II
Para gobernar Aztlán durante su ausencia, Mixtzin nombró corregentes a su hija Améyatl y a Kauri, consorte de ésta, junto con mi bisabuelo Canaútli (que ya debía de tener casi dos haces de años por entonces, pero era evidente que iba a vivir eternamente), que debía ejercer de sabio consejero. Luego, sin nada más que hacer y sin ceremonias de partida, Mixtzin, Cuicani y yo salimos de la ciudad en dirección al sudeste.
Era la primera vez que me alejaba considerablemente del lugar donde había nacido. Así que, aunque era realmente consciente de la seria intención de nuestra aventura, para mí el horizonte era una sonrisa amplia y acogedora. Me llamaba toda clase de experiencias y cosas nuevas que ver. Por ejemplo, en Aztlán el alba siempre llegaba tarde y con luminosidad plena, porque primero tenía que saltar por encima de las montañas que había tierra adentro. Ahora, una vez que hubimos cruzado esas montañas y nos encontramos ya en un terreno más llano, realmente vi romper el alba, o más bien lo vi desplegarse como una cinta de color tras otra: violeta, azul, rosa, perla, dorado. Luego los pájaros empezaron a dejarse oír para saludar el nuevo día; cantaban una música toda ella de notas verdes. Era otoño, así que no se esperaban lluvias, pero el hielo era del color del viento y por él se mecían las nubes, llevadas por el aire, que eran siempre las mismas pero nunca eran las mismas. Los árboles que soplaban y danzaban eran música visible, y las flores que inclinaban la cabeza y asentían las plegarias que ellas mismas decían. Cuando el crepúsculo oscureció la tierra las flores se cerraron, pero las estrellas se abrieron en el cielo. Siempre me he alegrado de que esas flores de las estrellas estén fuera del alcance de los hombres, pues de otro modo las habrían robado hace mucho tiempo. Por fin, al caer la noche, se alzaron las suaves brumas de color paloma, que yo creo son agradecidos suspiros de la tierra que se va a acostar cansada.
El viaje era largo, más de doscientas carreras largas, porque no podía hacerse en línea recta. También era a menudo arduo y con frecuencia cansado, pero nunca resultó realmente peligroso, porque Mixtzin ya había recorrido antes aquella ruta. Lo había hecho unos quince años atrás, pero todavía recordaba el camino más corto para atravesar abrasadoras zonas de desierto, la manera más fácil de rodear las bases de las montañas en lugar de tener que trepar por ellas y los lugares menos profundos por donde podíamos vadear los ríos sin tener que esperar, confiando en que pasara alguien en un acali. Sin embargo, a menudo tuvimos que desviarnos para alejarnos de los senderos que él recordaba a fin de dar un prudente rodeo en aquellas partes de Michoacán donde, según nos dijeron los lugareños, todavía se libraban batallas entre los implacables caxtiltecas y los orgullosos y testarudos purepechas.
Cuando en algún lugar de las tierras de los tepanecas por fin empezamos a encontrarnos de vez en cuando con algún hombre blanco, con aquellos animales llamados caballos, con los otros animales llamados vacas y con los otros animales llamados perros, hicimos cuanto pudimos por asumir un aire de indiferencia, como si lleváramos toda la vida acostumbrados a verlos. Los hombres blancos parecían igualmente indiferentes a nuestro paso, como si nosotros también fuéramos animales corrientes y molientes.
Durante todo el camino, el tío Mixtzin no dejó de señalarnos a mi madre y a mi los lugares de interés que recordaba de su anterior viaje: montañas de forma curiosa; estanques de agua demasiado amarga para ser potable, pero tan caliente que echaba vapor al sol; árboles y cactus de especies que no crecían donde nosotros vivíamos, algunos de los cuales tenían frutos deliciosos. También hizo algún comentario (aunque nosotros ya habíamos oído todo eso antes, y más de una vez) acerca de las dificultades de aquella excursión anterior a Tenochtitlan.
