V
Así que yo estaba de pie en lo que había sido el Corazón del Único Mundo con los nudillos blancos a fuerza de apretar el topacio que había pertenecido a mi difunto padre, con ojos fieros les exigí a mi tío y a mi madre que hiciéramos algo para vengar la muerte de Mixtli. Mi madre, que estaba muy triste, se limitó a hacer de nuevo ruido con la nariz. Pero Mixtzin me miró con comprensión mitigada por el escepticismo y me preguntó con sarcasmo:
—¿Y qué podemos hacer nosotros, Tenamaxtli? ¿Incendiar la ciudad? Las piedras no prenden fácilmente. Y sólo somos tres. La todopoderosa nación de los mexicas no fue capaz de resistir ante estos hombres blancos. Bueno, ¿qué te gustaría que hiciéramos?
Me puse a tartamudear como tonto.
—Yo… yo… —Luego hice una pausa para poner en orden mis ideas y al cabo de un momento añadí—: Los mexicas se vieron cogidos por sorpresa porque los invadió una gente de cuya existencia nunca antes se había tenido noticia. Fue esa sorpresa y la confusión que siguió a ella lo que provocó la caída de los mexicas. Simplemente no supieron ver la capacidad, la astucia y la avidez de conquista de los hombres blancos. Pero ahora todo el Único Mundo los conoce. Lo que todavía no sabemos es en qué aspecto los españoles son más vulnerables. Deben de tener un punto débil en alguna parte, algún sitio donde se les pueda dar un golpe bajo, donde se les pueda atacar y destripar.
Mixtzin hizo un gesto que abarcaba toda la ciudad a nuestro alrededor al tiempo que decía:
—¿Dónde está? Muéstramelo. Con alegría me uniré a ti en ese destripamiento. Tú y yo contra toda Nueva España.
—Por favor, no te burles de mí, tío. Te cito un fragmento de uno de tus propios poemas. «Nunca perdones… y al final tírate a la garganta». Los españoles seguramente tendrán un punto débil en alguna parte. Sólo hay que averiguar cuál es.
—¿Y eso vas a hacerlo tú, sobrino? En estos últimos diez años ningún otro hombre de ninguna de las naciones denotadas ha hallado una sola grieta que penetrase en el blindaje español. ¿Cómo vas a hacerlo tú?
—Pues por lo menos he hecho un amigo entre los enemigos. Ese que llaman notario y que habla nuestra lengua me ha invitado a ir a hablar con él siempre que quiera. Quizá pueda sacarle alguna información de…
—Pues venga. Ve a hablar con él. Te esperaremos aquí.
—No, no —le dije yo—. Me costará mucho tiempo ganarme su confianza por completo, albergar esperanzas de hacer algún descubrimiento útil. Te pido permiso, como tío y como Uey-Tecutli, para quedarme aquí, en esta ciudad, durante todo el tiempo que necesite para conseguirlo.
—Ayya ouíya… —murmuró mi madre con aflicción.
Y Mixtzin se puso a frotarse de manera pensativa la barba. Finalmente me preguntó:
—¿Y dónde vivirás? ¿Y cómo lo harás? Los granos de cacao que tenemos en las bolsas sólo son negociables en los mercados nativos. Para cualquier otra adquisición o pago, ya me han dicho que se necesitan unas cosas llamadas monedas. Piezas de oro, plata y cobre. Tú no tienes y yo tampoco tengo ninguna que dejarte.
—Buscaré algún trabajo que hacer, y me pagarán por ello. Quizá ese notario pueda ayudarme. Y además recuerda que el tlatocapili Tototl dijo que dos de sus exploradores de Tépiz están todavía aquí, en alguna parte. Ya deben de tener un techo sobre sus cabezas, y a lo mejor están dispuestos a compartirlo con un antiguo vecino.
—Sí —asintió Mixtzin—. Si que me acuerdo de eso. Tototl me dijo cómo se llaman. Netzlin y su esposa Citlali. Sí, si pudieras encontrarlos…
—Entonces, ¿puedo quedarme?
—Pero bueno, Tenamaxtli —gimoteó mi madre—, supón que tengas incluso que llegar a aceptar y adoptar las costumbres de los hombres blancos…
Solté un bufido y dije:
—No es probable, tene. Aquí seré como el gusano en un fruto de coyacapuli. Haré que me alimente hasta que él esté muerto.
Le preguntamos a unos transeúntes si había algún lugar donde pudiéramos pasar la noche, y uno de ellos nos envió hacia la Casa de los Pochtecas, algo así como una sala de reuniones y almacén para los mercaderes que habían llevado sus mercancías a la ciudad y estaban de paso en ella. Pero había un portero a la entrada, y con disculpas pero con firmeza se negó a dejarnos entrar.
—Este edificio está reservado para uso exclusivo de los pochtecas —nos dijo—, y es obvio que vosotros no lo sois, puesto que no lleváis bultos ni traéis séquito de tamémimes como portadores.
—Lo único que buscamos es un sitio para dormir —le indicó el tío Mixtzin con un gruñido.
—La cosa es —explicó el portero— que la Casa de los Pochtecas original tenía casi el tamaño y grandeza de un palacio, pero la demolieron, igual que hicieron con el resto de la ciudad. Esta que la sustituye es demasiado pobre y pequeña comparada con aquélla. Y lo que sucede es, sencillamente, que no hay sitio para nadie que no sea socio.
