé al ver que todos los acusados sinvergüenzas eran aztecas. Entre ellos no había ni uno solo de los viejos guerreros mexicas que tanto tiempo atrás vinieran de Tenochtitlan para entrenar a este ejército, y tampoco había ningún mexica más joven que hubiera podido ser hijo de aquellos orgullosos hombres.

El oficial de más alto rango entre los que se encontraban contra la pared era un caballero aztécatl, pero sólo era de la Orden de la Flecha. Las órdenes del Jaguar y del Águila conferían el título de caballeros a verdaderos héroes, a guerreros que se habían distinguido en muchas batallas y habían matado a caballeros enemigos. A los caballeros de la Flecha se los honraba meramente porque habían adquirido gran destreza en el manejo del arco y las flechas, con independencia de que hubieran abatido a muchos enemigos con esas armas.

—Todos vosotros sabéis por qué estáis ahí de pie —les dije a los hombres situados junto a la pared con voz lo suficientemente alta como para que lo oyeran el resto de las tropas—. Se os acusa de haber respaldado al ilegítimo Gobernador Reverenciado Yeyac, aunque todos vosotros sabíais que él se había apoderado de ese título asesinando a su propio padre y a su hermano político. Seguisteis a Yeyac cuando estableció una alianza con los hombres blancos, los conquistadores y opresores de nuestro Único Mundo. Medrando con esos españoles, luchasteis al lado de Yeyac contra hombres valientes de vuestra propia raza para impedirles que opusieran resistencia a los opresores. ¿Alguno de vosotros niega esas acusaciones?

Hay que decir en su favor que ninguno lo negó. Y eso también decía mucho en favor de Nocheztli; era obvio que había actuado con honradez al señalar a los colaboradores de Yeyac. Formulé otra pregunta:

—¿Alguno de vosotros quiere alegar alguna circunstancia que pudiera atenuar vuestra culpa?

Cinco o seis de ellos se adelantaron, en efecto, al oír aquello, pero sólo pudieron decir una cosa a este respecto.

—Cuando presté el juramento en el ejército, mi señor, juré obedecer siempre las órdenes de mis superiores, y eso es exactamente lo que hice.

—Le hicisteis un juramento al ejército —dije—, no a ningún individuo que sabíais que obraba en contra de los intereses del ejército. Ahí tenéis a otros novecientos guerreros, camaradas vuestros, que no se dejaron tentar por la traición. —Me di la vuelta hacia de De Puntillas y le pregunté en voz baja—: ¿Siente compasión tu corazón por alguno de estos desgraciados ilusos?

—No, por ninguno —contestó ella con firmeza—. En Michoacán, cuando los purepechas tenían el gobierno, a esos hombres se los hubiera sujetado a estacas clavadas en el suelo y se los habría dejado allí hasta que se encontrasen tan débiles que los buitres carroñeros ni siquiera tuvieran que esperar a que muriesen para empezar a comérselos. Te sugiero que tú les hagas lo mismo a todos éstos, Tenamaxtli.

Por Huitzli, pensé, Pakápeti se ha vuelto tan sedienta de sangre como G’nda Ke. Volví a hablar en voz alta para que me oyeran todos, aunque me dirigí a los hombres acusados.

