XXIII

La distancia desde nuestro punto de partida hasta las tierras de los yaquis es tres veces la distancia entre Aztlán y la Ciudad de México, así que mi ida allí y mi regreso constituyeron el viaje más largo que realicé en toda mi vida.

Dejé que G’nda Ke nos guiase, porque ella había recorrido ese camino por lo menos una vez antes. Por lo que yo sabía, generaciones de G’nda Kes habían hecho aquel viaje tanto de ida como de vuelta innumerables veces durante los haces y haces de años transcurridos desde que aquella infame primera G’nda Ke se estableciera entre mis ancestros en Aztlán. La memoria colectiva de aquellas G’nda Kes de toda la parte occidental del Único Mundo bien hubiera podido ser inscrita en el cerebro de la actual G’nda Ke al nacer tan llanamente como un mapa de palabras e imágenes.

Parecía que estuviera ansiosa por ver de nuevo su tierra, porque desde luego no intentó, como cualquiera hubiera esperado, hacer el viaje todo lo fatigoso, incómodo, peligroso o interminable que pudiera. Excepto cuando nos indicó que rodeásemos un foso de alquitrán que teníamos delante, arenas movedizas o algún otro obstáculo, yo sabía por el sol que ella mantenía un rumbo hacia el norte tan directo como era posible a través de los valles que había en las cordilleras de montañas costeras. La distancia habría sido menor si hubiéramos seguido la línea costera al oeste de las montañas o la llana Tierra de los Huesos Muertos, que se encontraban al este de las mismas montañas… pero cualquiera de esos dos caminos nos habría llevado más tiempo y nos habría resultado mucho más arduo, pues nos habríamos abrasado en las marismas que había al lado del mar o nos habríamos quedado secos en las despiadadas y calientes arenas del desierto.

No obstante, e incluso sin que G’nda Ke intentase añadir dificultades por su cuenta, el viaje fue riguroso y harto cansado. Desde luego subir por una empinada ladera de montaña tensa los músculos del cuerpo y hace que entren calambres, se tiene la sensación de que todos ellos se tensen. Cuando se llega a la cima uno deja escapar un sincero suspiro de alivio. Pero luego, al bajar por la pendiente del otro lado, se descubre que el cuerpo tiene otros muchos, innumerables, músculos por tensar. G’nda Ke, los dos guerreros —cuyos nombres eran Machíhuiz y Acocotli— y yo soportábamos aquellas penalidades bastante bien, pero con frecuencia teníamos que detenernos y dejar que el tícitl Ualiztli recuperase el aliento y las fuerzas. Ninguna de aquellas montañas es lo bastante alta para tener una corona de nieves perpetuas, como el Popocatépetl, pero muchas de ellas se elevan hasta las regiones heladas del cielo donde reina Tláloc, y también muchas fueron las noches que los cinco pasamos tiritando sin poder dormir, a pesar de estar envueltos en nuestros gruesos mantos tlamaitin.

Con mucha frecuencia, de noche oíamos a un oso, a un jaguar, a un cuguar o a un océlotl olisquear con curiosidad nuestro campamento, pero mantenían siempre la distancia, porque los animales salvajes aborrecen por naturaleza a los humanos, por lo menos a los vivos. Sin embargo de día había abundancia de caza: ciervos, conejos, el enmascarado mapache o el tlecuachi con el vientre abolsado. Y también había vegetales en abundancia: tubérculos camotin, frutos ahuácatin y berros mexixin. Cuando Ualiztli encontró un poco de la hierba llamada camopalxíhuitl, la mezcló con la grasa de los animales que cazábamos e hizo un ungüento para aliviarnos los músculos.

G’nda Ke le pidió un poco de aquella hierba para ponerse el jugo en los ojos, «porque los oscurece, les da brillo y los embellece». Pero el tícitl se negó a dársela alegando el siguiente motivo:

—Cualquiera a quien se le administre un poco de esa hierba puede verse muerto pronto, y yo no me fiaría nada de ti, mi señora, si la tuvieras en tu poder.

Había muchas aguas en aquellas montañas, tanto charcas como torrentes, todas ellas frías, dulces y deliciosas. No íbamos equipados con redes para capturar los peces o las aves acuáticas, pero los lagartos axólotin y las ranas se capturaban con facilidad. También arrancábamos raíz amoli y, por frías que estuvieran las aguas, nos bañábamos casi cada día. En resumen, nunca carecimos de buena comida y bebida ni del placer de estar limpios. Incluso puedo decir, ahora que ya no tengo que escalarlas, que aquellas montañas son sorprendentemente bonitas.

Durante la mayor parte de nuestro viaje fuimos acogidos de forma muy hospitalaria en las aldeas con las que nos encontramos. Dormimos bajo techo, y las mujeres lugareñas nos cocinaban manjares que nosotros desconocíamos. En cada aldea, Ualiztli buscaba inmediatamente al tícitl y le rogaba que le proporcionase diversos medicamentos e instrumentos de sus almacenes. Aunque Ualiztli murmuraba que la mayoría de los tíciltin de aquellas regiones apartadas tenían unas ideas patéticamente anticuadas del arte de la medicina, pronto se vio de nuevo transportando un saco bien abastecido.

