XII

Había resuelto abandonar la Ciudad de México incluso antes de que Alonso me lo recomendase de aquella forma tan fría. Y esta decisión se debía a que yo había desesperado de organizar alguna vez un ejército rebelde entre los habitantes de la ciudad. Como el difunto Netzlin, y ahora Pochotl, los hombres del lugar eran demasiado dependientes de sus amos blancos como para querer levantarse contra ellos. Y aunque hubieran querido hacerlo, ya estaban tan debilitados y eran tan poco belicosos que no se habrían atrevido a intentarlo. Si tenía que reclutar a hombres como yo, rencorosos a causa de la dominación de los españoles y lo bastante belicosos como para desafiarla, debía emprender viaje y volver sobre mis pasos. Tenía que dirigirme de nuevo al norte y adentrarme en las tierras no conquistadas.

—Eres más que bienvenida si deseas venir conmigo —le dije a Citlali—. Tengo en verdadera estima la bendición de tu intimidad, tu apoyo y, bueno, todo lo que has significado para mi. Pero eres una mujer, y además algunos años mayor que yo, así que a lo mejor el paso con el que camino te resultaría demasiado vivo, sobre todo porque tendrías que llevar de la mano a Ehécatl.

—De manera que, decididamente, te marchas —murmuró ella con tristeza.

—Pero no para siempre, a pesar de lo que le he dicho al notario. Tengo la intención de regresar aquí. Y confío en que lo haré a la cabeza de una fuerza armada, barriendo a los hombres blancos de todos los campos y los bosques, de todas las aldeas, de todas las ciudades, incluida ésta. Sin embargo, es posible que eso no sea pronto. Por tanto, no te pediré que me esperes, querida Citlali. Sigues siendo una mujer muy atractiva. Puedes atraer a otro marido bueno y amante, ¿aquín ixnentla? De cualquier modo, Ehécatl ya es lo bastante mayor como para que pueda quedarse contigo mientras atiendes el puesto del mercado. Con lo que ganes allí, y con la cantidad que hemos ahorrado, y teniendo en cuenta que ahora ya no seré una boca más que alimentar…

Citlali me interrumpió.

—Yo te esperaría, queridísimo Tenamaxtli, por mucho tiempo que tardaras. Pero ¿cómo puedo tener la esperanza de que regreses alguna vez? Estarás por ahí arriesgando la vida.

—Igual que la arriesgaría si me quedase aquí. Igual que tú has estado arriesgando la tuya. Si a mi me hubieran cogido mientras cometía el crimen de experimentar con la pólvora, a ti te habrían arrastrado a la hoguera conmigo.

—Me arriesgué a eso porque era una oportunidad que aceptamos los dos. Yo iría a donde fuera, haría cualquier cosa con tal de estar juntos.

—Pero hay que tener en cuenta a Ehécatl. …

—Sí —susurró Citlali. Luego, de pronto, estalló en lágrimas y me dijo en tono exigente—: ¿Por qué estás tan empeñado en perseguir esa locura? ¿Por qué no puedes resignarte a reconocer la realidad y soportarla, como han hecho otros?

¿Por qué? —repetí yo, atónito.

Ayya, ya sé lo que los hombres blancos le hicieron a tu padre, pero…

—¿Y no es ése motivo suficiente? —le pregunté con brusquedad—. ¡Todavía puedo verlo arder!

—Y también mataron a tu amigo, mi marido. Pero ¿qué te han hecho a ti, Tenamaxtli? Tú no has sufrido ninguna herida ni insulto, aparte de unas cuantas palabras que te dijo aquel fraile hace mucho tiempo, en el mesón. De todos los demás hombres blancos de los que has hablado sólo has dicho cosas buenas. De la bondad de ese hombre llamado Molina, de los otros profesores que compartieron sus conocimientos, incluso de aquel soldado que te inició en tu búsqueda de la pólvora…

—¡Eso son migajas que se les caen de la mesa! ¡De una mesa cargada de ricos manjares que antes era nuestra! Si mi tonali dictará o no que yo tenga éxito en restituirle esa mesa a nuestro pueblo, no lo sé. No obstante, de lo que sí estoy seguro es de que me ordena que lo intente. Me niego a creer que yo haya nacido para conformarme con las migajas. Y me estoy jugando la vida por ello.

Citlali suspiró tan profundamente que hasta pareció encogerse un poco.

—¿Cuánto tiempo vas a estar aún conmigo? ¿Cuándo piensas marcharte?

—No lo haré de manera inmediata, porque no pienso marcharme a escondidas como un perro techichi, con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Quiero dejarle algo a la Ciudad de México, y a toda Nueva España, para que se me recuerde. Y lo que tengo ahora en mente, Citlali, es un último crimen que tú y yo podríamos cometer juntos.

