XXI

Cuando intenté moverme, descubrí que estaba firmemente atado al árbol, lo mismo que Ualiztli. Era evidente que a él no lo habían descabalgado de una forma tan brusca, pues estaba bien despierto y maldecía en voz baja. Todavía mareado, hablando con palabras confusas, le pregunté:

—Dime, tícitl, ¿es posible que este hombre, una vez muerto, pudiera haber vuelto a la vida?

—En este caso está claro que si —repuso el médico malhumorado—. Esa posibilidad ya se me había ocurrido a mi antes, cuando me explicaste que lo habías mantenido tumbado boca abajo para que la sangre se le saliera más copiosamente. Lo que en realidad conseguiste con eso fue permitir que la sangre se coagulase en la entrada de la herida. Si no se había destrozado ningún órgano vital y si sus amigos retiraron el, en apariencia, cadáver con la rapidez suficiente, cualquier tícitl competente podría haberlo curado. Créeme, Tenamaxtzin, no fui yo quien lo hizo. Pero, yya ayya ouiya, debiste mantenerlo boca arriba.

Yeyac, que había estado escuchando aquella conversación muy divertido, dijo entonces con ironía:

—Me tenía preocupado, primo, la posibilidad de que hubieras recibido una de esas bolas de plomo en la emboscada que mis buenos aliados españoles tendieron tan hábilmente. Cuando uno de mis íyactin vino a decirme que te había capturado vivo, me puse tan contento que lo hice caballero en el acto.

Mientras mis disminuidas luces empezaban a aclararse algo, gruñí:

—Tú no tienes autoridad suficiente para nombrar caballero a nadie.

—¿Ah, no? Pero, primo, si tú me has traído el tocado de plumas quetzal. Otra vez soy el Uey-Tecutli de Aztlán.

—Entonces, ¿para qué habrías de quererme vivo, si puedo disputarte esa burda usurpación?

—Simplemente estoy complaciendo a mi aliado, el gobernador Coronado. Es él quien te quiere vivo. Por lo menos durante cierto tiempo, para poder hacerte ciertas preguntas. Después… bueno, me ha prometido que me dejará que yo disponga de ti. Dejo el resto a tu imaginación.

Puesto que yo no tenía muchas ganas de prolongar aquello, le pregunté:

—¿Cuántos de mis hombres han muerto?

—No tengo ni idea. Ni me importa. Ciertamente, todos los sobrevivientes se dieron a la fuga y se dispersaron. Ya no son una fuerza de combate. Ahora, separados y a oscuras, sin duda están vagando lejos de aquí, perdidos, acobardados, desconsolados como la Mujer Llorona Chicocíuatl y los demás fantasmas errantes de la noche. Cuando llegue el día los soldados españoles tendrán poca dificultad para someterlos a todos, uno a uno. Coronado se pondrá contento de tener a unos hombres tan fuertes para esclavizarlos en sus minas de plata. Y, ayyo, aquí llega un pelotón para escoltarte hasta el palacio del gobernador.

Los soldados me desataron del árbol, pero me mantuvieron los brazos fuertemente atados mientras me sacaban de los bosques y me llevaban por el sendero hasta Compostela. Yeyac iba detrás con Ualiztli, y adónde se dirigieron no lo vi. Me encerraron toda la noche en una celda del palacio, sin darme agua ni comida, me mantuvieron bien vigilado y no me llevaron ante el gobernador hasta la mañana siguiente.

Francisco Vásquez de Coronado era, como me habían dicho, un hombre no mucho mayor que yo. Y para ser blanco, tenía buena presencia. Lucía una barba pulcra e incluso tenía un aspecto limpio. Los guardas me desataron, pero se quedaron en la habitación. Y había también otro soldado presente, quien, según se vio luego, hablaba náhuatl e iba a servir de intérprete.

Coronado le estuvo hablando largo y tendido (yo entendí cada una de sus palabras, naturalmente) y el soldado me repitió en mi lengua nativa:

—Su excelencia dice que otro guerrero y tú llevabais palos de trueno cuando fuisteis capturados. El otro ha resultado muerto. Resulta evidente que una de las armas había sido propiedad del Real Ejército español. La otra era una imitación hecha a mano. Su excelencia quiere saber quién hizo esa copia, dónde, cuántas se han hecho y cuántas se están haciendo. Di también de dónde ha salido la pólvora para hacerlas funcionar.