—He conocido a dos mujeres que fueron guerreros más viriles que cualquiera de vosotros. Aquí, a mi lado, está una de ellas, que merecería el título de caballero si no fuera hembra. La otra mujer valiente murió en la empresa de destruir una fortaleza entera llena de soldados españoles. Vosotros, por el contrario, sois una deshonra para vuestros camaradas, para vuestras banderas de combate, para vuestro juramento, para nosotros los aztecas y para todos los demás pueblos del Único Mundo. Yo os condeno a todos vosotros, sin excepción, a la muerte. Sin embargo, por misericordia, dejaré que cada uno de vosotros decida el modo en que quiere morir. —De Puntillas murmuró indignada unas palabras de protesta—. Podéis elegir entre tres modos de poner fin a vuestras vidas. Uno sería vuestro sacrificio mañana en el altar de la diosa patrona de Aztlán, Coyolxauqui. Pero puesto que no iréis por vuestra propia voluntad, esa ejecución pública avergonzará á vuestra familia y descendientes hasta el fin de los tiempos. Vuestras casas, propiedades y posesiones serán confiscadas, dejando a esas familias sumidas en la indigencia además de llenas de vergüenza. —Hice una pausa para que pudieran considerarlo—. También aceptaré vuestra palabra de honor, el poco honor que puede que aún os quede, de que cada uno de vosotros se irá de aquí a su casa, pondrá la punta de una jabalina contra el pecho y se apoyará en ella, muriendo así a manos de un guerrero, aunque sea por vuestra propia mano. —La mayoría de los hombres asintieron al oír aquello, aunque sombríamente, pero unos cuantos esperaron aún hasta oír mi tercera sugerencia—. O bien podéis elegir otro modo, aún más honorable, de sacrificaros vosotros mismos a los dioses: ofreceros voluntarios para una misión que he proyectado. Y —añadí con desprecio— ello significará que os volváis contra vuestros amigos los españoles. Ni uno solo de vosotros sobrevivirá a esa misión, beso el suelo para jurarlo. Pero moriréis en combate, como todo guerrero espera. Y para gratificación de nuestros dioses, habréis derramado sangre enemiga además de la vuestra. Dudo que los dioses se ablanden lo suficiente como para concederos la feliz vida de los guerreros en Tonatiucan. Pero incluso en la espantosa nada de Mictlan podéis pasar la eternidad recordando que, por lo menos una vez en vuestras vidas, os comportasteis como hombres. ¿Cuántos de vosotros queréis ofreceros para eso?

Todos lo hicieron, sin excepción, doblándose en el gesto talqualiztli de tocar la tierra, lo que significaba que la besaban como muestra de lealtad hacia mí.

—Pues así sea —dije—. Y a ti, caballero de la Flecha, te designo para que te pongas al mando de esa misión cuando llegue el momento. Hasta entonces a todos vosotros se os encarcelará en el templo de Coyolxauqui, bajo estricta vigilancia. De momento dad vuestros nombres al tequíua Nocheztli a fin de que un escriba pueda registrarlos para mi.

Y dirigiéndome a los hombres que aún permanecían en la plaza, grité:

—A todos los demás, no menos importantes, os doy las gracias por vuestra inquebrantable lealtad a Aztlán. Podéis retiraros hasta que vuelva a convocaros en asamblea.

Cuando de De Puntillas y yo volvíamos a entrar en el patio del palacio, ella me reprendió:

—Tenamaxtli, hasta esta misma noche has matado hombres bruscamente y sin concederle a ello más importancia de la que le concedería yo. Pero luego te has puesto ese tocado, esa capa y esas pulseras… y con ellos te has revestido de una indulgencia impropia de ti. Un Gobernador Reverenciado debería ser más fiero que los hombres corrientes, no menos fiero que ellos. Esos traidores merecían morir.

—Y morirán —le aseguré—, pero de un modo que será útil a mi causa.

—Ejecutarlos aquí, en público, también ayudaría a tu causa. Eso les quitaría las ganas a los demás hombres de intentar en el futuro cualquier duplicidad. Si Mariposa y su ejército de mujeres estuvieran aquí para ejecutarlos… digamos abriéndoles el vientre a esos hombres con cuidado para no producirles la muerte y luego derramando en ellos hormigas de fuego, ciertamente ningún testigo volvería a arriesgarse a caer bajo tu ira.

Suspiré.

—¿No has presenciado ya bastantes muertes, Pakápeti? Pues mira allí. —Y apunté con el dedo. A lo lejos, en la parte trasera del edificio principal del palacio, en la zona de las cocinas, una fila de esclavos salía por una puerta iluminada; cada uno de ellos iba doblado bajo el peso de un cuerpo que transportaba hacia la oscuridad—. Siguiendo mis órdenes, y de un solo golpe, por así decir, la mujer yaqui ha matado a todos los sirvientes empleados en este palacio.

—¡Y ni siquiera me has permitido que ayude yo en eso! —protestó de De Puntillas con enojo.

Volví a suspirar.

—Mañana, querida mía, Nocheztli me hará una relación de los ciudadanos de aquí que, como los guerreros, instigaron los crímenes de Yeyac o se beneficiaron de ellos. Si me prometes dejar de darme la lata, te aseguro que te dejaré practicar tus delicadas artes femeninas con dos o tres de ellos.

De Puntillas sonrió.

—Bueno, eso es más propio del viejo Tenamaxtli. Sin embargo, no me satisface por entero. Quiero que también me prometas que puedo ir con el caballero de la Flecha y los demás a esa misión que has propuesto, sea lo que sea.