No puedo refutar lo que Citlali me había dicho: que yo, por mi parte, nunca había sufrido daño, privación, encarcelamiento ni siquiera humillación alguna infligida por los españoles. Pero durante los años que había pasado en la ciudad me había encontrado con una gran cantidad de paisanos que sí habían sufrido todo eso, o habían tenido conciencia de ello. Estaban los en otro tiempo guerreros marcados con la «G», y los demás esclavos que iban marcados con la señal de su dueño. Y estaban todos aquellos desgraciados borrachos, hombres y mujeres, a los que había visto cómo las patrullas los apaleaban y los hacían picadillo hasta morir, como le había ocurrido a Netzlin. Y había visto diluirse la otrora pura sangre de nuestra raza, ensuciada y desgraciada en los variopintos mestizos de los españoles y los moros.

Además yo conocía —no por experiencia personal, me alegra decirlo, sino por aquellos, muy pocos, que de algún modo habían logrado escapar— los horrores de los obrajes. Estos obrajes eran grandes talleres con muros de piedra y cancelas de hierro donde se lavaba, se cardaba, se hilaba, se teñía y se tejía en forma de telas el algodón o la lana. Los obrajes, en su origen, habían sido fundados por los corregidores españoles como un medio de sacar provecho de los criminales convictos. Me refiero a los criminales indios. En vez de encerrarlos y dejar que holgazaneasen, a estos bellacos se los destinaba a aquel trabajo espantoso, asqueroso y laborioso (y cruelmente denigrante para cualquier hombre). No se les pagaba salario alguno, se les proporcionaba un alojamiento sórdido y sin ninguna clase de intimidad, se los alimentaba escasamente, apenas podían vestirse, nunca se les permitía bañarse… y nunca se les dejaba abandonar el obraje hasta el momento en que expirase su condena, por lo que eran muy pocos los que vivían lo suficiente para disfrutar de tal cosa.

Y los obrajes rendían beneficios, tanto era así que muchos españoles pusieron por su cuenta los suyos, y a éstos se les dio gratis presos del Estado para que trabajasen allí, hasta que con el tiempo no hubo presos suficientes para cubrir la demanda. Llegado este momento, los dueños de los obrajes empezaron a engatusar a nuestro pueblo para que les cedieran a sus hijos. Prometían que esos niños y niñas aprenderían un oficio que podrían seguir ejerciendo más adelante en la vida, y mientras tanto los padres se ahorrarían el gasto de tener que criarlos. Y peor aún, los abades y abadesas de los asilos cristianos para huérfanos, como el del Refugio de Santa Brígida, se dejaban convencer fácilmente para que les dieran a elegir, en cuanto los niños eran lo bastante mayores para comprender, a sus internos indios: o tomaban las sagradas órdenes y se convertían en monjas o frailes cristianos, o se los condenaba a ir a vivir y a trabajar en un obraje. (Los huérfanos de sangre mezclada, como Rebeca Canalluza, estaban exentos de este tipo de condena, porque los encargados de los asilos no estaban seguros de que algún día no fuera a acudir algún padre o madre español a fin de reclamarlos y reconocerlos).

Fueran condenados merecidamente o no, por lo menos los criminales esclavizados eran adultos. Los huérfanos y «aprendices» que reclutaban no lo eran. Pero, exactamente igual que a los criminales, a aquellos niños y niñas casi nunca se los volvía a ver otra vez fuera de las puertas del obraje. Igual que a los criminales, eran explotados de forma inmisericorde, a menudo hasta la muerte, y sufrían vejaciones y deshonras que a los adultos se les ahorraban. Los obrajes estaban vigilados y supervisados, no por los propietarios españoles, sino por moros y mulatos a los que se les pagaba sueldos muy escasos. Y estos seres se deleitaban sobremanera en mostrar su superioridad ante los niños indios rústicos, a los que solían apalear y matar de hambre, eso cuando no se los forzaba repetidamente a realizar ahuilnema en el caso de las niñas y cuilónyotl en el de los niños.

Los corregidores y los alcaldes cristianos, los dueños cristianos de los obrajes y los tepisquin nativos convertidos al cristianismo se confabulaban todos ellos para perpetrar aquellas atrocidades. Y la Iglesia cristiana las consentía para su engrandecimiento, desde luego, pero también por otro motivo, Los españoles estaban muy convencidos de que hasta el último de nosotros, los de nuestro pueblo, no era más que un gandul perezoso e inútil que nunca trabajaría a menos que se le obligase a ello mediante castigos inminentes, el hambre o la muerte violenta.