—Entonces, ¿dónde, en esta acogedora y hospitalaria ciudad, encuentran alojamiento los visitantes?
—Hay un establecimiento que los hombres blancos llaman mesón. Lo utiliza la Iglesia cristiana para albergar y dar de comer a las personas indigentes o que están de paso. Se llama Mesón de San José.
Y nos explicó cómo llegar hasta allí.
—¡Por Huitzli, otro de esos insignificantes santos suyos! —dijo entre dientes mi tío, pero nos dirigimos allí.
El mesón era un edificio grande de adobe que funcionaba como anexo de un edificio mucho más grande y consistente llamado Colegio de San José. Más tarde me enteré de que la palabra colegio significa algo muy parecido a nuestra calmécac, una escuela para estudiantes avanzados donde los que enseñan son sacerdotes, aunque en este caso sacerdotes cristianos, naturalmente.
El mesón, como el colegio, estaba dirigido por unas personas que nosotros tomamos por sacerdotes, hasta que algunos de los que llegaron al edificio nos dijeron que aquellos sólo eran frailes, un grado más humilde del clero cristiano. Llegamos casi a la puesta del sol, justo cuando algunos de aquellos frailes estaban sirviendo cucharones de comida que sacaban de cacerolas enormes y los ponían en cuencos que las personas que hacían cola llevaban en la mano. La mayor parte de aquellas personas no estaban manchados del viaje como nosotros, sino que eran habitantes de la propia ciudad que se veían harapientos y tenían aspecto derrotado. Era evidente que eran tan pobres que dependían de los frailes para subsistir así como para cobijarse, porque ninguno de ellos hizo ademán ni ofrecimiento de pagar cuando le llenaron el cuenco, y los frailes tampoco daban muestras de esperar que les pagasen.
Bajo tales circunstancias yo me esperaba que aquella comida de caridad fuera algún tipo de gachas baratas y que saciaran, como atoli. Pero, sorprendentemente, lo que nos echaron en nuestro cuenco era sopa de pato caliente, muy sabrosa y espesa a causa de la carne. A cada uno de nosotros se nos entregó una cosa con corteza marrón, caliente y en forma de globo. Miramos lo que los demás hacían con las suyas, y vimos que se las comían a bocados y las usaban para mojar en la sopa, igual que nosotros habíamos hecho siempre con nuestro tláxcaltin plano, delgado y circular.
—A nuestro tláxcaltin de harina de maíz los españoles lo llaman tortillas —nos explicó un hombre muy delgado que había estado haciendo cola con nosotros—. Y a este pan suyo lo llaman bolillo. Se hace de harina, de una que se saca de una especie de hierba que llaman trigo; lo consideran superior a nuestro maíz y crece en lugares donde el maíz no puede hacerlo.
—Sea lo que sea —comentó mi madre con timidez—, está bastante bueno.
Con razón lo había dicho con tanta timidez, porque tío Mixtzin le contestó al instante con brusquedad:
—¡Hermana Cuicani, no deseo oír ninguna palabra de aprobación sobre nada que tenga que ver con esta gente blanca!
El hombre flaco nos dijo que se llamaba Pochotl y se sentó con nosotros mientras cenábamos; a lo largo de la cena continuó informándonos amablemente.
—Debe de ser que los españoles tienen sólo unos cuantos patos canijos en su tierra, porque aquí devoran patos con preferencia a cualquier otra carne. Desde luego, en nuestros lagos hay verdaderas multitudes de estas aves, y los españoles poseen unos métodos extraños, aunque eficaces, de matarlos… —Hizo una pausa, se quedó escuchando y levantó una mano—. Ahí lo tenéis. ¿Habéis oído eso? Es a la hora del crepúsculo cuando las bandadas vienen a refugiarse en el agua, y los cazadores de aves españoles las matan a cientos cada noche.
Habíamos oído varios estallidos de lo que hubieran podido ser truenos lejanos; sonaron hacia el este y continuaron resonando durante un rato.
—Por eso —continuó diciendo Pochotl— la carne de pato es tan abundante que incluso se puede utilizar para dar de comer a los pobres. Yo, por mi parte, prefiero la carne de pitzome, pero no me puedo permitir el lujo de comprarla.
—¡Nosotros tres no somos pobres! —dijo el tío Mixtzin con desprecio.
—Supongo que sois recién llegados. Pues quedaos un tiempo aquí.
—¿Qué es un pitzome? —le pregunté—. Nunca he oído esa palabra antes.
—Es un animal. Lo han traído los españoles, y los crían en gran número. Es muy parecido a nuestro jabalí, pero es doméstico y mucho más gordo. Su carne, que ellos llaman puerco, es tan tierna y sabrosa como el anca humana bien cocinada. —Mi madre y yo hicimos una mueca de repulsión al oír aquello, pero Pochotl no se dio por enterado—. Verdaderamente es tan grande el parecido entre el pitzome y la carne humana que muchos de nosotros somos de la opinión de que los españoles y esos animales deben de tener algún parentesco de sangre, que los hombres blancos y sus pitzome propagan sus especies copulando entre ellos.
Ahora los frailes nos hacían señas para que desalojáramos la gran habitación, prácticamente sin muebles, donde habíamos estado comiendo y nos hicieron subir por las escaleras que conducían a los dormitorios. Que yo recuerde, era la primera vez que me iba a la cama sin bañarme, tomar vapor o, por lo menos, nadar en el agua más cercana que tuviera a mi alcance. Arriba había dos grandes habitaciones separadas, una para hombres y otra para mujeres, así que mi tío y yo fuimos en una dirección y mi madre en otra, ella con cara triste porque la habían separado de nosotros.
