XXVIII

—Ese hombre, Coronado… pasó por donde estaba yo… hace seis días…

El corredor jadeó al tiempo que hundía con cansancio ante mí las rodillas y los codos en tierra; el cuerpo le daba sacudidas en su esfuerzo por buscar algo de aliento y chorreaba sudor.

—Entonces, ¿por qué has tardado tanto en venir a informarme? —le exigí con enfado.

—Querías… la cuenta… mi señor —dijo sin dejar de jadear—. Cuatro días contando… dos días corriendo…

—Por Huitzli —murmuré, ahora con benevolencia; y le palmeé a aquel hombre el hombro húmedo y tembloroso—. Descansa, hombre, antes de seguir hablando. Nocheztli, envía a buscar agua y algo de comida para este guerrero. Ha cumplido arduamente con su deber durante seis días y sus noches.

El hombre bebió agradecido, pero, como era un experimentado corredor veloz, bebió sólo un poco al principio y luego mordió con voracidad la fibrosa carne de ciervo. En cuanto pudo hablar coherentemente y sin que los jadeos le obligaran a interrumpirse, dijo:

—Primero venía ese hombre, Coronado, y junto a él otro hombre con atuendo negro sacerdotal, ambos montados en hermosos caballos blancos. Tras ellos venían muchos soldados montados, de cuatro en cuatro cuando el camino era lo suficientemente ancho, con más frecuencia de dos en dos, porque Coronado eligió un sendero no muy transitado, y por lo tanto no muy despejado. Cada jinete, excepto el que iba de negro, llevaba el yelmo de metal y la armadura de metal y cuero completa, y cada hombre portaba un palo de trueno y una espada de acero. Todo hombre montado llevaba de las riendas además detrás de él uno o dos caballos. Luego venían más soldados, igualmente con armadura, pero éstos a pie, con palos de trueno y lanzas largas de hoja ancha. Aquí, mi señor, tienes la cuenta de todos esos soldados.

Me entrego tres o cuatro hojas de parra de un fajo que había traído; en ellas había marcas blancas producidas con una ramita con punta. Me complació ver que el corredor sabía contar como es debido: puntos que representaban las unidades, banderitas para las veintenas, arbolitos para los centenares. Le entregué a Nocheztli las hojas y le pedí:

—Súmame el total.

El corredor continuó contando que la columna era muy larga y populosa y que avanzaba a paso de marcha, por lo que tardó cuatro días en pasar junto a su escondite. Aunque se detenían cada noche y levantaban un tosco campamento, él no se había atrevido a dormir por miedo a que le pasara inadvertido alguien o cualquier cosa que Coronado hubiera ordenado que avanzase en secreto y a oscuras. A intervalos durante su relato, el corredor me fue entregando más hojas:

—La cuenta de los caballos para montar, mi señor…

O:

—La cuenta de los caballos y de otros animales que llevaban fardos.

Y también:

—La cuenta de los hombres sin armadura, algunos blancos, otros negros, otros indios, que conducían a los animales o llevaban ellos mismos fardos…

Y finalmente:

—La cuenta de las bestias con cuernos llamadas ganado, que iban al final de la columna.

Yo a mi vez le fui pasando las hojas con las cuentas a Nocheztli, y luego dije:

—Corredor veloz, lo has hecho extraordinariamente bien. ¿Cómo te llamas y cuál es tu rango?

—Me llamo Pozonali, mi señor, y solamente soy recluta yaoquizqui.

—Ya no. De ahora en adelante eres iyac. Ahora vete, iyac Pozonali, y come, bebe y duerme hasta que te hartes. Luego cógete una mujer, cualquier purepe o una esclava, a tu elección, y dile que obedeces una orden mía. Te mereces el mejor refrigerio que podamos ofrecerte.

Nocheztli había estado pasando las hojas de parra y murmurando para sus adentros. Luego dijo:

—Si la cuenta está bien hecha, Tenamaxtzin, y avalo la buena fama que tiene Pozonali de ser fiable en sus cálculos, esto desafía la credibilidad. Aquí tienes los totales, según mis cálculos. Además de Coronado y el fraile, dos centenares y cincuenta soldados montados, con seis centenares más veinte caballos de montar. Otros setenta y cuatro cientos de soldados de a pie. Diez centenares completos de animales de carga. Otros diez centenares de esos hombres sin armadura: esclavos, porteadores, pastores, cocineros o lo que quiera que sean. Y cuatro centenares más cuarenta de ganado. Envidio a los españoles toda esa carne fresca que tienen en pie —concluyó con cierto pesar.

