XIX
Los ancianos del Consejo de Portavoces no parecían estar inclinados en modo alguno a considerarme un hombre adulto, digno de mi rango y de su respeto. Nos saludamos con educación, diciéndonos unos a otros «Mixpantzinco», pero uno de los ancianos, al que reconocí como Tototl, tlatocapili de la aldea de Tépiz, me dijo de inmediato, con enojo y tono exigente:
—¿Se nos ha traído aquí con tanta precipitación y sin mayores ceremonias por el presuntuoso mandato de un insolente advenedizo? Muchos de nosotros te recordamos, Tenamaxtli, de los días en que no eras más que un mocoso que entraba a gatas en esta habitación para mirarlo todo boquiabierto y curiosear lo que se decía en nuestros Consejos con tu tío, el Gobernador Reverenciado Mixtzin. Incluso la última vez que te vimos, cuando partiste con él hacia Tenochtitlan, no eras más que un mozalbete imberbe. Pero al parecer has crecido mucho y de un modo inexplicablemente rápido. Exigimos saber…
—¡Guarda silencio, Tototl! —le interrumpí con rudeza; y todos los hombres ahogaron un grito—. También debes de recordar el protocolo del Consejo, según el cual ningún hombre debe hablar hasta que el Uey-Tecutli diga cuál es el tema que se va a tratar. No estoy esperando pacíficamente a que vosotros me aceptéis o me aprobéis. Sé quién soy y lo que soy: vuestro legítimo Uey-Tecutli. Eso es lo único que necesitáis saber. —Se oyeron murmullos por la sala, pero nadie volvió a desafiar mi autoridad. Pudiera ser que no me hubiera granjeado su afecto, pero decididamente había captado su atención—. Os he convocado porque tengo algunas exigencias que haceros y, aunque sólo sea por mera cortesía y por la estima en que os tengo a todos por ser mis mayores, me gustaría que aprobarais dichas exigencias con vuestro consentimiento unánime. Pero también os digo, y beso la tierra para jurarlo, que mis exigencias se cumplirán, estéis de acuerdo o no.
Mientras me miraban con los ojos muy abiertos y murmuraban un poco más, retrocedí para abrir la puerta del salón del trono y le hice señas a Nocheztli y a dos de los guerreros de Aztlán que él había declarado dignos de confianza. No los presenté, sino que continué dirigiéndome a los miembros del Consejo.
—A estas alturas lo más seguro es que todos vosotros tengáis noticia de los incidentes que han ocurrido en los últimos tiempos y de las revelaciones que se han hecho recientemente en estos paraderos. De cómo el abominable Yeyac arrebató el manto de Uey-Tecutli aunque para ello tuviese que asesinar a su propio padre.
Al llegar a este punto me dirigí directamente a Kévari, tlatocapili de Yakóreke.
—Incluso a Kauri, tu hijo. Y cómo derrocó y encarceló a la viuda de tu hijo, Améyatzin.
De nuevo hablé para todos.
—Seguro que habéis oído que Yeyac conspiraba en secreto con los españoles para ayudarlos a mantener oprimidos a todos nuestros pueblos del Único Mundo. Y ciertamente habréis oído, confío que con placer, que Yeyac ya no existe. También habréis oído que yo, como único pariente varón vivo de Mixtzin, y por tanto sucesor en el manto, he librado a Aztlán sin piedad alguna de todos aquellos que apoyaban a Yeyac. Anoche diezmé el ejército de Aztlán. Hoy voy a encargarme de los lameculos que Yeyac tenía entre la población civil.
Me llevé una mano a la espalda y Nocheztli me puso en ella varios papeles de corteza. Examiné las columnas de imágenes de palabras que había en ellos y luego anuncié a la sala:
—Ésta es una lista de aquellos ciudadanos que ayudaron a Yeyac en sus nefastas actividades; desde vendedores de mercado hasta respetables mercaderes y prominentes comerciantes pochtecas. Me complace ver que en esta lista sólo se menciona el nombre de un hombre de este Consejo de Portavoces. Tlamacazqui Colótic-Acatl, adelántate.
De este hombre he hablado antes en esta narración. Era el sacerdote del dios Huitzilopochtli, quien al conocer las primeras noticias de la llegada de los hombres blancos al Único Mundo había temido tanto que se le desposeyera de su sacerdocio. Como todos nuestros tlamacazque, no se había lavado en toda su vida, igual que su túnica negra. Pero ahora, incluso a pesar de la mugrienta roña, el rostro se le puso pálido y temblaba cuando se adelantó.
—Por qué un sacerdote de un dios mexícatl ha de traicionar a los adoradores de ese dios es algo que no alcanzo a comprender —dije—. ¿Tenías intención de convertirte a la religión de los hombres blancos, a Crixtanóyotl? ¿O simplemente esperabas engatusarlos para que te dejasen en paz en tu antiguo sacerdocio? No, no me lo digas. La gente como tú no me importa en absoluto. —Me volví hacia los guerreros—. Llevad a esta criatura a la plaza central, no a ningún templo, ya que no se merece el honor de ser sacrificado, de tener otra vida en el más allá, y estranguladlo hasta que muera con la guirnalda de flores.
Lo prendieron, y el sacerdote se fue de mala gana con ellos lloriqueando mientras el resto del Consejo permanecía allí de pie perplejo.
—Pasaos unos a otros esos papeles —les pedí—. Vosotros, los tlatocapiltin de otras comunidades, encontraréis nombres de personas que pertenecen a vuestras comunidades que o bien prestaron ayuda a Yeyac o recibieron favores de él. Mi primera exigencia es que eliminéis a esas personas. Mi segunda exigencia es que peinéis las filas de vuestros propios guerreros y guardias personales, y Nocheztli, aquí presente, os ayudará en eso, y exterminéis también a los traidores que haya entre ellos.
—Así se hará —me aseguró Tototl, cuya voz ahora manifestaba bastante más respeto hacia mí—. Creo que hablo en nombre de todo el Consejo al decir que estamos de acuerdo por unanimidad con esta acción.