—Espero verla sana y salva por la mañana —refunfuñó Mixtzin—. Yya, espero verla como sea. Bien puede ser que estos sacerdotes blancos tengan una regla según la cual dar de comer a una mujer les concede derecho a usarla.
—Ahí abajo están dando de comer a mujeres bastante más jóvenes y más tentadoras que tene —le dije para tranquilizarlo.
—Quién sabe los gustos que puedan tener esos extranjeros si, como ha dicho ese hombre, se piensa que copulan incluso con cerdas. No me extrañaría nada en ellos.
Aquel hombre, Pochotl, tan descarnado que contradecía su nombre, que significa cierto árbol muy voluminoso, de nuevo se estaba reuniendo con nosotros; puso su jergón junto al mío y acto seguido continuó obsequiándonos con más información sobre la Ciudad de México y sus amos españoles.
—Ésta —nos dijo— fue en otro tiempo una isla completamente rodeada por las aguas del lago Texcoco. Pero ahora ese lago ha mermado tanto que la orilla más cercana se encuentra a toda una larga carrera al este desde la ciudad, excepto por los canales que continuamente han de dragarse para proporcionar acceso a los acaltin de carga. Las calzadas que enlazan la ciudad con tierra firme antes cruzaban grandes extensiones de aguas transparentes, las del lago, pero ahora, como podéis ver con vuestros propios ojos, esas extensiones son de cualquier cosa menos de agua. Por entonces también los otros lagos estaban comunicados con el lago Texcoco y entre sí. Y el efecto era que parecían un único y grandioso lago. Un hombre podía ir remando en acali desde la isla de Zumpanco, situada al norte, hasta los jardines de flores de Xochimilco, al sur, a unas veinte carreras largas, o a veinte leguas, como dirían los españoles. Ahora ese mismo hombre tendría que avanzar penosamente por entre las amplias ciénagas que han separado a todos esos lagos, que han encogido, entre sí. Algunos dicen que la culpa la tienen los árboles.
—¡Los árboles! —exclamó mi tío.
—Este valle está circundado por montañas que se ven en el horizonte. Todas esas montañas contenían espesos bosques; casi se podría decir que estaban forradas de árboles antes de que llegasen los hombres blancos.
Mixtzin pareció ir recordando lentamente.
—Sí… sí, tienes razón —dijo—. Me ha sorprendido mucho en esta visita observar que las montañas se ven más marrones que verdes.
—Porque las han despojado de la mayor parte de los árboles —nos explicó Pochotl—. Los españoles los cortaron para obtener madera, troncos y leña. Ciertamente, eso bien podría haber enojado a Chicomecóatl, la diosa de las cosas verdes que crecen. Y quizá se haya vengado convenciendo al dios Tláloc para que envíe su lluvia sólo de forma escasa y esporádica, como ha sucedido, y convenciendo también a Tonatiuh para que abrase con más calor, como igualmente ha sucedido. Sea cual sea la razón, nuestros dioses del clima se han estado comportando de un modo muy peculiar desde la llegada de las deidades crixtanóyotl.
—Perdóname, amigo Pochotl —le interrumpí intentando cambiar de tema—. Confío en encontrar empleo aquí, no para hacer fortuna. Sólo busco un trabajo en el que me paguen lo suficiente para vivir. ¿Crees posible que lo consiga?
Aquel hombre tan flaco me miró de arriba abajo.
—¿Tienes alguna habilidad especial, joven? ¿Sabes escribir el idioma de los hombres blancos? ¿Tienes algún talento o arte? ¿Posees alguna habilidad artística?
—Nada de eso. No.
—Bien —concluyó Pochotl tristemente—. Entonces no estás en situación de rechazar los trabajos penosos: como levantar bloques de piedra y cestos de mortero para los nuevos edificios; o trabajar como un esclavo como porteador de tamemi; o limpiar los canales sacando sedimentos, basura y excrementos. Si puedes o no vivir de alguno de esos trabajos, depende, desde luego, de hasta qué punto seas capaz de vivir en la escasez.
—Bueno —le dije yo tragando saliva—, en realidad me esperaba algo más…
El tío Mixtzin me interrumpió.
—Amigo Pochotl, tú eres un hombre bien hablado. Asumo que tienes cierto grado de inteligencia, incluso educación. Y está claro que no amas a los hombres blancos. ¿Por qué, entonces, subsistes de su caridad?
—Porque yo sí tengo habilidades —repuso Pochotl al tiempo que dejaba escapar un suspiro—. Yo era maestro artesano del oro y la plata. Joyería delicada: collares, brazaletes, aros para los labios, diademas, pulseras para los tobillos… cosas que los españoles no consideran de utilidad. Quieren el oro y la plata fundidos en lingotes sin forma para enviárselos a su rey o para acuñar monedas toscas. ¡Bárbaros! Los otros metales que manejan, los que ellos denominan hierro, acero, cobre y bronce, se los confían a herreros musculosos para que los forjen haciendo herraduras para caballos, placas de armadura, espadas y cosas parecidas.
—¿Y tú no sabrías hacer eso? —quiso saber Mixtzin.
