IX
—¿A cuántos patos ha matado hoy?[1] —le pregunté con cierta falta de confianza en mí mismo.
—¡Caray, cientos! Y a tenazón[2] —me contestó él sonriendo con orgullo—. Y además unos gansos y cisnes[3].
Bien, él me había entendido al preguntarle yo que cuántos patos había matado aquel día, y también yo había entendido su respuesta: «¡Ah, cientos! Y sin apuntar siquiera. Y además algunos gansos y cisnes».
Era la primera vez que yo ponía a prueba mi dominio del español con alguien que no fuera mi profesor o mis compañeros de clase. Aquel joven era un soldado que montaba guardia para cazar aves junto al lago; parecía amigable, quizá porque yo llevaba atuendo español y él me tomó por alguna clase de criado domesticado y cristianizado. Continuó hablando:
—Por supuesto, no comemos los cisnes. Demasiado duro a mancar[4].
Se tomó grandes molestias con tal de dejarme aquello bien claro, y para ello se puso a mover la mandíbula de un modo exagerado. «Desde luego, no nos comemos los cisnes. Son demasiado duros de masticar».
Yo me había acercado allí al lago en otras ocasiones para observar lo que Pochotl había llamado los «métodos raros pero efectivos» empleados por los españoles para cazar las aves acuáticas que descendían al lago cada crepúsculo. Ciertamente era un método extraño, y lo hacían con el palo de trueno (llamado propiamente arcabuz), pero en verdad era efectivo. Ataban firmemente un considerable número de arcabuces a unos postes hundidos en la orilla del lago, armas que apuntaban directamente hacia el agua. Otra batería de arcabuces se ataba de igual modo a estacas, pero apuntando hacia arriba desde varios ángulos y en diversas direcciones. Tan sólo un soldado atendía y disparaba aquellas armas. Primero tiraba de un cordel y los arcabuces igualados disparaban sus destellos y sus humos con estruendo hacia toda la superficie del lago, matando a muchos de los pájaros que flotaban allí y asustando al resto, que levantaban el vuelo de repente. Cuando esto ocurría, el cazador tiraba de otro cordel y los arcabuces inclinados hacia arriba que apuntaban en distintas direcciones disparaban todos a la vez abatiendo a verdaderos enjambres de las aves que estaban en el aire. Luego el soldado recorría todas las armas haciéndoles algo en la parte delantera de los tubos y otra cosa en la parte trasera. Cuando había completado esa tarea, los pájaros ya se habían calmado y habían vuelto a posarse sobre el agua, y la doble matanza comenzaba otra vez. Finalmente, antes de que se hiciera de noche por completo, el cazador enviaba barqueros en canoas acaltin para recoger los pájaros muertos que flotaban.
Aunque yo había presenciado este procedimiento en varias ocasiones, aquélla era la primera vez que tenía el valor de hacer preguntas sobre ello.
—Nosotros, los indios, sólo utilizamos redes —le dije al joven soldado—, y hacemos que los pájaros se metan en ellas. Vuestro método es mucho más gratificante. ¿Cómo funciona?
—Muy simple —me informó—. Se ata un cordel al gatillo de cada uno de los arcabuces que están al mismo nivel. —Esto ya me extrañó, porque gatillo significa gato pequeño o gatito—. Todos esos cordeles se atan a su vez a un cordel único del que yo tiro y disparo todas esas armas a la vez. Y del mismo modo se atan cordeles a los gatillos de los que apuntan hacia arriba…
—Eso ya lo he visto —le indiqué—. Pero ¿cómo funciona el arcabuz en sí?
—Ah —dijo él; y lleno de orgullo me condujo hasta donde se encontraba una de las armas apostadas, se arrodilló al lado y empezó a señalar—. Esta cosita de aquí es el gatillo. —Se trataba de un pedacito de metal que sobresalía por debajo de la parte de atrás del arcabuz; tenía forma de media luna y había que tirar de él con un dedo o, en este caso, un cordel, y estaba dentro de una protección de metal, evidentemente para impedir que se disparase por accidente—. Y esto de aquí es la rueda, que un muelle que tú no puedes ver hace girar aquí, dentro de la cámara.
La rueda era justo eso, una rueda, pero pequeña, aproximadamente del tamaño de una moneda ardite, hecha de metal y estriada con pequeños dientes alrededor.
—¿Qué es un muelle? —le pregunté.