—¿Tienes aún alguna exigencia más, Tenamaxtzin? —quiso saber Kévari.
—Sí, una más. Quiero que cada uno de vosotros, tlatocapiltin, enviéis a Aztlán a todos los guerreros verdaderos y sin tacha que tengáis y a todos los hombres sanos que hayan recibido entrenamiento militar para coger las armas en caso necesario. Tengo intención de integrarlos en mi propio ejército.
—De nuevo, convenido —dijo Teciúapil, tlatocapili de Tecuexe. Pero ¿podemos preguntar por qué?
—Antes de responder a eso —le indiqué—, déjame hacer a mi vez una pregunta: ¿quién de vosotros es ahora el Evocador de la Historia del Consejo?
Todos parecieron un poco incómodos ante aquella pregunta, razón por la que se hizo un breve silencio. Luego habló un hombre que no lo había hecho hasta entonces. El también era anciano, un mercader próspero, a juzgar por su atuendo, pero en mis tiempos no formaba parte del Consejo. Dijo:
—Cuando murió el viejo Canaútli, el anterior Evocador, que según me han dicho era tu bisabuelo, no se nombró a nadie para ocupar su lugar. Yeyac insistió en que no había necesidad de tener un Evocador porque, según él, con la llegada de los hombres blancos la historia del Único Mundo había llegado a su fin. Además, añadió Yeyac, ya no contaríamos el paso de los años por haces de cincuenta y dos, ni mantendríamos más la ceremonia de encender el Fuego Nuevo para marcar el comienzo de cada nuevo haz. Nos dijo que a partir de entonces contaríamos los años como lo hacen los hombres blancos, en una sucesión ininterrumpida que empieza con un año simplemente numerado como el año Uno, pero que no sabemos exactamente cuánto tiempo hace que empezó.
—Yeyac estaba equivocado —contesté—. Todavía queda mucha historia, y tengo la intención de hacer aún mucha más para que nuestros historiadores la recuerden y la archiven. Por eso, consejeros, y con ello contesto a vuestra pregunta anterior, es por lo que necesito a vuestros guerreros para mi ejército.
Y a continuación les conté —como acababa de contarle a Améyatl y, antes, a Pakápeti, a G’nda Ke, a la difunta Citlali y a Pochotl, el artesano que me fabricó el palo de trueno— mis planes para organizar una rebelión contra Nueva España y recuperar todo el Único Mundo para nosotros. Igual que sucediera con aquellos cuando escucharon mis intenciones, los miembros del Consejo de Portavoces parecieron impresionados aunque incrédulos, y uno de ellos empezó a hablar:
—Pero Tenamaxtzin, si hasta los poderosos…
Le interrumpí con un gruñido.
—Al primer hombre de entre vosotros que me diga que no puedo triunfar donde incluso los poderosos mexicas fracasaron, a ese hombre, por muy anciano, sabio y digno que sea, incluso por muy decrépito que pueda estar, a ese hombre le ordenaré que dirija el primer ataque contra el ejército español. Le obligaré a ir al frente de mis fuerzas, en la mismísima vanguardia. ¡E irá desarmado y sin armadura!
Se hizo un silencio de muerte en la sala.
—Entonces, ¿accede el Consejo de Portavoces a apoyar la campaña que propongo? —Varios de los miembros lanzaron un suspiro, pero todos asintieron con un movimiento de cabeza—. Bien.
Me volví hacia el mercader que me había informado de que ya no había Evocador de la Historia en el Consejo.
—Sin duda Canaútli dejó muchos libros de imágenes de palabras que relatan lo ocurrido en todos los haces de años hasta su propio tiempo. Estúdialos y apréndetelos de memoria. Y te ordeno además que hagas lo siguiente: comienza un nuevo libro con estas palabras: «En este día de Nueve-Flores, en el mes del Barrido del Camino, en el año de las Siete Casas, el Uey-Tecutli Tenamaxtzin de Aztlán declaró la independencia del Único Mundo con respecto de Vieja España y empezó los preparativos para una insurrección contra los indeseados señores blancos, tanto en Nueva España como en Nueva Galicia, teniendo su plan el consentimiento y el apoyo acordados en asamblea del Consejo de Portavoces».
—Todo lo que tú digas, Tenamaxtzin —me prometió; y él y los demás consejeros se marcharon.
Nocheztli, que seguía en la sala, dijo:
—Disculpa, mi señor, pero ¿qué quieres que hagamos con los guerreros que están encarcelados en el templo de la diosa? Se encuentran tan apretados allí dentro que tienen que hacer turnos para sentarse, y en modo alguno pueden tumbarse. Además, van teniendo mucha hambre y sed.
—Se merecen algo peor que estar incómodos —le indiqué—. Sin embargo, di a los guardias que les den de comer, aunque sólo atoli y agua, y una cantidad mínima de cada cosa. Quiero que esos hombres, cuando yo esté preparado para utilizarlos, se encuentren hambrientos de batalla y sedientos de sangre. Mientras tanto, Nocheztli, creo recordar que has dicho que tuviste ocasión de visitar Compostela en compañía de Yeyac, ¿no es así?
—Sí, Tenamaxtzin.
—Pues quiero que vayas allí de nuevo, pero esta vez a hacer de quimichi para mí. —Esa palabra en principio significa «ratón», pero nosotros la empleamos para significar lo que los españoles llaman un espía—. ¿Puedo fiarme de ti para hacer eso? ¿Para que vayas allí, consigas información en secreto y regreses aquí con ella?
—Claro que sí, mi señor. Estoy vivo sólo por tu tolerancia, por tanto mi vida está a tu disposición para lo que ordenes.
—Entonces esto es lo que ordeno. Los españoles aún no pueden haberse enterado de que han perdido a su aliado Yeyac. Y puesto que ya te conocen de vista, supondrán que eres el emisario de Yeyac que has ido a hacer algún recado.
—Llevaré algunas calabazas llenas de nuestra leche de coco fermentado para vendérsela. A los hombres blancos, de alta o baja posición, les gusta mucho emborracharse con ella. Ésa será excusa suficiente para mi visita. ¿Y qué información deseas que te traiga?