—Cualquier patán musculoso puede hacer eso. Pero considero que ese trabajo, propio de brazos fuertes, es poco para mí. Y además no me gusta llenarme las manos de callos y deformarme los dedos de artista. Quizá algún día haya para ellos algún trabajo decente que hacer.
Yo los escuchaba sólo a medias. Estaba sentado con las piernas cruzadas en mi jergón rancio, pues olía a innumerables ocupantes anteriores que, sin duda alguna, no se lavaban, y meditaba sobre las nada atrayentes carreras que aquel hombre tan delgado me había sugerido. Me había jurado a mí mismo que haría cualquier cosa que los dioses requiriesen con tal de llevar adelante la venganza contra los hombres blancos, y estaba dispuesto a mantener aquel juramento. La perspectiva de trabajo duro y mal pagado no me asustaba. Pero el único propósito que me empujaba a quedarme en aquella ciudad era buscar cualquier punto débil que hubiera pasado inadvertido desde que los españoles dominaban el Único Mundo, cualquier grieta en el sistema de gobierno y control de Nueva España, cualquier inconsistencia en la supuestamente infalible preparación contra toda clase de derrocamiento. Y parecía bastante improbable que yo pudiera espiar con éxito si me pasaba la mayor parte del tiempo metido entre otros obreros en el fondo de un canal o doblado bajo la cinta de transportar de un porteador tamemi. Bueno, quizá el notario Alonso de Molina pudiera proporcionarme otro tipo de trabajo mejor donde yo tuviera más oportunidad de emplear los ojos, los oídos y el instinto. Ahora Pochotl le estaba diciendo a mi tío:
—Los hombres blancos nos han traído varios alimentos nuevos y muy sabrosos. Su pollo, por ejemplo, da una carne mucho más tierna y jugosa que nuestra ave huaxolomi, que es más grande y que ellos llaman gallipavo. Y cultivan una caña de la que extraen un polvo llamado azúcar, mucho más dulce que la miel o que el jarabe de coco. Y trajeron una clase de judía llamada haba, y otras hortalizas llamadas col, alcachofa, lechuga y rábano. Buenos de comer para aquellos que pueden permitirse comprarlos o sigan teniendo una parcela de tierra donde plantarlos. Pero yo creo que los españoles encontraron aquí muchas más cosas nuevas para ellos. Están extasiados con nuestros xitómatl, Chile, chocólatl y ahuácatl, que ellos dicen no existen en su Vieja España. Oh, y además están aprendiendo a obtener placer al fumar nuestro picíetl.
Poco a poco me fui percatando de que se oían otras voces a mi alrededor en aquella oscura habitación, pues otras personas permanecían despiertas para conversar, como estaban haciendo Mixtzin y el hombre delgado. La mayoría de las voces se oían en náhuatl, y no decían nada que me pareciera digno de escucharse. Pero otras conversaciones tenían lugar en idiomas incomprensibles; quizá transmitieran toda la sabiduría del mundo o los más profundos secretos de los dioses, pues yo no entendía nada. En aquella época yo no sabía diferenciar las nacionalidades de aquellos diversos hablantes. Pero después de pasar unas cuantas noches más en la casa de huéspedes aprendería algo interesante: que casi todos los hombres que había allí, excepto los nativos de la propia Ciudad de México, habían acudido a aquel Mesón de San José desde algún lugar situado al norte de la ciudad, y a menudo de muy al norte.
Ello obedecía a un motivo. Como he dicho, las naciones al sur, y también al este, de la Ciudad de México habían sucumbido pronto a la conquista española, de modo que por aquel entonces ya se habían adaptado bien a la presencia y al poder de los españoles en sus tratos sociales y comerciales con ellos. Así que cualquier visitante procedente del sur o del este sería un enviado, un mensajero veloz o un pochteca que llevaba a la ciudad mercancías para vender o intercambiar o que iba allí a comprar mercancías importadas de Vieja España. Esos visitantes, pues, se alojarían en la Casa de los Pochtecas, donde a nosotros tres se nos había rechazado, o incluso serían huéspedes, cosa bastante probable, en alguna mansión o palacio de algún español de alto rango.
Mientras tanto, los huéspedes menos favorecidos que había en aquel mesón procedían, excepto la gente sin hogar de la ciudad, de las tierras del norte del Único Mundo, todavía sin conquistar. Habían venido bien como exploradores, como el tío Mixtzin, para tomarles las medidas a los hombres blancos y decidir cuál podía ser el futuro de sus pueblos, o bien como aquellos otros exploradores, Netzlin y Citlali, con intención de buscar un medio de vida entre los lujos de la ciudad de los hombres blancos. O quizá algunos, pensé yo, hubieran venido a hacer ambas cosas, como el gusano del fruto de coyacapuli y yo, con la esperanza de ahondar, horadar y ahuecar aquella Nueva España desde dentro. Si había otros con intenciones igualmente subversivas, tenía que encontrarlos y unirme a ellos.