—Podemos dar por supuesto que Coronado se ha llevado con él sólo a los oficiales más experimentados y a los hombres mejor entrenados de todos los que disponía, y los mejores caballos, e incluso los esclavos más fuertes y más leales —le comenté—. También los arcabuces más nuevos y mejor hechos, las espadas y lanzas del acero más sólido y mejor afilado. Y la mayoría de esos bultos estarán llenos de pólvora y plomo. Ello significa que ha dejado Nueva Galicia, y quizá este extremo occidental de Nueva España, guarnecida sólo con los desechos y basura de la soldadesca, todos ellos probablemente mal provistos de armas y de municiones, y probablemente también todos ellos a disgusto, puesto que están bajo el mando de oficiales que Coronado consideró ineptos para su expedición. —Medio para mí mismo, añadí—: El fruto está maduro.

Todavía pesaroso, Nocheztli dijo:

—Incluso un fruto resultaría sabroso en estos momentos. Me eché a reír.

—Estoy de acuerdo. Tengo tanta hambre como tú. No nos demoraremos más. Si la cola de esa larga procesión ya se encuentra a dos días de camino hacia el norte, y nosotros nos dirigimos hacia el sur, no hay mucha probabilidad de que Coronado reciba noticia de nuestro avance. Corre la voz por los campamentos. Nos pondremos en marcha mañana al alba. Envía ahora mismo por delante a los cazadores y a los que buscan comida para que podamos tener la esperanza de gozar de una comida decente mañana por la noche. Además haz que tus caballeros y los demás oficiales dirigentes se presenten ante mi para recibir instrucciones.

Cuando aquellos hombres, y la única oficial femenina, Mariposa, se hubieron congregado, les comuniqué:

—Nuestro primer objetivo será una ciudad llamada Tonalá, que se encuentra al sureste de aquí. Tengo información de que está creciendo de prisa, pues atrae a muchos colonos españoles, y que se planea construir allí una catedral.

—Discúlpame, Tenamaxtzin —me interrumpió uno de los oficiales—, ¿qué es una catedral?

—Un templo tremendamente grande de la religión de los hombres blancos. Esos templos se erigen sólo en lugares que se espera se conviertan en grandes ciudades. De modo que creo que tienen intención de que la ciudad de Tonalá sustituya a Compostela como capital de los españoles de Nueva Galicia. Haremos todo lo posible por hacerlos desistir de esa intención… destruyendo, arrasando, eliminando Tonalá.

Los oficiales asintieron y se sonrieron unos a otros con gozosa anticipación.

—Cuando nos aproximemos a esa ciudad —continué diciendo—, nuestro ejército hará un alto mientras los exploradores se introducen sigilosamente en la ciudad. Cuando vuelvan para informarme, decidiré la disposición de nuestras fuerzas para el asalto. Mientras tanto, también quiero que nos precedan exploradores en el camino hacia allí. Diez de ellos, hombres aztecas acostumbrados a estar alerta, diseminados en abanico por delante de nuestra columna. Si divisan cualquier clase de asentamiento o vivienda en el camino, aunque sólo sea la cabaña de un ermitaño, me lo deben decir de inmediato. Id ahora. Aseguraos de que todos comprendan estas órdenes.

Una vez que nuestra columna se puso en camino y estuvo en marcha detrás de mí, no sé cuántos días tardaríamos en pasar por un punto concreto. Eramos casi ocho veces las personas que Coronado guiaba, pero no teníamos caballos, mulas ni rebaños de ganado. Sólo contábamos con aquellos dos caballos sin silla que Nocheztli había rescatado de la emboscada que había tenido lugar tiempo atrás a las afueras de Compostela. El y yo los montábamos cuando abandonamos el campamento de Chicomóztotl y tomamos un sendero tortuoso en dirección al sureste que nos llevaba lentamente hacia abajo, desde las montañas hasta las tierras bajas. Y tengo que decir que, cada vez que miraba atrás hacia la larga y tortuosa comitiva erizada de armas que nos seguía, no podía evitar sentirme con orgullo yo mismo como un conquistador.

Con gran alivio, y mayor regocijo, por parte de todos, los cazadores y los que buscaban en vanguardia nos proporcionaron una comida bastante consistente la primera noche de marcha, y durante los días sucesivos víveres cada vez más sabrosos y nutritivos. Además, con gran alivio para mi trasero y el de Nocheztli, por fin conseguimos dos sillas de montar. Uno de nuestros exploradores que iban de avanzadilla vino un día corriendo para informar de que había un puesto avanzado del ejército español a sólo una larga carrera camino adelante. Era, igual que el puesto que nos habíamos encontrado en cierta ocasión de De Puntillas y yo, una barraca en la que había dos soldados y un corral con cuatro caballos, dos de ellos ensillados.

