XX

Yo había calculado que las tropas del caballero Tapachini y sus escoltas tardarían unos cinco días en llegar a Compostela, y que a dichos escoltas les llevaría bastante menos tiempo regresar para informar, quizá si hubiese un buen corredor entre ellos se adelantase y llegara incluso antes. De todos modos tendría que esperar varios días para poder escuchar los resultados de la misión, de manera que en vez de consumirme de impaciencia y ansiedad decidí sacarles provecho a esos días. Dejé toda la aburrida y exasperante rutina de gobierno en manos de Améyatl y del Consejo de Portavoces (a mi se me consultaba sólo en asuntos muy importantes) y me dediqué a mis otras ocupaciones en el exterior.

Mis cuatro caballos estaban bien alimentados y cuidados, pues había dado a los esclavos instrucciones al respecto; ahora se veían lustrosos y atractivos, y resultaba evidente que se encontraban ansiosos por estirar las patas. Así que busqué voluntarios que quisieran aprender a cabalgar. A la primera que le pregunté fue a G’nda Ke, pues yo tenía esperanzas de que ella y yo estuviéramos pronto viajando a toda velocidad hacia tierras lejanas, por delante de mi ejército, a fin de reclutar soldados para ese ejército. Pero G’nda Ke rechazó con desdén la idea de montar a caballo. En aquel inimitable estilo suyo, me dijo:

—G’nda Ke ya sabe todo lo que merece la pena saber. ¿Qué necesidad tiene de aprender algo nuevo? Además, G’nda Ke ha cruzado una y otra vez todo el Único Mundo, lo ha hecho muchas veces y siempre a pie, como corresponde a un yaqui valiente y robusto. Tú, si lo prefieres, cabalga, Tenamaxtli, como un débil hombre blanco. G’nda Ke te garantiza que no podrás dejarla atrás.

—Gastarás un buen montón de tus preciadas sandalias —le indiqué secamente. Pero no la presioné más.

A continuación, en deferencia a su rango, les ofrecí la misma oportunidad a los oficiales del ejército, y no me sorprendí demasiado al ver que ellos también rehusaban, aunque desde luego no de un modo tan insultante como lo había hecho antes G’nda Ke. Se limitaron a decirme:

—Mi señor, el águila y el jaguar se avergonzarían de depender de bestias inferiores para tener movilidad.

Así que me dirigí a las filas del cuáchictin, y dos de ellos se ofrecieron voluntarios. Como ya podía haber supuesto, el nuevo cuáchic, Nocheztli, apenas esperó a que le preguntase. El otro era un mexícatl de mediana edad llamado Comitl, quien, en su juventud, había formado parte de aquellos guerreros que habían traído de Tenochtitlan para entrenar a los nuestros. Últimamente había sido uno de los hombres a los que yo había enseñado a manejar el arcabuz. Quedé asombrado al ver que el tercer voluntario era el cirujano del ejército, aquel tícitl Ualiztli de quien ya he hablado.

—Si tan sólo buscas hombres que puedan luchar a caballo, mi señor, comprenderé, naturalmente, que me rechaces. Como puedes ver, soy ya considerablemente viejo, tengo bastante peso de más para poder marchar con el ejército y además he de llevar mi pesado saco mientras lo hago.

—No te rechazo, Ualiztli. Creo que un tícitl debería estar capacitado para moverse con rapidez por un campo de batalla a fin de poder administrar con más rapidez sus servicios. Y he visto montar a caballo a muchos españoles más viejos y pesados que tú; si ellos eran capaces de hacerlo, seguro que tú puedes aprender.