Eso no era cierto, y nunca lo había sido. En los viejos tiempos a nuestros hombres y mujeres sanos, a menudo sus amos, fueran nobles locales o Portavoces Venerados, les exigían que hiciesen trabajos sin remuneración alguna, en gran parte trabajos muy penosos, en muchos de los proyectos públicos. En esta ciudad, por ejemplo, esos trabajos habían ido desde la construcción del acueducto de Chapultepec hasta la erección del Gran Templo de Tenochtitlan. Todos los miembros de nuestro pueblo hacían esos trabajos de buena gana, deseosos de ello, porque consideraban que la labor comunal era otra manera de reunirse para llevar a cabo un alegre intercambio social. Y cuando llegaba el momento emprendían cualquier tarea que se les asignase no como un trabajo, sino como una oportunidad de convivir mezclados. Los amos españoles habrían podido aprovechar en su beneficio ese rasgo de nuestro pueblo, pero preferían usar el látigo, la espada, la prisión, el obraje y la amenaza de la hoguera.

Admito que había algunos hombres buenos y admirables entre los blancos: Alonso de Molina, por ejemplo, y otros a quienes conocí más adelante. Incluso hubo uno entre los moros negros que se convertiría en mi amigo, compañero de aventuras y aliado incondicional. Y luego estuviste tú, mi querida Verónica. Pero de nuestro encuentro hablaré en su momento.

Admito también que en realidad las intenciones que yo tenía de derrocar el reinado de los hombres blancos se debían, al menos en parte, a mis deseos de venganza personal por el asesinato de mi padre. Pudiera ser que mis propósitos también fueran en parte innobles, porque yo, como cualquier otro joven, me habría cubierto de gloria si el pueblo me hubiese aclamado como un héroe conquistador o, si se daba la circunstancia de que moría en el empeño, cuando llegase al otro mundo de Tonatiucan todos los guerreros del pasado me recibirían con aclamaciones. Aun así mantengo que, sobre todo, el propósito que me movía era levantar a nuestro pueblo pisoteado y sacar al Único Mundo de la oscuridad en que se hallaba sumido.

Para convertir en algo memorable mi partida de la Ciudad de México había concebido una despedida verdaderamente tempestuosa. Aunque yo ya había causado por dos veces a los españoles cierta alarma y agitación, el furor remitió tras unos días en los cuales no se produjeron más disturbios. Sólo muy de vez en cuando se detenía en la calle a alguna persona de aspecto sospechoso, se la registraba y se la desnudaba, y sólo dentro de los distritos de la Traza. Yo suponía que continuaba a todas horas bajo la vigilante mirada de un espía de la catedral, pero me cercioré de que nunca me viera haciendo nada que pudiera recompensar su vigilancia.

Cuando le dije a Citlali lo que tenía en mente, se echó a reír con aprobación, incluso mientras se estremecía con una mezcla de agitación e ilusión gozosa, y accedió con entusiasmo a ayudarme. Así que, mientras yo preparaba cuatro de las bolas de arcilla, cada una de ellas tan grande como la que se usa en el juego tlachtli y todas bien rellenas de pólvora, la fui instruyendo en todos los detalles de mi plan.

—La última vez —le dije— sólo logré hacer una mancha negra en la parte exterior del edificio de los soldados españoles, y en el proceso maté a un tamemi que pasaba por allí. Esta vez quiero hacer que estallen en el interior de un edificio; confío en que cause una enorme destrucción y en no matar a ningún inocente. Bueno, lo reconozco, siempre hay varias maátime por el lugar vendiendo sus favores a los soldados, pero a esas mujeres no las considero inocentes.

—¿Te refieres al mismo edificio de la Traza?

—No. Allí la calle siempre está abarrotada de transeúntes. Pero conozco un lugar en cuyo interior, así como en los alrededores, nunca hay más personas que españoles. Y las maátime. Tú llevarás por mí la pólvora allí dentro. A esa escuela militar y fortaleza llamada el Castillo, la que se encuentra en lo alto de la Colina de los Saltamontes.

—¿Tengo que llevar al interior esos objetos mortíferos? —exclamó Citlali—. ¿Al interior de un edificio lleno de soldados, y todo él también rodeado de soldados?

—La fortaleza está rodeada de árboles, de unos árboles viejísimos, y la guardia no es muy fuerte. Hace poco me pasé un día entero merodeando por los alrededores; estuve curioseando escondido detrás de alguno de aquellos árboles, y estoy satisfecho porque podrás entrar y salir fácilmente del Castillo sin peligro alguno de que te hagan daño ni te capturen.