Detuve la comitiva y Nocheztli convocó a seis guerreros armados con maquáhuime para que se presentasen ante nosotros. Y a éstos les dije:

—No quiero malgastar pólvora y plomo en un obstáculo tan trivial. Si vosotros seis no podéis acercaros furtivamente a ese puesto y despachar a esos hombres blancos al instante, no merecéis llevar espadas. Id y haced exactamente eso. Sin embargo, tened cuidado con una cosa: intentad no romper ni mancharles de sangre la ropa que llevan puesta.

Los hombres hicieron el gesto de besar la tierra y salieron disparados por entre la maleza. Al cabo de poco tiempo regresaron, todos ellos con sonrisas radiantes de felicidad y dos sosteniendo en alto, sujetándolas por el pelo, las cabezas de los soldados españoles, que goteaban sangre por los muñones barbudos del cuello.

—Lo hicimos de la manera más limpia, mi señor —dijo uno—. Sólo el suelo se manchó de sangre.

Así que avanzamos hasta la barraca de vigilancia, donde encontramos, además de los cuatro caballos, dos arcabuces más, pólvora y bolas para los mismos, dos cuchillos de acero y dos espadas también de acero. Encargué a dos hombres que quitasen de los cuerpos de los soldados las armaduras y el resto del atuendo, que estaba sin tacha excepto por la suciedad, arraigada profundamente, y el sudor incrustado que era de esperar en los sucios españoles. Felicité a los seis guerreros que habían matado a los soldados y a los exploradores que los habían encontrado, y les dije a esos exploradores que siguieran por delante de nosotros igual que antes. Luego ordené llamar a nuestros dos hombres blancos, Uno y Dos, para que se presentasen ante mí.

—Tengo unos presentes para vosotros —les dije—. No sólo mejores ropas que esos andrajos que lleváis puestos, sino también yelmos de acero, armaduras y botas sólidas.

—Por Dios, capitán John, te estamos muy agradecidos —me indicó Uno—. Viajar a pie ya resulta bastante duro para nuestras viejas piernas acostumbradas a la mar, no digamos ya tener que hacerlo descalzos.

Tomé aquel idioma de ganso como una queja por tener que ir caminando y añadí:

—Si sabéis montar a caballo, ya no será necesario que caminéis más.

—Si fuimos capaces de cabalgar sobre los restos del naufragio hasta los arrecifes de la isla de la Tortuga —intervino Dos—, yo diría que podemos montar cualquier cosa.

—¿Me permitirías preguntarte, capitán, cómo es que nos equipas a nosotros con tanto lujo en lugar de hacerlo con alguno de tus compañeros importantes? —preguntó Uno.

—Porque, cuando lleguemos a Tonalá, vosotros dos vais a ser mis topos.

—¿Topos, capitán?

—Ya os lo explicaré cuando llegue el momento. Ahora, mientras los demás seguimos avanzando, vosotros poneos esos uniformes, sujetaos las espadas, subios a los caballos que dejo para vosotros y dadnos alcance en cuanto podáis.

—Sí, sí, señor.

De manera que Nocheztli y yo de nuevo teníamos sillas cómodas, y los dos caballos de repuesto los utilicé como animales de carga para aliviar a varios de mis guerreros de la pesada carga que transportaban.

El siguiente acontecimiento de cierta notoriedad ocurrió unos días más tarde, y esta vez mis exploradores aztecas no me previnieron de ello. Nocheztli y yo cabalgábamos por una sierra baja y nos encontramos mirando a unas cabañas de barro apiñadas en la orilla de una charca bastante grande. Cuatro de nuestros exploradores se encontraban allí bebiendo el agua que les daban los aldeanos y fumando sociablemente poquíeltin en su compañía. Levanté una mano para detener la columna que avanzaba detrás de mí y le pedí a Nocheztli:

—Convoca a todos tus caballeros y oficiales jefes y reuníos conmigo allí.

Vio la expresión de mi cara y sin decir palabra volvió hasta el lugar donde se encontraba la comitiva mientras yo bajaba cabalgando hasta el pequeño poblado.

Me incliné desde el caballo y le pregunté a uno de los exploradores:

—¿Quiénes son estas personas?

La expresión y el tono que utilicé lo hicieron tartamudear ligeramente.

—Sólo… sólo son simples pescadores, Tenamaxtzin.

Y le hizo señas al más anciano de los hombres presentes para que se acercase.

El viejo aldeano se me acercó con cautela, temeroso de mi caballo, y se dirigió a mí con tanto respeto como si hubiera sido un español montado a caballo. Hablaba la lengua de los kuanáhuatas, que es una lengua lo bastante parecida al náhuatl como para que yo pudiera entenderla.

—Mi señor, como estaba diciéndole a tu guerrero aquí presente, vivimos de pescar en esta charca. Sólo somos unas cuantas familias, y hacemos lo mismo que han hecho nuestros antepasados desde la época anterior al tiempo.