De modo que durante aquellos días de espera enseñé a los tres hombres todo lo que sabía acerca de manejar un caballo… mientras deseaba con ansiedad que de De Puntillas, mucho más diestra, estuviera allí para supervisar su entrenamiento. Realizamos las prácticas alternativamente en la plaza central, que estaba pavimentada, y en algunos terrenos llenos de hierba y, dondequiera que lo hiciéramos, una multitud de gente de la ciudad venían a mirarnos, desde una distancia prudencial, llenos de temeroso respeto y admiración. Dejé que el tícitl Ualiztli utilizase la otra silla en su caballo, y Comitl y Nocheztli se abstuvieron varonilmente de quejarse por el hecho de tener que ir dando botes sobre la espalda desnuda de las otras dos monturas.

—Eso os endurecerá —les aseguré—, de manera que cuando por fin confisquemos otros caballos a los soldados blancos, encontraréis muy cómodo montar en silla.

No obstante, cuando mis tres discípulos se hubieron vuelto por lo menos tan diestros como yo en el arte de cabalgar, nuestras actividades ya no servían para distraerme de mi ansiedad. Habían transcurrido siete días desde la partida de Tapachini y sus hombres, tiempo suficiente para que un mensajero veloz hubiera regresado a Aztlán, pero no había sido así. Pasó el octavo día, y luego el noveno, tiempo suficiente para que todos los guardias de escolta hubieran regresado.

—Ha sucedido algo terriblemente malo —gruñí al décimo día mientras paseaba malhumorado por el salón del trono. De momento sólo les confiaba mi consternación a Améyatl y a G’nda Ke—. ¡Y no tengo manera de saber qué es!

—Quizá sea que esos hombres condenados hayan decidido esquivar su sino —sugirió mi prima—. Pero no creo que hayan podido escabullirse de la fila de uno en uno o de dos en dos, pues de ser así los escoltas te habrían informado de ello. De modo que lo más probable es que se hayan sublevado en masa: eran muchos y los escoltas pocos; y después de matar a los guardianes han debido de huir, juntos o por separado, a un lugar donde no puedas darles alcance.

—Ya he pensado en eso, naturalmente —gruñí—. Pero habían besado la tierra en señal de juramento. Y en otro tiempo habían sido hombres honorables.

—También lo fue Yeyac… en otro tiempo —comentó Améyatl con amargura—. Mientras nuestro padre estuvo presente para mantenerlo leal, viril y digno de confianza.

—Sin embargo —objeté—, se me hace difícil creer que ninguno de esos hombres haya cumplido su juramento… por lo menos para volver y decirme que los demás no lo habían hecho. Y recuerda, es prácticamente seguro que Pakápeti estaba entre ellos disfrazada de hombre. Y ella nunca desertaría.

—Quizá haya sido ella —apuntó G’nda Ke con aquella característica sonrisa suya de satisfacción— quien los ha matado a todos.

Aquel comentario no fue digno de ninguna observación por mi parte. Luego Améyatl dijo:

—Si los hombres de Yeyac mataron a sus escoltas, no creo que tuvieran reparos en hacer lo mismo con de De Puntillas ni con ninguno de los suyos que les hiciese frente.

—Pero eran guerreros —seguí objetando—. Siguen siendo guerreros, a menos que la tierra se haya abierto y se los haya tragado. No conocen otro modo de vida. Juntos o separados, ¿qué harán ahora con sus vidas? ¿Recurrir al vulgar bandidaje clandestino? Eso sería impensable para un guerrero, por muy deshonrosa que haya sido su conducta en otros aspectos. No, sólo se me ocurre que puedan haber hecho una cosa. —Me di la vuelta hacia la mujer yaqui y le dije—: En una época anterior al tiempo, una cierta G’nda Ke convirtió a muchos hombres buenos en malos, así que tú debes de estar bien versada en materia de traición. ¿Crees que esos hombres han reanudado su alianza con los españoles?

G’nda Ke se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Con qué fin? Mientras fueron hombres de Yeyac podían esperar favor y preferencia. Sin embargo, sin Yeyac para guiarlos no son nadie. Es posible que los españoles los aceptasen en sus filas, pero los despreciarían por completo al pensar, y con razón, que unos hombres que se han vuelto contra su propio pueblo también podrían volverse fácilmente contra ellos.