La persona a la que yo buscaba para entablar amistad en cada comunidad era su cacique, jefe, señor o como quiera que se hiciera llamar. Durante la mayor parte de nuestro viaje estuvimos atravesando las tierras de varios pueblos: coras, tepehuanos, sobaípuris, rarámuris, que se mostraron amistosos hacia nosotros, pues aquellas naciones y tribus habían tenido durante mucho tiempo tratos con comerciantes aztecas que iban de viaje y, antes de la caída de Tenochtitlan, también con comerciantes mexicas. Hablaban diferentes lenguas, y algunas de las palabras y expresiones que utilizaban yo las había aprendido, como ya he dicho antes, de los exploradores que ellos habían enviado para echar un vistazo a los hombres blancos, aquellos exploradores que residían conmigo en el Mesón de San José, en la Ciudad de México. Pero G’nda Ke, a causa de sus muchos y extensos viajes, mostraba una fluidez que yo no tenía en todas aquellas lenguas. De modo que, a pesar de lo poco de fiar que era para cualquier tarea de responsabilidad, yo la utilizaba como intérprete.

El mensaje que yo hacía llegar a cada cacique era siempre el mismo: que estaba reuniendo un ejército para derrocar a los extranjeros blancos y que desearía que me prestaran cuantos hombres fuertes, valientes y agresivos pudieran. Resultaba evidente que G’nda Ke no traducía mal ni en tono despectivo mis palabras, porque casi todos los caciques respondieron con afán y generosidad a mi petición.

Aquellos que habían enviado exploradores al sur, a las tierras que se encontraban en poder de los españoles, ya habían oído informes muy realistas y de primera mano sobre la opresión brutal y los malos tratos de que eran objeto aquellos miembros de nuestro pueblo que habían conseguido sobrevivir a la conquista. Tenían noticias de la esclavitud que existía en los obrajes, de las matanzas, de los azotes, de las marcas hechas con hierro candente, de la humillación de hombres y mujeres en otro tiempo orgullosos, de la imposición de una religión nueva, incomprensible y cruel. Naturalmente, aquellos informes habían circulado entre todas las otras tribus, comunidades y naciones cercanas, y a pesar de ser informes de segunda mano habían encendido en cada hombre viril y capaz un ardoroso deseo de hacer algo para vengarse. Y ahora se les presentaba la oportunidad.

Los caciques apenas tuvieron que pedir voluntarios. En cuanto transmitían mis palabras a sus súbditos, me veía rodeado de hombres, algunos de ellos aún adolescentes, otros viejos y decrépitos, que lanzaban con entusiasmo gritos de guerra y agitaban al aire las armas de obsidiana o de hueso. Yo tenía donde elegir, y a los que escogí los envié hacia el sur después de darles indicaciones, tan precisas como me fue posible, para que consiguieran encontrar Chicomóztotl y reunirse allí con Nocheztli. Incluso a aquellos que me parecieron demasiado viejos o demasiado jóvenes les asigné un importante encargo:

—Id y difundid mi mensaje por todas las otras comunidades, marchad lo más lejos que podáis. Y a cada hombre que se ofrezca, dadle las mismas indicaciones que yo acabo de daros.

Debería remarcar que yo no estaba reuniendo hombres que sólo quisieran ser guerreros. Los que elegí estaban muy acostumbrados a la batalla, pues sus tribus luchaban a menudo con las tribus vecinas a causa de los límites territoriales, de los terrenos de caza y a veces incluso para secuestrar a las mujeres de otras tribus a fin de convertirlas en sus esposas. Sin embargo, ninguno de aquellos campesinos tenía la menor experiencia en la guerra masiva, nunca habían sido miembros de ningún ejército ni habían servido en contingentes organizados que actuasen en disciplinado concierto. Yo confiaba en que Nocheztli y los demás caballeros bajo mis órdenes les enseñasen todo lo que les hacía falta saber.

Supongo que era de esperar que, a medida que los cinco viajeros nos adentrábamos más y más en el noroeste, mi mensaje era recibido con más incredulidad que entusiasmo. Las comunidades de aquellos apartados parajes del Único Mundo eran más pequeñas y estaban más aisladas unas de otras. Y al parecer tenían poco deseo o necesidad de relacionarse, de comerciar o incluso de comunicarse. Los pocos contactos que se producían entre ellas se daban cuando dos o más tenían ocasión de pelearse entre ellas, igual que las comunidades que habíamos visitado previamente, lo que casi siempre ocurría por motivos que pueblos más civilizados hubieran considerado fruslerías.

Incluso las numerosas tribus del país de los rarámuris, cuyo nombre significa Pueblo Corredor, rara vez habían corrido lejos de sus aldeas nativas. La mayor parte de sus caciques habían oído sólo vagos rumores sobre los extranjeros procedentes de más allá del mar Oriental que habían invadido el Único Mundo. Algunos de aquellos caciques opinaban que, si aquello había ocurrido en realidad, era un desastre tan lejano que a ellos no les concernía. Otros se negaban llanamente a creer tales rumores. Por fin, nuestro pequeño grupo llegó a unas regiones donde los rarámuris que en ellas residían no habían oído nada de nada acerca de los hombres blancos, y muchos de ellos se echaron a reír de forma estrepitosa ante la idea de que pudieran existir hordas enteras de personas cuya piel fuera uniformemente blanca.