—Una hoja estrecha de metal delgado enrollada fuertemente por esta llave. —Me enseñó la llave y luego la utilizó para dibujar en la tierra, a nuestros pies, una pequeña y apretada espiral—. Ése es el aspecto que tiene el muelle, y cada arcabucero lleva consigo una llave. —Insertó la suya en un agujero en lo que él llamaba «la cámara», dio vuelta a la llave una o dos veces y oí un sonido débil y rasposo—. Ahí tienes, la rueda está lista para girar. Y ahora, esto de aquí lo llamamos garra de gato. —Era otra pequeña pieza de metal, que no se parecía en nada a una garra de gato, sino que más bien tenía la forma de la cabeza de un pájaro que estuviese sujetando con el pico un grano de grava—. Esa piedra —me explicó el soldado— es una pirita.
Y yo reconocí un fragmento muy pequeño de lo que nosotros llamamos «oro falso».
—Ahora amartillamos la garra de gato hacia atrás, lista para golpear —continuó explicando mientras apretaba hacia atrás y producía un chasquido—, y otro muelle la retiene allí. Luego, fíjate, aprieto el gatillo, la rueda gira y en el mismo instante la garra de gato hace que la pirita golpee contra la rueda y verás que produce una rociada de chispas.
Eso fue exactamente lo que ocurrió, con lo que el soldado pareció más orgulloso que nunca.
—Pero —observé— no ha habido destello ni ruido, y tampoco ha salido humo por el tubo.
Se echó a reír con indulgencia.
—Eso es porque yo aún no había cargado el arcabuz ni había cebado la cazoleta. —Sacó dos grandes bolsas de cuero y de una de ellas dejó caer en la palma de mi mano un montoncito de polvo de color oscuro—. Esto es la pólvora. Mira, ahora vierto una medida exacta de ella por la boca del cañón, y detrás meto un trozo pequeño de trapo. Luego, de esta otra bolsa cojo un cartucho. —Me enseñó un saquito transparente, como un pedazo de intestino de animal atado, relleno de pequeñas bolitas de metal—. Para disparar a enemigos o a animales grandes, desde luego, utilizamos una bala grande y redonda. Pero para los pájaros utilizamos cartuchos de perdigones. —Luego, con una varilla larga de metal apretó con fuerza todo el contenido allí dentro—. Y por último, pongo sólo un toque de pólvora aquí, en la cazoleta. —Aquélla era una cazuela pequeña que sobresalía de la cámara como un estante, donde las chispas procedentes de la rueda y el oro falso la golpearían—. Observarás —concluyó— que aquí hay un agujero estrecho que va desde la cazoleta hacia el interior del cañón, donde está comprimida la carga de pólvora. Y ahora mira, enrosco el muelle y tú aprietas el gatillo.
Me arrodillé con curiosidad, timidez y temor entremezclados junto al arma cargada. Pero la curiosidad podía más, porque yo había ido allí y había abordado al soldado precisamente con esa intención. Pasé el dedo por la protección del gatillo, que estaba debajo de la cámara del arcabuz, lo doblé en torno a aquél y apreté.
La rueda giró, la garra de gato se soltó, las chispas se desparramaron, se oyó un ruido como un gruñidito enojado, una polvareda de humo salió de la cazuela llena de pólvora… y luego el arcabuz retrocedió y yo me encogí como un loco mientras la boca del arma rugía y escupía una llama, una flor de humo azul y, no me cupo la menor duda, todas aquellas bolitas de metal que causaban la muerte. Cuando me hube recuperado del susto y el ruido dejó de resonarme en los oídos, vi que el joven soldado se estaba riendo de buena gana.
—¡Cáspita! —exclamó—. Apuesto a que serás el primero y el único indio que dispare alguna vez una arma así. No le cuentes a nadie que te he dejado hacerlo. Ven, puedes estar mirando mientras cargo todos los arcabuces para la próxima descarga.
—Entonces la pólvora es el componente esencial absoluto del arcabuz —observé mientras seguía al soldado—. La cámara, la rueda, los gatos y demás sólo son para hacer que la pólvora actúe del modo que deseas.
—En efecto, así es —dijo él—. Sin la pólvora no habría armas de fuego en el mundo. Ni arcabuces, ni granadas, culebrinas, petardos. Ni siquiera triquitraques. Nada[5].
—Pero ¿qué es la pólvora? ¿Con qué se hace?
—Ah, mira, eso no te lo voy a decir. Ya me he arriesgado bastante dejándote jugar con el arcabuz. Las órdenes son que a ningún indio se le permita manejar arma alguna de los hombres blancos, y el castigo que recibiría por ello sería espantoso. De ninguna manera puedo revelar la composición de la pólvora.