—Muchacha, ¿te has vuelto tlahuele? ¡Ésa será una misión suicida! Ya sé que disfrutas matando hombres, pero… ¿morir con ellos…?

—Una mujer no está obligada a explicar todos sus antojos y caprichos —me aseguró de De Puntillas con altanería.

—No te estoy pidiendo que me expliques éste. ¡Te estoy ordenando que lo olvides!

Me alejé de ella a grandes zancadas, entré en el palacio y subí las escaleras.

Estaba sentado junto a la cama de Améyatl —había estado velándola toda la noche— cuando por fin, ya entrada la mañana, ella abrió los ojos.

¡Ayyo! —exclamó—. ¡Eres tú, primo! Temí que sólo hubiera soñado que me habías rescatado.

—Pues es cierto. Y me siento contento de haber llegado a tiempo, antes de que tú te consumieras por completo en esa celda fétida.

¡Ayya! —volvió a exclamar luego—. Aparta de mí la mirada, Tenamaxtli. Debo de parecerme a la esquelética Mujer Llorona de las antiguas leyendas.

—Para mi, querida prima, estás igual que estabas cuando eras una niña toda rodillas y codos. Para mis ojos y para mi corazón eres bonita. Pronto volverás a ser la misma de siempre, hermosa y fuerte. Sólo necesitas alimento y descanso.

—Mi padre… tu madre… ¿han venido contigo? —me preguntó con impaciencia—. ¿Por qué habéis estado tanto tiempo ausentes?

—Lamento ser yo el que te lo diga, Améyatl. No han venido conmigo. Nunca volverán a estar con nosotros.

Améyatl dio un pequeño grito de consternación.

—También lamento tener que decirte que fue obra de tu hermano. Los asesinó en secreto a los dos, y después asesinó también a tu marido Kauri… mucho antes de encerrarte a ti y de suplantarte como gobernante de Aztlán.

Mi prima se quedó meditando en silencio durante un rato; lloró un poco y finalmente dijo:

—Hizo todas esas cosas horribles… y sólo por un poco de eminencia insignificante… en un rincón insignificante del Único Mundo. Pobre Yeyac.

—¿Pobre Yeyac?

—Tú y yo sabemos, desde nuestra infancia, que Yeyac nació con un tonali desfavorable. Ello le ha hecho sufrir infelicidad e insatisfacción durante toda su vida.

—Tú eres mucho más tolerante y misericordiosa que yo, Améyatl. No lamento decirte que Yeyac ya no sufre. Está muerto, y yo soy el responsable de su muerte. Espero que no me odies por eso.

—No… no, claro que no. —Me cogió la mano y me la apretó con afecto—. Debe de haber sido dispuesto así por los dioses que lo maldijeron con ese tonali. —Se preparó visiblemente para recibir malas noticias—. Pero ahora, ¿me has dado ya todas las malas noticias?

—Debes juzgarlo por ti misma. Estoy en el proceso de librar a Aztlán de todos los seguidores y confidentes de Yeyac.

—¿Desterrándolos?

—Lejos, muy lejos. A Mictlan, confió.

—Oh. Ya comprendo.

—A todos ellos, excepto a esa mujer G’nda Ke, que fue la guardiana de tu celda.

—No sé qué pensar de ella —me dijo Améyatl, que al parecer estaba perpleja—. Se me hace difícil odiarla. Se veía obligada a obedecer las órdenes de Yeyac, pero a veces se las ingeniaba para traerme unos cuantos pedazos de comida más sabrosa que el atoli, o un trapo perfumado para que me lavase un poco con él. Pero algo… su nombre…

—Sí. Probablemente tú y yo seamos los únicos que, aunque sea débilmente, reconoceríamos ese nombre ahora que mi bisabuelo está muerto. Fue él, Canaútli, quien nos habló de la mujer yaqui de antaño. ¿Te acuerdas? Eramos niños entonces.

¡Sí! —exclamó Améyatl—. ¡La mujer mala que dividió a los aztecas… y se los llevó muy lejos para convertirlos en los conquistadores mexicas! Pero Tenamaxtli, eso fue al principio de los tiempos. ¡Ésta no puede ser la misma G’nda Ke!

—Si no lo es —gruñí—, ciertamente ha heredado todos los instintos básicos de su antepasada.

—Y yo me pregunto —dijo Améyatl—, ¿se daría cuenta Yeyac de eso? Él escuchó el relato de Canaútli al mismo tiempo que nosotros.