—Como sabéis, mis hombres y yo llevábamos rodando el gigantesco disco de piedra tallada que representa a Coyolxauqui, la diosa de la luna; lo llevábamos para ofrecérselo como regalo al Portavoz Venerado Moctezuma. Un disco es redondo, cierto, y se podría suponer que rodaría fácilmente por el camino. Pero un disco también es plano por ambas caras. Así que un bache inesperado en el suelo o una súbita desigualdad hacia que se ladease. Y aunque mis hombres eran fornidos y estaban atentos a lo que hacían, no siempre conseguían evitar que la piedra cayera por completo de lado; incluso a veces, y me duele decirlo, la querida diosa caía plana de cara. ¿Y lo que pesaba? Levantar aquella cosa y ponerla de pie de nuevo requería que cada vez, lo juro por Mictlan, tuviésemos que suplicar la ayuda de cualquier hombre que se encontrase en los alrededores… —Y Mixtzin seguía evocando, como había hecho más de una vez anteriormente—: Incluso estuve a punto de no conocer al Uey-Tlatoani Moctezuma, porque me prendieron los guardias del palacio y por muy poco me meten en prisión por saquear la ciudad. Como podéis imaginar, todos íbamos sucios y fatigados cuando llegamos, y nuestra ropa estaba rota y maltrecha, de manera que sin duda parecíamos salvajes que hubieran llegado allí a la deriva desde algún lugar remoto. Además, Tenochtitlan era la primera y única ciudad de todas las que habíamos atravesado que tenía calles y unas calzadas estupendas pavimentadas con piedras. No se nos ocurrió que al hacer rodar nuestra maciza Piedra de la Luna por aquellas calles aplastaría y rompería el elegante pavimento. Y entonces los guardias, muy enojados, se echaron sobre nosotros…
Y Mixtzin se echó a reír al recordarlo.
A medida que nos acercábamos a Tenochtitlan nos enterábamos, por medio de la gente por cuyas comunidades pasábamos, de unas cuantas cosas que nos prepararon para que al llegar a nuestro destino no pareciésemos unos absolutos patanes de campo. En primer lugar nos enteramos de que a los hombres blancos no les gustaba que los llamasen caxtiltecas. Nos habíamos equivocado al suponer que los dos nombres, castellanos y españoles, eran intercambiables. Desde luego, más tarde llegué a comprender que todos los castellanos eran españoles, pero que no todos los españoles eran castellanos; que estos últimos procedían de una provincia en particular de Vieja España llamada Castilla. De cualquier manera, de allí en adelante los tres tuvimos buen cuidado de referirnos a los hombres blancos como españoles y a su lengua como el español. También nos aconsejaron que tuviéramos cuidado en cuanto a llamar la atención de los españoles hacia nosotros.
—No paseéis por la ciudad boquiabiertos —nos recomendó un individuo del campo que había estado allí hacía poco—. Caminad siempre a paso vivo, como si tuvierais un objetivo preciso hacia el que os dirigís. Y al hacerlo es prudente también llevar siempre algo a cuestas. Me refiero a ladrillos para la construcción, bloques de madera o rollos de cuerda, como si fuerais de camino a alguna tarea que se os hubiera asignado. De otro modo, si andáis por ahí con las manos vacías, cualquier español que se encargue de supervisar algún proyecto de obra, con toda seguridad os dará un trabajo que hacer. Y será mejor que lo hagáis.
Así, advertidos de antemano, los tres continuamos camino. E incluso desde el primer momento en que la vimos, desde lejos, la Ciudad de México, que se alza desde el fondo de aquel valle en forma de tazón, nos resultó impresionante con aquel volumen enorme. Sin embargo nuestra entrada fue un poco decepcionante. Mientras caminábamos por una calzada de piedra larga, amplia y con barandilla, que nos llevó desde el pueblo de Tepeyaca, en tierra firme, hasta las islas de la ciudad, mi tío murmuró:
—Es extraño. Esta calzada pasaba por encima de una extensión de agua que se hallaba casi siempre como un hormiguero lleno de acaltin de todos los tamaños. Pero ahora mirad cómo está.