—Cualquier cosa. Ten los ojos y los oídos bien abiertos y quédate allí el tiempo que haga falta. Averigua, si puedes, cómo es Coronado, el nuevo gobernador, cuántas tropas tiene estacionadas allí y además cuántas personas, tanto españoles como indios, habitan ahora en Compostela. Estáte alerta ante cualquier noticia, rumor o habladuría de lo que está pasando en cualquier otro lugar de los dominios españoles. Aguardaré tu regreso antes de enviar a la mesnada de guerreros desleales de Yeyac a esa misión suicida, y el resultado de la misión dependerá en gran medida de la información que tú me traigas.
—Voy de inmediato, mi señor —dijo.
Y así lo hizo.
A continuación di una rápida y poco metódica aprobación a los aspirantes a criados que G’nda Ke había reunido en el vestíbulo. Reconocí a algunos de ellos de los viejos tiempos, y pensé que, con toda seguridad, si alguno de los restantes hubiera sido partidario de Yeyac no se habría atrevido a solicitar servir conmigo. A partir de entonces a nosotros, los pípiltin del palacio (Améyatl, Pakápeti, G’nda Ke y yo mismo), se nos atendió con asiduidad, se nos alimentó de manera suntuosa y nunca tuvimos que levantar un dedo para hacer nada que otros pudieran hacer por nosotros. Aunque ahora Améyatzin tenía un grupo de mujeres para que la atendieran, a ella y a mí nos complació que de De Puntillas insistiera en continuar siendo su doncella personal más íntima.
El tiempo que de De Puntillas no pasaba cuidando a Améyatl lo empleaba gustosa en acompañar a los guerreros que yo enviaba a detener y ejecutar a sus paisanos de Aztlán cuyos nombres habían aparecido en los papeles de corteza de Nocheztli. La única orden que di fue que los ejecutaran, y nunca me molesté en averiguar qué medio empleaban los guerreros para ello, si el garrote de la guirnalda de flores, la espada, las flechas o el cuchillo que arranca el corazón. Y tampoco quise saber si de De Puntillas liquidaba en persona a alguno de esos hombres con cualquiera de los horrendos métodos que me había mencionado. No me importaba, sencillamente. Me bastaba con saber que todas las propiedades, posesiones y riquezas de aquellos que morían fueran a parar al tesoro de Aztlán. Puede que yo parezca insensible al decir eso, pero hubiera podido ser aún más cruel. Según una antigua tradición, yo hubiera podido matar a las esposas, a los hijos, a los nietos, incluso a los parientes lejanos de aquellos traidores, pero me abstuve de hacerlo. No quería despoblar Aztlán por entero.
Yo nunca había sido Uey-Tecutli antes, y al único que había observado en el ejercicio de ese cargo había sido a mi tío Mixtli. Entonces me había parecido que, para cumplir cualquier cosa que tuviera que llevarse a cabo, lo único que Mixtzin tenía que hacer era sonreír, poner mala cara, hacer un gesto con la mano o poner su firma en algún documento. Pero ahora aprendí con rapidez que ser Gobernador Reverenciado no era una ocupación tan fácil. Continuamente se me solicitaba, hasta podría decirse que se me acosaba, para que tomase decisiones, emitiera juicios, me pronunciase, intercediese, aconsejase, dictase veredictos, consintiera o denegase, aceptase o rechazase…
Los demás funcionarios de mi corte encargados de las diversas responsabilidades de gobierno venían con regularidad a verme con diversos problemas. Un dique de contención de las aguas de los pantanos necesitaba reparaciones cruciales, de lo contrario pronto tendríamos el pantano en nuestras calles. ¿Querría el Uey-Tecutli autorizar el coste de los materiales y el reclutamiento de los trabajadores? Los pescadores de nuestra flota oceánica se quejaban de que el drenaje que se había hecho tanto tiempo antes en aquel mismo pantano había tenido como consecuencia la paulatina obstrucción de sus habituales puertos costeros a causa de los sedimentos. ¿Querría el Uey-Tecutli autorizar las obras de dragado que volvieran a hacer profundos aquellos puertos? Nuestros almacenes estaban a rebosar de pieles de nutrias marinas, esponjas, pieles de tiburón y otras mercancías que no se habían vendido, porque, desde hacía ya años, Aztlán sólo comerciaba con las tierras que estaban situadas al norte, pero no lo hacia con ninguna del sur. ¿Podría el Uey-Tecutli idear un plan para deshacernos de ese exceso, y a cambio obtener un beneficio…?
Tuve que luchar no sólo con mis funcionarios de la corte y con los asuntos importantes en materia de política, sino también con las cosas triviales de la gente corriente. Aquí un litigio entre dos vecinos por la linde entre sus parcelas de tierra; allí unas disputas familiares por el reparto de las exiguas propiedades de su padre muerto recientemente; acullá un deudor que solicitaba un respiro en el acoso al que lo sometía un prestamista usurero; allí un acreedor que pedía permiso para desalojar a una viuda y a sus hijos huérfanos del hogar para satisfacer alguna obligación que el difunto marido no había podido cumplir…
Me resultaba excesivamente difícil encontrar tiempo para atender asuntos que para mí eran mucho más urgentes. Pero me las arreglé como pude. Di instrucciones a todos los caballeros y cuáchictin leales de mi ejército para que comenzaran a entrenar de forma intensiva a sus fuerzas (y a todos los reclutas de que pudieran disponer), y para que hicieran sitio en sus filas para los guerreros adicionales que se habían reclutado y que llegaban a diario de las demás comunidades subordinadas a Aztlán.