—¿Por qué vosotros? ¿Por qué aquí?

—En esta charca vive un pescado blanco pequeño y delicioso que no puede encontrarse en otras aguas. Hasta hace muy poco, ha sido la mercancía con la que comerciábamos con los otros poblados kuanáhuatas. —Hizo un gesto vago con la mano hacia el este—. Pero ahora hay hombres blancos… al sur, en Tonalá. Ellos también aprecian este pescado único, y podemos cambiarlo por ricas mercancías como nunca antes hemos…

Se interrumpió y miró algún punto detrás de mí mientras Nocheztli y sus oficiales se detenían, maquáhuime en mano, en un amenazador círculo alrededor del grupo de cabañas. Los demás habitantes del poblado se apretujaron unos contra otros, y los hombres rodearon con el brazo en un gesto protector a las mujeres y a los niños. Hablé por encima del hombro:

—Caballero Nocheztli, da la orden de matar a estos cuatro exploradores.

—¿Qué? Tenamaxtzin, son cuatro de nuestros mejores…

Pero se interrumpió cuando volví la mirada hacia él y, obedeciendo, les hizo un gesto con la cabeza a los oficiales más cercanos. Antes de que los asombrados e incrédulos exploradores pudieran moverse o emitir un sonido de protesta, ya los habían decapitado. El viejo y los aldeanos miraron con horror los cuerpos que habían caído al suelo, donde se contorsionaban, y las cabezas separadas, cuyos ojos parpadeaban como sin dar todavía crédito a su sino.

—No habrá más hombres blancos para que comerciéis con ellos —le dije al viejo—. Marchamos contra Tonalá para aseguramos de que así sea. Cualquiera de vosotros que desee venir con nosotros y ayudarnos a masacrar a esos hombres blancos, puede hacerlo y es bienvenido. Y a todo el que no lo haga se le dará muerte aquí mismo, en el sitio donde estéis.

—Mi señor —me suplicó el viejo—. Nosotros no tenemos nada en contra de los hombres blancos. Han estado comerciando con nosotros de un modo justo. Desde que llegaron aquí, hemos prosperado más que…

—Ya he oído ese argumento demasiadas veces antes —le interrumpí—. Lo diré sólo una vez más. No habrá hombres blancos, sean comerciantes justos o cualquier otra cosa. Ya habéis visto lo que he hecho con mis propios hombres, con estos que se tomaron mis palabras demasiado a la ligera. Aquellos de vosotros que vayáis a venir, venid ahora.

El viejo se volvió hacia su gente y extendió los brazos en un gesto de impotencia. Varios hombres y algunos muchachos, junto con dos o tres de las mujeres más robustas, una de las cuales llevaba de la mano a su niño, se adelantaron e hicieron el gesto de besar la tierra ante mí.

El viejo movió con tristeza la cabeza y dijo:

—Aunque yo no fuera demasiado anciano para pelear e incluso para caminar a paso de marcha, no me avendría a abandonar este lugar, que es el de mis padres y el de los padres de mis padres. Haz conmigo lo que quieras.

Lo que hice fue cortarle la cabeza con mi propia espada de acero. Al ver aquello los demás hombres y los muchachos de la aldea se apresuraron a adelantarse y a hacer el gesto tlalqualiztli. Lo mismo hicieron la mayoría de las mujeres y de las muchachas jóvenes. Sólo otras tres o cuatro hembras, que tenían en brazos a bebés o niños pequeños agarrados con fuerza a las faldas permanecieron donde estaban.

—Tenamaxtzin —dijo la oficial Mariposa de cara de coyote con una solicitud que nunca me hubiera esperado de ella—, esto son mujeres y niñitos inocentes.

—Tú ya has matado a otros exactamente iguales a éstos —le recordé.

—¡Pero aquellos eran españoles!

—Estas mujeres pueden hablar. Estos niños pueden señalar. No quiero dejar testigos con vida. —Le arrojé a ella mi espada de repuesto, una maquáhuitl de filo de obsidiana que colgaba de una correa del pomo de la silla de montar, porque ella sólo llevaba un arcabuz—. Toma. Hazte idea de que son españoles.

Y así lo hizo, pero con torpeza, porque obviamente era reacia a hacerlo. De ahí que sus víctimas sufrieran más de lo que habían sufrido los hombres; las mujeres se agazaparon al recibir los golpes que Mariposa asestaba, por lo que ésta se vio obligada a golpearlas más veces de lo que hubiera sido necesario. Cuando Mariposa hubo terminado, la sangre copiosamente derramada había chorreado desde la orilla y teñía el agua de rojo en el borde de la charca. A los aldeanos que se habían rendido a mí —que gemían todos, se arrancaban los cabellos y se rasgaban los mantos— se los condujo como si fueran un rebaño y fueron colocados entre nuestro contingente de esclavos. Ordené que se los vigilase estrechamente, no fuera a ser que intentaran escapar.