Así lo hicimos, y no vimos otra cosa debajo de nosotros que una inmensa extensión de tierra mojada más bien maloliente y llena de fango, malas hierbas y ranas junto con unas cuantas garzas; muy parecido a los pantanos que rodeaban Aztlán antes de que fueran drenados.
Pero más allá de la calzada estaba la ciudad. Y yo, aunque estaba advertido de antemano, sentí de inmediato, lo que me sucedió en varias ocasiones a lo largo de aquel día, la tentación de hacer precisamente lo que nos habían dicho que no hiciéramos; porque la grandeza y magnificencia de la Ciudad de México eran tales que me quedé pasmado y sumido en una inmóvil actitud de admiración y de comérmelo todo con los ojos. Afortunadamente en estas ocasiones mi tío me daba un empujón para que avanzase, porque él, por su parte, no estaba muy impresionado por las hermosas vistas de aquel lugar, pues había tenido ocasión de ver la panorámica de la desaparecida Tenochtitlan. Y de nuevo nos hizo un comentario a mi madre y a mi.
—Ahora nos encontramos en el barrio de Ixacualco, sin duda el mejor distrito residencial de la ciudad, donde vivía aquel amigo mio llamado también Mixtli, el que me había convencido para que me trajese la Piedra de la Luna; lo visité en su casa mientras estuve aquí. Su casa y las que la rodeaban eran entonces mucho más variadas y hermosas. Estas nuevas se parecen unas a otras. Amigo —le preguntó a un transeúnte que llevaba una carga de leña sujeta con una correa alrededor de la frente al tiempo que lo tomaba de la mano—, amigo, ¿este barrio de la ciudad todavía se conoce con el nombre de Ixacualco?
—Ayya —masculló el hombre mientras le dirigía a Mixtzin una mirada recelosa—. ¿Cómo es que no lo sabes? Este barrio ahora se llama San Sebastián Ixacualco.
—¿Y qué significa «San Sebastián»? —quiso saber mi tío.
El hombre puso en el suelo la carga de leña.
—Santo es una clase de dios menor de los cristianos españoles. Sebastián es el nombre de uno de esos santos, pero de qué es dios, eso nunca me lo han dicho.
Así que seguimos adelante y el tío Mixtzin continuó con su narración:
—Fijaos. Aquí había un canal ancho, siempre concurrido y lleno de tráfico de inmensos acaltin de carga. No tengo idea de por qué lo habrán rellenado y pavimentado hasta convertirlo en una calle. Y allí… ayyo, ahí, delante de vosotros, hermana, sobrino —hizo un gesto impresionante y amplio con ambos brazos—, ahí, cercado por la ondulante Muralla Serpiente pintada de muchos y vivos colores, eso era un extenso espacio abierto, una plaza de mármol reluciente que era el centro del Corazón del Único Mundo. Y en ella, allá a lo lejos, estaba el suntuoso palacio de Moctezuma. Y allí estaba la pista para los juegos de pelota tlachtli ceremoniales. Y allí la Piedra de Tizoc, donde los guerreros se batían en duelo a muerte. Y allá… —Se interrumpió para coger por el brazo a un transeúnte que llevaba un cesto de mortero de cal—. Dime, amigo, ¿qué es ese edificio gigantesco y tan feo que todavía se encuentra en construcción allí?
—¿Eso? ¿No lo sabes? Pues ése será el templo central de los sacerdotes cristianos. Quiero decir la catedral. La iglesia catedral de San Francisco.
—Otro de sus santos, ¿eh? —dijo Mixtzin—. ¿Y de qué aspecto del mundo es responsable ese dios menor?
El hombre respondió con desasosiego:
—Por lo que yo sé, forastero, da la casualidad de que sólo es el dios favorito y personal del obispo Zumárraga, el jefe de todos los sacerdotes cristianos.
Y luego el hombre se alejó muy ligero.