—Hablas con lógica —tuve que confesar.

—A esos desertores se los consideraría como los más bajos de los bajos. Incluso ese caballero de la Flecha sería degradado a yaoquizqui. Y lo más seguro es que él y los demás supieran eso incluso antes de desertar. Así que, ¿para qué hacerlo? Ningún guerrero, por muy desesperado que estuviera por escapar a tu ira, habría aceptado ese destino, mucho peor.

—Bueno, sea lo que sea lo que hayan hecho —comentó Améyatl—, lo hicieron en el camino de aquí a Compostela. ¿Por qué no envías a otro quimichi para que lo averigüe?

—¡No! —intervino con brusquedad G’nda Ke—. Aunque esa tropa no se acerque a Compostela, es inevitable que la noticia llegue allí. Cualquier campesino o leñador que fueran de camino para llevar sus mercancías al mercado de la ciudad ya debe de haber contado que han visto en los alrededores una amenazadora fuerza armada de aztecas. Y puede que el gobernador Coronado ya haya puesto en marcha hacia aquí a sus soldados para adelantarse a tus planes de insurrección y para devastar Aztlán. Ya no puedes permitirte, Tenamaxtli, molestar simplemente a los españoles con misiones al azar, como ésta, que ha fallado, y las de las mujeres de Michoacán. Te encuentres preparado o no, te guste o no, ya estás en guerra. Estás comprometido a hacer la guerra. La guerra total. No tienes otra alternativa más que guiar a ella a tu ejército.

—Me mortifica tener que admitir de nuevo que tienes razón, bruja —le dije—. Ojalá pudiera negarte el mayor de tus placeres, el de ver cómo se derrama la sangre y se siembra la destrucción. Sin embargo, lo que ha de ser, ha de ser. Ve pues, ya que, de toda mi corte, tú eres la persona más ansiosa de guerra. Envía recado a todos los caballeros de Aztlán para que mañana al amanecer tengan a nuestro ejército reunido en la plaza central, armado, con provisiones y dispuesto para marchar.

G’nda Ke esbozó una sonrisa vil y abandonó de prisa la habitación. Entonces le comenté a Améyatl:

—No voy a esperar a que el Consejo de Portavoces dé su asentimiento para este despliegue. Puedes convocarlos cuando quieras, prima, e informarles de que ahora existe un estado de guerra entre los españoles y los aztecas. Difícilmente podrán los miembros del Consejo revocar una acción que ya se ha emprendido. —Améyatl asintió, pero no con júbilo—. Destacaré un número de hombres para que se queden aquí como tu guardia de palacio —continué diciendo—. No los suficientes para repeler un posible ataque a la ciudad, pero sí los necesarios para ponerte a toda prisa a salvo en caso de peligro. Mientras tanto, como regente, vuelves a tener la autoridad de Uey-Tecutli, el Consejo ya lo sabe, hasta mi regreso.

—La última vez que te marchaste estuviste ausente años —dijo Améyatl con tristeza.

—¡Ayyo, Améyatl! —le contesté con alegría para tratar de animarla—. Esta vez espero que a mi regreso, sea cuando sea, pueda decirte que nuestra Aztlán es la nueva Tenochtitlan, capital de un Único Mundo recobrado, restaurado, renovado y no compartido con extranjeros. Y que dos primos, nosotros dos, somos los gobernantes absolutos de él.

—Primos… —murmuró—. Hubo un tiempo, oc ya nechca, en que éramos más como hermanos.

—Bastante más que eso, si me permites que te lo recuerde —le dije alegremente.

—No hace falta que me lo recuerdes. Entonces, cuando eras sólo un muchacho, te consideraba alguien muy querido. Ahora eres un hombre, y un hombre muy viril. ¿Qué serás cuando regreses de nuevo?