E incluso encontré tiempo para sacar de su escondite los tres arcabuces que Pakápeti y yo habíamos llevado con nosotros y para instruir personalmente en el uso de los mismos. No hace falta decir que al principio los guerreros tenían miedo de manejar aquellas armas extranjeras. Pero seleccioné sólo a aquellos que fueron capaces de superar su turbación y que demostraron aptitudes para utilizar el palo de trueno con eficacia. Al final los escogidos fueron más o menos veinte, y cuando uno de ellos me preguntó, lleno de desconfianza: «Mi señor, cuando vayamos a la guerra, ¿tendremos que turnarnos para emplear los palos de trueno?», yo le contesté: «No, joven iyac. Confío en que les arrebatéis a los hombres blancos sus arcabuces para armaros vosotros. Y además también confiscaremos los caballos de los hombres blancos. Cuando lo hagamos se os entrenará también para que podáis manejarlos».
El hecho de estar continuamente ocupado por lo menos tenía un aspecto gratificante: me evitaba el tener nada que ver con G’nda Ke, la mujer yaqui. Mientras yo estaba ocupado con los asuntos de Estado ella se encargaba de supervisar los asuntos domésticos del palacio. Pudiera ser que fuera un fastidio para los sirvientes, pero así tenía pocas oportunidades de fastidiarme a mi. Claro que de vez en cuando nos encontrábamos por un pasillo del palacio y la mujer yaqui soltaba algún comentario bromista o guasón: «Me canso de esperar, Tenamaxtli. ¿Cuándo vamos a salir tú y yo a comenzar nuestra guerra?» O: «Me canso de esperar, Tenamaxtli. ¿Cuándo nos iremos tú y yo juntos a la cama para que puedas besar cada una de las pecas que salpican mis partes íntimas?»
Aunque yo no hubiera estado demasiado ocupado para acostarme con nadie, y aunque ella hubiera sido la última hembra humana en el mundo, no me hubiera sentido tentado a ello. En realidad durante el tiempo que fui Uey-Tecutli, cuando, por tradición, hubiera podido tener a cualquier mujer de Aztlán que hubiese deseado, no disfruté de ninguna en absoluto. Pakápeti parecía firme en su determinación de no volver a copular nunca jamás con ningún hombre. Y a mi no se me habría pasado por la cabeza, ni siquiera en sueños, molestar a Améyatl en su lecho de enferma, aunque ella cada día estaba más saludable, más fuerte y más bella.
Desde luego visitaba a mi prima y me quedaba junto a su cama siempre que tenía un momento libre, pero sólo para conversar con ella. La ponía al corriente de las actividades que yo llevaba a cabo como Uey-Tecutli y de los acontecimientos de Aztlán y sus alrededores a fin de que ella pudiera reemprender con más facilidad su regencia cuando llegase el momento. (Y francamente yo anhelaba que ese momento llegase pronto para poder marcharme a la guerra). También hablábamos de muchas otras cosas, por supuesto, y un día Améyatl, un poco turbada, me dijo:
—Pakápeti me ha cuidado amorosamente. Y ella ahora está muy guapa, pues el pelo le ha crecido y lo tiene casi tan largo como yo. Pero la querida muchacha bien podría ser repelentemente fea, porque la ira que hay en ella es casi visible.
—Está muy enojada con los hombres, y tiene motivos para ello. Ya te conté el encuentro que tuvo con aquellos dos soldados españoles.
—Entonces comprendo que lo esté con los hombres blancos. Pero, exceptuándote tan sólo a ti, creo que mataría gustosa a todo hombre vivo.
—También lo haría la venenosa G’nda Ke —le comenté—. Quizá estar cerca de ella haya influido en Pakápeti para que les tenga un odio aún más profundo a los hombres.
—¿Incluyendo al que lleva en su seno? —me preguntó Améyatl.
Parpadeé asombrado.
—¿Qué estás diciendo?
—Entonces, ¿no te has dado cuenta? Sólo se le está empezando a notar. De Puntillas está preñada.
—Yo no he sido —balbucí—. No la he tocado desde hace…
—Ayyo, primo, cálmate —me recomendó Améyatl riéndose a pesar de la preocupación— de De Puntillas lo atribuye al encuentro ese del que has hablado.
—Bien, es razonable que esté amargada por llevar dentro al hijo mestizo de un…
—No por llevarlo dentro, ni porque sea mestizo, sino porque es un varón, ya que detesta a todos los varones.
—Oh, venga, prima. ¿Cómo es posible que Pakápeti sepa que será un niño?
—Ni siquiera se refiere a él como un niño. Habla salvajemente de «este tepuli que está creciendo dentro de mí». O de «este kurú», la palabra poré que designa el órgano masculino. Tenamaxtli, ¿es posible que el disgusto que tiene de De Puntillas le esté haciendo perder la cabeza?
—Yo no soy una autoridad en materia de locura ni de mujeres —le dije al tiempo que dejaba escapar un suspiro—. Consultaré a un tícitl que conozco. Quizá él pueda prescribir algún paliativo para la angustia de De Puntillas. Mientras tanto tú y yo vigilaremos que no intente hacerse daño a si misma.
Pero pasó algún tiempo antes de yo lograse llamar a aquel médico, porque tenía otras cosas que atender. Una fue la visita de uno de los guardias del templo de Coyolxauqui, que vino a informarme de que los guerreros encarcelados se encontraban en unas condiciones muy miserables, pues tenían que dormir de pie, no comían otra cosa que gachas, llevaban mucho tiempo sin bañarse, y algunas otras cosas por el estilo.
—¿Acaso alguno de ellos se ha asfixiado o se ha muerto de hambre? —le pregunté con exigencia.
—No, mi señor. Puede que estén medio muertos, pero allí se confinó a ciento treinta y ocho hombres, y el número todavía permanece invariable. No obstante, ni siquiera nosotros los guardias que estamos fuera del templo somos capaces de soportar el hedor y el clamor.
—Pues cambiad la guardia con más frecuencia. Y a menos que esos traidores empiecen a morirse, no volváis a molestarme. Medio muertos no es castigo suficiente para ellos.
Y luego Nocheztli volvió de su misión como quimichi en Compostela. Había estado ausente unos dos meses, y yo había empezado a preocuparme y a pensar que quizá se hubiera pasado de nuevo al enemigo, pero regresó, tal como había prometido, y venía rebosante de noticias que contar.