Nino ixnentla yanquic in tlaui pocuiahuime. Ayquic —le respondí.

—El indio dice, excelencia, que no sabe nada de arcabuces. Y nunca ha oído nada.

Coronado sacó la espada de la vaina que llevaba al cinto y dijo con calma:

—Dile que se lo vas a preguntar de nuevo. Y que cada vez que declare que no lo sabe, le cortaré un dedo. Pregúntale de cuántos dedos puede prescindir antes de proporcionarme una respuesta satisfactoria.

El intérprete repitió aquello en náhuatl y volvió a hacerme la misma pregunta.

Traté de aparentar sentirme intimidado, como debe ser en tales situaciones; hablé vacilante, aunque, claro está, sólo estaba contemporizando:

Ce nechca… Una vez… yo estaba viajando por la Tierra Disputable… y me tropecé con un puesto avanzado. El centinela estaba profundamente dormido. Le robé el palo de trueno. Lo he guardado desde entonces.

El intérprete me preguntó en tono de mofa:

—¿Te enseñó él a utilizarlo?

Entonces traté de poner cara de tonto.

—No, él no. No podía. Porque estaba dormido, ya sabes. Yo sé que hay que apretar esa cosa llamada gatillo. Pero nunca he tenido ocasión. Me capturaron antes de…

—¿Es que acaso ese soldado que estaba dormido te enseñó las partes internas y el funcionamiento del palo de trueno para que incluso vosotros, unos salvajes primitivos, pudierais hacer una réplica?

—Te aseguro que de eso no sé nada —insistí—. No sé nada de la réplica de la que hablas… tendrás que preguntárselo al guerrero que la llevaba.

El intérprete dijo con brusquedad:

—¡Ya te lo he dicho! Ese hombre resultó muerto. Le alcanzó una de las bolas de la trampa. Pero debió de pensar que se enfrentaba a soldados de verdad, porque al caer descargó su palo de trueno. ¡Y sabía bastante bien cómo usarlo!

Todo lo que yo había dicho, y las preguntas que él me había hecho, se lo repitió el intérprete en español al gobernador. Yo estaba pensando: «Comitl, buen hombre, has sido un auténtico “vieja águila” mexícatl hasta el final. Ya estarás gozando de la dicha de Tonatiucan». Pero luego tuve que empezar a pensar en mi propia situación, que era bastante apurada, pues Coronado me miraba con furia y decía:

—Si su camarada era tan diestro con un arcabuz, él también debe de serlo. Dile esto al condenado piel roja. Si no me confías todo al instante él…

Pero el gobernador se interrumpió. Otras tres personas acababan de entrar en la habitación, y una de ellas, con cierto asombro, le preguntó:

—Excelencia, ¿por qué os molestáis en utilizar un intérprete? Ese indio habla un castellano tan fluido como yo.

—¿Qué? —exclamó Coronado, confundido—. ¿Cómo sabéis vos eso? ¿Cómo es posible que lo sepáis?

Fray Marcos de Niza sonrió con presunción.

—A los hombres blancos nos gusta decir que no podemos distinguir a estos condenados pieles rojas unos de otros. Pero en éste me fijé la primera vez que lo vi, pues es excepcionalmente alto para su raza. Además, en aquella época iba vestido con atuendo español y cabalgaba en un caballo del ejército, así que todavía tengo más motivo para acordarme de él. Los hechos sucedieron cuando yo acompañaba a Cabeza de Vaca a la Ciudad de México. El teniente que estaba a cargo de la escolta permitió que este hombre pasara la noche en nuestro campamento porque…

Esta vez fue Coronado quien interrumpió.

—Todo esto resulta bastante incomprensible, pero guardaos vuestras explicaciones para más tarde, fray Marcos. En este momento hay cierta información que necesito saber con urgencia. Y para cuando la haya sonsacado a este prisionero y lo haya cortado en pedazos, creo que ya no será tan alto.

Solicitó de nuevo al intérprete, porque ahora habló el otro hombre que había entrado con el Monje Mentiroso: mi aborrecible primo Yeyac. Sabía pocas palabras de español, pero era evidente que había comprendido el sentido del comentario de Coronado. Yeyac protestó en náhuatl y el intérprete tradujo sus palabras.