Habíamos recorrido una distancia considerable desde aquel lugar antes de que Nocheztli reuniese el valor suficiente para volver a hablarme. Por fin se aclaró la garganta con nerviosismo y me comentó:

—Esas personas eran de nuestra propia raza, Tenamaxtzin. Los exploradores eran hombres de nuestra propia ciudad.

—Los habría matado aunque hubieran sido mis propios hermanos. Te concedo que ha sido a costa de cuatro buenos guerreros, pero te prometo que, de hoy en adelante, ni un solo hombre de nuestro ejército se comportará nunca de forma negligente con respecto a mis órdenes, como hicieron esos cuatro.

—Eso es cierto —admitió Nocheztli—. Sin embargo, esos kuanáhuatas a los que ordenaste matar… ni se te habían opuesto ni te habían enojado…

—En el fondo estaban tan confabulados con los españoles y dependían tanto de ellos como Yeyac. Así que les he dado a elegir lo mismo que a los guerreros de Yeyac: unirse a nosotros o morir. Y ellos han elegido. Mira, Nocheztli, tú no te has beneficiado de las enseñanzas cristianas como hice yo en mis tiempos más jóvenes. A los sacerdotes les gustaba contarnos cuentos de los anales de su religión. En particular los divertía relatar las ocurrencias y dichos de un pequeño dios que tienen que se llama Jesucristo. Recuerdo bien uno de esos dichos de ese dios: «Aquel que no está conmigo, está contra mí».

—Y tú no deseabas dejar ningún testigo de nuestro paso, eso ya lo comprendo, Tenamaxtzin. Sin embargo, debes saber que con el tiempo, inevitablemente, los españoles van a tener noticia de nuestro ejército y de nuestras intenciones.

Ayyo, ya lo creo que sí. Y quiero que sea así. Tengo planeado amenazarlos y hacerles sufrir con ello. Pero quiero que los hombres blancos sepan sólo lo suficiente como para mantenerlos en la incertidumbre, en la aprensión, en el terror. No deseo que sepan cuántos somos, cuál es la fuerza de nuestro armamento, cuál es nuestra posición en ningún momento ni el rumbo de nuestra marcha. Quiero que los hombres blancos se sobresalten y se asusten cada vez que oigan un ruido inesperado, que retrocedan ante la vista de cualquier cosa que no les resulte familiar, que se vuelvan desconfiados de cada extraño que vean, que les entren calambres en el cuello de tanto volverse a mirar por encima del hombro. Que nos consideren espíritus malignos, incontables, imposibles de hallar, y que consideren que es probable que ataquemos por aquí, por allá, por cualquier parte. No debe haber testigos que puedan contarles algo diferente.

Unos cuantos días después, uno de nuestros exploradores se acercó trotando desde el horizonte por el sur para decirme que la ciudad de Tonalá estaba ya al alcance, aproximadamente a cuatro largas carreras de distancia. Me explicó que sus compañeros exploradores estaban en aquellos momentos rodeando con cautela las afueras de la ciudad para determinar la extensión de la misma. Lo único que pudo decirme, a partir de sus propias y breves observaciones, fue que Tonalá parecía constar en su mayor parte de construcciones recién hechas y que no había tubos de trueno visibles guardando su perímetro.

Detuve la columna y di órdenes para que los contingentes se esparcieran en campamentos separados, como habían hecho en Chicomóztotl, y para que se preparasen para permanecer acampados un tiempo mayor que una sola noche. También mandé llamar a Uno y a Dos y les dije:

—Tengo otro regalo para vosotros, señores. Nocheztli y yo vamos a prestaros nuestros caballos, que están ensillados, durante algún tiempo.

—Bendito seas, capitán John —habló Dos mientras dejaba escapar un suspiro de todo corazón—. Del infierno, Hull y Halifax, líbranos, Señor.

—Miles fanfarroneó diciendo que podríamos montar cualquier cosa —apuntó Uno—, pero, válgame Dios, no contábamos con cabalgar en la silla alemana. Nos duelen tanto las nalgas que parece que nos hubieran azotado y nos hubieran pasado por debajo de la quilla durante todo el camino hasta aquí.

No pedí explicaciones de aquel parloteo de ganso, sino que me limité a darles instrucciones.