—Compostela es una ciudad mucho más floreciente y populosa, mi señor, que la última vez que estuve allí. Los habitantes varones son en su mayor parte soldados españoles, cuyo número calculo en unos mil, la mitad de ellos montados a caballo. Pero muchos de los soldados de alto rango han llevado allí a sus familias, y otras familias españolas han acudido como colonos, y se han construido casas para todos ellos. El palacio del gobernador y la iglesia de la ciudad son de piedra bien trabajada; las demás residencias son de ladrillo de barro seco. Hay un mercado, pero las mercancías y productos que se venden allí las han traído caravanas de mercaderes procedentes del sur. Los blancos de Compostela no cultivan ni crían ganado; todos prosperan con la explotación de las numerosas minas de plata de los alrededores. Y es evidente que prosperan lo suficiente como para poder permitirse el gasto de importar los comestibles y otras necesidades.
—¿Y cuántos de los nuestros residen allí? —le pregunté.
—La población india es casi igual a la de los blancos. Hablo sólo de aquellos que trabajan como esclavos domésticos en las casas de los españoles; y además hay numerosos esclavos negros, esos seres a los que llaman moros. Cuando los esclavos no tienen el domicilio en las casas de sus amos, viven en unas cabañas y barracas miserables situadas a las afueras de la ciudad. Hay otra cantidad considerable de hombres de los nuestros que trabajan en las minas, bajo tierra, y en unos edificios que hay alrededor de las minas, pero encima de la tierra, a los que llaman talleres. Me temo que no pueda calcular el número exacto de esos hombres, pues muchísimos de ellos trabajan bajo tierra, por turnos, la mitad de ellos durante el día, la otra mitad de noche. Y además ellos y sus familias, si es que las tienen, viven encerrados en complejos cerrados y vigilados donde no conseguí entrar. Los españoles llaman a esos lugares obrajes.
—Ayya, sí —asentí—. Conozco los infames obrajes.
—Corre el rumor de que esos obreros, puesto que nuestra gente nunca antes había tenido que trabajar esclavizada bajo tierra, mueren sin cesar, varios de ellos cada día. Y los dueños de las minas no pueden sustituirlos con tanta rapidez como mueren, porque, naturalmente, los indios de Nueva Galicia a los que no han esclavizado se han dado prisa en marcharse y esconderse lejos del alcance de los cazadores de esclavos. De modo que el gobernador Coronado le ha pedido al virrey Mendoza en la Ciudad de México que envíe a Compostela cantidades de esclavos moros de… de donde sea que traen a esos moros.
—De cierta tierra llamada África, me han dicho.
Nocheztli hizo una mueca de desagrado y dijo:
—Debe de ser un lugar parecido a nuestras espantosas Tierras Calientes del sur remoto. Porque he oído decir que los moros pueden soportar con facilidad el terrible calor, el encierro y el estruendo de las minas y de los talleres. Y además los moros deben de ser más parecidos a las bestias de carga de los españoles que a los seres humanos, porque también se dice de ellos que pueden trabajar sin descanso y llevar cargas aplastantes sin morir y sin siquiera quejarse. Puede ser que, si se importasen suficientes moros a Nueva Galicia, Coronado deje de intentar capturar y esclavizar a nuestro pueblo.
—Háblame de ese Coronado, el gobernador —le pedí.
—Sólo tuve ocasión de verlo dos veces mientras pasaba revista a sus tropas elegantemente ataviado y montado en un caballo blanco que hacia cabriolas. No es mayor que tú, mi señor, pero su rango, desde luego, es inferior al tuyo de Gobernador Reverenciado, porque él ha de rendir cuentas a sus superiores en la Ciudad de México y tú no has de rendir cuentas ante nadie. Sin embargo, está determinado a hacerse un nombre más señorial para sí. No siente remordimiento alguno en exigir que los esclavos extraigan hasta el último pellizco de Mena de plata, no sólo para su propio enriquecimiento y el de sus súbditos de Nueva Galicia, sino para toda Nueva España y ese gobernante llamado Carlos que se encuentra en la lejana Vieja España. Sin embargo, en conjunto, Coronado parece menos tirano que su predecesor. No permite que sus súbditos atormenten, torturen o ejecuten a nuestro pueblo a capricho, como solía hacer el gobernador Guzmán.
—Háblame de las armas y de las fortificaciones que el gobernador tiene en Compostela.
—Ésa es una cosa curiosa, mi señor. Sólo puedo suponer que el difunto Yeyac debió de persuadir a Compostela de que no tenía que temer nunca un ataque de nuestro pueblo. Además de los habituales palos de trueno que llevan encima los soldados españoles, tienen también esos tubos de trueno mucho más grandes montados en carros con ruedas. Pero los soldados no rodean la ciudad para defenderla; se ocupan principalmente de mantener a los esclavos de las minas trabajando con sumisión, o de vigilar los obrajes en los que están confinados. Y los enormes tubos de trueno que hay estacionados alrededor de la ciudad no apuntan hacia afuera, sino hacia adentro, obviamente para rechazar cualquier intento de los esclavos de rebelarse o escapar.
—Interesante —murmuré. Lié, encendí y fumé un poquíetl mientras meditaba sobre lo que había aprendido—. ¿Tienes alguna cosa más de importancia que comunicar?
—Muchas más, mi señor. Aunque Guzmán afirmaba que había conquistado Michoacán y había enviado a los pocos guerreros supervivientes a la esclavitud en el extranjero, parece que no los sometió a todos. El nuevo gobernador Coronado recibe regularmente noticias de levantamientos en el sur de sus dominios, sobre todo en la zona de los alrededores del lago Pátzcuaro. Bandas de guerreros armados sólo con espadas hechas del famoso metal purepe y con antorchas han estado atacando los puestos avanzados españoles y las estancias de los colonos españoles. Atacan siempre de noche, matan a los guardias armados, les roban los palos de trueno y prenden fuego a los edificios de las estancias, matando así a muchas familias blancas: hombres, mujeres, niños… todos. Los blancos que han sobrevivido juran que los atacantes eran mujeres, aunque no sé cómo pudieron distinguirlo teniendo en cuenta la oscuridad y el hecho de que los purepechas son calvos. Y cuando los soldados españoles que quedan peinan el campo a la luz del día se encuentran a las mujeres purepes haciendo exactamente lo mismo que siempre han hecho: tejer cestos de forma apacible, hacer cacharros de cerámica y otras cosas por el estilo.