—Me gustaría mucho estar yo también convencida de eso —me indicó Citlali.

—Las puertas de la fortaleza siempre están abiertas de par en par, y los cadetes, como llaman a los reclutas, entran y salen tranquilamente de allí. Lo mismo que los soldados que hacen de profesores. Y también españoles corrientes, los que llevan comida, provisiones y esas cosas. Y otro tanto puede decirse de las maátime. Y el único guardia que va armado siempre está por allí medio amodorrado, sin preocuparse de nada. No se mete con nadie, ni con las putas. Supongo que los españoles opinan que no hace falta esmerarse por proteger ese lugar, porque… ¿qué persona que esté en su sano juicio va a tratar de infligir daño alguno en el interior de una guarnición militar?

—¿Sólo yo? ¿Citlali la valiente y temeraria? —me preguntó con coquetería—. Por favor, asegúrame, Tenamaxtli, que sigo estando en mi sano juicio.

—Cuando te lo haya explicado todo —le comenté—, te darás cuenta de lo práctico que es mi plan. Verás, yo no puedo entrar en esa fortaleza sin que me interpelen y sin que, con toda seguridad, me arresten. Tú en cambio si.

—¿Quieres que finja que soy una maátitl? Ayya, ¿tanto me parezco a una ramera?

—En nada. Tú eres mucho más bonita que cualquiera de ellas. Y llevarás un cesto de fruta cogido por el asa, y a tu lado irá Ehécatl. Nada parecerá más inocente que una joven madre que pasea por el bosque con su criatura. Y si alguien te pregunta, le dices que una de las maátime es prima tuya, y que le llevas la fruta de regalo, O que vas con la esperanza de vendérsela a los cadetes porque te hace falta el dinero para mantener a tu criatura, evidentemente minusválida. Te enseñaré palabras españolas suficientes para que puedas hacer esos comentarios. No te pararán. Luego, cuando ya estés dentro del Castillo, lo único que tienes que hacer es dejar en el suelo la cesta de fruta y volver a salir tranquilamente. Y si es posible, déjala al lado de algo combustible.

—¿Una cesta de fruta? Esas cosas de barro no se parecen mucho a la fruta.

—Déjame que acabe de explicártelo. Ahora mismo… ¿ves? En el agujero que he hecho con la pluma en esta bola estoy insertando un poquíetl delgado y tan largo como mi antebrazo. Lo encenderé antes de que te acerques a las puertas de la fortaleza, y pasará mucho tiempo ardiendo lentamente hasta que prenda la bola; ya para entonces Ehécatl y tú estaréis afuera de nuevo, a salvo y a mi lado. Y esa bola, cuando estalle, prenderá las otras tres. Y todas juntas causarán una explosión espectacular. Muy bien. Cuando las bolas se hayan secado, se hayan puesto duras como la roca y estemos preparados para irnos, las colocaré en uno de esos elegantes cestos tuyos y luego las cubriré con frutas del mercado. —Hice una pausa y comenté, en cierto modo para mis adentros—: Deberían ser frutas de coyacapuli. Y debo intentar encontrar algunas que tengan gusanos, como yo, en su interior.

—¿Qué? —preguntó Citlali sin comprender.

—Es una broma personal. No me hagas caso. Las frutas de coyacapuli son muy ligeras, así que el cesto no pesará mucho. De todos modos, lo llevaré yo hasta que lleguemos al Castillo. Bueno, pues el primer día que haga sol, nos marcharemos los tres de esta casa y nos iremos caminando despacio y desenfadadamente hacia el oeste, atravesando la isla. Yo llevaré el cesto y tú guiarás a Ehécatl…

Así que eso es lo que hicimos unos días después, vestidos con ropa inmaculadamente blanca y con un aire inocentemente descuidado. A cualquiera que nos viera le habríamos parecido una familia feliz que salía a disfrutar de una comida al aire libre en alguna parte. Y yo suponía que había alguien que nos miraba con interés, cualquiera de los mercenarios de la catedral.

Además de la cesta, yo llevaba el arcabuz escondido bajo el manto, cuya culata había metido debajo del brazo que me quedaba libre, de manera que colgara verticalmente. Me obligaba a caminar con cierta rigidez, pero resultaba invisible a ojos de los demás. Lo había cargado de antemano, tal como en una ocasión había visto que se hacía: una buena dosis de pólvora, un trapo y una bola de plomo todo metido en el tubo y bien prensado, una lasca de oro falso sujeta por la garra del gato y el arma dispuesta esperando tan sólo que pusiera un pellizco de pólvora en la cazoleta para disparar su proyectil mortal. Verdaderamente yo no tenía ni idea de cómo se apuntaba aquella cosa, aparte de ponerla en la dirección hacia donde quisiera disparar. Pero si el arcabuz funcionaba y la fortuna me favorecía, aquella veloz bola de plomo voladora podía de hecho darle y herir a algún soldado o cadete español.