Los frailes nos despertaron a la salida del sol y nos enviaron de nuevo al piso de abajo. A mi tío y a mí nos complació ver que mi madre había pasado la noche sin problema alguno, y a los tres nos satisfizo el que los frailes llenaran nuestros cuencos de gachas de atoli para desayunar, e incluso nos dieron una taza de chocólatl espumoso para cada persona. Evidentemente mi madre, como el tío Mixtzin, había pasado la mayor parte de la noche despierta hablando con otras huéspedes, porque nos contó cosas con más vivacidad de la que había mostrado durante el viaje:
—Hay mujeres aquí que han servido a algunas de las mejores familias españolas, en algunas de las mejores casas, y tienen cosas maravillosas que contar, especialmente de algunos tejidos nuevos que nunca se habían conocido antes en el Único Mundo. Hay un material que denominan lana y que se obtiene esquilando a unos animales de piel rizada llamados ovejas, los cuales ahora se crían en grandes rebaños en toda Nueva España. No tienen la piel como el fieltro, sino que se transforma en hilo, algo parecido a lo que se hace con el algodón, y eso se teje hasta convertirlo en paño. Dicen que la lana puede llegar a abrigar tanto como las pieles y se la puede teñir de colores tan vivos como si fueran plumas de quetzal.
Me sentí contento al ver que mi tene había encontrado novedades suficientes para borrar, o al menos para atenuar, el recuerdo de lo que había visto el día anterior, pero mi tío no hizo más que gruñir mientras mi madre parloteaba.
Eché un vistazo a mi alrededor por la sala comedor, intentando que no se notase mucho, mientras me preguntaba cuáles de todas aquellas personas, si es que había alguna, podrían ser futuros aliados en aquella campaña mía de espiar y hacer maquinaciones. Bien, un poco más allá aquel hombre tan delgado llamado Pochotl se inclinaba para engullir su cuenco de atoli. Podría serme útil, puesto que era nativo de aquella ciudad y la conocía al detalle, aunque me resultaba imposible imaginármelo actuando cómo un guerrero, si es que mi campaña llegaba alguna vez a eso. Y de los demás que se encontraban en la estancia… ¿cuáles? Había niños, adultos y ancianos, varones y mujeres. Quizá decidiese reclutar a una o varias de éstas, porque hay lugares a donde una mujer puede ir sin levantar sospechas y un hombre no.
—Y hay incluso otro de esos tejidos maravillosos del que hablan mucho —seguía explicando mi madre—. Se llama seda y dicen que es tan liviana como la tela de araña, aunque resulta brillante a la vista, voluptuosa al tacto y tan duradera como el cuero. Aquí no se fabrica; la traen de Vieja España. Y lo que es realmente increíble es que dicen que el hilo lo hilan unos gusanos. Deben de referirse a alguna clase de araña.
—Confía en las mujeres para que se dejen engatusar por fruslerías y baratijas —refunfuñó el tío Mixtzin—. Si este Único Mundo fuera sólo de mujeres, los hombres blancos lo habrían obtenido sólo por una brazada de chucherías, y nunca nadie hubiera levantado una arma contra ellos.
—Vamos, hermano, eso no es así —dijo mi madre virtuosamente—. Yo detesto a los hombres blancos tanto como tú, y tengo aún más motivos que tú para ello, pues me han dejado viuda. Pero puesto que ellos han traído esas curiosidades… y puesto que nosotros estamos aquí, donde pueden verse…
Como era de esperar, Mixtzin estalló.
—En el nombre de la más completa oscuridad de Mictlan, Cuicani, ¿serías acaso capaz de meterte en tratos con esos aborrecibles intrusos?
—Claro que no, —respondió mi madre. Y añadió, con ese sentido práctico que tienen las mujeres—: No tenemos monedas para comerciar. No deseo adquirir ninguna de esas telas, sólo quiero verlas y tocarlas. Sé que tienes mucha prisa por marcharte de esta ciudad llena de extranjeros, pero no nos apartaremos demasiado de nuestro camino si pasamos por el mercado y me dejas que curiosee un poco entre los puestos.
Mi tío murmuró algo entre dientes, se resistió y gruñó, pero desde luego no iba a negarle a mi madre aquel pequeño placer que nunca más volvería a estar a su alcance.
—Bueno, pues si tienes que perder el tiempo será mejor que nos pongamos en camino en este mismo instante. Que te vaya bien, Tenamaxtli. —Me puso una mano en el hombro—. Ojalá que tu temeraria idea tenga éxito. No obstante, deseo aún más que vuelvas a casa sano y salvo, y que no tardes mucho en hacerlo.
La despedida de tene fue más prolongada y emotiva, con abrazos, besos, lágrimas y recomendaciones de que me mantuviese sano, comiera alimentos nutritivos, me moviera con cautela entre aquellos impredecibles hombres blancos y, sobre todo, que no tuviera nada que ver con mujeres blancas. Partieron hacia el extremo norte de la ciudad, donde estaba situada la plaza en la que se celebraba el mayor y más concurrido mercado de la ciudad. Y yo me dirigí hacia una plaza diferente, aquella en la que el día anterior habían quemado vivo a mi padre. Iba solo, pero no con las manos vacías; cuando salía del Mesón de San José vi a la puerta del mismo, por la parte de afuera, una tinaja de arcilla vacía que al parecer nadie usaba ni vigilaba. Así que me la cargué al hombro, como si estuviera acarreando agua o atoli para los obreros de alguna cuadrilla de construcción en cualquier parte. Fingía que pesaba mucho y por ello caminaba lentamente, en parte porque así era como me imaginaba que caminaría un obrero mal pagado, pero principalmente porque quería tomarme tiempo para examinar a conciencia a cada persona, cada lugar y cada cosa con la que me cruzaba.