—Ayyo —exclamé para mí mismo con satisfacción—. Desde luego, las tropas de Pakápeti están demostrando lo que valen.
—El resultado ha sido que han enviado tropas adicionales desde Nueva España para intentar, de momento en vano, sofocar esos disturbios. Y los españoles de la Ciudad de México se lamentan de que esta desviación de las tropas los deja a ellos vulnerables ante las invasiones o insurrecciones indias. Si los ataques en Michoacán en realidad sólo han hecho un daño insignificante, sin duda han conseguido que los españoles, en todas partes, se sientan intranquilos y temerosos de perder su seguridad.
—Debo encontrar alguna manera de enviar mi felicitación personal a esa espantosa mujer cóyotl Mariposa —murmuré.
—Como te decía —continuó Nocheztli—, el gobernador Coronado recibe estos informes, pero se niega a enviar al sur a ninguna de sus tropas de Compostela. He oído decir que insiste en mantener a sus hombres dispuestos para algún grandioso plan que ha concebido con intención de llevar adelante sus propias ambiciones. También he oído que aguardaba ansioso la llegada de cierto emisario del virrey Mendoza, de la Ciudad de México. Bien, esa persona llegó justo antes de que yo me marchase de Compostela, mi señor, y resultó ser un emisario muy peculiar. Un fraile cristiano corriente… y lo reconocí porque ese fraile había residido en Compostela antes y yo lo había visto allí. No sé cómo se llama, pero en aquella época anterior sus compañeros lo llamaban con desprecio el Monje Mentiroso. Y no sé por qué ha regresado, ni por qué el virrey lo ha enviado, ni cómo es posible que él pueda ayudar al gobernador Coronado a realizar sus ambiciones. Lo único que puedo decirle a este respecto es que el fraile llegó acompañado de un ayudante, un simple moro esclavo. Ambos, fraile y esclavo, entraron inmediatamente a conferenciar en privado con el gobernador. Estuve tentado de quedarme y tratar de enterarme de más cosas acerca de este misterio. Sin embargo, para entonces yo ya empezaba a resultar sospechoso a la gente de la ciudad. Además temía que tú, mi señor, pudieras dudar de mí por mi tardanza en regresar.
—Confieso que dudas he tenido, Nocheztli, y te pido disculpas. Lo has hecho bien, realmente bien. Por lo que tú has descubierto, yo puedo adivinar mucho más. —Me eché a reír de corazón—. Ese moro está guiando al Monje Mentiroso en busca de las fabulosas Siete Ciudades de Antilia, y Coronado confía en compartir el mérito cuando las descubran.
—¿Mi señor…? —dijo Nocheztli sin comprender.
—No importa. Lo que significa es que ese Coronado sí que enviará algunas de sus tropas destacadas para ayudar en esa búsqueda, y dejará a la complaciente ciudad de Compostela todavía más indefensa. Se acerca el momento de que los guerreros leales al difunto Yeyac expíen sus crímenes. Ve, Nocheztli, y di a los vigilantes del templo prisión que empiecen a alimentar a esos hombres con buena carne, pescado, grasas y aceites. Hay que volver a ponerlos fuertes. Y que los guardias los dejen salir del templo de vez en cuando para que se bañen, hagan ejercicio, entrenen y se pongan en forma para entrar en combate. Ocúpate de eso, Nocheztli, y cuando consideres que los hombres están preparados, ven a decírmelo.
Me dirigí a los aposentos de Améyatl, donde ella ya no estaba postrada en el lecho, sino sentada en una silla icpali, y la puse al corriente de todo lo que me habían contado, lo que había deducido de esa información y lo que pensaba hacer al respecto. Mi prima parecía aún tener sus dudas acerca de mis planes, pero no retiró su aprobación. Luego dijo:
—Entretanto, primo, no has hecho nada aún acerca de la precaria condición de Pakápeti. Cada día me preocupa más.
—Ayya, tienes razón. Me he descuidado. —Ordené a una de sus otras criadas que se encontraba asistiéndola en aquel momento—: Ve a buscar al tícitl Ualiztli. Es cirujano del ejército. Lo encontrarás en las barracas de los caballeros. Dile que requiero su presencia aquí de inmediato.
Améyatl y yo estuvimos charlando de varios asuntos; una de las cosas que me dijo es que se encontraba muy restablecida y que, si yo se lo permitía, empezaría a ayudarme con algunos de los detalles rutinarios de mi cargo. Y después llegó Ualiztli, que llevaba la bolsa de instrumentos y medicamentos que los tíciltin llevan a todas partes. Como era un hombre de bastante edad, aunque robusto, y como había acudido corriendo a mi llamada, se encontraba casi sin aliento, hice que la criada le trajera una taza de chocólatl para que se repusiera y al mismo tiempo le dije que condujese hasta nosotros a de De Puntillas.
—Estimado Ualiztli —comencé a decirle—, esta joven es buena amiga Pakápeti, miembro del pueblo purepe. De Puntillas, este caballero es el médico más considerado de toda Aztlán. A Améyatzin y a mí nos gustaría mucho que le permitieras examinar tu condición física.
De Puntillas pareció un poco recelosa pero no protestó.
—De acuerdo con los síntomas, Pakápeti está encinta —le dije al tícitl—, pero al parecer tiene un embarazo difícil. A todos nosotros nos sería muy valiosa tu opinión y tu consejo.
Inmediatamente de De Puntillas exclamó:
—¡No estoy encinta!
Pero se tendió obediente sobre el jergón de Améyatl cuando el médico le dijo que lo hiciera.
—Ayyo, pues si que lo estás, querida —sentenció el médico después de palpar un poco entre la ropa—. Por favor, súbete la blusa y bájate un poco la falda por la cintura para que pueda realizar un examen completo.