Si había alguien siguiéndonos, logramos burlarlo, al menos temporalmente, cuando, al llegar al borde de la isla, le hice señas a un barquero y nos subimos los tres a bordo de su acali. Primero le hice que nos llevase en dirección al sur, hacia los jardines de flores de Xochimilco, donde incluso las familias españolas iban a veces a pasar un día al aire libre, hasta que estuve seguro de que ningún otro acali nos venía siguiendo. Luego le di instrucciones al barquero de que diera la vuelta y desembarcamos en las llanuras de barro que bordeaban lo que en otro tiempo había sido el parque de Chapultepec. Subimos por la colina sin encontrarnos con nadie hasta que tuvimos a la vista el tejado del Castillo. Una vez allí comenzamos a avanzar escondiéndonos en un árbol tras otro, acercándonos cada vez más hasta que pudimos ver la puerta y las numerosas figuras que entraban y salían, que iban de un lado para otro o que se dedicaban a holgazanear por allí. Nadie dio la voz de alarma. Por fin llegamos al ahuéhuetl que yo había elegido de antemano, uno cuyo tronco era muy grueso, y que quedaba a no más de cien pasos de la entrada. Nos agazapamos detrás de él.

—Parece que es un rutinario día más en el Castillo —observé mientras me desembarazaba del arcabuz y lo ponía en el suelo, a mi lado—. No hay guardias extra, nadie parece estar especialmente alerta. Así que cuanto más pronto lo hagamos, mejor. ¿Estáis dispuestos la criatura y tú, Citlali?

—Sí —repuso ella con voz firme—. No te lo había dicho, Tenamaxtli, pero anoche los dos fuimos a ver a un sacerdote de la buena diosa Tlazoltéotl y le confesé todas las malas acciones de nuestra vida, incluyendo ésta, si es que puede considerarse una mala acción. —Vio la expresión que había adquirido mi rostro y se apresuró a añadir—: Sólo por si acaso algo saliera mal. De modo que si, estamos dispuestos.

Yo había arrugado la cara al oir a Citlali mencionar a aquella diosa, porque uno no suele invocar a la Comedora de Porquería hasta que no presiente que la muerte está cerca… y por tanto le pide que acepte y se trague todos nuestros pecados con el fin de ir bien purgado y limpio al otro mundo. Pero si eso hacía que Citlali se sintiera mejor…

—Este poquíetl seguirá emitiendo un rastro de humo y olor mientras arda —le dije mientras utilizaba la lente y un rayo de sol para encender el papel que sobresalía ligeramente de la cesta—. Sin embargo, hoy sopla brisa por aquí arriba, así que no se notará mucho. Si alguien lo huele, sin duda pensará que algunos cadetes han estado practicando con sus arcabuces. Y te lo repito, el poquíetl te proporcionará tiempo de sobra para…

—Pues dámelo de una vez —dijo Citlali— antes de que me venza el nerviosismo o la cobardía. —Cogió el asa de la cesta y sujetó a Ehécatl por una mano—. Y también dame un beso, Tenamaxtli, para… para infundirme valor.

Yo se lo habría dado de todos modos, y con mucho gusto, con amor, sin que ella me lo pidiera. Citlali titubeó y observó desde detrás del árbol hasta que estuvo segura de que nadie miraba en nuestra dirección. Luego salió y, con la criatura a su lado, se puso a caminar tranquila y serenamente, y se apartó de la densa sombra del árbol, para introducirse en la brillante luz del sol… como si acabasen de subir la colina por el espeso bosque. Les quité la vista de encima sólo el tiempo suficiente para cargar la cazoleta del arcabuz con un pellizco de pólvora y tirar de la garra de gato hacia atrás, para que se sujetase en su sitio con un chasquido y quedase listo para disparar. Pero cuando volví a mirar hacia la madre y la criatura, lo que vi me desconcertó.

Muchos de los hombres que estaban por la parte de fuera de la puerta no dejaban de echarle miradas a la atractiva mujer que se aproximaba. En eso no había nada que no fuera natural. Pero luego bajaban la mirada hacia Ehécatl, la criatura sin ojos, y sus sonrisas se convertían en expresiones de incredulidad y desagrado. Aquel revuelo captó también la atención del guarda armado que estaba apoyado en la puerta de entrada. Miró fijamente a aquella pareja que se aproximaba, se irguió y comenzó a avanzar hacia ellos para interceptarles el paso. Aquello era una contingencia que yo tenía que haber previsto, y debía haber estado preparado para ello, pero no había sido así.