—Yya ayya —se lamentó el tío Mixtzin—. Ninotlancuicui en Teo Francisco. Me importa un bledo el pequeño dios Francisco. Si ése es su templo, resulta pobre sustituto de su predecesor. Porque allí, hermana, sobrino, allí se alzaba el más sobrecogedor edificio que se erigió nunca en el Único Mundo. Era la Gran Pirámide, una construcción maciza pero grácil, y tan elevada hacia el cielo que había que escalar ciento cincuenta y seis peldaños de mármol para alcanzar la cima; y allí uno se sobrecogía de nuevo al contemplar los templos de brillantes colores y los tejados peinados de los dioses Tláloc y Huitzilopochtli. ¡Ayyo, pero esta ciudad tenía dioses dignos de celebrarse en aquellos días! Y…
Se interrumpió bruscamente cuando a los tres nos empujaron de pronto hacia adelante. Hubiéramos podido estar de pie en una playa de espaldas al mar, sin contar las olas, y así haber recibido la avalancha inesperada de la siempre grande séptima ola. Lo que nos empujó por detrás fue una multitud de gente a la que los soldados estaban conduciendo en manada al interior de la plaza abierta que nosotros habíamos estado contemplando. Nos encontrábamos en la parte delantera de la multitud y logramos permanecer los tres juntos. Así, cuando la plaza estuvo llena a rebosar, hubo cesado el trasiego y todo estuvo tranquilo, nos dimos cuenta de que teníamos una vista sin obstáculos de la plataforma a la cual estaban subiendo los sacerdotes y del poste de metal hasta el cual se condujo y se ató al acusado. Teníamos una vista bastante mejor de lo que, mirando hacia el pasado en retrospectiva, hubiera deseado tener. Porque todavía puedo verlo arder.
Como he dicho, el anciano Juan Damasceno sólo habló brevemente antes de que se aplicara la antorcha a la leña que había amontonada alrededor de él. Y luego no profirió queja ni gemido alguno, ni siquiera suspiró a medida que el fuego le consumía el cuerpo. Y ninguno de los que presenciamos aquello emitimos sonido alguno tampoco, excepto mi madre, que exhaló un único sollozo. Pero no obstante había sonidos. Todavía puedo oírlo arder.
Entre aquellos sonidos estaban el crepitar de la madera al cumplir su función de combustible, los ávidos lengüetazos y lametazos de las llamas, los sonidos cercanos producidos por la piel del hombre al abultarse hasta formar ampollas que reventaban al instante, el chisporroteo y el siseo de la carne, el silbido de la sangre al evaporarse, los chasquidos y crujidos que se producían al contraérsele tensamente los músculos por el calor hasta romperle los huesos de su interior y, hacia el final, el indescriptible y horrendo sonido del cráneo al estallar en fragmentos a causa de la presión del cerebro que hervía dentro de él.
Todos pudimos también olerlo mientras ardía. El aroma de la carne humana al cocerse es, al principio, tan deliciosamente apetitoso como el de cualquier otra clase de carne que se esté asando como es debido. Pero luego aquella carne asada en particular empezó a quemarse y se percibió el olor a chamuscado y a humo, el olor rancio de la grasa de debajo de la piel al burbujear y derretirse, el duradero olor a quemado de su única prenda al desintegrarse, el tufo más breve, aunque más agudo, que se produjo cuando el pelo de la cabeza desapareció en una llamarada, el hedor de los órganos, las membranas y las vísceras al asarse, el empalagoso, dulce y nauseabundo olor de la sangre al convertirse en vapor, y al cabo de un rato el olor caliente y metálico que se levantó cuando la cadena que lo sujetaba parecía intentar arder ella también, y el polvoriento olor de los huesos al convertirse en cenizas, y la peste repulsiva cuando el intestino de aquel hombre y sus contenidos fecales fueron incinerados.