Debí de parecer abatido, porque el soldado se echó a reír una vez más y añadió:
—Pero te diré una cosa. La pólvora es, obviamente, propiedad de los hombres, para uso varonil. Pero fíjate si es raro, uno de sus ingredientes es una contribución muy íntima de las señoras.
Continuó riéndose mientras trabajaba, y yo me alejé de allí. No hizo caso de mi partida ni se fijó en que la pequeña cantidad de pólvora que me había vertido en la mano había ido a parar a la bolsa de mi cinturón, ni en que yo había cogido una de las llaves para darle vueltas a la rueda que había encontrado junto a uno de los otros arcabuces. Con aquellos artículos encima me dirigí a la catedral a toda prisa, porque se me podía olvidar algún detalle de las invenciones que me había mostrado. Era pasada la hora de completas cuando llegué a la habitación de trabajo de Alonso, por lo que el notario ya no se encontraba allí, lo más probable era que estuviese ocupado en sus devociones. Encontré un pedazo en blanco de papel de corteza, y con un carboncillo empecé a dibujarlo todo: el gatillo y su protección, la garra de gato, la rueda, la espiral de muelle…
—¿Has vuelto para trabajar a estas horas tan avanzadas de la noche, Juan Británico? —me preguntó Alonso nada más entrar por la puerta.
Logré no asustarme ni parecer sobresaltado.
—Sólo estoy practicando algunas palabras imágenes mías —le dije con informalidad mientras arrugaba el papel y lo conservaba así en la mano—. Tú y yo traducimos tanto el trabajo de otros escribas que me ha entrado miedo de que se me estuviera olvidando la habilidad. Así que como no tenía nada mejor que hacer he vuelto aquí para practicar.
—Me alegro de que lo hayas hecho. Me gustaría preguntarte una cosa.
—A su servicio[6], cuatl Alonso —dije yo confiando no parecer cauteloso.
—Vengo de una reunión con el obispo Zumárraga, el archidiácono Suárez-Begega, el ostiario Sánchez-Santoveña y varios otros custodios. Todos están de acuerdo en que ya es hora de que se provea a la catedral de muebles y vasijas más dignos y esplendorosos. Hemos estado utilizando parafernalia portátil únicamente porque dentro de poco tiempo hay que construir una catedral nueva. No obstante, ya que hay artículos como el cáliz y la custodia, el píxide y la pila de agua bendita, e incluso otros objetos más grandes, como una reja entre la nave y el coro y una pila bautismal, que pueden trasladarse fácilmente al nuevo edificio, se ha acordado que nos procuremos esas cosas, y que todas sean de la calidad que le corresponde a la catedral.
—Supongo que no estarás pidiendo mi aprobación.
Sonrió.
—Desde luego que no. Pero puedes sernos de ayuda, pues sé que te dedicas a deambular con frecuencia por la ciudad. Estos bienes y accesorios deben ser de oro, plata y gemas preciosas. Tu pueblo solía ser muy diestro, casi sublime, en la realización de tales obras. Antes de enviar a un pregonero por las calles para pedir que un maestro joyero se presente ante nosotros, he pensado que quizá tú pudieras sugerirnos alguno.
—Cuatl Alonso —le dije aplaudiendo en mi interior con regocijo—, precisamente conozco al hombre apropiado.
Cuando volví al mesón le dije a Pochotl:
—¿Conoces esa arma española que nosotros llamamos palo de trueno?
—El arcabuz, sí —repuso—. Bueno, por lo menos he visto lo que puede hacer. Una de ellas le hizo un agujero a mi hermano mayor y lo atravesó de parte a parte, como si le hubiera alcanzado una jabalina invisible.
—¿Sabes cómo funciona?
—¿Cómo funciona? No. ¿Cómo voy a saberlo?
—Tú eres un artista de gran genio. ¿Serías capaz de construir uno?
—¿De fabricar un artilugio que es a la vez estrafalario y prodigioso? ¿Una cosa que sólo he visto de lejos? ¿Sin saber siquiera cómo funciona? ¿Estás tlahuele, amigo, o sencillamente te has vuelto xolopitli?
Hay dos palabras en náhuatl que significan «mentalmente trastornado» Tlahuele se refiere a una persona que es violenta y peligrosamente demente. Xolopitli se llama a alguien que es estúpido, inofensivo y que está en la inopia.
—Pero ¿podrías construir uno si te enseño dibujos de las partes que lo hacen funcionar? —le pregunté.