No pareció que a de De Puntillas le diera apuro descubrir sus pechos y el abultado vientre en presencia de Améyatl y de mí, y pareció igualmente indiferente ante el entrecejo fruncido, los suspiros y los murmullos del tícitl mientras le apretaba y le hurgaba por aquí y por allá. Cuando por fin se apartó de ella, de De Puntillas habló antes de que pudiera hacerlo el médico:
—¡No estoy preñada! ¡Y tampoco quiero estarlo!
—Tranquila, niña. Hay ciertas pociones que hubiera podido administrarte antes para inducir un parto prematuro, pero tu estado es demasiado avanzado…
—¡No pariré ni antes, ni después, ni nunca! —insistió con vehemencia de De Puntillas—. ¡Y quiero matar a esta cosa que llevo dentro!
—Bien, con toda seguridad el feto no habría sobrevivido a un parto prematuro. Pero ahora…
—No es un feto. Es una… cosa macho.
El tícitl sonrió con tolerancia.
—¿Acaso alguna comadre entrometida te ha dicho que sería niño porque lo llevas situado muy alto? Eso no es más que una vieja superstición.
—¡Ninguna comadre me ha dicho nada! —aseguró de De Puntillas, cada vez más agitada—. No he dicho un niño… he dicho una cosa macho. La cosa que sólo una persona macho… —Hizo una pausa con cara avergonzada y luego añadió—: Un kurú. Un tepuli.
Ualiztli le dirigió una mirada penetrante.
—Déjame tener unas palabras con tu eminente amigo. —Me condujo fuera del alcance del oído de las mujeres y me dijo en un susurro—: Mi señor, ¿acaso hay en esto un marido que no sospecha nada? ¿Acaso la joven ha sido inf…?
—No, no —me apresuré a defenderla—. No hay ningún marido. Hace varios meses a Pakápeti la violó un soldado español. Temo que el espanto de llevar en su seno el hijo de un enemigo le ha alterado de algún modo las facultades.
—A menos que las mujeres purepes estén hechas de un modo diferente a las nuestras, cosa que dudo, algo le ha alterado también las entrañas. Si está encinta, le está creciendo más en la zona del estómago que en el vientre, y eso es imposible.
—¿Puedes hacer algo que la alivie?
El médico puso cara de incertidumbre; luego volvió a inclinarse sobre de De Puntillas.
—Puede que tengas razón, querida, y que esto no sea un feto viable. A veces una mujer puede desarrollar un tumor fibroso que se parece mucho a un embarazo.
—¡Te digo que está creciendo! ¡Te digo que no es un feto! ¡Te digo que es un tepuli!
—Por favor, querida, ésa es una palabra inapropiada para que la pronuncie una señorita bien educada. ¿Por qué persistes en hablar de un modo tan inmodesto?
—¡Porque sé lo que es! ¡Porque me lo tragué! ¡Sácamelo!
—Pobre muchacha, estás trastornada.
Ualiztli se puso a buscar algo dentro de la bolsa.
Pero yo estaba mirando a Pakápeti con la boca abierta. Estaba recordando… y me preguntaba…
—Toma, bébete esto —le ordenó Ualiztli al tiempo que le tendía una tacita.
—¿Me libraré de esta cosa? —le preguntó de De Puntillas esperanzada, casi suplicante.
—Te calmará.
—¡No quiero que me calme! —Le tiró la taza de la mano—. Quiero librarme de este espantoso…
—De Puntillas —intervine yo con seriedad—, haz lo que dice el tícitl. Recuerda que pronto tendremos que volver a ponernos en camino. Y no podrás venir conmigo a menos que te pongas bien. Por ahora bébete la poción. Luego el médico consultará con sus colegas tíciltin en cuanto a las medidas que se tomarán a continuación. ¿No es así, Ualiztli?
—Exactamente así, mi señor —respondió él contribuyendo a mi mentira.
Aunque todavía con expresión obstinada y desafiante, de De Puntillas me obedeció y se bebió la taza que el médico había vuelto a llenar. Después Ualiztli le dio permiso para que se arreglase la ropa y se retirase. Y cuando se hubo marchado nos dijo a Améyatl y a mi:
—Está bastante trastornada. Está demente. Le he dado una tintura de la seta nanácatl. Eso por lo menos le aliviará el torbellino que tiene en la cabeza. No sé qué otra cosa puede hacerse, excepto cortar en su interior con la lanceta de obsidiana, y pocos pacientes sobreviven a tan drástica exploración. Os dejaré una provisión de la tintura para que se la administréis cuando vuelva a ponerse alterada. Lo siento, mi señor, mi señora, pero el pronóstico no es nada prometedor.
En los días siguientes Améyatzin ocupó un trono ligeramente más pequeño que el mío, situado un poco más abajo y a mi derecha, asistió a mis conferencias con el Consejo de Portavoces cuando había ocasión para que se reunieran aquellos ancianos, me ayudó en muchas de las decisiones que los otros funcionarios venían a pedirme y me alivió de gran parte de la cansina carga de tratar las peticiones de la gente corriente. Améyatl siempre tenía a su lado izquierdo a nuestra querida Pakápeti, principalmente como precaución contra algún daño que la muchacha pudiera causarse a sí misma, pero también con la esperanza de que con las actividades del salón del trono la mente de De Puntillas pudiera distraerse de su oscura obsesión. Los tres estábamos allí el día en que un mensajero del ejército vino a decirme:
—Mi señor, el tequíua Nocheztli te envía el mensaje de que los guerreros de Yeyac se encuentran tan en forma como en sus mejores tiempos.
—Entonces dile a Nocheztli que venga aquí y que traiga consigo a ese caballero de la Flecha.