A pesar de aquellas actitudes generalizadas de indiferencia, escepticismo o completa incredulidad, continué recogiendo oleadas de nuevos reclutas para mi ejército. No sé si atribuir aquello a mis argumentos persuasivos y animosos, a que los hombres estaban cansados de pelear con sus vecinos y deseaban nuevos enemigos a los que vencer o simplemente a que querían viajar lejos de aquellas guaridas suyas tan conocidas y en las que encontraban tan pocas emociones. El motivo no importaba; lo importante fue que cogieron sus armas y se dirigieron al sur, hacia Chicomóztotl.

Las tierras de los rarámuris eran las más septentrionales en las que se reconocían a los aztecas y a los mexicas, aunque fuera remotamente, y las últimas en las que nosotros, los viajeros, podíamos esperar que nos recibieran con hospitalidad o siquiera con tolerancia. Tras bordear una magnífica catarata y admirar su grandiosidad al mismo tiempo, G’nda Ke dijo:

—La cascada se llama Basa-séachic. Marca el límite del país de los rarámuris, y desde luego es el último confín del cual los mexicas, en la cúspide de su poder, reclamaron el dominio. Cuando vayamos siguiendo el borde del río que corre debajo de las cataratas, nos estaremos aventurando en las tierras de los yaquis, y allí tenemos que ir con mucha cautela y vigilando siempre. A G’nda Ke no le importa mucho lo que os haría a vosotros cualquier grupo errante de cazadores yaquis. Pero no quiere que la maten a ella antes de tener oportunidad de saludarlos en su propia lengua.

De modo que, de allí en adelante, caminamos casi con tanto sigilo como cuando Ualiztli y yo nos escapamos de Compostela deslizándonos entre la maleza. Pero toda aquella cautela resultó ser innecesaria. Durante tres o cuatro días no nos encontramos con nadie, y transcurrido ese tiempo nuestro rumbo nos había llevado hasta el pie de las montañas, cubiertas de espesos bosques, al interior de una región de colinas onduladas tapizadas de vegetación baja. En una de aquellas colinas vimos por primera vez a un grupo de yaquis, una partida de caza compuesta por seis hombres, y ellos nos vieron al mismo tiempo; G’nda Ke se dirigió a ellos mientras los saludaba con tales gritos que impidió que cargasen contra nosotros. Permanecieron donde estaban y la observaron con una mirada helada cuando se adelantó para presentarse.

G’nda Ke seguía hablándoles con seriedad en aquella fea lengua yaqui, todo gruñidos, chasquidos y murmullos, mientras los demás nos acercábamos despacio. Los cazadores no dijeron nada, y nos dirigieron a los hombres la misma mirada helada que a G’nda Ke. Pero tampoco hicieron ningún gesto amenazador, así que mientras G’nda Ke seguía gimoteando, aproveché la oportunidad para contemplarlos detenidamente.

Tenían buenas facciones de halcón y cuerpos dotados de fuertes músculos, pero estaban casi tan sucios como nuestros sacerdotes y llevaban el cabello igual de largo, grasiento y enmarañado. Iban desnudos hasta la cintura y, en un principio, creí que vestían faldas hechas con pellejos de animales. Luego me di cuenta de que las faldas eran de pelo que colgaba suelto alrededor de la cintura, pelo tan largo como el de ellos y mucho más de lo que le crece a cualquier animal. Eran cabelleras humanas, con el cuero cabelludo seco todavía sujeto y atadas alrededor de la cintura de los hombres con cuerdas a modo de cinturón. Varios de ellos les habían añadido a las faldas la caza que habían matado aquel día, siempre animales pequeños, y los llevaban con los rabos remetidos en aquellos cinturones de cuero cabelludo. Podría mencionar aquí que en aquellas tierras abunda toda clase de caza y que los yaquis la comen. Pero a los hombres lo que más les gusta es la carne del tlecuachi de vientre abolsado, porque tiene mucha manteca y creen que eso les da resistencia en la caza o en las incursiones guerreras.

Sus armas eran primitivas, pero no por ello menos letales. Tenían arcos y lanzas hechos de caña; las flechas eran de junco rígido y las lanzas parecidas a las que emplean algunos pueblos pescadores, con tres dientes puntiagudos en el extremo. Las flechas y las lanzas terminaban en puntas de sílex, señal cierta de que los yaquis nunca tenían tratos con ninguna de las naciones del sur, de donde procede la obsidiana. No tenían espadas como nuestras maquáhuime, pero dos o tres de ellos llevaban, colgadas de unas correas alrededor de las muñecas, porras de madera quauxeloloni, que es tan dura y tan pesada como el hierro español.

Uno de los seis hombres respondió con un breve gruñido a G’nda Ke; luego hizo un gesto con la cabeza hacia atrás, en la misma dirección por la que habían venido, y dieron media vuelta y se marcharon en esa dirección. Nosotros cinco los seguimos, aunque me pregunté si G’nda Ke no habría incitado a sus paisanos simplemente a que nos llevasen hasta un grupo mayor de cazadores, para así, al superarnos fácilmente en fuerza, arrancarnos la cabellera y asesinarnos.