—La ciudad de Tonalá está por allí. Este explorador os guiará hasta ella. Seréis mis topos a caballo. Otros exploradores están rodeando la ciudad, pero yo quiero que sondeéis el interior. No entréis hasta que anochezca, pero tratad de aparentar que sois altivos soldados españoles y rondad por allí lo máximo posible. Traedme, lo mejor que podáis, una descripción del lugar: un cálculo de su población, tanto blanca como de otras razas, y, sobre todo, un cálculo bien hecho de los soldados que hay allí.

—Pero ¿y si nos desafían, John British? —me preguntó Uno—. Apenas si podemos pronunciar una palabra, y mucho menos un santo y seña. —Se tocó la espada, que llevaba envainada al cinto—. ¿Les hacemos probar nuestro acero?

—No. Si alguien se dirige a vosotros, simplemente guiñad el ojo de forma impúdica y llevaos un dedo a los labios. Como os estaréis moviendo sin hacer ruido y en la oscuridad, supondrán que os dirigís clandestinamente a ver a vuestra maátime.

—¿Nuestra qué?

—Un burdel para soldados. Una casa de putas baratas.

—¡A la orden, señor! —dijo Dos con entusiasmo—. ¿Y podemos hacer cosquillas a los conejitos mientras estamos allí?

—No. No tenéis que pelear ni ir de putas. Tan sólo debéis entrar en la ciudad, dar una vuelta por ella y luego regresar aquí. Ya tendréis tiempo de blandir vuestro acero al asaltar el lugar, y cuando la hayamos tomado dispondréis de hembras de sobra para que retocéis con ellas.

Por la información que trajeron los exploradores, incluidos Uno y Dos, quienes dijeron que su presencia allí y el hecho de merodear no habían suscitado comentario alguno, me hice una representación mental de Tonalá. Era más o menos del mismo tamaño que Compostela, y más o menos igual de poblada. Sin embargo, al contrario que Compostela, no había crecido alrededor de un asentamiento nativo ya existente, sino que al parecer había sido fundada por españoles recién llegados allí. Así que, salvo por las acostumbradas barracas de las afueras para albergar a los criados y a los esclavos, habían construido residencias consistentes de adobe y madera. También había, igual que en Compostela, dos macizas estructuras de piedra: una iglesia pequeña, todavía no agrandada para ser la catedral del obispo, y un palacio modesto para los despachos de gobierno y barracones para los soldados.

—Sólo soldados suficientes para mantener la paz —me comunicó Uno—. Repartidores, bedeles, alguaciles y otros por el estilo. Llevan arcabuces y alabardas, sí, pero en realidad no son hombres de combate. Miles y yo sólo vimos a tres, además de nosotros, que fueran a caballo. Nada de artillería por ninguna parte. Yo diría que la ciudad cree que está tan adentrada en Nueva España que no corre riesgo de que la asedien.

—Puede que haya cuatro mil personas en total —me indicó Dos—. La mitad de ellos españoles; vaya, con aspecto gordo, grasiento y gandul.

—Y la otra mitad son sus esclavos y criados —añadió Uno—. Muy mezclados: indios, negros y mestizos.

—Gracias, señores —les dije—. Ahora volveré a quedarme con los dos caballos ensillados. Confío en que cuando asaltemos la ciudad tendréis la suficiente iniciativa para procuraros vuestras propias sillas.

Luego me senté y me quedé cavilando durante un rato antes de mandar llamar a Nocheztli para decirle:

—Sólo necesitaremos una pequeña parte de nuestras fuerzas para tomar Tonalá. Primero, creo yo, nuestros guerreros yaquis, porque su salvajismo en estado puro será lo más aterrador para los blancos. Además emplearemos todos nuestros hombres equipados con arcabuces, y todas las mujeres purepes armadas con granadas, y un contingente de nuestros mejores guerreros aztecas. El resto de nuestras fuerzas, la mayor parte, permanecerán acampadas aquí, invisibles para la gente de la ciudad.

—Y aquellos que ataquemos, Tenamaxtzin, ¿lo haremos juntos?

—No, no. En cualquier ataque hay que enviar por delante a las mujeres; que lleven las granadas y fumen sus poquíeltin, y que rodeen a escondidas la ciudad a una distancia prudencial para así poder acechar al otro extremo de la misma, bien ocultas. El asalto empezará cuando yo dé la orden, y luego sólo atacarán los yaquis, desde este lado de la ciudad; avanzarán abiertamente sobre la ciudad y harán tanto ruido como puedan, un ruido capaz de helar la sangre. Eso atraerá a los soldados españoles hacia esta parte de la ciudad, pues creerán que los está atacando alguna tribu pequeña con el pecho desnudo y armada con cañas a la cual se puede hacer frente con facilidad. Cuando los soldados acudan corriendo, nuestros yaquis se retirarán, como si huyeran presas del susto y la consternación. Mientras tanto, haz que todos los guerreros con palos de trueno se desplieguen en línea, también a este lado de la ciudad, y que se agachen para quedar ocultos. En cuanto los yaquis en su huida hayan pasado por donde ellos se encuentran y vean con claridad a los españoles, han de levantarse, apuntar y descargar las armas. Eso abatirá a tantos soldados que los yaquis podrán darse de nuevo media vuelta y acabar con los supervivientes. Al mismo tiempo, cuando las mujeres purepes oigan el ruido de los truenos, entrarán corriendo en la ciudad desde aquel extremo más alejado y comenzarán a lanzar las granadas dentro de todas las moradas y edificios. Nuestra fuerza de guerreros aztecas, guiados por ti, por mí mismo y por nuestros dos hombres montados, seguirán a los yaquis al interior de la ciudad y allí matarán a su antojo a los hombres blancos residentes. ¿Qué te parece este plan, caballero Nocheztli?