—¿Y cómo ibas tú a hacer eso? A ninguno de nosotros se nos permite acercarnos a las armas ni a las armaduras de los hombres blancos.
—Pues yo lo he hecho. Aquí lo tengo, mira.
Le enseñé el papel con los dibujos que yo había hecho, y allí mismo, con un poco de carbón, completé un par de imágenes que habían quedado sin terminar cuando Alonso me interrumpió. Le dije a Pochotl lo que los dibujos representaban y cómo actuaban las distintas piezas para que un arcabuz hiciera aquel papel de causar la muerte para el que estaba hecho.
—Bueno, no sería imposible forjar, dar forma a las piezas y ensamblarlas tal y como tú las describes —refunfuñó Pochotl—. Pero éste es trabajo para un herrero corriente, no para un artífice de joyería delicada. Todo, menos esas extrañas cosas que tú llamas muelles.
—Excepto los muelles, exacto —convine yo—. Por eso he acudido a ti.
—Aun suponiendo que pudiera conseguir el hierro y el acero que se requiere, ¿por qué iba yo a perder el tiempo tonteando con un armatoste tan complicado?
—¿Cómo, perder el tiempo? ¿Qué tiempo? —le pregunté con sarcasmo—. ¿En qué empleas tú el tiempo, aparte de en comer y en dormir?
—¡Sea como sea, te he dicho que no quiero tener nada que ver con esa ridícula idea tuya de revolución! ¡Si te construyo un arma en contra de la ley, yo también me involucro en tu delirio tlahuele, y acabaría en la pira, atado a la estaca, a tu lado!
—Te libraré de toda culpa e iré a la hoguera yo solo —le aseguré—. Mientras tanto, supón que te ofreciera una recompensa irresistible en pago por el arcabuz. ¿Qué te parece?
No respondió, sólo se limitó a mirarme con expresión sombría y enojada.
—Los cristianos están buscando un artista que esculpa para su catedral numerosos objetos de oro, plata y piedras preciosas. —Los ojos de Pochotl pasaron de aquella expresión sombría al brillo resplandeciente—. Platos, copas y otras vasijas, y también artículos que no sé describirte, y todo ello ha de estar trabajado del modo más ornamental. Cosas esplendorosas. El hombre que las haga dejará un legado para la posteridad. Una posteridad extravagante, desde luego, pero…
—¡Pero el arte es el arte! —exclamó Pochotl—. ¡Aunque sea al servicio de un pueblo extranjero y de una religión extranjera!
—Indudable —convine complaciente—. Y como tú mismo has comentado, a mi se me quiere bastante entre el clero cristiano. Si yo dijera unas cuantas palabras en favor de cierto artífice incomparable…
—¿Lo harías? Yyo ayyo, cuatl Tenamaxtli, ¿lo harías?
—En el caso de que lo hiciera, creo que a ese artista se le encomendaría con seguridad hacer el trabajo. Y lo único que yo le pediría a cambio sería que él perdiera su tiempo libre en la construcción de mi arcabuz.
Pochotl me arrebató el papel con los dibujos.
—Permíteme que coja esto y lo estudie. —Empezó a alejarse mientras mascullaba entre dientes—: Tengo que idear algún modo de procurarme los metales… —Pero en seguida volvió con el entrecejo fruncido y me preguntó—: Cuando me has explicado cómo funciona el arcabuz has dejado claro que ese polvo secreto llamado pólvora es el único componente vital. ¿De qué sirve que yo construya esta arma si no tienes pólvora?
—Tengo un pellizco —le confié—, y creo que quizá sea capaz de adivinar los distintos componentes. Para cuando tú hayas hecho el arma, Pochotl, espero tener pólvora en abundancia. Aquel joven soldado ha sido lo bastante indiscreto como para darme una pista que a lo mejor pueda ayudarme.
—La pista —les expliqué a Netzlin y a Citlali— fue que las mujeres contribuyen en cierto modo a esta mezcla de polvos. Una contribución íntima, dijo.
Citlali abrió mucho los ojos al oír aquello, y ella, su marido y yo, que estábamos sentados en el suelo de tierra de su casita, observamos el pellizco de pólvora que yo con mucho cuidado había guardado en un pedazo de papel de corteza.
—Como podéis ver —continué diciendo—, el polvo tiene en apariencia un color gris. Pero trabajando meticulosamente con la punta de una pluma pequeña, he logrado separar los casi impalpables granos que la componen. Por lo que he podido distinguir, sólo hay mezcladas tres cosas diferentes. Una de ellas es negra, otra es amarilla y otra es blanca.