—Confío en no ser un viejo. Y espero seguir siendo capaz de… bueno… digno de que me tengas como a alguien muy querido.

—Así fue, así es y así será. Cuando el Tenamaxtli muchacho se marchó de Aztlán sólo le dije adiós con la mano. El hombre Tenamaxtli se merece una despedida más efusiva y memorable. —Me tendió los brazos—. Ven… queridísimo mio…

Como en su juventud, Améyatl todavía personificaba de manera tan efusiva el significado de su nombre (Fuente) que repetidamente disfrutamos de nuestras mutuas oleadas de pasión durante toda la noche, y por fin nos quedamos dormidos sólo cuando nuestros jugos estuvieron completamente agotados. Yo hubiera podido quedarme dormido sin acudir a la cita que tenía con mi ejército reunido de no ser porque la maleducada G’nda Ke, que nunca respetaba la intimidad, entró majestuosa sin que nadie la llamase en mis aposentos y me zarandeó bruscamente para que me despertase.

Frunciendo los labios al verme abrazado a Améyatl, exclamó en un rebuzno ruidoso:

—¡Mirad! ¡Mirad al siempre alerta, entusiasta, vigilante y guerrero líder de su pueblo revolcándose en la lujuria y en la pereza! ¿Eres capaz de dirigir, mi señor? ¿Puedes siquiera tenerte en pie? Ya es la hora.

—Márchate —rugí—. Vete a burlarte de otro. Tomaré un poco de vapor, me bañaré, me vestiré y me reuniré con el ejército cuando esté listo. Vete.

Pero la mujer yaqui tenía que lanzarle un insulto grosero a Améyatl antes de marcharse:

—Si has dejado agotada por completo la virilidad de Tenamaxtli y llegamos a perder esta guerra, mi lujuriosa señora, será por culpa tuya.

Améyatl que tenía la gracia y el ingenio de los que G’nda Ke carecía, se limitó a sonreír con satisfacción, contenta y medio dormida, y respondió:

—Puedo dar fe de que la virilidad de Tenamaxtzin soportará cualquier prueba.

A la mujer yaqui le rechinaron los dientes y salió de la habitación enfadada y a toda velocidad. Hice mis abluciones, me puse la armadura acolchada y el tocado quetzal de plumas en forma de abanico, símbolo de mando, y luego me incliné para darle un último beso a Améyatl, que seguía sonriente en la cama.

—Esta vez no te diré adiós con la mano —me susurró—. Sé que regresarás, y que lo harás victorioso. Sólo intenta que ese día llegue pronto. Hazlo por mí.

Al ejército, que ya se había reunido, le anuncié:

—Camaradas, al parecer los guerreros de Yeyac han vuelto a traicionarnos. O bien han fracasado o bien han desobedecido mi orden de sacrificarse en un ataque a la fortaleza de los españoles. Así que atacaremos con todas nuestras fuerzas. No obstante, es probable que Compostela ya nos esté esperando. Por ese motivo vosotros, caballeros y cuáchictin, haced caso de mis instrucciones. Durante los primeros tres días de nuestra marcha hacia el sur, iremos en formación de columna para avanzar lo más rápidamente posible. Al cuarto día daré otras órdenes. Y ahora… ¡adelante!

Yo cabalgaba, naturalmente, al frente de la comitiva, con los otros tres hombres a caballo detrás de mí, y a continuación los guerreros en columna de a cuatro, todos avanzando a paso ligero. G’nda Ke caminaba trabajosamente al final de la procesión, sin armas ni armadura, pues no iba a pelear, sólo nos acompañaría en la expedición que haríamos después del combate para reclutar guerreros de otras naciones.