El día anterior me había sentido inclinado a mirar boquiabierto muchos aspectos de la ciudad, apreciando cada escena de una sola mirada, por así decir: las amplias y largas avenidas bordeadas de inmensos edificios de arquitectura extranjera, con aquellas fachadas de piedra o enlucidas con yeso y adornadas con frisos esculpidos, llenos de recovecos complicados pero sin ningún significado, igual que los bordados con que algunos de nuestros pueblos bordean sus mantos; y las calles laterales, mucho más estrechas que las otras, donde los edificios eran más pequeños, estaban muy apretados unos contra otros y cuya decoración no era tan lujosa.
Aquel día decidí concentrarme en los detalles. De modo que me di cuenta de que los grandiosos edificios cuyas fachadas daban a las avenidas y plazas abiertas eran en su mayoría lugares de trabajo para los funcionarios del gobierno de Nueva España y sus numerosos subordinados, concejales, oficinistas, escribientes y demás. Además también me fijé en que, entre los numerosos hombres que vestían atuendo español y que entraban y salían de aquellos edificios llevando libros, papeles, bolsas de mensajero o, sencillamente, expresiones altivas para darse importancia, había algunos con el cutis tan oscuro y tan lampiño como yo. Otros grandiosos edificios estaban a todas luces habitados por los dignatarios de la religión de los hombres blancos, y también por sus numerosos subordinados y sirvientes. Y entre éstos, que llevaban indumentaria clerical y tenían una expresión blanda y complaciente, había no pocos hombres con el rostro cobrizo y lampiño. Sólo en los edificios que albergaban a los militares, en el cuartel general de los altos oficiales o en los barracones de los rangos inferiores, no vi a nadie de mi propia gente que vistiera trajes formales de desfile, uniformes de trabajo, armaduras o que llevara armas de ninguna clase. Algunos de los edificios realmente grandes y ornamentados eran, desde luego, palacios en los que residían los personajes de mayor categoría del gobierno, la Iglesia y el ejército, y en cada una de aquellas puertas montaban guardia soldados armados y con expresión de mantenerse alerta; normalmente llevaban atado con correa a uno de aquellos fieros perros de guerra suyos.
Vi también otros perros de variadas formas y tamaños y con porte no tan fiero, aunque apenas se podía creer que estuviesen emparentados con los pequeños y gordinflones perros techichi que nosotros, los del Único Mundo, llevábamos siglos criando sin otra finalidad que usarlos como raciones alimenticias de emergencia. De hecho, ya no quedaban techíchime en la Ciudad de México, pues los ciudadanos nativos se habían aficionado a la carne de puerco, de la que allí había gran abundancia, y los españoles nunca comerían carne de techichi. Había además otros animales allí que eran totalmente nuevos para mí, aunque supongo que debían de ser la peculiar variedad de Vieja España de nuestro jaguar, nuestro cuguar y nuestro océlotl. Sin embargo eran siempre mucho más pequeños que estos gatos, y eran domésticos, amables y de voz suave. Y estas versiones en miniatura incluso ronronean como sólo el cuguar, de todos nuestros gatos, sabe hacer.
Los edificios de las calles estrechas estaban muy juntos unos a otros y eran a la vez lugares de trabajo y vivienda para sus ocupantes, todos ellos blancos. Al nivel de la calle era frecuente que hubiese una tienda donde se vendiera mercancías de alguna clase, un herrero, un establo para caballos o un establecimiento de comidas abierto al público, al público blanco. Los demás pisos que quedaban por encima, uno, dos o tres, debían de ser donde vivían los propietarios y sus familias.
Excepto los que ya he mencionado, las personas de piel oscura que vi por aquellas calles y avenidas eran en su mayoría mensajeros que trotaban ligeros hacia alguna parte, tamémimes que avanzaban penosamente bajo yugos o porteadores que llevaban fardos o bultos con la ayuda de cintas. Aquellos hombres iban vestidos como yo, con manto tilmatl, taparrabos máxtlatl y sandalias cactli. Pero había otros que debían de ser sirvientes de familias blancas, porque iban vestidos como españoles, con túnicas, calzas ajustadas, botas y sombreros de una forma o de otra. Algunos de aquellos hombres, los más viejos, tenían curiosas cicatrices en las mejillas. La primera vez que vi uno de ellos supuse que se habría hecho la cicatriz en la guerra o en algún duelo, porque la forma de la cicatriz, parecida a una «G», no me decía nada. Pero luego me crucé con varios hombres más cuyas mejillas estaban marcadas con la misma figura. Y vi a otros, más jóvenes, que tenían también cicatrices, aunque los símbolos eran diferentes. Estaba claro que los habían marcado de aquella forma deliberadamente. Si a alguna de las mujeres de la ciudad la habían tratado de igual modo es algo que no pude determinar, porque en aquellas calles no tuve ocasión de ver a mujer alguna, ni blanca ni oscura.
Más tarde me enteré de que aquella parte de la ciudad por la que me movía lentamente se llamaba la Traza, y era un amplio rectángulo, cuya extensión comprendía muchas calles y avenidas, situado en el centro mismo de la Ciudad de México. La Traza estaba reservada para las residencias, iglesias, establecimientos comerciales y edificios oficiales de los hombres blancos y sus familias. Había algunas excepciones. Los hombres de piel cobriza con atavío clerical vivían en las residencias de la Iglesia junto con sus colegas eclesiásticos. Y unos cuantos, pocos, criados de las familias blancas comían y dormían en las casas donde trabajaban. Pero los demás ciudadanos nativos, incluso los que trabajaban para funcionarios del gobierno, tenían que irse por la noche a las colaciones, que eran diversas partes de la ciudad que se extendían desde la Traza hasta los límites de la isla. Y estos sectores variaban en calidad, aspecto y limpieza, y eran desde respetables hasta malísimos, pasando por los que se podían tolerar.