Puesto que el hombre que estaba atado al poste también podía ver, oír y oler todas aquellas cosas variadas que le sucedían a él mismo, empecé a preguntarme qué le estaría pasando por la cabeza durante aquel tiempo. No emitió ni un sonido, pero seguramente tenía que estar pensando en algo. ¿En qué? ¿Lamentaría las cosas que había hecho o dejado de hacer y que le habían conducido a aquel espantoso final? ¿Se recrearía y saborearía los pequeños placeres, incluso las aventuras que hubiera disfrutado en algún momento de su vida? ¿Pensaría en los seres queridos que dejaba atrás? No, con la edad que tenía lo más probable era que hubiese sobrevivido a todos ellos, excepto quizá a sus hijos y a sus nietos, si es que los había tenido, pero por fuerza tenía que haber habido mujeres en su vida; aunque viejo, todavía era un hombre de buen aspecto cuando subió al poste. Además había llegado a aquel indecible destino sin miedo y sin rebajarse; en sus buenos tiempos seguro que había sido un hombre importante. ¿Quizá estuviera ahora, a pesar del dolor atroz que padecía, riéndose por dentro de la ironía de haber sido en otro tiempo alto y poderoso y de haber caído tan bajo al final?
¿Y cuál de sus sentidos, me preguntaba yo, sería el primero en extinguirse? ¿Le duraría la visión lo suficiente para poder ver cómo lo miraban sus ejecutores y cómo sus paisanos se apiñaban alrededor? ¿Se estaría preguntando en qué pensaban los vivos al verle morir? ¿Podía ver cómo sus propias piernas se encogían, retorciéndose, ennegreciéndose, mientras él colgaba suspendido de la cadena que se rizaba contra su vientre? ¿Y luego cómo los brazos hacían lo mismo, encogiéndose, tostándose y enroscándosele en el pecho como si sus miembros estuvieran tratando de proteger el torso para el que habían trabajado fielmente durante su vida? ¿O le habría quemado ya el calor los globos oculares cuando todo eso ocurrió, de manera que no le quedase más luz ni vista para verlo?
Luego, ciego, ¿seguiría por el oído y el olfato el progreso de su corrupción? Los sonidos de las burbujas que formaban las ampollas de la piel al aumentar, hacer erupción y estallar viscosamente… ¿podría oírlos? ¿Podría oler su propia carne humana mientras se convertía en aquella nauseabunda carroña que ni siquiera los buitres tzopilotin querrían comerse? ¿O simplemente sentiría todo eso? Si era así, ¿lo sentiría por separado, como pinchazos identificables, o como una agonía que lo engullía todo?
Pero aunque hubiera sido privado de la vista, del oído, del olfato —y espero que de las sensaciones—, todavía durante un rato le quedó el cerebro. ¿Seguiría pensando hasta el último instante? ¿Temería la noche interminable y la nada del infierno Mictlan? ¿O soñaría con una vida nueva y eterna en la tierra feliz, exuberante y brillante de Tonatiuh, el dios del sol? ¿O simplemente el cerebro trataría de aferrarse desesperadamente, aunque sólo fuese por un poco más de tiempo, a los recuerdos de este mundo y de la vida que fueran los más queridos para él? ¿Recuerdos de juventud, de cielo y luz de sol, de amorosas caricias, de hazañas y proezas, de lugares que visitara en otro tiempo y que nunca volvería a visitar? ¿Habría logrado conservar esos pensamientos y recuerdos para su último y patético solaz hasta el instante en que su propia cabeza se resquebrajó y todo acabó?
Si aquel espectáculo realmente tenía la intención de dar alguna clase de lección edificante para nosotros, a quienes se nos había ordenado mirar, me parece que habíamos tenido más que suficiente desde hacía ya mucho rato. Para empezar, vimos que aquel hombre, Juan Damasceno, moría sin ningún propósito útil: ni su corazón, ni siquiera su sangre fueron a nutrir a ningún dios, a ninguno de nuestros dioses ni tampoco a los de los cristianos. Pero los soldados no nos dejaron marchar antes de que lo hicieran los sacerdotes que presidían el acto, y éstos permanecieron en aquella plataforma hasta que de su víctima no quedó nada que no fuera hedor y humo. Estuvieron observando aquel proceso con esa expresión seria de quien cumple con un deber desagradable, esa expresión que cualquier sacerdote de cualquier religión sabe asumir tan virtuosamente. Pero sus ojos contradecían la expresión que tenían en el rostro. Los ojos de los sacerdotes brillaban llenos de ávido regocijo y de aprobación ante lo que estaban contemplando. Todos los sacerdotes menos uno, debo expresarlo así: aquel más joven que había hecho la traducción al náhuatl.