Fuera así o no, si ésa había sido su intención no había logrado convencerlos. Nos condujeron por entre las colinas sin volver ni siquiera una vez la cabeza para ver si íbamos con ellos, y así estuvimos durante el resto del día hasta que, al anochecer, llegamos a su aldea. Estaba situada en la margen norte de un río llamado Yaqui, cosa que no es de sorprender, y la aldea se llamaba, sin demostrar la menor imaginación, Bakum, que significa meramente «lugar con agua». Para mí no era más que una aldea, y además bastante pequeña y excepcionalmente miserable, pero G’nda Ke insistía en llamarla ciudad.

—Bakum es una de las Uonaiki —nos explicó—, una de las Ocho Ciudades Sagradas, fundadas por los venerados profetas que engendraron la raza de los yaquis en la Batna’atoka, es decir, en la Época Antigua.

En cuestión de condiciones de vida y comodidades, Bakum parecía haber hecho pocos progresos desde aquella época Antigua, por mucho tiempo que hubiera pasado desde entonces. La gente moraba en cabañas con forma de bóveda hecha de cañas abiertas que formaban esteras al estar entrelazadas en forma de zigzag, y las esteras estaban colocadas sobrepuestas. Aquella aldea, y todas las demás aldeas yaquis que tuve ocasión de visitar, estaba cercada por una valla alta hecha de tallos de caña verticales y sujetos mediante parras entrelazadas. Nunca antes en todo el Único Mundo había visto yo una comunidad tan excluyente y poco sociable que se rodease a sí misma con una valla para separarse del mundo y de todas las cosas del exterior. Ninguna de las cabañas era de vapor y, a pesar del nombre de la aldea, «lugar con agua», se hacía desagradablemente evidente que los aldeanos cogían del río agua sólo para beber, nunca para bañarse.

Las abundantes cañas y juncos del río se empleaban para todos los fines concebibles; no sólo los empleaban para hacer armas y para fabricar esteras y el material de construcción de las vallas, sino también para casi todos los utensilios necesarios en la vida cotidiana. La gente dormía en jergones de juncos tejidos, las mujeres utilizaban para cocinar cuchillos hechos con cañas abiertas, los hombres llevaban tocados de cañas y juncos y hacían sonar silbatos de caña en sus danzas ceremoniales. Sólo vi otras pocas muestras de artesanía entre los yaquis: feos recipientes de arcilla marrón, máscaras de madera talladas y pintadas y mantas de algodón tejidas en los telares.

La tierra de los alrededores de Bakum era tan fértil como la de cualquier lugar, pero los yaquis, o mejor dicho las mujeres yaquis, sólo practicaban una agricultura incipiente de maíz, alubias, amaranto, calabacín y únicamente el algodón necesario para abastecerlos de mantas y para la ropa de las mujeres. Todas las demás verduras que necesitaban se las proporcionaba la vegetación silvestre: frutos de árboles y cactus, diversas raíces y semillas de hierbas, vainas del árbol mizquitl. Como los yaquis preferían comerse la grasa de los animales que cazaban en lugar de convertirla en aceite, usaban para cocinar un aceite que las mujeres exprimían laboriosamente de ciertas semillas. No sabían nada de fabricar octli o ninguna bebida semejante; no cultivaban picíetl para fumar; su única bebida embriagadora era el brote de cactus llamado peyotl. No plantaban ni recolectaban ninguna hierba medicinal, ni siquiera recolectaban miel de abejas silvestres como bálsamo. Pronto Ualiztli observó con desagrado:

—Los tíciltin yaquis, tal como son, confían en espantosas máscaras, cánticos, carracas de madera e imágenes dibujadas en bandejas de arena para cualquier tipo de indisposición. Excepto para las quejas de las mujeres, y la mayoría de ellas son sólo quejas, no auténticas enfermedades, los tíciltin tienen pocas curas efectivas. Estas personas, Tenamaxtzin, son verdaderos salvajes.

Me mostré de acuerdo por completo. El único aspecto de los yaquis que una persona civilizada podía encontrar digno de aprobación era la ferocidad de sus guerreros, que era, al fin y al cabo, exactamente lo que yo iba buscando.

Cuando, a su debido tiempo y con la traducción de G’nda Ke, se me permitió conversar con los yo’otuí de Bakum, sus cinco ancianos, pues en ninguna comunidad había un único jefe, descubrí que la palabra yaqui es en realidad un nombre colectivo para tres ramas diferentes de un mismo pueblo. Son los ópatas, los mayos y los kahítas, cada uno de los cuales habita una, dos o tres de las Ocho Ciudades Sagradas y el campo de los alrededores y permanece estrictamente segregado de los otros dos. Bakum era mayo. Descubrí también que yo estaba mal informado acerca de que los yaquis se detestan y se matan entre sí. Por lo menos no era así del todo. Ningún hombre de los ópatas mataría a otro de su mismo pueblo a menos que tuviera una buena razón para hacerlo. Pero ciertamente mataría a cualquiera de sus vecinos mayos o kahítas que le infligiera la menor ofensa.

Y aprendí que las tres ramas de los yaquis estaban estrechamente relacionadas con los toóono oóotam o Pueblo del Desierto, de quienes yo había oído hablar por primera vez a Esteban, aquel esclavo que había viajado tanto. Los to’ono o’otam vivían muy lejos, al norte de las tierras de los yaquis. Para hacer con ellos una buena matanza se requería una marcha muy larga y un ataque organizado. Así, aproximadamente una vez al año, todos los yaquis yoem’sontáom dejaban a un lado sus mutuas enemistades y se juntaban con camaradería para realizar esa marcha contra sus primos del Pueblo del Desierto. Y éstos acogían casi con regocijo las incursiones, pues les daban una buena excusa para masacrar a algunos de sus primos ópatas, mayos y kahítas.