Citlali se detuvo ante él e intercambiaron algunas palabras. Supongo que el guarda le diría algo así como: «En nombre de Dios, ¿qué clase de monstruo llevas de la mano?» Pero Citlali no podría entenderlo, por lo que no sería capaz de darle una respuesta coherente. Lo que ella debía de estar diciéndole, o intentando decirle, supongo que era alguno de aquellos comentarios que yo le había hecho ensayar: que iba a visitar a una prima suya maátitl, o que iba a vender fruta.

De todos modos el guarda, al ver a aquella guapa mujer de cerca, por lo visto perdió interés en el pequeño ser deforme que la acompañaba. Por lo que yo pude ver desde mi escondite, el soldado sonrió y le dio una orden gesticulando amenazadoramente con el arcabuz, porque Citlali soltó la mano de la criatura y, asombrado, vi que le daba la cesta a Ehécatl Aquella personita tuvo que usar ambas manos para sujetarla Luego Citlali le dio la vuelta a Ehécatl, lo puso de cara a la entrada abierta y le dio un suave empujón. Mientras Ehécatl, obediente, se dirigía con pasos inseguros directamente hacia la puerta abierta, Citlali levantó las manos y empezó lentamente a deshacer los nudos con los que se abrochaba la blusa huipil. Ni el guarda ni los demás soldados que se encontraban por allí se fijaron en la criatura que llevaba la cesta, y que pasó por la puerta hacia el interior. Todas las miradas estaban fijas en Citlali mientras ésta se desnudaba.

Evidentemente, el guarda le había ordenado que se desnudase para un registro completo, pues tenía autoridad para ello, y Citlali lo estaba haciendo lentamente, con tanta voluptuosidad como cualquier maátitl, para desviar la atención de todos hacia Ehécatl, que ahora se encontraba fuera de mi vista en algún lugar en el interior de la fortaleza. Aquélla era otra contingencia para la que no estábamos preparados. ¿Qué tenía que hacer yo? Por mis observaciones previas yo sabía que la puerta del muro exterior del Castillo estaba en línea recta con la del propio Castillo; era de suponer que Ehécatl continuaría adelante, pasaría también por aquella otra puerta y entraría en el fuerte. Pero ¿entonces qué?

Yo ahora estaba muy erguido detrás del árbol, sólo asomaba la cabeza lo suficiente como para poder seguir observando, y acariciaba con bastante inseguridad el gatillo del arcabuz. ¿Debía disparar entonces? Ciertamente me sentí tentado a matar a alguno de aquellos hombres blancos, a cualquiera de ellos, que ahora se habían apiñado alrededor de Citlali y la miraban con avidez. Ella se había desnudado de cintura para arriba. Lo único que yo podía ver era la torneada espalda, pero sabía que sus pechos eran algo hermoso de contemplar. Ella empezó, lenta y provocativamente, a desatar la cinta que sujetaba la cintura de la falda larga. Me pareció, y quizá también se lo pareciera a aquellos que miraban con sonrisas satisfechas, que transcurría un haz de años antes de que aquella falda cayera al suelo. Luego Citlali empezó a emplear otro haz de años para desenvolver su prenda interior tochómitl. El guarda avanzó un paso hacia ella, y los demás se apretaron junto a él, cuando finalmente Citlali arrojó la prenda y se quedó totalmente desnuda ante ellos.

En aquel instante se oyó un estruendo procedente de algún lugar lejano en el interior de la fortaleza, dentro del propio fuerte, al tiempo que surgía una oleada de humo, lo que hizo que los hombres que la estaban contemplando se acercasen aún más a Citlali; luego se dieron la vuelta y se quedaron mirando boquiabiertos… y entonces se oyó otro trueno aún más fuerte que resonó dentro del fuerte, y luego otro, más fuerte aún, y otro, todavía más fuerte. Las tejas rojas del tejado del fuerte se removieron en su sitio y algunas cayeron al suelo. Después, como si aquellos rugidos que aún reververaban no hubieran sido más que ebulliciones preliminares —como a veces hace el gran volcán Citlaltépetl, que se aclara la garganta tres o cuatro veces antes de vomitar una erupción devastadora—, hizo erupción el fuerte con un estallido que debió de oírse por todo el valle.