—Tanto trabajo concienzudo y delicado, ¿y qué sacas de todo ello? —gruñó Netzlin con escepticismo—. Las motas podrían ser pólenes de muchas flores diferentes.
—Pero no lo son —le aseguré—. Ya he identificado dos de ellas simplemente tocando con la lengua unos cuantos granos de cada una. Las motas negras no son otra cosa que carbón vegetal corriente. Las amarillas son polvo de esa excreción crujiente que se encuentra alrededor de los respiraderos de cualquier volcán. Los españoles lo utilizan también para otros propósitos: para conservar la fruta, para hacer tintes, para calafatear los toneles de vino… y lo llaman azufre.
—Entonces esas dos cosas te serán fáciles de conseguir —me indicó Netzlin—. Pero… ¿los granos blancos resisten esa investigación tuya tan inteligente?
—Sí. Lo único que puedo decir sobre ellos es que tienen un sabor parecido a la sal, pero más punzante y amargo. Por eso he traído la pólvora aquí. —Me volví hacia Citlali—. Porque aquel soldado habló de las mujeres.
Citlali sonrió con buen humor, pero se encogió de hombros al sentirse impotente.
—Yo soy capaz de distinguir los granos blancos de ese montoncito, pero en verdad no los reconozco. ¿Por qué crees que iban a ver más en ellos los ojos de una mujer que los tuyos, Tenamaxtli?
—Quizá los ojos no —le dije—. Sin embargo, es sabido que otros sentidos e intuiciones de la mujer son mucho más agudos que los del hombre. Mira, voy a separar unas cuantas de esas motas. —Había llevado conmigo la pequeña pluma y la utilicé con delicadeza; así que aparté una diminuta cantidad de granos blancos del resto—. Ahora pruébalos, Citlali.
—¿Tengo que hacerlo? —me preguntó mirándolos con recelo. Luego se inclinó hacia adelante haciendo un considerable esfuerzo, porque el protuberante vientre se interponía; bajó la cabeza hacia el papel y olfateó—. ¿He de probarlos? —me preguntó otra vez al tiempo que volvía a sentarse sobre los talones—. Huelen exactamente a xitli.
—¿Xitli? —repetimos al mismo tiempo Netzlin y yo parpadeando al mirarla, porque esa palabra significa orina.
Citlali se ruborizó, llena de vergüenza, y dijo:
—Bueno, por lo menos como mi orina. Verás, Tenamaxtli, nosotros sólo tenemos un retrete público aquí, en esta calle, y sólo las mujeres impúdicas van allí a orinar. La mayoría de nosotras usamos orinales axixcaltin, y cuando están llenos, vamos y los vaciamos en ese pozo ciego.
—Pero estoy seguro de que nadie, ni siquiera las mujeres españolas, orina polvo —le dije—. A no ser, Citlali, que tú seas un ser humano fuera de lo corriente.
—¡Pues no lo soy, so bobalicón! —me aseguró con enfado fingido, aunque volvió a ruborizarse—. Sin embargo, he notado que mientras el xitli se asienta sin que se le moleste entre uno y otro vaciado, en el fondo del axixcali se convierte en un tipo de cristales blanquecinos.
La miré con fijeza mientras meditaba sobre lo que decía.
—Igual que se forma un musgo o un sarro en el fondo de una jarra de agua —me explicó como si me considerase tan torpe que necesitase una explicación sencilla e ilustrada.
Continué mirándola, lo que hizo que se pusiera todavía más colorada.
—Esos cristales de los que hablo —continuó diciendo Citlali—, si se molieran muy finos en una piedra metlatl se transformarían en polvo, exactamente igual que esos granos que tienes ahí.
—Puede que hayas dado en el clavo, Citlali —le indiqué casi sin aliento.
—¿Qué? —exclamó su marido—. ¿Crees tú que por eso el soldado habló de las mujeres en relación con el polvo secreto?
—En íntima relación —le recordé.
—Pero ¿sería diferente en algo el xitli femenino del de un varón?
—En un aspecto, al menos yo estoy seguro de que lo es, y tú también. Debes de haber visto que cuando un hombre orina al aire libre, sobre la hierba, ésta no se ve afectada en absoluto. Pero dondequiera que orina una mujer, la hierba se pone marrón y después se muere.
—Tienes razón —dijeron al unísono Netzlin y su esposa.
Luego él añadió:
—Es algo tan corriente que nadie habla nunca de ello.