Existe cierto animal que mora en los árboles al que nosotros llamamos huitzlaiuachi, «pequeño jabalí espinoso» (puerco espín en español), y que tiene todo el cuerpo erizado de afiladas púas en lugar de pelo. Nadie sabe por qué Mixcoatl, el dios de los cazadores, creó a ese animal tan particular, porque su carne es desagradable para los humanos, otros depredadores se mantienen sensatamente alejados de esa inexpugnable capa de innumerables espinas. Lo menciono sólo porque imagino que nuestro ejército en marcha debía de parecerse a ese pequeño jabalí espinoso, pero a uno inmensamente largo y grande. Cada guerrero llevaba a un hombro una larga lanza y al otro la jabalina más corta y el bastón arrojadizo atlatl, de modo que la columna entera era tan espinosa como el animal. Pero la nuestra era mucho más brillante y vistosa, porque la luz del sol brillaba en la punta de obsidiana de esas armas, y la columna además ostentaba las banderas, estandartes y pendones de varios colores de sus diversos contingentes… y mi propio y rimbombante tocado iba al frente de todo ello. Para cualquiera que nos observase de lejos, verdaderamente debíamos de parecer impresionantes; lo único que yo hubiera podido desear es que fuésemos más numerosos.

A decir verdad, yo tenía bastante sueño después de haber estado retozando toda la noche con Améyatl, así que, a fin de mantenerme despierto hablando con alguien, le hice señas al tícitl Ualiztli para que se adelantase con su caballo y se pusiese a cabalgar a mi lado. Estuvimos conversando de varios temas, incluida la manera como había muerto mi primo Yeyac.

—Así que el arcabuz es una arma que mata lanzando una bola de metal —comentó reflexivamente—. ¿Y qué clase de herida inflige, Tenamaxtzin? ¿Un golpe? ¿O penetra en la carne?

—Oh, penetra en la carne, te lo aseguro. La herida es muy parecida a la producida por una flecha, pero la bola llega con más fuerza y entra más adentro.

—He conocido hombres que han vivido, e incluso han continuado luchando, con una flecha clavada —dijo el tícitl—. O con más de una flecha, siempre que ninguna le hubiera perforado un órgano vital. Y una flecha, desde luego, por sus propias características, tapona la herida que ha producido y restaña la hemorragia en una medida considerable.

—La bola de plomo no —le informé—. Además, si a un hombre herido de flecha se le atiende con rapidez, un tícitl puede sacarle la flecha para tratarle la herida. Y una bola de plomo es casi imposible de extraer.

—Sin embargo —dijo Ualiztli—, si esa bala no hubiera dañado irreparablemente algún órgano interno, el único peligro de la víctima sería que se desangrase hasta morir.

—Me aseguré de que a Yeyac le ocurriese exactamente eso —le indiqué con severidad—. En cuanto se le perforó el vientre, lo volví boca abajo y lo mantuve así para que la sangre le saliese del modo más rápido.

—Hmm —murmuró el tícitl; y continuó cabalgando en silencio durante un breve tiempo. Luego comentó—: Ojalá se me hubiera llamado cuando lo llevaste a Aztlán, así habría podido examinar aquella herida. Me atrevo a decir que tendré que atender muchas así en los días venideros.

Nuestra columna continuó la marcha durante tres días siempre en formación, como yo había ordenado, porque quería que mis guerreros se mantuvieran en un grupo compacto por si nos encontrábamos con algún ejército que se dirigiera al norte desde Compostela. Pero no nos topamos con ninguno, ni siquiera divisamos soldados enemigos que explorasen la ruta. Así que, durante ese tiempo, no tuve motivo para ocultar o dispersar a mis hombres. Y al acampar cada noche no hacíamos el menor esfuerzo por ocultar la luz de las hogueras en las que cocinábamos la comida. Y eran comidas muy buenas, nutritivas y fortalecientes, que consistían básicamente en piezas de caza que iban cobrando a lo largo del camino los guerreros a los que se les había asignado tal tarea.