Sobre una cosa, sin embargo, no se me había informado mal, y ésa era la abominable actitud de los yaquis hacia sus mujeres. Yo siempre me había referido a G’nda Ke simplemente como yaqui, y no fue hasta que llegamos a Bakum cuando me enteré de que pertenecía a la rama de los mayos. Yo hubiera creído que era su buena fortuna la que había hecho que la partida de caza que nos habíamos encontrado, y que la había llevado a su comunidad, fuera de esa rama. Pero no. Pronto comprendí que las mujeres yaquis no se consideran ni mayos, ni kahítas, ni ópatas ni ninguna otra cosa más que mujeres, la forma más baja de vida. Cuando entramos en Bakum, a G’nda Ke no la abrazaron como a una hermana largo tiempo perdida que regresaba por fin al seno de su pueblo. Todos los aldeanos, incluidos las mujeres y los niños, contemplaron su llegada con la misma frialdad glacial con que lo habían hecho los cazadores, y tan glacialmente como nos contemplaron a nosotros, hombres forasteros.

La misma primera noche, a G’nda Ke la pusieron a trabajar con las demás mujeres para preparar la comida de aquella noche: carne de tlecuachi grasosa, tartas de maíz, saltamontes asados, judías y unas raíces inidentificables. Luego las mujeres, incluida G’nda Ke, sirvieron la comida a los hombres y niños de la aldea. Cuando todos hubieron comido hasta saciarse, y antes de marearse a mascar peyotl, indicaron sin ceremonia alguna que Ualiztli, Machíhuiz, Acocotli y yo podíamos rebanar las sobras. Y hasta que nosotros cuatro no nos hubimos comido la mayor parte de lo que quedó, no se atrevieron las mujeres, incluida G’nda Ke, a acercarse y a picotear entre los huesos y las migajas.

Los hombres de cualquier raza yaqui, cuando no se estaban peleando con un primo o con otro, se pasaban el día cazando, excepto en la aldea de los kahítas llamada Be’ene, en la costa del mar Occidental, donde más tarde vi a hombres pescar lánguidamente con sus lanzas de tres dientes y escarbar con pereza en busca de crustáceos. Aquí y allá las mujeres hacían todo el trabajo y vivían sólo de las sobras, incluyendo las pocas sobras de… no puedo decir «afecto»… las pocas sobras de tolerancia con las cuales podían quizá llegar a casa sus hombres después de un duro día en el campo.

Si un hombre volvía a casa de buen humor, a lo mejor saludase a su mujer con un gruñido al pasar en lugar de darle un sopapo. Si había tenido buena caza o una pelea resuelta con éxito y llegaba a casa en un estado mental verdaderamente bueno, incluso podía condescender y tirar a su mujer al suelo, levantarle la falda de algodón, levantarse él la falda de cabelleras y ocuparla en un acto de ahuilnema menos que amoroso, sin importarle cuántos mirones pudieran estar presentes. Por eso, desde luego, era por lo que las poblaciones de las aldeas eran tan escasas; los acoplamientos se daban muy rara vez. Con mayor frecuencia los hombres llegaban a casa malhumorados, mascullando maldiciones, y apaleaban a sus mujeres tan cruentamente como les gustaría haber ensangrentado al ciervo, al oso o al enemigo que se les había escapado.

—Por Huitzli, ojalá pudiera yo tratar así a mi mujer —dijo Acocotli, porque, según nos confió, allá en Aztlán tenía una mujer de espíritu casi tan mezquino como G’nda Ke que lo increpaba y le daba la tabarra sin piedad—. ¡Por Huitzli que lo haré, de ahora en adelante, si alguna vez vuelvo a casa!

Nuestra G’nda Ke halló pocas oportunidades en Bakum de ejercer su espíritu mezquino. El que la hicieran trabajar como una esclava y la considerasen sin valor para otras cosas eran humillaciones que ella soportaba no con apatía como las demás mujeres, sino con una ira hosca y corrosiva, porque incluso las otras mujeres la miraban con aire de superioridad… porque ella no tenía hombre que le diera palizas. (Mis compañeros y yo nos negamos a complacerla en ese aspecto). Sé que a ella le hubiera gustado mucho exigir a su pueblo adulación temerosa y admiración, haciendo para ello alarde de sus viajes a tierras lejanas, de las ocurrencias malvadas y de los torbellinos que había ocasionado entre los hombres. Pero las mujeres despreciaban respetarla en lo más mínimo, y los hombres la miraban furibundos y la hacían callar siempre que trataba de hablarles. Quizá G’nda Ke hubiese pasado tanto tiempo lejos de su gente que se le había olvidado lo miserablemente insignificante que ella se encontraría en tan grosera e ignorante compañía, que la consideraban como algo inferior a un gusano. Los gusanos por lo menos pueden resultar molestos. Y ella ya no.