—Ingenioso, mi señor. Eminentemente práctico. Y divertido.

—¿Crees que tú y tus suboficiales podréis comunicar esas instrucciones de modo que todo el mundo comprenda cuál es su papel? ¿Incluso los yaquis?

—Creo que sí, Tenamaxtzin. El plan no es muy complicado. Pero puede que tardemos un buen rato en hacer las gesticulaciones necesarias y en dibujar los diagramas en la tierra.

—No hay prisa. La ciudad parece estar muy tranquila en lo referente a su seguridad. De manera que, a fin de darte tiempo para que puedas impartir esas instrucciones, no llevaremos a cabo el asalto hasta el amanecer de pasado mañana. Ahora, dos instrucciones más, Nocheztli, o mejor dicho, dos restricciones. Naturalmente, será inevitable alguna muerte innecesaria producida al azar. Pero en la medida de lo posible, quiero que nuestros guerreros sólo maten hombres blancos; deseo que respeten la vida a las hembras blancas y a los esclavos, varones y hembras, cualquiera que sea su color.

Nocheztli pareció algo sorprendido.

—¿Vas a dejar testigos vivos esta vez, mi señor?

—A las mujeres blancas las dejaremos con vida sólo el tiempo suficiente para que nuestros guerreros hagan libre uso de ellas. Es la acostumbrada recompensa para los vencedores. Esas mujeres a lo mejor no sobrevivirán a tal sufrimiento, pero toda aquella que sobreviva será después piadosamente ejecutada. En cuanto a los esclavos, aquellos que elijan unirse a nuestras filas podrán hacerlo. Los demás pueden quedarse y heredar las ruinas de Tonalá, me da lo mismo.

—Pero, Tenamaxtzin, en cuanto nos hayamos marchado de nuevo podrán disgregarse por toda Nueva España, y los que sean leales a sus antiguos amos podrán dar el grito de aviso a los demás españoles.

—Déjalos. No pueden dar un informe exacto de nuestro número y fuerza. Tuve que matar a aquellos pescadores de Kuanáhuata porque, a causa del descuido de nuestros propios exploradores, habían visto nuestras fuerzas. Nadie aquí en Tonalá habrá visto más que unos cuantos de nosotros.

—Eso es cierto. ¿Tienes algo más que ordenar, mi señor?

—Sí, una cosa más. Diles a las mujeres purepes que no malgasten sus granadas en los dos edificios de piedra de la ciudad, la iglesia y el palacio. Allí las granadas no pueden causar excesivos daños. Además, tengo un buen motivo para querer llevar a cabo yo personalmente la toma de esos dos edificios. Y ahora vete. Comienza los preparativos.

El asalto inicial a Tonalá fue tal como yo lo había planeado, excepto por un breve impedimento, que yo mismo debí haber previsto y haber tomado precauciones al respecto. Nocheztli, Uno, Dos y yo estábamos sentados en nuestras monturas en un pequeño promontorio desde el que había una buena vista de la ciudad; observábamos cómo los guerreros yaquis hormigueaban por las afueras del barrio de los esclavos con las primeras luces del alba mientras proferían estridentes e inhumanos gritos de guerra y agitaban con ferocidad los bastones de guerra y las lanzas de tres puntas. Como yo había ordenado, causaban más ruido que estragos, pues sólo mataron (como supe después) a unos cuantos esclavos que se despertaron sobresaltados y, valiente pero temerariamente, trataron de defender a sus familias y se interpusieron de forma deliberada en el camino de los yaquis.