Yo había calculado que a la cuarta mañana tendríamos a la vista a los centinelas que Coronado hubiera apostado alrededor de la ciudad. Al amanecer de ese día, convoqué a mis caballeros y cuáchictin para decirles:

—Espero que al caer la noche estaremos a una distancia de Compostela apropiada para el ataque. Pero no pienso hacerlo desde esta dirección, pues lo más probable es que los españoles lo prevean así. Y tampoco pienso realizar el ataque inmediatamente. Rodearemos la ciudad y volveremos a reunirnos en el lado sur de la misma. Así que, de ahora en adelante, vuestras fuerzas han de dividirse en dos; una mitad avanzará hacia el oeste desde este camino, y la otra hacia el este. Y cada una de esas dos mitades ha de dividirse aún más: en guerreros separados, de uno en uno, y que cada uno de ellos avance con muchísima cautela y en silencio hacia el sur. Todos los estandartes se plegarán, las lanzas se llevarán al nivel del suelo, los hombres han de beneficiarse de los árboles, de la maleza, de los cactos, de cualquier camuflaje que sirva para hacerlos tan invisibles como sea posible.

Me quité el ostentoso tocado, lo doblé con mucho cuidado y lo metí detrás de la silla de montar.

—Sin las banderas, mi señor —quiso saber uno de los caballeros—, ¿cómo vamos a mantenernos en contacto unos con otros los que vamos a pie?

—Estos tres hombres montados y yo continuaremos avanzando abiertamente, a plena vista, por este sendero —le indiqué—. Encima de estos caballos seremos guías lo bastante visibles para que nos sigan los hombres. Y decidles esto: el más adelantado de ellos ha de permanecer por lo menos cien pasos por detrás de mi. Mientras tanto no es necesario que estén en contacto unos con otros. Cuanto más separados estén, mejor. Si un hombre se tropieza con un explorador español, ha de matar a ese enemigo, desde luego, pero en silencio y sin que se note. Quiero que todos nosotros nos acerquemos a Compostela sin que se nos detecte. Sin embargo, si alguno de vuestros hombres se encontrase con una patrulla enemiga o con un destacamento que no pudiera derrotar él solo, que entonces, y sólo entonces, eleve el grito de guerra, que se desplieguen los pendones y que todos vuestros hombres, pero nada más los situados a ese lado del sendero, acudan a la señal. Los hombres que se encuentren al otro lado han de continuar en silencio y furtivamente, como antes.

—Pero dispersos como estaremos —intervino otro caballero—, ¿no es también posible que los españoles nos aguarden igualmente escondidos y nos maten uno a uno?

—No —contesté llanamente—. Ningún hombre blanco será nunca capaz de moverse tan silenciosamente y permanecer invisible como lo hacemos nosotros, que hemos nacido en esta tierra. Y ningún soldado español cubierto de metal y plomo es capaz ni siquiera de permanecer pacientemente sentado y no hacer algún sonido o movimiento sin darse cuenta.

—El Uey-Tecutli habla con verdad —intervino G’nda Ke, que se había abierto camino a codazos entre el grupo y, como siempre, tuvo que entrometer un comentario, aunque no hiciera falta—. G’nda Ke conoce a los soldados españoles. Incluso un lisiado que camine arrastrando los pies y tropezándose podría caer sobre ellos sin que se dieran cuenta.

—Así pues —continué—, suponiendo que no se vean interrumpidas por ningún combate cuerpo a cuerpo, que no sean descubiertas por ningún tumulto u obstaculizadas por alguna fuerza superior, ambas mitades de las tropas continuarán marchando hacia el sur, guiadas por mí. Cuando juzgue que ha llegado el momento, volveré mi caballo hacia el oeste, hacia el lugar donde el sol se estará poniendo entonces, porque me gustaría tener el favor de Tonatiuh, y que brillase sobre mí tanto tiempo como sea posible. Los guerreros del lado occidental del sendero continuarán tras de mí, a cien pasos, confiando en que los conduzca a salvo hasta el otro lado de la ciudad.