—Y el carbón vegetal también es una cosa muy corriente —le recordé—. Y también lo es el azufre volcánico amarillo. Es razonable que algo tan corriente como el xitli de hembra pueda constituir el tercer ingrediente de la pólvora. Citlali, perdona mi audaz grosería, pero ¿podrías prestarme tu orinal axixcali durante algún tiempo para que haga unos experimentos con su contenido?
La cara se le puso aún más roja, pudiera ser que ahora el rubor le llegase hasta el tenso vientre, pero se echó a reír sin el menor apuro.
—Haz con ello lo que quieras, hombre absurdo. Pero, por favor, devuélveme el orinal. Ahora que el niño ha de llegar en cualquier momento, tengo más necesidad que nunca de él.
Me hicieron falta las dos manos para transportar el recipiente de arcilla, que estaba tapado pero producía un chapoteo audible, mientras volvía al mesón; y algunos transeúntes me dirigieron unas miradas muy extrañas por el camino, porque la gente reconoce un axixcali cuando lo ve.
Sí, durante aquel tiempo yo había estado viviendo en el mesón, o por lo menos allí dormía y hacía las comidas, igual que Pochotl, mientras otros huéspedes venían y se marchaban. De modo que, como me sentía culpable de mi dependencia, igual que una sanguijuela, respecto de los frailes de San José, a menudo me unía a Pochotl para ayudarlos a limpiar aquel lugar, a traer leña para el fuego, a remover y servir la sopa y cosas así. Quizá yo pensara que los frailes consideraban con indulgencia mi prolongado alojamiento allí porque sabían que asistía a las clases que tenían lugar al lado. Pero consideraban con la misma indulgencia el hecho de que Pochotl residiera allí de forma perpetua, de modo que era evidente que no mostraban parcialidad alguna conmigo. En mi opinión estaban llevando la caridad hasta la benevolencia. Aunque yo era uno de sus principales beneficiarios, aquel día, al volver de casa de Netzlin y Citlali, tuve la osadía de preguntar a uno de los frailes que servían la sopa acerca de ello.
Perplejo, comprobé que el fraile me habló literalmente con desprecio.
—¿Crees que hacemos todo esto por vosotros, holgazanes, gandules? —gruñó—. Lo hacemos en el nombre de Dios, por nuestras almas. Nuestra orden manda que nos degrademos, que trabajemos entre los más humildes de los humildes, entre los más asquerosos de los asquerosos. Yo estoy aquí, en este mesón, porque son tantos los hermanos de la orden que se han ofrecido voluntarios para ir a la leprosería que ya no hay sitio para mí. Tuve que colocarme para serviros a vosotros, indios haraganes. Y eso hago, y al hacerlo acumulo méritos para el cielo. Pero una cosa que no tengo que hacer es tratar con vosotros. Así que vuelve con tus vagos compañeros de piel roja.
Bueno, me dije, la caridad se presenta de muy variada guisa. Me pregunté si las monjas de Santa Brígida sentirían un desprecio semejante por los huérfanos multicolores que tenían a su cargo; los cuidaban ostensiblemente en el nombre de su Dios, pero en realidad lo hacían con la esperanza de obtener recompensa en el más allá. También me pregunté si Alonso de Molina se habría portado bien conmigo y me habría ayudado por ese mismo motivo. Estos pensamientos, naturalmente, reforzaron mi resolución de no adoptar una religión tan estúpida como aquélla. Ya era bastante desgracia que mi tonali hubiera decretado que yo naciera en el Único Mundo precisamente cuando tenía que compartir mi vida con aquellos cristianos; bueno, pues ciertamente no tenía intención de pasarme la otra vida entre ellos.
Sin sentirme culpable ya, pero sí avergonzado de mi mismo por haber aceptado la poco generosa caridad de los frailes, decidí marcharme del mesón. Los que gobernaban la catedral me habían estado pagando sólo una miseria por el trabajo que hacía con el notario Alonso, aparte de los extras que habían pagado para mis tres prendas de atuendo español: camisa, pantalones y botas. Sin embargo, de mi sueldo yo sólo había gastado un poquito de vez en cuando para comprarme una comida extra a mediodía; así que mis ahorros me permitían alojarme en una de las hosterías baratas para nativos situadas en aquellos barrios llamados colaciones. Me eché en el jergón decidido a que aquélla fuera la última noche que dormiría allí, y que por la mañana recogería mis escasas pertenencias, entre las que ahora se contaba el axixcali de Citlali, y me marcharía. No obstante, tan pronto hube tomado aquella decisión resultó que alguien ya la había tomado por mi; sin duda la habían tomado esos mismos dioses traviesos y entrometidos que durante tanto tiempo venían pisándome los talones.