Como yo había previsto, los soldados españoles acudieron corriendo, algunos cabalgando al galope, desde el palacio de su guarnición y desde sus diferentes puestos para converger en el escenario de la acción. Algunos de ellos todavía se estaban poniendo con dificultad la armadura mientras acudían, pero todos iban armados. Y cumpliendo mis órdenes, los yaquis se vinieron abajo ante ellos y se retiraron al terreno abierto que había en este lado de la ciudad. Pero andaban con afectación hacia atrás al huir, de cara a los soldados, con gritos de desafío, agitando las armas en actitud amenazadora. Tal despliegue de descaro les costó la vida a algunos, porque los españoles, aunque habían sido cogidos desprevenidos y sin preparar, al fin y al cabo eran soldados. Formaron líneas, se arrodillaron, apuntaron cuidadosamente con sus arcabuces y los descargaron con la suficiente exactitud como para abatir a varios yaquis antes de que los demás dejasen de hacer posturas, dieran media vuelta y echaran a correr hacia la seguridad que proporciona la distancia. Eso dejó el campo despejado para mis arcabuceros, y los vimos a todos, que eran noventa y cuatro, salir de sus escondites, apuntar y, a la orden del caballero que los mandaba, descargar las armas simultáneamente.

Aquello fue muy efectivo. Un buen número de los soldados de a pie cayeron y otros cuantos fueron abatidos de las sillas de los caballos. Incluso a la distancia a la que nos encontrábamos, vi el remolineo confuso de los atónitos españoles que habían sobrevivido a aquella tormenta de plomo. Sin embargo, entonces fue cuando se produjo el impedimento de que he hablado. Mis arcabuceros habían empleado sus armas con tanta eficiencia como hubieran podido hacerlo los soldados españoles… pero lo habían hecho todos a la vez. Y ahora, también todos a la vez, tenían que volver a cargar las armas. Como yo bien sabía, y hubiera debido tenerlo en cuenta, ese proceso requiere algún tiempo, incluso para los hombres más aptos y expertos.

Los españoles no habían disparado todos sus arcabuces a la vez, sino esporádicamente, a medida que lo permitían los blancos y las oportunidades, y de ahí que la mayoría tuviera las armas cargadas aún. Mientras mis arcabuceros permanecían de pie, desarmados, apretando la pólvora y las bolitas de plomo dentro de los tubos de los palos de trueno, preparando las cazoletas, rebobinando los cerrojos de las ruedas y amartillando las garras de gato, los españoles recuperaron la compostura y la disciplina suficientes para reanudar aquellos disparos esporádicos pero mortales. A muchos de mis arcabuceros los alcanzaron, y casi todos los demás se agacharon o cayeron de plano en el suelo, posiciones en las cuales el proceso de recargar las armas tuvo más impedimentos, motivo por el que se demoró aún más.

Lancé una maldición en voz alta en varios idiomas y le ladré a Nocheztli:

—¡Envía allí de nuevo a los yaquis!

Él hizo un amplio gesto con el brazo y los yaquis, que habían estado vigilantes, esperándolo, se lanzaron de nuevo y adelantaron a nuestra línea de arcabuceros, que ahora estaban desconcertados. Como habían visto caer a sus compañeros durante el primer ataque, los yaquis esta vez iban realmente con sed de venganza, y ni siquiera desperdiciaban aliento en proferir gritos de guerra. Unos cuantos más cayeron bajo el plomo español según avanzaban, pero todavía quedaron muchos para mezclarse con los españoles, acuchillarlos y aporrearlos con saña. Yo estaba a punto de dar la orden de que nosotros cuatro, los que íbamos a caballo, atacásemos, con nuestros aztecas detrás de nosotros, cuando Uno alargó la mano desde su caballo para cogerme por el hombro y me dijo:

—Perdona, John British, si tengo la presunción de darte un pequeño consejo.

—¡Por Huitzli, hombre! —le contesté con un gruñido—. Éste no es momento para…

—Será mejor que lo haga ahora, capitán, mientras tenga vida para hablar y tú para oírme —me contradijo él.

—¡Adelante, entonces! ¡Dilo!

—Yo… servidor no distingue un extremo del arcabuz del otro, pero he transportado a bordo de la marina de su majestad soldados una o dos veces y los ha visto en acción. Lo que quiero decir es que no todos disparan a la vez, como han hecho tus hombres. Forman en tres filas paralelas. La primera fila dispara, y luego retrocede mientras la segunda fila apunta. Cuando la tercera fila ha disparado, la primera ha vuelto a cargar las armas y está dispuesta para disparar de nuevo.

Había palabras de ganso en aquel discurso, pero comprendí con presteza el sentido del mismo y dije:

—Humildemente te pido perdón yo a ti, señor Uno. Perdóname por haberte hablado con brusquedad. El consejo es sólido y bienvenido, y lo seguiré siempre desde el día de hoy. Beso la tierra para jurarlo. Y ahora, señores, Nocheztli… —Agité el brazo con el que sostenía la espada para poner a la carrera a los aztecas—. ¡Si caéis, caed hacia adelante!