Nadie le pegaba, pero estaba sujeta a las órdenes de todos, incluso de las mujeres, porque éstas realizaban o asignaban los trabajos de la aldea. Quizá le tuvieran envidia a G’nda Ke por haber visto algo del mundo que quedaba fuera de la espantosa Bakum, o por haber dado órdenes a los hombres. O a lo mejor la despreciasen simplemente porque no era de aquella aldea. Sea cual fuere el motivo, se comportaban tan maliciosamente como sólo las mujeres que ejercen una autoridad insignificante y son estrechas de mente pueden hacerlo. Hacían trabajar a G’nda Ke sin descanso y se deleitaban en especial en darle los trabajos más sucios y duros. Y ver esto me alegraba el corazón.

La única herida que recibió fue pequeña. Mientras recogía leña para el fuego le picó una araña en el tobillo, y eso hizo que enfermara ligeramente. Yo habría creído imposible que una diminuta criatura venenosa pudiera hacer enfermar a otra que era mucho más grande y mucho más venenosa. De todos modos, como ninguna mujer podía rehuir su trabajo por sentirse indispuesta, excepto dar a luz o estar inexorablemente muriéndose, a G’nda Ke, que no dejó de rechinar los dientes y de protestar a causa de la mortificación, se la obligó a estirarse en el suelo para recibir las atenciones del tícitl de la aldea. Como había dicho Ualiztli, aquel viejo farsante no hizo otra cosa que ponerse una máscara destinada a ahuyentar a los malos espíritus, bramar un cántico tonto, dibujar unas imágenes sin sentido en el suelo con arena de varios colores y agitar una carraca de madera llena de alubias secas. Luego declaró que G’nda Ke estaba curada y lista de nuevo para el trabajo. Y a trabajar la pusieron.

La única pequeña distinción que se le concedió a G’nda Ke en Bakum fue darle permiso, siempre que no estuviese ocupada en alguna otra faena, para sentarse a hacer de intérprete entre los cinco viejos yo’otuí y yo. Allí, por lo menos, podía hablar, y como yo nunca aprendí más que unas cuantas palabras de aquel idioma, estoy casi seguro de que debió de intentar convertirse en heroína al denunciarme como quimichi, como agitador de motivos dudosos o como cualquier cosa que hubiera sido motivo para que los ancianos ordenasen que a nosotros los forasteros se nos expulsase o se nos ejecutase. Pero hay una cosa que sí sé: no existe una palabra para «heroína» en el idioma yaqui, ni existe el concepto de esa clase de mujer en la mente yaqui. Si realmente G’nda Ke intentó esa táctica, estoy seguro de que los yo’otuí oyeron sus aseveraciones nada más como monsergas femeninas de las que no había que hacer caso. Si ella de hecho insistió en que los aztecas fuéramos exterminados, y si los ancianos hicieron algún caso de ello, perversamente habrían hecho justo lo contrario. Así que quizá fuera gracias a otro de los intentos de perfidia de G’nda Ke que los yo’otuí no sólo dejaron que me quedase y pronunciase mi mensaje, sino que además me escucharon con mucha atención.

Debería explicar cómo gobernaban aquellos yo’otuí, si es que gobernar es la palabra, porque no había ningún sistema como el yaqui en el Único Mundo. Cada uno de los ancianos era responsable de una ya’ura, que significa «función», de las cinco ya’úram de su aldea: religión, guerra, trabajo, costumbres y danza. Necesariamente algunos de sus deberes se superponían, mientras que otros apenas se requerían alguna vez para algo. El anciano encargado del trabajo, por ejemplo, tenía poco que hacer salvo castigar a alguna hembra que se fingiera enferma, y una mujer así sencillamente no existía en la sociedad yaqui. El anciano a cargo de la guerra sólo tenía que dar su bendición siempre que los yoem’sontáom de su aldea decidían hacer una incursión en alguna otra aldea, o cuando los yoem’sontáom de las tres ramas yaquis se unían para llevar a cabo sus incursiones casi rituales contra el Pueblo del Desierto.

Los otros tres ancianos más o menos gobernaban conjuntamente: el Custodio de la Religión, el Custodio de las Costumbres y el Director de Danzas. La religión yaqui bien podía considerarse una ausencia absoluta de religión, porque sólo rendían culto a sus antepasados; y, desde luego, cuando cualquiera de ellos muere se convierte, en ese mismo momento, en antepasado. Como el aniversario de la muerte de cualquier antepasado es motivo para llevar a cabo ceremonias en su honor, apenas si pasa una noche en las tierras yaquis sin una ceremonia más o menos grande, dependiendo de la importancia que esa persona hubiera tenido en vida. Los únicos «dioses» reconocidos por los yaquis son sus antepasados más antiguos, de los que no se puede decir que sean dioses auténticos, sino más bien parecidos a la Dualidad Señor y Señora que nosotros los aztecas siempre hemos creído que eran los progenitores de nuestra raza. Nosotros no veneramos activamente a los nuestros, pero los yaquis llaman a los suyos El Viejo y Nuestra Madre y si que los veneran del modo más profundo.

Además, los yaquis creen que los muertos que han hecho méritos en vida van a otra vida después de la muerte donde son eternamente felices, como nuestro Tonatiucan o Tlálocan, o el cielo de los cristianos. Ellos llaman a esa vida La Tierra de Debajo del Amanecer, e insisten tontamente en que no está demasiado lejos, sino bastante cerca, justo al este de la cima mellada de una montaña llamada Takala’im, que se asienta precisamente en el centro de las tierras de los yaquis. A dónde puedan ir los muertos que no han hecho méritos, los yaquis no lo saben y no parece importarles, porque no son capaces de concebir un lugar parecido a nuestro Mictlan o al infierno de los cristianos.