—Y G’nda Ke estará justo detrás de ellos —comentó ésta complacientemente.

Le lancé una mirada de exasperación.

—Al mismo tiempo, el cuáchic Comitl volverá su caballo hacia el este, y los hombres de ese lado del sendero lo seguirán a él. Y en algún momento, cuando la noche ya esté avanzada, ambas mitades se encontrarán al sur de la ciudad. Enviaré mensajeros para que establezcan contacto entre las dos y organicen el reencuentro. ¿Me habéis comprendido?

Todos los oficiales hicieron el gesto de tlalqualiztli y luego se marcharon para transmitir mis órdenes a sus hombres. Muy poco tiempo después los guerreros habían desaparecido casi por arte de magia, como el rocío de la mañana, entre los árboles y la maleza, y el sendero quedó vacío detrás de mí. Sólo Ualiztli, Nocheztli, el mexícatl Comitl y yo seguíamos sentados en nuestras monturas a plena vista.

—Nocheztli —le ordené—, tú irás en cabeza. Cabalga delante, pero con paso tranquilo. Nosotros tres no te seguiremos hasta que te hayamos perdido de vista. Sigue avanzando hasta que divises cualquier señal del enemigo. Aunque hayan puesto guardias o barricadas a este lado de la ciudad, incluso lejos de ella, y te vean antes de que puedas evitarlo, no esperarán que haya sólo un atacante. Y además también podría ser que te reconocieran y los dejase perplejos el hecho de ver que te aproximas, sobre todo si vas a caballo, como un español. Y esa vacilación suya te permitirá huir sin que te hagan daño. De todos modos, cuando divises, si es que lo divisas, al enemigo, ya sea en formación o de cualquier otro modo, da media vuelta y vuelve para informarme.

—¿Y si no veo nada, mi señor? —me preguntó.

—Si estuvieras ausente demasiado tiempo y yo decidiera que ha llegado el momento de dividir a nuestros hombres, haré muy fuerte la llamada del grito de la lechuza. Si oyes eso y no estás muerto o prisionero, vuelve corriendo a reunirte con nosotros.

—Sí, mi señor. Me voy ya.

Y se marchó.

Cuando ya no era visible, el tícitl, Comitl y yo pusimos nuestros caballos al paso. El sol cruzó el cielo casi al mismo ritmo que llevábamos, y los tres pasamos aquel largo y ansioso día en conversaciones esporádicas. Era ya avanzada la tarde cuando por fin vimos que Nocheztli regresaba hacia nosotros, y lo hacia sin la menor prisa: avanzaba a un cómodo trote, aunque dudo de que su espalda se sintiera muy cómoda.

—¿Qué es esto? —le exigí en cuanto estuvo lo bastante cerca como para poder oírme—. ¿No tienes nada que informar?

Ayya, sí, mi señor, pero son noticias muy curiosas. Cabalgué hasta el barrio de los esclavos, a las afueras de la ciudad, sin que nadie me dijera nada. Y allí encontré las defensas de las que te hablé hace mucho, los gigantescos tubos de trueno, rodeados por soldados por todas partes. ¡Pero esos tubos de trueno siguen apuntando hacia adentro, hacia la propia ciudad! Y los soldados se limitaron a saludarme desenfadadamente con la mano. Así que hice gestos para indicarles que me había encontrado este caballo desensillado vagando suelto por las cercanías, y que estaba intentando encontrar a su dueño. Luego di media vuelta y regresé por este camino, sin prisas, porque no había oído el grito de la lechuza.

El cuáchic Comitl frunció el entrecejo y me preguntó:

—¿Qué te parece, Tenamaxtzin? ¿Hemos de creer el informe de este hombre? Recuerda que ya estuvo confabulado con el enemigo.

—¡Beso la tierra para jurar que es verdad! —protestó Nocheztli; y a continuación hizo el tlalqualiztli lo mejor que pudo sentado encima del caballo.