Mientras miraba los edificios grandes y buenos que componían la Traza, me pregunté si los españoles no conocerían los desastres naturales a los que aquella ciudad era proclive, y que eran bien conocidos de los demás habitantes del Único Mundo. Tenochtitlan había sufrido con frecuencia inundaciones de agua de los lagos circundantes, y en dos o tres ocasiones había estado a punto de ser arrasada por las aguas. Supuse que ahora que las aguas del lago Texcoco habían disminuido tanto, ya no habría excesivo peligro de inundaciones.
Sin embargo, la isla, que no era más que un promontorio del inestable lecho del lago, a menudo había sido barrida por lo que nosotros llamábamos tlalolini, terremoto en español. En algunas de aquellas ocasiones sólo unos cuantos edificios de Tenochtitlan habían cambiado ligeramente de posición, se habían inclinado o se habían hundido, hasta cierto punto, por debajo del nivel del suelo. Pero en otras ocasiones la isla había sido sacudida y levantada con violencia, hasta el punto de que los edificios caían tan bruscamente como las personas en las calles. Por eso en la época en que mi tío Mixtzin vio por primera vez Tenochtitlan, los edificios principales tenían una base ancha y firme, y los de menor importancia estaban construidos sobre masas imponentes que sólo se tambaleaban o cedían ligeramente para compensar el temblor y el asentamiento de la isla.
Otra cosa de la que me enteré más tarde fue de que los españoles estaban empezando a percatarse de que la isla era propensa a aquello, y lo estaban averiguando por propia experiencia. La elevada iglesia catedral de San Francisco, la mayor estructura y, por lo tanto, la más pesada que habían edificado hasta entonces los constructores blancos —aunque ni siquiera la habían acabado—, ya se estaba hundiendo y ladeando de manera perceptible. Los muros de piedra se estaban agrietando en algunos lugares y los suelos de mármol se estaban combando.
—Esto es obra malévola de los demonios paganos —afirmaron los sacerdotes que habitaban el lugar—. Nunca debimos construir esta casa de Dios en el mismo lugar en el que se encontraba el monstruoso templo de esos bárbaros rojos, e incluso utilizamos piedras del templo antiguo en la construcción. Debemos empezar de nuevo y edificar en otra parte.
De manera que los arquitectos de la catedral se afanaban en poner frenéticamente cuñas debajo del edificio y contrafuertes a su alrededor, intentando por todos los medios de que se mantuviera levantada e intacta por lo menos hasta que estuviera terminada. Y al mismo tiempo estaban dibujando los planos para una catedral nueva, a la que dotaron con unos extensos cimientos subterráneos que ellos esperaban pudieran sostenerla, que habría de erigirse a cierta distancia de la anterior.
Yo no sabía nada de eso el día en que, con la tinaja vacía al hombro, crucé la inmensa plaza al lado de la cual se alzaba la catedral. Puse la tinaja en el suelo junto a la enorme puerta principal a fin de parecer menos un obrero itinerante y más un visitante estimable. Aguardé mientras varios hombres blancos con túnicas clericales entraban y salían; me dirigí a cada uno de ellos y les pregunté si yo podía entrar en el templo. (Por entonces yo tampoco sabía nada de las reglas concernientes a entrar allí con respeto; por ejemplo, si tenía que besar el suelo antes o después de pasar por la puerta). Lo que en seguida se me hizo evidente fue que ni uno solo de aquellos sacerdotes blancos, frailes o lo que quiera que fuesen, y eso que algunos llevaban residiendo en Nueva España diez años, hablaba o entendía una sola palabra de náhuatl. Y ninguna persona de nuestra gente que se hubiera convertido al Crixtanóyotl pasó por allí. Así que seguí intentándolo, repitiendo las preguntas una y otra vez y pronunciando lo mejor que pude las palabras «notario», «Alonso» y «Molina».
Finalmente uno de los hombres chasqueó los dedos al reconocer lo que yo le estaba preguntando y me condujo a través del portón sin que ninguno de nosotros dos besase el suelo en ningún momento, aunque él sí que hizo una especie de pequeña inclinación reverencial en cierto punto, y atravesamos el cavernoso interior, recorrimos pasillos y corredores y subimos escaleras. Me fijé que dentro de la iglesia los eclesiásticos se quitaban el sombrero; los llevaban muy variados, desde pequeños y redondos hasta grandes y abultados, y cada uno de aquellos hombres tenía un círculo de cabello afeitado en la coronilla de la cabeza.
Mi guía se detuvo ante una puerta abierta y me hizo señal para que entrase, y en aquella pequeña habitación se encontraba sentado a una mesa el notario Alonso. Estaba fumando picíetl, pero no como lo hacemos nosotros, con la hierba seca desmenuzada y enrollada en un tubo de junco o de papel. Sostenía entre los labios una cosa delgada, larga y rígida de arcilla blanca cuyo extremo más distante de la boca estaba doblado hacia arriba; la había llenado de picíetl apretado, que ardía lentamente, y por el otro extremo, más estrecho, inhalaba el humo.