Sí que creen, sin embargo, que ellos, los vivos, deben estar constantemente en guardia contra toda una hueste de pequeños dioses malignos e invisibles, unos espíritus llamados chapayekam. Esos son unos seres pestilentes, responsables de las enfermedades, los accidentes, las sequías, las inundaciones, las derrotas en los combates y de todas las demás desdichas que acosan a la raza yaqui. Así, mientras el Custodio de la Religión se ocupa de que su pueblo honre como es debido a sus antepasados, a todo el linaje hasta El Viejo y Nuestra Madre, el Custodio de las Costumbres se encarga de espantar a los chapayekam. Es él quien talla y colorea las máscaras destinadas a ahuyentarlos, y está continuamente tratando de idear rostros aún más espantosos.

En consecuencia, el Director de Danzas es el que se encuentra más atareado de los cinco yo’otuí, porque las danzas comunales se consideran esenciales para los asuntos de los otros cuatro. El trabajo de la aldea no se hará como es debido, las batallas no se ganarán, no se honrará suficientemente a los antepasados y no se alejará de forma adecuada a los espíritus malignos a menos que las danzas se realicen… y se realicen exactamente como es debido. El Director en sí es demasiado viejo para danzar, y encontré bastante cómico que todos los demás hombres, que dedicaban sus días a propósitos rudos y sangrientos, pasasen sus noches bailando solemne, formal e incluso delicadamente alrededor de las hogueras de celebración. (No es necesario comentar que las mujeres nunca participaban en estas danzas).

El Director dispensaba a los bailarines el suficiente peyotl a fin de darles energía para que no se cansasen, aunque no el suficiente como para emborracharlos o ponerlos frenéticos de modo que fallasen los pasos precisos y las figuras que se habían establecido a través de las eras desde los Tiempos Antiguos. El Director revoloteaba por allí cerca para mantener su mirada de halcón sobre los bailarines y para arrancar de entre ellos a cualquier hombre que equivocase el paso o tuviera la indecencia de introducir uno nuevo. Bailaban al son de lo que ellos llamaban música, algo que hacían los hombres que eran demasiado viejos o estaban lisiados y no podían bailar. Pero como carecían de la variedad de instrumentos inventados por gente más civilizada, lo que hacían era, al menos para mis oídos, puro ruido. Soplaban en silbatos de caña, en calabazas llenas de agua, rascaban tallos de caña con muescas, agitaban carracas de madera y aporreaban tambores de doble cabeza. (Aunque no había escasez de pellejos de animal, aquellas cabezas de tambor estaban hechas de piel humana). Y los propios bailarines contribuían al ruido, pues llevaban en los tobillos pulseras hechas de capullos cuyos insectos, muertos en el interior, traqueteaban a cada paso.

Para las danzas en honor de El Viejo y Nuestra Madre, o de antepasados más recientemente desaparecidos, los hombres se ponían tocados parecidos a abanicos, pero que estaban formados bien con tiras rígidas de cañas, bien con juncos revoloteantes en lugar de plumas. Para las danzas destinadas a alejar a los malvados chapayekam, cada hombre se ponía una de esas espantosas máscaras talladas y emborronadas con colores y de las que no había ni siquiera dos iguales. En las danzas que se hacían para celebrar una victoria en la batalla, o para anticipar una, los hombres se ponían pieles de coyotin con las cabezas dentudas de los animales muertos encima de sus propias cabezas.

Luego había una danza que llevaba a cabo un hombre solo, que era el mejor bailarín de la aldea. Aquélla era una actuación hecha para atraer la caza en temporadas en las que una sequía o una enfermedad habían disminuido la población local de animales salvajes. Verdaderamente era una danza grácil y excitante, y tanto más agradable cuanto que se hacía sin acompañamiento de «música». El hombre llevaba en lo alto de la cabeza, sujeta con correas, la cabeza de un ciervo macho, la más hermosa que se pudiera conseguir, con una cornamenta impresionante, y por lo demás iba desnudo del todo excepto los brazaletes y tobilleras de capullos, y sostenía en cada mano una carraca de madera complicadamente tallada. Estos objetos proporcionaban el único acompañamiento sonoro mientras el hombre unas veces botaba como un macho espantado y otras hacía cabriolas como un cervatillo alegre; arrastraba los pies, doblado y cauteloso, y daba sacudidas con la cabeza como un cazador al acecho. A veces podía darse que tuviera que realizar aquella danza muchas noches seguidas, hasta acabar agotado, antes de que llegase algún explorador e informase de que la caza realmente había regresado a sus hábitats acostumbrados.