—Te creo —le dije; luego me volví hacia Comitl—. Nocheztli me ha demostrado su lealtad en varias ocasiones ya. Sin embargo, la situación es muy curiosa. Es posible que el caballero de la Flecha, Tapachini, y sus hombres nunca llegasen a avisar a Compostela. Pero también es posible que los españoles nos hayan tendido alguna astuta trampa. Si es así, todavía estamos fuera de su alcance. Procedamos tal como está planeado. Ualiztli y yo torceremos ahora hacia el oeste. Nocheztli y tú id hacia el este. Los hombres de a pie nos seguirán por separado. Rodearemos la ciudad holgadamente y volveremos a encontrarnos al sur de la misma en algún momento después de anochecer.

Aquella zona del sendero estaba rodeada a ambos lados por un bosque muy espeso, y cuando el tícitl y yo nos adentramos en él nos dimos cuenta que poco a poco el crepúsculo se hacía más profundo. Yo esperaba que los guerreros que se encontrasen a cien pasos detrás de nosotros pudieran vernos aún, y me preocupaba la posibilidad de dejarlos demasiado atrás cuando en realidad se hiciera de noche. Pero la preocupación se me fue de la cabeza cuando, de súbito, oí un fuerte y familiar ruido que procedía de algún lugar a nuestras espaldas.

—¡Eso ha sido un arcabuz! —exclamé ahogando un grito; y Ualiztli y yo tiramos de las riendas para detener a los caballos.

Apenas había pronunciado esas palabras cuando se oyó un inequívoco clamor de arcabuces al ser disparados de uno en uno, varios a la vez, al azar o un buen número de ellos a la vez; y todos ellos estaban situados en algún lugar a nuestra espalda, aunque no muy lejos. La brisa del atardecer me trajo el acre olor del humo de la pólvora.

—Pero… ¿cómo es posible que ninguno de nosotros hayamos visto…? —empecé a decir.

Luego recordé algo y comprendí lo que estaba pasando. Me vino a la memoria aquel soldado español en la orilla del lago Texcoco, y cómo descargaba toda una batería de arcabuces tirando de un cordel. Aquellos que ahora oía ni siquiera los sostenían los españoles. Los habían sujetado al suelo o a los árboles, y una cuerda tensa tiraba de los gatillos por entre la maleza. Mi caballo y el de Ualiztli de momento no habían pisado ningún cordel, pero los guerreros que iban detrás de nosotros se tropezaban con ellos continuamente, diezmando así sus propias filas con bolas de plomo letales que volaban.

—¡No te muevas! —le ordené al tícitl.

—¡Habrá heridos a los que atender! —protestó él; y empezó a tirar de las riendas para darle la vuelta al caballo.

Bueno, por fin resultaba que yo había calculado mal más cosas que lo referente a la ingenuidad de los defensores de Compostela. Pero si que había acertado en una: la gente de mi propia raza se movía tan silenciosamente como las sombras y se hacía más invisible que el viento. Un instante después un golpe terrible en las costillas me tiró de la silla. Al golpear contra el suelo tuve apenas tiempo de vislumbrar a un hombre, ataviado con armadura azteca y que manejaba una maquáhuitl, antes de que éste volviera a golpearme utilizando para ello la parte plana de madera de la espada, no la hoja de obsidiana; esta vez me dio en la cabeza, y todo a mi alrededor se volvió negro.

Cuando volví en mi me encontraba sentado en el suelo con la espalda apoyada en un árbol. Las sienes me latían de un modo abominable y tenía la visión nublada. Parpadeé para ver de aclararla, y cuando vi al hombre que estaba de pie ante mí apoyado en su maquáhuitl, esperando pacientemente a que recobrase el conocimiento, gemí de forma involuntaria:

—¡Por todos los dioses! ¡He muerto y he ido a Mictlan!

—Todavía no, primo —me aseguró Yeyac—. Pero puedes estar seguro de que vas a ir.