—Vuestra excelencia sostiene una espada desenvainada y habla de hacer pedazos a esta persona. Puedo deciros que una lasca de obsidiana es más afilada que el acero, y puede cortar aún con más maña. Quizá no le haya dicho yo a vuestra excelencia que llevo dentro de mí una bola de palo de trueno que esta persona me metió allí. Pero le recuerdo a vuestra excelencia que me prometió que sería yo quien tendría la oportunidad de hacerlo astillas, de hacerlo picadillo.

—Sí, sí, muy bien —convino Coronado con mal humor; y volvió a meter bruscamente la espada en la vaina—. Saca esa condenada obsidiana tuya. Yo haré las preguntas, y tú puedes ir cortándole en pedacitos cuando las respuestas no me resulten lo suficientemente satisfactorias.

Pero ahora fue fray Marcos quien protestó.

—Excelencia, la primera vez que vi a este hombre aseguraba ser emisario del obispo Zumárraga. Además se presentó como Juan Británico. Haya o no haya estado cerca del obispo, sin duda alguna lo han bautizado en algún momento y ha recibido un nombre cristiano. Ergo, cuando menos es un apóstata, y seguramente un hereje. Y en consecuencia, en primer lugar está sujeto a la jurisdicción eclesiástica. Me sentiría muy feliz de poder juzgarlo, de declararlo culpable y de condenarle a la hoguera yo mismo.

Yo ya estaba empezando a sudar, y todavía tenía que oír algo de la tercera persona que había entrado con Yeyac y el Monje Mentiroso. Se trataba de G’nda Ke, la mujer yaqui, y no me sorprendí demasiado de verla allí en compañía de aquellas personas. Era inevitable que, después de haber sobrevivido a la emboscada (quizá incluso tuviera conocimiento de la misma por adelantado), ahora les había dado su fidelidad a los vencedores.

El soldado que hacía de intérprete parecía bastante mareado por tener que volverse de una persona a otra mientras traducía las conversaciones anteriores a los diversos participantes. Lo que dijo ahora G’nda Ke, y lo hizo del modo más zalamero, él lo tradujo al español.

—Buen fraile, puede que este Juan Británico sea un traidor a vuestra Santa Madre Iglesia. Pero, excelencia, también ha sido traidor en otro sentido. Puedo aseguraros que es el responsable de los numerosos ataques llevados a cabo por personas desconocidas, a las que hasta el momento no han aprehendido, en toda Nueva Galicia. Si a este hombre se le torturase como es debido, podría capacitar a vuestra excelencia para poner fin a esos ataques. Eso, me parece a mi, debería tener preferencia sobre la intención del fraile de enviarlo directamente al infierno cristiano. Y en ese interrogatorio yo ayudaría gustosa a vuestro leal aliado, Yéyactzin, porque tengo mucha práctica en esa arte.

¡Perdición! —voceó Coronado, desmesuradamente irritado—. ¡Hay tantos que reclaman la carne, la vida e incluso el alma de este prisionero que casi siento lástima por el pobre desgraciado! —Volvió la mirada iracunda de nuevo hacia mi y me exigió, esta vez en español—: Desgraciado, tú eres el único en esta habitación que aún no has sugerido cómo he de ocuparme de ti. Seguro que tendrás alguna idea al respecto. ¡Habla!

—Señor gobernador —dije yo, sin querer concederle ningún tratamiento de excelencia—, soy prisionero de guerra, y un noble de la nación azteca que está en guerra con la vuestra. Exactamente igual que los nobles mexicas, a los que vuestro marqués Cortés destronó y derrocó hace tantos años. El marqués no era, ni es, ningún hombre débil, pero encontró compatible con su conciencia tratar a aquellos nobles que hace tiempo derrotase de un modo civilizado. Y yo no pediría más que eso.

—¡Ahí tenéis! —dijo Coronado dirigiéndose a los tres que habían llegado más tarde—. Éstas son las primeras palabras razonables que he oído durante toda esta turbulenta confabulación. —Volvió a dirigirse a mi y ahora me preguntó—: ¿Vas a decirme cuál es el origen de ese arcabuz y el número de réplicas que tenéis? ¿Vas a decirme quiénes son los insurgentes que están asediando nuestros asentamientos situados al sur de aquí?