El Director de Danzas me confió, a través de G’nda Ke, que la danza para atraer la caza era más eficaz en el logro de su propósito cuando el bailarín danzaba alrededor de una «cierva hembra» ofrecida en sacrificio. Y se refería a una hembra humana, fuertemente atada dentro de una piel de cierva. Después de haberse celebrado la danza a su alrededor durante el tiempo que marcaba el ritual, se le daba muerte, tal como se haría con una cierva de verdad, se la descuartizaba y se la comían los hombres en medio de muchas manifestaciones de agrado, para que la caza salvaje apreciara lo agradecidos que estaban. Por desgracia, dijo el Director, los mayos varones no habían secuestrado a ninguna mujer en sus incursiones por las aldeas extranjeras, así que esa parte de la ceremonia no podían mostrármela para que yo la admirase. Desde luego en la aldea había mujeres más que de sobra de las que se podía prescindir, concedió, pero su carne era demasiado dura, rancia y fibrosa para comérsela y relamerse luego. G’nda Ke logró incluso poner cara de ofendida y malhumorada cuando vio que la desairaron también en aquel aspecto.

A mí no me importaba que los hombres yaquis se pasasen media vida bailando por motivos que yo consideraba absurdos. Lo que importaba era que la otra mitad de la vida la dedicaban al salvajismo puro, y eso era precisamente lo que yo necesitaba de ellos. Cuando G’nda Ke tradujo mis palabras a los cinco yo’otuí, me sorprendieron de manera agradable al mostrarse más receptivos a mi mensaje de lo que se habían mostrado la mayoría de los jefes rarámuris.

—Hombres blancos… —murmuró uno de los ancianos—. Sí, hemos oído hablar de hombres blancos. Nuestros primos, los to’ono o’otam, afirmaron haber visto a algunos de ellos vagando por su territorio. Incluso mencionaron a un hombre negro.

—¿A dónde está llegando el mundo? —gruñó otro—. Los hombres deberían ser todos del mismo color. De nuestro color.

—¿Cómo podemos saber si el degenerado Pueblo del Desierto decía la verdad? —advirtió otro—. Si hubieran sido yaquis, vamos, les habrían arrancado las cabelleras para probar la existencia de tales seres.

—Nunca hemos visto cabelleras de los malvados chapayekam —le recordó otro—, pero sabemos que existen. Y ellos no tienen ningún color.

Y el quinto anciano, aquel que estaba a cargo de la guerra, añadió:

—Yo creo que, para variar, a nuestros yoem’sontaom les haría bien luchar contra alguien que no sean sus propios parientes. Voto para que se los prestemos a este forastero.

—Estoy de acuerdo —convino el anciano que estaba a cargo del trabajo de la aldea—. Y de todos modos, si este forastero dice la verdad sobre la rapacidad de los hombres blancos, puede que algún día no tengamos parientes con los que pelear.

—De acuerdo —intervino el Director de Danzas—. Conservemos aquí sólo al Bailarín Ciervo y a algunos bailarines más para satisfacer a El Viejo y a Nuestra Madre.

—Y para repeler a los chapayekam —dijo el Custodio de las Costumbres.

—Y seguro que los demás hombres de nuestro color —afirmó el anciano que gobernaba la religión— desearán tomar parte también en la aniquilación de aquellos que son de otro color distinto. Voto para que invitemos a participar a nuestros primos los ópatas y los kahítas.

El anciano de la guerra habló de nuevo:

—¿Y por qué no también a nuestros primos los to’ono o’otam? Ésta sería la alianza de parientes más grande de la historia. Sí, eso es lo que haremos.

Y así quedó acordado. Bakum enviaría a un guerrero «que portase el bastón de tregua» a difundir mi mensaje al resto de las Ocho Ciudades Sagradas, y un segundo mensajero al lejano Pueblo del Desierto. Prometí dos cosas a cambio de tan generosa cooperación: asignaría a uno de mis guerreros para que guiase a los yaquis hacia el sur, hasta nuestro lugar de reunión en Chicomóztotl, y a otro para que esperase allí, en Bakum, a fin de guiar a los guerreros del Pueblo del Desierto cuando llegasen. Además, cuando todos aquellos yoem’sontáom llegasen a Chicomóztotl, yo los equiparía con armas de obsidiana muy superiores a las suyas, hechas de sílex. Los ancianos aceptaron el ofrecimiento que les hice de proporcionarles guías, pero rechazaron con gran indignación que les ofreciera armas. Lo que había sido bastante bueno para El Viejo y para sus demás antepasados desde los tiempos de aquél, tenía que ser lo bastante bueno para la guerra moderna, dijeron, y yo, prudentemente, no quise discutir el asunto.

Cuando llegamos al acuerdo me alegré de ello, pues de allí en adelante me vi privado del único medio que tenía para comunicarme con los yaquis. G’nda Ke afirmó sentirse cada vez más enferma, hasta el punto de verse incapaz de hacer ni siquiera el esfuerzo de interpretar. Sí que parecía enferma, la tez se le había desvaído hasta casi adquirir la palidez de una mujer blanca, de manera que las pecas eran su rasgo más visible. Cuando incluso el anciano a cargo del trabajo y las mujeres que tan duramente la habían hecho trabajar le asignaron una cabaña abovedada para ella sola en la que pudiera tumbarse y descansar, dio la impresión de que hubieran decidido, puesto que G’nda Ke no estaba a punto de dar a luz, que tenía que estar a punto de morir. Pero yo, que conocía a G’nda Ke, aparté esa idea. Estaba seguro de que su postración no era más que otro de sus ardides, sin duda su manera de expresar la vejación que sentía por el hecho de que yo hubiese sido aceptado con más cordialidad por su propia gente de lo que lo había sido ella.