El rostro de este hombre no estaba serio sino triste, sus ojos no se regodeaban sino que sufrían. Y cuando finalmente los demás sacerdotes bajaron de la plataforma y se marcharon, y los soldados nos ordenaron a nosotros que nos dispersásemos, aquel joven sacerdote se quedó allí un poco más. Se detuvo delante de la cadena que colgaba y se balanceaba de un lado a otro, con los eslabones al rojo vivo, y miró lleno de pena hacia abajo, hacia los insignificantes restos de lo que aquella cadena había sujetado.
Los demás, incluidos mi madre y mi tío, se apresuraron a marcharse de la plaza. Pero yo también me quedé, junto con el sacerdote; me puse a su lado y me dirigí a él en el idioma que ambos hablábamos.
—Tlamacazqui —le dije con el debido respeto.
Él levantó una mano en señal de protesta.
—¿Sacerdote? No soy sacerdote —me explicó—. Pero puedo llamar a uno si me dices por qué deseas hablar con un sacerdote.
—Yo quiero hablar contigo —le indiqué—. No hablo el español de los demás sacerdotes.
—Y yo te repito que no soy sacerdote. Y a veces me alegro de ello. Yo sólo soy Alonso de Molina, notario de mi señor el obispo de Zumárraga. Y como me tomé la molestia de aprender vuestro idioma, hago también de intérprete de su excelencia entre tu pueblo y el nuestro.
Yo no tenía ni idea de lo que pudiera ser un notario, pero aquel hombre parecía amistoso y había demostrado cierta compasión humana durante la ejecución, cosa que los demás oficiantes no habían hecho.
De modo que ahora me dirigí a él con el tratamiento honorífico que significa más que «amigo»; de hecho, «hermano», o incluso «hermano gemelo».
—Cuatl Alonso —le dije—. Me llamo Tenamaxtli. Unos parientes míos y yo acabamos de llegar de muy lejos para admirar por primera vez vuestra Ciudad de México. No esperábamos que a los visitantes se les proporcionase un… espectáculo público. Sólo quiero preguntarte esto: a pesar de tu excelente traducción no he podido, en mi ignorancia provinciana, comprender esos términos de aspecto legal que has pronunciado. ¿Tendrías la bondad de explicarme, en palabras sencillas, de qué se acusaba a ese hombre y por qué se le ha ejecutado?
El notario me estuvo contemplando durante unos instantes. Luego me preguntó:
—¿No eres cristiano?
—No, cuatl Alonso. He oído hablar de Crixtanóyotl, pero no sé nada de esa religión.
—Bien. En palabras sencillas, como pides, te diré que a don Juan Damasceno se le encontró culpable de haber fingido abrazar nuestra fe cristiana, cuando en realidad había permanecido todo el tiempo sin creer en ella. Se negó a confesar esto, se negó a renunciar a su antigua religión, y por eso se le sentenció a muerte.
—Empiezo a comprender. Gracias, cuatl. Los hombres pueden elegir entre hacerse cristianos o que los ejecuten.
—Espera, espera. No es eso exactamente, Tenamaxtli. Pero una vez que alguien se hace cristiano, ha de seguir siéndolo.
—O vuestros tribunales de justicia ordenan que a esa persona se la queme viva.
—Tampoco es eso exactamente —repuso el notario frunciendo el entrecejo—. Los tribunales seglares pueden adjudicar diversos castigos para los distintos tipos de delito. Y si votan por la pena capital, hay varias maneras de llevarla a cabo: se le puede fusilar, se le puede matar con la espada, con el hacha de verdugo o…
—O del modo más cruel de todos —terminé yo por él—. En la hoguera.