En mitad de la noche me despertaron, igual que a los demás que estábamos en el dormitorio de hombres, los gritos del anciano guardián a quien dejaban los frailes para que vigilase los locales cuando ellos marchaban.
—¡Señor Tennamotch! ¿Hay aquí un señor bajo el nombre de Tennamotch?[7].
Yo sabía que se refería a mí. Mi nombre, como muchas otras palabras en náhuatl, siempre era un verdadero trabalenguas para los españoles, en particular porque son incapaces de pronunciar el suave sonido «sh» representado por la letra x con la que ellos escriben mi nombre. Me levanté atropelladamente del jergón, me eché encima el manto y bajé por las escaleras hasta el lugar donde estaba parado el viejo.
—¿Señor Tennamotch? —ladró, enojado porque lo hubieran molestado—. Hay aquí una mujer insistente e inoportuna. La vejezuela demanda a hablar contigo[8].
¿Una mujer? ¿Una mujer que exigía insistentemente hablar conmigo? Que yo fuera capaz de recordar, la única hembra que podía estar buscándome a medianoche era la niña mulata Rebeca, cosa bastante poco probable. De todos modos, el guardián la había llamado «vieja bruja»… Desconcertado, lo seguí hasta la puerta delantera y salí a la calle; y allí estaba de pie una mujer, vieja verdaderamente, y no era nadie que yo hubiera visto antes. Las lágrimas le corrían por las numerosas arrugas de la cara al tiempo que me decía en náhuatl:
—Soy la partera de Citlali, la joven amiga tuya. El bebé ha nacido, pero el padre ha muerto.
Quedé impresionado, pero no tanto como para no corregirle:
—Querrás decir la madre, supongo.
Incluso yo sabía que la mujer de aspecto más sano podía morir al dar a luz, pero me produjo un gran dolor en el corazón que le hubiera ocurrido a la querida Citlali.
—¡No, no! El padre. Netzlin.
—¿Qué? ¿Cómo ha podido ser? —Entonces recordé que él estaba ansioso en extremo por ver nacer a un hijo suyo—. ¿Ha muerto de la excitación? ¿Del golpe de las manos de un dios?
—No, no. Él aguardaba en la habitación delantera, paseando. En el instante en que la criatura dio el primer grito en la otra habitación, Netzlin lanzó un rugido de triunfo y salió con estrépito por la puerta a la calle bramando «¡Tengo un hijo!», aunque todavía ni siquiera había visto a la criatura.
—Bueno, ¿y qué? ¿Volvió y se encontró con una hija en vez de con un hijo? ¿Y eso lo ha matado?
—No, no. Reunió a los hombres del barrio, compró mucho octli para ofrecérselo y se emborracharon, pero él mucho más que los demás.
—¿Y eso lo ha matado? —le pregunté en tono exigente, pues ya empezaba a sentirme frustrado—. Vieja madre, nunca llegarás a ser una buena narradora de historias. Mejor será que sigas haciendo de comadrona.
—Pues… sí. Pero después de esta noche, creo que quizá incluso deje esa humilde profesión y…
—¿Quieres continuar? —le grité, pues yo ya no podía dejar de bailar a causa de la impaciencia que sentía.
—Sí, sí. Podría decirse que fue la bebida lo que mató al pobre y borracho Netzlin. Lo capturaron los soldados de la patrulla nocturna. Lo golpearon y le hicieron tantos cortes que le provocaron la muerte.
Yo estaba demasiado aturdido para decir nada. La vieja partera continuó hablando:
—Los vecinos vinieron a decírnoslo. Citlali ya estaba cerca del frenesí, y la noticia de la muerte de Netzlin, además de lo que ha ocurrido en el parto, estuvo a punto de volverla loca. Sin embargo, fue capaz de decirme dónde encontrarte y…
—¿A qué te refieres al decir además de lo que ha ocurrido en el parto? ¿Le ha producido daños? ¿Sufre dolores? ¿Está en peligro?
—Tú ven conmigo, Tenamaxtli. Ella necesita consuelo. Te necesita.
En lugar de seguir haciendo preguntas frenéticas y obtener respuestas chochas que casi me estaban volviendo a mí frenético, dije:
—Muy bien, vieja madre, démonos prisa.