El notario tenía ante sí uno de nuestros libros nativos de papel de corteza plegado y estaba copiando las numerosas figuras de palabras de colores que allí había. Yo diría que lo estaba traduciendo, porque la copia que estaba escribiendo en otro papel no era en figuras de palabras. Lo estaba haciendo con una pluma de pato afilada que mojaba en un tanto de líquido negro, y luego garabateaba en su papel sólo líneas onduladas de aquel único color, lo que ahora sé, desde luego, que es el estilo español de escribir. Terminó una línea, levantó la vista y pareció complacido de verme, aunque titubeó un poco antes de recordar cómo me llamaba.
—Ayyo, me alegro de volver a verte… er… cuatl…
—Tenamaxtli, cuatl Alonso.
—Cuatl Tenamaxtli, claro.
—Me dijiste que podía venir y hablar contigo de nuevo.
—Claro, no faltaría más, aunque no te esperaba tan pronto. ¿Qué puedo hacer por ti, hermano?
—Me gustaría que hicieras el favor de enseñarme a hablar y a entender español, hermano notario.
Me dirigió una larga mirada antes de preguntar:
—¿Por qué?
—Tú eres el único español que habla mi lengua. Y me dijiste que ello te hace muy útil como persona que sirve para comunicar a tu gente y a la mía. Quizá yo podría ser igualmente útil. Si ninguno de esos paisanos tuyos puede aprender nuestro náhuatl…
—Oh, no soy el único que lo habla —me indicó—. Pero a los demás, a medida que lo hablan con fluidez, se los destina a otras partes de la ciudad o a los confines de Nueva España.
—Entonces, ¿me enseñarás? —insistí—. O si tú no puedes hacerlo, quizá alguno de esos otros…
—Puedo y lo haré —me interrumpió—. No dispongo de tiempo para darte clases particulares, pero todos los días doy una clase en el Colegio de San José. Es una escuela fundada sólo para educaros a vosotros, los indios… para educar a tu gente. Y allí los sacerdotes maestros del colegio hablan un náhuatl cuando menos pasable.
—Entonces estoy de suerte —dije complacido—. Da la casualidad de que me alojo en el mesón de los frailes que hay al lado.
—Y todavía tienes más suerte, Tenamaxtli, pues justo ahora acaba de empezar una clase para principiantes. Eso te hará más fácil el aprendizaje. Si haces el favor de estar en la puerta principal del colegio a la hora prima…
—¿Prima? —le pregunté sin comprender.
—Oh, se me olvidaba. Bueno, no importa. Tan pronto como hayas desayunado, que será la hora de laudes, limítate a estar en la puerta del colegio y espérame allí. Yo me ocuparé de que se te admita como es debido, se te apunte en el colegio y se te diga cuándo y dónde serán tus clases.
—No podré agradecértelo lo bastante, cuatl Alonso.
Cogió la pluma de nuevo confiando en que me marchase, pero al ver que yo me quedaba allí de pie, titubeando delante de la mesa, me preguntó:
—¿Querías algo más?
—Hoy he visto una cosa, hermano. ¿Puedes decirme lo que significa?
—¿Qué cosa?
—¿Puedo cogerte la pluma un momento? —Me la dio, y yo escribí con aquel líquido negro en el dorso de mi mano (para no estropearle el papel) la figura «G»—. ¿Qué es esto, hermano?
Lo miró y me dijo:
—Ge.
—¿Ge?
—Es el nombre de una letra. La ge. Se trata de una letra mayúscula. Bueno, no hay ninguna palabra en náhuatl para eso. Aprenderás esas cosas en las clases del colegio. La ge es una partícula del idioma español, como la hache, la i, la jota, etcétera. ¿Dónde la has visto?
—Era la forma de la cicatriz que un hombre tenía en la cara. No sabría decir si era un corte o una quemadura.
—Ah, sí… es la marca. —Frunció el entrecejo y desvió la mirada. Al parecer yo tenía la facultad de hacer que cuatl Alonso se sintiera incómodo—. En ese caso es la inicial de la palabra guerra. Guerra. Significa que ese hombre fue prisionero de guerra y por eso ahora es un esclavo.
—Varios hombres llevaban esa marca. Y vi a otros… que llevaban otras.
Volví a escribir en el dorso de la mano las figuras «HC», «JZ» y quizá otras que ahora no recuerdo.
—Más letras iniciales —me explicó—. Hache ce, eso querrá decir marqués Hernán Cortés. Y jota zeta, eso sería Su Excelencia el obispo Juan de Zumárraga.
—¿Eso son los nombres? ¿Marcan a los hombres con sus propios nombres?
—No, no. Son los nombres de sus dueños. Cuando un esclavo no es alguien que fuera hecho prisionero durante la conquista de hace diez años, sino que sencillamente alguien lo ha comprado y ha pagado por él, entonces el dueño lo marca, como si fuera un caballo, para tener derecho permanente a poderlo reclamar como suyo en cualquier momento. Ya ves.
—Si, ya veo —le dije—. ¿Y las esclavas? ¿También las marcan a ellas?
—No siempre. —Ahora parecía sentirse incómodo de nuevo—. Si es una mujer joven y linda, su dueño quizá no quiera desfigurar su belleza.
—Eso puedo entenderlo —comenté; y le devolví la pluma—. Gracias, cuatl Alonso. Ya me has enseñado algunas cosas de la naturaleza española. Estoy muy impaciente por aprender la lengua.