Cuando llegaron, el caballero, cuyo nombre era Tapachini, se inclinó con humildad para hacer el gesto tlalqualiztli de tocar el suelo del salón del trono. Dejé que permaneciera en aquella postura servil mientras le decía:
—Os ofrecí a ti y a tus camaradas en la traición tres modos de morir. Todos vosotros escogisteis el mismo, y en el día de hoy conducirás a esos hombres en su marcha hacia la muerte. Como os prometí, será una muerte en combate, por lo tanto buena a los ojos de los dioses. Y esto otro te lo voy a decir por primera vez: habréis tenido el honor de librar la primera batalla de lo que será una guerra total e incondicional para expulsar a los hombres blancos del Único Mundo.
Tapachini, con la cabeza aún baja, dijo:
—Es un honor que difícilmente hubiéramos esperado merecer, mi señor. Estamos agradecidos. Sólo tienes que mandarnos.
—Se os devolverán a todos vuestras armas y armaduras. Luego marcharéis hacia el sur y atacaréis la ciudad española de Compostela. Haréis cuanto podáis por arrasar la ciudad y acabar con sus habitantes blancos. Naturalmente, no lo lograréis. Os superarán de diez a uno en número, y vuestras armas no serán rival para las de los hombres blancos. No obstante, veréis que la ciudad se cree fatuamente a salvo a causa del pacto que hizo con el difunto Yeyac. Encontraréis a Compostela desprevenida ante vuestro ataque. De modo que los dioses, y yo, estarán desolados si cada uno de vosotros no acaba por lo menos con cinco enemigos antes de caer vosotros mismos.
—Confía en ello, mi señor.
—Espero enterarme de ello. La noticia de una matanza así, sin precedentes, no tardará en llegar a mis oídos. Mientras tanto desecha cualquier ilusión de que tus hombres y tú podréis eludir mi mirada tan pronto como salgáis de Aztlán.
Me di la vuelta hacia Nocheztli.
—Elige guerreros leales y fornidos para que sirvan de escolta. Haz que acompañen al caballero Tapachini y a su contingente por los senderos que llevan al sur; será una marcha de no más de cinco días; y que permanezcan con ellos hasta que se encuentren dentro del radio de ataque de Compostela. Cuando el caballero Tapachini dirija la carga contra la ciudad, y no antes, los escoltas regresarán aquí para informar. Durante el camino hacia el sur han de contar continuamente a los hombres que están bajo su custodia. El número del caballero y el de sus hombres es de ciento treinta y ocho en este momento. Ese mismo número ha de atacar Compostela. ¿Queda bien entendido, tequíua Nocheztli?
—Sí, mi señor.
—Y a ti, caballero Tapachini —añadí con sarcasmo—, ¿te resultan satisfactorias las condiciones?
—No puedo culparte, mi señor, por habernos considerado indignos de merecer tu confianza.
—Entonces, márchate ya. Y que seas perdonado cuando hayas derramado un río de sangre de los hombres blancos. Y de la tuya propia.
El propio Nocheztli fue con los hombres de Tapachini y sus escoltas durante el primer día de marcha; luego, al caer la noche, dio la vuelta, y a la mañana siguiente temprano me informó:
—Ninguno de los hombres condenados trató de escapar, mi señor, y no ha habido incidentes hasta el momento. Cuando me marché había todavía ciento treinta y ocho hombres.
No sólo elogié a Nocheztli por su asidua y continua atención a todos los aspectos de aquella misión, sino que lo ascendí en aquel mismo momento.
—Desde este día, eres cuáchic, una «vieja águila». Además, te doy permiso para que elijas tú mismo los guerreros que servirán bajo tu mando. Y si alguno de los altivos caballeros o de los otros cuáchictin tiene alguna queja sobre eso, diles que vengan a quejarse a mi.
Nocheztli se apresuró a inclinarse para hacer el gesto de besar la tierra; se esmeró tanto que casi cayó a mis pies. Cuando consiguió erguirse torpemente, se fue de mi presencia de una forma aún más respetuosa, caminando hacia atrás todo el camino hasta que salió del salón del trono.
Pero apenas se hubo marchado le sucedió otro guerrero que solicitaba audiencia, y éste había traído consigo a una mujer del pueblo llano de aspecto más bien asustado. Ambos tocaron el suelo con el gesto tlalqualiztli y el hombre dijo:
—Perdona mi urgencia, mi señor, pero esta mujer ha venido a nuestras barracas para informar de que esta mañana, al abrir la puerta de su casa, ha encontrado un cadáver en el callejón.
—¿Por qué me dices esto, iyac? Probablemente algún borracho que había bebido más de lo que podía aguantar.
—Perdona que te corrija, mi señor. Éste era un guerrero, y lo habían apuñalado por la espalda. Y además le habían quitado la armadura de combate; sólo llevaba puesto el taparrabos y no portaba armas.
—Entonces, ¿cómo sabes que era un guerrero? —le pregunté con enojo, bastante irritado por empezar el día de ese modo.
Antes de contestarme, el iyac se inclinó de nuevo para tocar el suelo y yo me volví y vi que Améyatl había entrado en la sala.
—Porque, mi señor —continuó el hombre—, yo he servido como guardia de los prisioneros en el templo de Coyolxauqui, así que reconocí a este guerrero muerto. Era uno de los detestables cómplices del difunto Yeyac.
—Pero… pero… —tartamudeé, confuso—. Todos tenían que abandonar la ciudad ayer. Y lo hicieron. Todos, los ciento treinta y ocho.
Améyatl me interrumpió con voz insegura.
—Tenamaxtzin, ¿has visto a de De Puntillas?
—¿Qué? —exclamé aún más confuso.
—Esta mañana no estaba al lado de mi cama, como solía suceder siempre. No recuerdo haberla visto desde que los tres estuvimos en esta habitación ayer.
Améyatl y yo debimos de comprenderlo ambos al instante. Pero nosotros, los sirvientes e incluso G’nda Ke fuimos a registrar cada rincón del palacio y sus jardines. Nadie encontró a Pakápeti, y el único descubrimiento significativo lo hice yo mismo, a saber: que uno de los tres palos de trueno que estaban ocultos también había desaparecido, de De Puntillas se había adelantado deliberadamente para matar, para que mataran a lo que fuera que había en sus entrañas y para morir ella.