El tejado se levantó en el aire y allí se desintegró, de manera que las tejas y las maderas se elevaron aún más. Desde abajo se alzó una tremenda nube amarilla roja y negra, sulfurante, de llamas, humo, chispas, pedazos no identificables del mobiliario interior del fuerte, cuerpos humanos agitándose en el aire y fragmentos inertes de cuerpos humanos, todo ello entremezclado. Yo estaba completamente seguro de que ni siquiera mi pródigo empleo de varias bolas rellenas de pólvora habría podido causar semejante cataclismo. Lo que debía de haber sucedido era que Ehécatl había caminado vacilante, sin encontrar obstáculos, hasta algún almacén de pólvora del fuerte o hasta el escondite de algún terriblemente sensible combustible, justo en el momento en que mi cesto se prendió y estalló. Me pregunté si Huitzilopochtli, nuestro dios de la guerra, habría guiado a la criatura. ¿O lo habría hecho el espíritu de mi padre muerto? ¿O habría sido, sencillamente, el propio tonali de Ehécatl?

Pero tenía otras cosas que preguntarme. Al mismo tiempo que el fuerte volaba en pedazos, las personas que se encontraban entre aquel lugar y el punto donde yo me hallaba, incluyendo el guarda, su cautiva Citlali y varios de los hombres que estaban con ellos, perdieron pie y cayeron al suelo como si hubieran recibido una violenta bofetada. Además, la ropa de Citlali salió despedida del lugar en que se encontraba, a los pies. No pude ver nada que explicase aquellos hechos. Pero luego sentí una sacudida como si dos manos curvadas me hubieran abofeteado a la vez ambas orejas. Un poderoso vendaval, con la misma fuerza de un muro de piedra al caer, se precipitó contra mi ahuéhuetl y contra los demás árboles de las inmediaciones. Hojas, palitos y ramas pequeñas salieron despedidos del lugar de aquella espantosa explosión. El muro de dentro cesó con tanta rapidez como había venido, pero, de no haber estado yo detrás del árbol, la pólvora de mi cazoleta se habría volado y el arcabuz habría resultado inútil.

Cuando aquellas personas que estaban entre el lugar donde yo me encontraba y el fuerte recobraron el equilibrio, miraron con horror la destrucción que reinaba en el interior de la fortaleza, el fuego que ardía con ferocidad y los pedazos de piedra, madera, armas —y de sus propios compañeros— que caían del cielo. (Algunos de los hombres que habían caído no se levantaron más; los objetos que habían salido despedidos a causa de la explosión los habían alcanzado). El guarda de la puerta fue el primero en caer en la cuenta de quién era el responsable del desastre; se dio la vuelta bruscamente para ponerse frente a Citlali, y un rugido le desfiguró el rostro. Citlali dio media vuelta y echó a correr hacia mi mientras el guarda le apuntaba a la espalda con el arcabuz.

Yo también le apunté a él con el mío y apreté el gatillo. Mi arcabuz actuó exactamente como estaba previsto, con un rugido y una sacudida que me dejó el hombro entumecido y me lanzó hacia atrás un paso o dos. A dónde fue a parar la bola de plomo, si le dio al guarda o a alguno de los otros, no tengo la menor idea, porque la nube de humo azul que yo había provocado me ocultó la visión que tenía de ellos. De todos modos, lo lamentable era que yo no había podido impedir que el guarda disparase su arma. Citlali venía corriendo hacia mí, con aquellos hermosos pechos suyos rebotando ligeramente, y en un instante aquellos pechos, toda la parte superior de su cuerpo, se abrió como una flor roja cuando se abre el capullo. Gotas de sangre y porciones de carne salieron despedidas por delante de ella y salpicaron el suelo, y sobre aquellos fragmentos de sí misma Citlali cayó de cara y permaneció inmóvil.

No hubo señales ni ruido de persecución cuando colina abajo. Era evidente que no habían oído la descarga de mi arma, tal como yo había previsto, en medio del tumulto general. Y si había llegado a herir a alguien con la bola de plomo, sus compañeros soldados probablemente habrían pensado que había sido abatido por alguno de los fragmentos que habían salido despedidos del fuerte. Cuando llegué a la orilla del lago no me quedé por allí esperando a que acudiera un acali. Me puse a caminar a grandes zancadas por las llanuras de barro y luego, hundido hasta la rodilla en las aguas turbias, vadeé el trayecto hasta la ciudad, permaneciendo siempre cerca de los montones de troncos del acueducto para evitar que se me viera desde ambas orillas. Sin embargo, una vez que llegué a la isla tuve que esperar un rato antes de tener ocasión de deslizarme y pasar desapercibido entre la multitud de gente que se había congregado allí y comentaba con excitación al contemplar la torre de humo que todavía flotaba sobre la Colina de los Saltamontes.