—Nunca lo sabremos. Y todavía no he indagado si a Canaútli le ha sucedido otro Evocador de la Historia… ni si Canaútli le transmitió esa historia a su sucesor. Me inclino a creer que no. Seguramente el nuevo Evocador habría incitado al pueblo de Aztlán a levantarse ultrajado, una vez que esa mujer se unió a la corte de Yeyac. Sobre todo después de que ella incitase a Yeyac a ofrecer su amistad a los españoles.

—¿Yeyac hizo eso? —me preguntó Améyatl aterrada y con voz ahogada—. Pero… entonces… ¿por qué le perdonas la vida a esa mujer?

—Me hace falta. Te explicaré por qué, pero es una larga historia. Y… ¡ah!, aquí está Pakápeti, mi fiel compañera durante el largo camino que he recorrido hasta aquí, y que ahora es tu doncella.

De Puntillas había llegado con una bandeja llena de viandas ligeras —frutas y cosas así— para que Améyatl desayunase. Las dos mujeres se saludaron amigablemente, pero luego de De Puntillas, al darse cuenta de que mi prima y yo estábamos en mitad de una conversación seria, nos dejó.

—De Puntillas es más que tu sirvienta personal —le expliqué—. Es chambelán de todo este palacio. Y es también la cocinera, la lavandera, el ama de llaves, todo. Ella, la mujer yaqui, tú y yo somos los únicos que residimos aquí. Todos los criados que sirvieron bajo las órdenes de Yeyac han ido a reunirse con él en Mictlan. G’nda Ke está ahora buscando sustitutos.

—Estabas a punto de decirme por qué G’nda Ke aún sigue viva, cuando tantos otros ya no lo están.

De manera que mientras Améyatl comía, con buen apetito y evidente placer, le conté todos, o la mayoría, de mis actos y aventuras desde que nos separamos. A algunas de las cosas aludí sólo de pasada. Por ejemplo, no le describí con todos los espeluznantes detalles la quema del hombre que luego supe que era mi padre… y cuya muerte me había impulsado a hacer tantas de las cosas que yo había llevado a cabo después. También le resumí el relato de mi educación en la lengua española y en las supersticiones cristianas, y cómo aprendí a fabricar un palo de trueno que funcionase. Tampoco me prodigué en explicaciones de mi breve relación carnal con la mulata Rebeca, ni en la profunda devoción que la difunta Citlali y yo habíamos compartido, ni en las diferentes mujeres purepes (y el muchacho) que yo había probado antes de conocer a Pakápeti. Y le dejé bien claro que ella y yo desde hacía mucho tiempo no éramos más que compañeros de viaje.

Pero sí le conté a Améyatl de forma concienzuda los planes, y los pocos preparativos hasta el momento, que yo había hecho para guiar una insurrección contra los hombres blancos con intención de expulsarlos por completo del Único Mundo. Y cuando hube acabado, mi prima comentó pensativa:

—Siempre fuiste valiente y ambicioso, primo. Pero esto parece un sueño vanaglorioso. Toda la poderosa nación mexica se derrumbó ante la arremetida de los caxtiltecas, o los españoles, como tú los llamas. Y sin embargo piensas que tú solo…

—Tu augusto padre Mixtzin dijo eso mismo entre las últimas palabras que me dirigió. Pero no estoy solo. No todas las naciones han sucumbido como los mexicas. O como Yeyac hubiera hecho que le ocurriera a Aztlán. Los purepechas lucharon casi hasta el último hombre, tanto que ahora la tierra de Michoacán está enteramente poblada por mujeres. E incluso ellas quieren luchar. Pakápeti reclutó una buena tropa de mujeres antes de que ella y yo nos marchásemos de allí. Y los españoles aún no se han atrevido a invadir las fieras naciones del norte. Lo único que se necesita es alguien que guíe a esos pueblos dispares, en un esfuerzo aunado. No sé de nadie más lo suficientemente vanaglorioso para hacerlo. Así que si no lo hago yo… ¿quién va a hacerlo?

—Bien… —dijo Améyatl—. Si la pura determinación sirve para algo en una empresa semejante… Pero todavía no me has explicado por qué la extranjera G’nda Ke tiene algo que ver en esto.