—No. —El notario movió la cabeza de un lado a otro; ahora daba la impresión de estar un poco incómodo—. Sólo los tribunales eclesiásticos de la Inquisición pueden pronunciar esa sentencia. Desde luego, ése es el único medio de ejecución que la Iglesia puede especificar. Verás, la Iglesia tiene poder para castigar a brujos, brujas y herejes como este difunto Juan Damasceno, pero le está prohibido derramar sangre. Y está claro que si se quema a alguien no hay derramamiento de sangre. De ese modo está establecido en la ley canónica, dice cómo debe la Iglesia ejecutar a esas personas. Por las llamas… y sólo por las llamas.
—Comprendo —dije—. Si, hay que obedecer la ley.
—Me complace decir que esas ejecuciones se llevan a cabo con escasa frecuencia —me explicó el notario—. Han pasado tres años enteros desde que un marrano fue ejecutado en este mismo lugar por haberse mofado de la fe de un modo parecido.
—Perdóname, cuatl Alonso —le interrumpí—. Pero ¿qué es un marrano?
—Un judío. Es decir, una persona que habiendo sido anteriormente judía se convierte al cristianismo. Y Hernando Halevi de León parecía un converso sincero. Incluso comía cerdo. Así que se le otorgó una rentable concesión real de encomienda propia en Actopan, al norte de aquí. Y se le permitió casarse con la hermosa Isabel de Aguilar, la hija cristiana de una de las mejores familias españolas. Pero luego se descubrió que el marrano le prohibía a doña Isabel que asistiera a misa en los días del mes en que tenía la hemorragia femenina. Obviamente, De León era un falso converso que seguía observando en secreto las perniciosas reglas del judaísmo.
Para mí aquello no tenía ningún sentido, así que volví al asunto que más me importaba y le dije:
—Este hombre de hoy, cuatl… no parecías muy feliz de verlo arder.
—Ayya, no te confundas —se apresuró a responder—. Según las creencias, leyes y normas de nuestra Iglesia, este Damasceno con toda certeza merecía ese destino. Yo no discutiría eso en absoluto. Es sólo que… bueno, con los años le había tomado cariño al viejo. —Echó una última mirada a las cenizas—. Y ahora, cuatl Tenamaxtli, debes excusarme. Tengo obligaciones. Sin embargo, me sentiré muy complacido de volver a conversar contigo en otra ocasión, siempre que estés en la ciudad.
Yo había seguido con los ojos aquella mirada suya a las cenizas, y me había percatado al instante de que, aparte de la cadena de metal y el poste vertical de metal, sólo una cosa había sobrevivido a las llamas. Era el colgante que yo había visto fugazmente antes, aquel objeto que reflejaba la luz, que el hombre muerto había llevado colgado alrededor del cuello.
Cuando el notario Alonso se dio la vuelta, me apresuré a agacharme y cogí el objeto; tuve que pasármelo de una mano a otra durante un buen rato porque todavía abrasaba. Se trataba de un pequeño disco de alguna clase de cristal amarillo, y estaba pulido de un modo curioso aunque suave, plano por un lado, curvado hacia adentro por el otro. El objeto había colgado de un cordel de cuero, que naturalmente había desaparecido, y era evidente que había estado montado en un anillo de cobre porque aún quedaban restos del mismo, aunque la mayor parte se había fundido.
Ninguno de los soldados que patrullaban por la zona ni cualquier otra persona española de las que circulaban, despacio o de prisa, por allí haciendo recados y que cruzaban la extensa plaza abierta, prestó atención a aquella acción mía de coger el talismán amarillo o lo que fuese. Así que me lo metí debajo del manto y me marché en busca de mi madre y de mi tío.