Las calles estaban casi vacías cuando corrí hacia nuestra familiar colación de San Pablo Zoquipan y a la casa que Citlali y yo habíamos compartido durante tanto tiempo. Dudaba de que ningún espía de la catedral siguiera vigilando, pues estaría junto al lago, como casi todos los demás residentes de la ciudad, pero si seguía de guardia, y si me desafiaba o incluso si me seguía, yo estaba decidido a matarlo. Una vez dentro de la casa volví a cargar el arcabuz, para estar preparado para aquella contingencia o para cualquier otra. Luego me eché a la espalda, sujetándolo con una cinta alrededor de la frente, el fardo de mis pertenencias, que prudentemente había preparado de antemano. Además de esto, las únicas cosas que cogí de la casa fueron nuestra pequeña reserva de dinero —ya fuera granos de cacao, en retazos de hojalata o en una gran variedad de monedas españolas— y un saco que tenía lleno de salitre, el único ingrediente de la pólvora que podía resultar difícil de obtener en otra parte. Con un pedazo de cuerda me las ingenié para poder colgarme el arcabuz, a fin de poder llevarlo sin que se notase debajo del petate y del saco.

De nuevo en la calle no vi que ninguno de los pocos transeúntes que había en ella se tomase interés alguno en mis movimientos, y tampoco vi, mirando furtivamente hacia atrás de vez en cuando, que nadie me siguiera. No me dirigí al norte por la calzada Tepeyaca por la cual mi madre, mi tío y yo mismo habíamos entrado en la Ciudad de México hacia tanto tiempo. En el caso de que enviasen soldados para que me persiguieran, con toda seguridad el notario Alonso se vería obligado en conciencia a decirles que lo más probable era que yo me iría directamente a mi tierra, hacia la Aztlán de la que le había hablado. Así que en lugar de eso atravesé la ciudad en dirección al oeste y crucé por la calzada que lleva a la ciudad de Tlácopan. Y una vez allí, al poner pie en tierra firme, me volví sólo el tiempo suficiente para agitar el puño apretado en dirección a la ciudad —la ciudad en la que habían asesinado a mi padre y a mi amante— y hacer el solemne juramento de que regresaría algún día para vengarlos a ambos.

Muchas cosas han ocurrido en mi vida que han permanecido para siempre en mi corazón como una pesada carga. La muerte de Citlali fue uno de esos acontecimientos. Y he sufrido muchas pérdidas lamentables que han dejado vacíos en mi corazón que nunca volverían a llenarse. También fue una de esas pérdidas la muerte de Citlali.

Ahora acabo de hablar de ella como mi amante y, desde luego, en el sentido físico ciertamente lo fue. También se mostró adorable y amorosa, y durante mucho tiempo me sentiría desolado al verme privado de su querida presencia, pero en realidad nunca la amé sin reservas. Lo supe entonces y lo mejor aún ahora, porque, en una época posterior de mi vida yo si que amaría con todo mi corazón. Aunque hubiera estado total y completamente chalado por Citlali, nunca habría dado el paso de casarme con ella. Y por dos motivos: el primero porque ella había sido la esposa de otro antes. Yo había sido sustituto, por así decirlo. Y el segundo porque nunca habría podido esperar tener hijos propios con ella, no con el triste ejemplo de Ome-Ehécatl siempre a la vista.

Aunque estoy seguro de que Citlali siempre fue consciente de mis sentimientos, o de la carencia de ellos, nunca lo demostró lo más mínimo. Ella había dicho: «Haría lo que fuera…», queriendo decir que, si hacía falta, moriría por mí. Y había hecho precisamente eso, y más que eso. Al lograr con éxito mi insulto de despedida a la Ciudad de México, había ganado para ella y para Ehécatl no sólo mi gratitud, sino también la de los dioses.

Como he dicho, Ehécatl no habría tenido esperanza de escapar de la condenación a la eterna nada de Mictlan; y tampoco Citlali, puesto que había dado a luz tan sólo a una criatura demasiado defectuosa como para que ninguno de nuestros sacerdotes la hubiera aceptado en sacrificio a ningún dios. Pero ahora Citlali se las había ingeniado para ofrecer el sacrificio de madre e hijo aniquilando al mismo tiempo a muchos de los extranjeros hombres blancos. Y esa hazaña, digna de un héroe guerrero, sí que había de complacer a todos nuestros antiguos dioses, de manera que Ehécatl y ella tenían asegurada una vida de comodidad y opulencia en el más allá. Yo sabía que los dos serían felices en esa eternidad, e incluso podía esperar que los dioses otorgasen benignamente a Ehécatl ojos para poder así ver los esplendores del otro mundo, fuera el que fuese, al que habían ido a parar.