—Quiero que ella me ayude a reclutar esas naciones y tribus a las que aún no han conquistado, pero que todavía no se han organizado en una fuerza unida. Aquella mujer yaqui de antaño sin duda inspiró a una chusma multitudinaria de aztecas proscritos a una beligerancia que condujo, con el tiempo, a la civilización más espléndida del Único Mundo. Si ella fue capaz de hacer eso, lo mismo, creo yo, podría hacer sus muchas veces bisnieta… o quien quiera que sea nuestra G’nda Ke. Quedaré satisfecho si puede reclutar para mí solo a su nación yaqui nativa. Se dice que son los combatientes más salvajes de todos.

—Lo que te parezca que es mejor, primo. Ahora tú eres el Uey-Tecutli.

—De eso también quería hablarte. Sólo asumí el manto porque tú, por ser mujer, no puedes hacerlo. Pero todavía no tengo el prurito del título, la autoridad y la sublimidad. Reinaré sólo hasta que te pongas lo bastante bien como para volver a ocupar tu posición de regente. Luego seguiré mi camino y reanudaré mi campaña de reclutamiento.

—Podríamos reinar juntos, ya sabes —me sugirió Améyatl con timidez—. Tú como Uey-Tecutli y yo como tu Cecihuatl.

—¿Tan breve recuerdo tienes de tu matrimonio con el difunto Káuritzin? —le pregunté con guasa.

Ayyo, fue un buen marido para mí, considerando que el nuestro fue un matrimonio concertado para conveniencia de otros. Pero nunca estuvimos tan unidos como lo estuvimos tú y yo en otro tiempo, Tenamaxtli. Kauri era… ¿cómo te diría…? Era tímido a la hora de experimentar.

—Confieso —dije sonriendo al recordar— que todavía no he conocido a ninguna mujer que pueda superarte a ese respecto.

—Y no hay tampoco ninguna constricción tradicional ni sacerdotal contra el matrimonio entre primos. Desde luego, puede que consideres a una mujer viuda como una mercancía usada, como una prenda usada indigna de ti. Pero por lo menos —añadió con picardía— en nuestra noche de bodas no tendría que engañarte con un huevo de paloma y un ungüento astringente.

Astringente, casi ácida, se oyó otra voz, la de G’nda Ke.

—Qué conmovedor… los amantes tanto tiempo separados recordando el oc ya nechca, el érase una vez.

—Tú, víbora, ¿cuánto tiempo llevas acechando en esta habitación? —le pregunté con los dientes apretados.

G’nda Ke me ignoró y le habló a Améyatl, cuyo rostro pálido a causa del encarcelamiento se había ruborizado hasta adquirir un color muy rosa.

—¿Por qué iba Tenamaxtli a casarse con nadie, querida? Él aquí es el amo, el único hombre entre tres mujeres deliciosas con quienes puede acostarse a su antojo y sin compromiso alguno. La amante que tuvo en otro tiempo, la amante que tiene ahora y otra amante a la que aún no ha probado.

—Mujer de lengua viperina —le dije hirviendo de ira—, eres veleidosa hasta en tus maliciosos sarcasmos. Anoche me llamaste cuilontli.

—Y G’nda Ke se alegra mucho de saber que estaba equivocada. Aunque en realidad no puede estar segura, ¿verdad?, por lo menos hasta que tú y ella

—Nunca en mi vida le he pegado a una mujer —le indiqué—. Y ahora precisamente estoy a punto de hacerlo.

Prudentemente se apartó de mí, con aquella sonrisa suya de lagarto a la vez de disculpa y de insolencia.

—Perdonadme, mi señor, mi señora. G’nda Ke no se habría entrometido de haberse dado cuenta… Bueno, ella ha venido sólo para decirte, Tenamaxtzin, que un grupo de posibles sirvientes aguarda tu aprobación en el vestíbulo de abajo. Algunos de ellos dicen que también te conocieron en el oc ya nechca. Y lo que es más importante, los miembros de tu Consejo de Portavoces te aguarda en el salón del trono.

—Los sirvientes pueden esperar. Veré al Consejo dentro de un momento. Ahora sal de aquí.

Incluso después de que ella se hubiera marchado, mi prima y yo nos quedamos tan avergonzados y azorados como dos adolescentes sorprendidos en proximidad desnuda e indecente. Tartamudeé como un tonto cuando le pedí a Améyatl permiso para marcharme, y al dármelo también tartamudeó. Nadie hubiera creído que éramos dos adultos maduros, y además las dos personas de rango más elevado de Aztlán.