Los encontré de pie en un puente que salvaba uno de los pocos canales que quedaban en la ciudad. Mi madre había estado llorando, pues todavía tenía el rostro mojado por las lágrimas, y su hermano había tratado de consolarla rodeándole los hombros con un brazo. Además mi tío estaba gruñendo, más para si mismo que dirigiéndose a mi madre:
—Esos exploradores nos dieron buenas informaciones acerca del gobierno de los hombres blancos. Pero no es posible que presenciasen nada como esto. Desde luego, cuando regresemos insistiré todo lo que pueda para que nosotros los aztecas nos mantengamos alejados de estos aborrecibles… —Se interrumpió para exigirme con enojo—: ¿En qué te has entretenido, sobrino? Bien hubiéramos podido decidir emprender el camino de regreso a casa sin ti.
—Me he quedado para intercambiar unas palabras con ese español que habla nuestra lengua. Me ha dicho que él le tenía cariño a Juan Damasceno.
—Ése no era el nombre verdadero de aquel hombre —me corrigió mi tío con voz hosca.
Mi madre volvió a emitir un pequeño sollozo. La miré con cierto recelo y dije titubeante:
—Tene, tú has suspirado y has llorado en la plaza. ¿Qué preocupación terrena ha podido ser ese hombre para ti?
—Lo conocía —dijo mi madre.
—¿Cómo es posible, querida tene? Tú nunca habías puesto los pies antes en esta ciudad.
—No —reconoció ella—. Pero él vino una vez, hace mucho tiempo, a Aztlán.
—Aunque tan sólo hubiera sido por el ojo amarillo —me explicó mi tío—, Cuicani y yo lo habríamos reconocido.
—¿El ojo amarillo? —repetí—. ¿Os referís a esto?
Y saqué el cristal que había cogido de entre las cenizas.
—¡Ayyo! —gritó mi madre con júbilo—. Un recuerdo del ser querido que se ha marchado.
—¿Por qué has llamado ojo a esto? —le pregunté al tío Mixtzin—. Y si ese hombre no era quien decían, Juan Damasceno… entonces, ¿quién era?
—Te he hablado de ese hombre muchas veces, sobrino, pero supongo que no me acordé de decirte lo del ojo amarillo. Él era ese forastero mexícatl que vino a Aztlán y resultó que tenía el mismo nombre que yo, Tliléctic-Mixtli. Él fue quien me inspiró el deseo de empezar a aprender el arte de conocer las palabras. Y fue la causa de que yo más tarde trajera a esta ciudad la Piedra de la Luna, y de que me diera la bienvenida el difunto Moctezuma, y de que el mismo Moctezuma me regalase todos esos guerreros, artistas, maestros y artesanos que regresaron conmigo a Aztlán.
—Desde luego, recuerdo que me has contado lo que has dicho, tío. No obstante, ¿qué tiene que ver el ojo amarillo con todo eso?
—Ayya, ese pobre cuatl Mixtli tenía un defecto físico, cierta debilidad de la visión. Ese objeto que tienes en la mano es un disco de topacio amarillo, muy especial y quizá molido y pulido de forma mágica. Ese otro Mixtli solía ponérselo delante de los ojos siempre que deseaba ver algo con claridad. Pero esa discapacidad nunca le impidió llevar a cabo sus aventuras y exploraciones. Y si se me permite decirlo, en el caso de nuestro Aztlán por lo menos, no le impidió realizar buenas y grandes acciones.
—Bien puedes decirlo —murmuré, impresionado—. Y desde luego deberíamos llorarlo. Ese otro Mixtli nos ha dado mucho.
—Y a ti, Tenamaxtli, mucho más aún —dijo en voz baja mi madre—. Ese otro Mixtli era tu padre.
Me quedé atónito y sin habla, incapaz durante largo rato de hacer otra cosa que mirar hacia abajo, al topacio que tenía en la mano, el único recuerdo del hombre que me había engendrado. Por fin, aunque sintiendo que me ahogaba, logré barbotear:
—Entonces, ¿por qué nos quedamos aquí parados? ¿No vamos a hacer nada? ¿Es que yo, su hijo, no voy a hacer nada para vengarme de esos asesinos por la espantosa muerte de mi padre?