Al aproximarnos a la casa sin iluminar no oímos gritos, gemidos ni ningún otro sonido de desazón que procedieran del interior de la misma. Pero dejé que la vieja me precediera y me quedé esperando en la habitación delantera mientras ella entraba de puntillas en la otra. Regresó con un dedo puesto en los labios y me susurró:
—Por fin duerme.
—¿No está muerta? —le pregunté con una especie de grito en voz baja.
—No, no. Sólo está dormida, y eso es bueno. Pero ahora ven, sin hacer ruido, a ver al recién nacido. También duerme.
Con unas tenazas cogió una ascua del hogar y lo usó para encender una lámpara de aceite de coco, y ayudándose de ella me condujo hasta la habitación donde dormía Citlali. En una caja acolchada con paja que había junto al jergón que ella ocupaba se encontraba el bebé, pulcramente envuelto; la comadrona levantó la lámpara para que yo pudiera mirarlo. A mí me pareció como cualquier recién nacido: rojo, crudo y tan arrugado como la comadrona, pero al parecer entero, con todos los apéndices de rigor, el número apropiado de orejas, dedos y todas esas cosas. Le faltaba el pelo, eso es cierto, pero no había nada raro en ello.
—¿Por qué querías que lo viera, vieja madre? —le susurré—. He visto otros recién nacidos antes, y éste no me parece especialmente diferente.
—Ayya, amigo Tenamaxtli, no tiene ojos.
—¿Es ciega la criatura? ¿Cómo lo has sabido?
—No sólo ciega. No tiene ojos. Mira con más atención.
Como la criatura estaba dormida, yo había dado por sentado que tenía los párpados cerrados. Pero ahora pude ver que las pestañas cerradas no formaban una línea. Donde hubiera debido haber párpados, la cuenca de cada ojo estaba cubierta, desde las casi imperceptibles cejitas hasta los pómulos, con la misma piel delicada que cubría el resto de la cara. Sólo estaba ligeramente hundida donde hubieran debido estar los oculares.
—Por toda la oscuridad de Mictlan —murmuré entre dientes, horrorizado—. Tienes razón, vieja madre. Es un monstruo.
—Por eso Citlali estaba tan disgustada incluso antes de recibir la noticia de la muerte de Netzlin. Por lo menos él se ahorró conocer esto. —Titubeó y luego me preguntó—: ¿Te parece que lo arroje al canal?
Eso habría sido lo más piadoso tanto para Citlali como para el recién nacido. En realidad era lo que había que hacer de forma obligatoria, de acuerdo con las costumbres del Único Mundo. A los niños que nacían defectuosos, ya fuera de cuerpo o de intelecto, se los desechaba inmediatamente después de descubierto el defecto. Era lo natural y lo que se esperaba que se hiciera a fin de que aquellos seres no crecieran para ser una carga para si mismos y para la propia comunidad. O, lo que es peor, quizá para traer al mundo otros niños igualmente defectuosos. Nadie lloraba, lamentaba ni cuestionaba que aquellos desafortunados se eliminaran. Resultaba demasiado claro que era necesario mantener sin diluir las mejores cualidades físicas y mentales de la raza. Una nación, el Pueblo Nube de Uaxyácac, famosa por su belleza, incluso se deshacía de los niños recién nacidos que eran sencillamente feos. Sin embargo, me recordé a mi mismo que aquello ya no era el Único Mundo, libre para seguir sus propias tradiciones antiquísimas y sabias. Yo sabía que los cristianos dejaban que sus variopintos y despreciados retoños mestizos vivieran y crecieran, incluso aquellos desgraciados de tez manchada de marrón y blanco que ellos llamaban pintojos, de quienes todos los de cualquier otro color desviaban la mirada con repulsión. Así que probablemente habría una ley cristiana que requiriese que cualquier criatura, aunque fuera ilegítima y, por un simple motivo práctico, no deseada, debía mantenerse viva y criarse a cualquier coste, para desgracia de sí misma, de sus padres y del resto de la sociedad. Yo no estaba seguro de que existiera tal ley; tendría que acordarme de preguntarle a Alonso si los cristianos verdaderamente eran tan insensibles, despiadados e inmisericordes. De todos modos, el destino de aquella pobre criatura no hacía falta decidirlo aquella misma noche, así que le dije a la comadrona:
—No soy yo a quien le corresponde decirlo. Lo más probable es que Netzlin te habría dicho que te deshicieras de él. Pero ya no está entre nosotros, y Citlali es su única progenitora. Esperaremos a que se despierte.