—No, señor gobernador. En todos los conflictos que han existido entre las naciones de este Único Mundo nuestro, y creo que igualmente en todos en los que vuestra España ha luchado contra otros pueblos, jamás los captores esperan que los prisioneros de guerra traicionen a sus camaradas. Y tened la seguridad de que yo tampoco lo haré, ni siquiera en el caso de que me interrogue esa mezcla de gallina y buitre que se encuentra ahí y que tanto fanfarronea de sus habilidades carroñeras.

La mirada dura que Coronado le dirigió a G’nda Ke indicó, estoy seguro, que él compartía la opinión que yo tenía de aquella mujer. Quizá realmente él hubiera empezado a sentir cierta simpatía hacia mí, porque cuando G’nda Ke, el fraile y Yeyac empezaron a la vez a protestar indignados, los hizo callar con un perentorio movimiento de mano y luego añadió:

—Guardias, llevad de nuevo al prisionero a su celda, y sin atar. Dadle comida y agua para mantenerlo vivo. Meditaré sobre este asunto antes de volver a interrogarlo. ¡Los demás, marchaos!, ¡y ahora mismo!

Mi celda tenía una puerta sólida, atrancada por fuera, ante la cual estaban apostados dos guardias. En la pared de enfrente había una sola ventana que, aunque no tenía barrotes, era demasiado pequeña para que nada más grande que un conejo pudiera pasar a través de ella. Sin embargo, no era tan pequeña como para no poder comunicarse con cualquier persona que estuviera en el exterior. Y en algún momento después del anochecer, alguien se acercó a aquella ventana.

—¡Oye! —llamó una voz con un volumen apenas lo suficientemente alto como para que yo la oyera.

Me levanté de la paja que me servía de cama y miré hacia afuera. Al principio no pude ver más que oscuridad; luego el visitante sonrió, vi unos dientes blancos y comprendí que quien me visitaba era un hombre tan negro como la noche, el esclavo moro Estebanico. Lo saludé con afecto, aunque también lo hice en un murmullo, procurando no alzar la voz.

—Te dije, Juan Británico —me aseguró al comenzar a hablar—, que siempre estaría en deuda contigo. Y a estas alturas estoy seguro de que ya debes de saber que se me ha nombrado, como predijiste, para que guíe al Monje Mentiroso hasta esas inexistentes ciudades llenas de riquezas. Así que te debo cualquier ayuda o consuelo que pueda proporcionarte.

—Gracias, Esteban —respondí—. Me sentiría muy bien si estuviera en libertad. ¿Podrías distraer de algún modo a los guardias y desatrancar la puerta?

—Mucho me temo que eso queda fuera de mi alcance. Los soldados españoles no le hacen mucho caso a un hombre negro. Además, y perdona si mis palabras me hacen parecer egoísta, valoro mucho mi propia libertad. Trataré de pensar en algún medio para que tú puedas huir sin que ello me ponga a mi en tu lugar. Pero mientras tanto te diré que acaba de llegar una noticia a través de una patrulla española que quizá te anime. Desde luego, a los españoles no les ha gustado en absoluto.

—Bien. Dime.

—Pues bien, después de la emboscada de anoche se encontró a algunos de tus guerreros muertos o heridos. Pero el gobernador ha esperado hasta esta mañana para enviar a una patrulla a peinar toda la zona. Y no han encontrado muchos más guerreros muertos o heridos. Resulta evidente que la mayoría de tus hombres consiguieron sobrevivir y escaparon. Y uno de esos fugitivos, un hombre que iba a caballo, se dejó ver audazmente por la patrulla esta mañana. Cuando los hombres de la patrulla regresaron aquí, describieron cómo era el fugitivo. Los dos indios que ahora están compinchados con Coronado, Yeyac y esa horrible mujer llamada G’nda Ke, al parecer reconocieron al hombre descrito. Pronunciaron un nombre: Nocheztli. ¿Te dice algo eso?

—Sí —dije—. Es uno de mis mejores guerreros.

—Yeyac pareció extrañamente molesto al saber que ese Nocheztli es uno de los tuyos, pero no hizo demasiados comentarios, pues estábamos todos en presencia del gobernador y de su intérprete. Sin embargo, la mujer se echó a reír con desprecio y llamó a Nocheztli cuilontli, y dijo que no era nada varonil. ¿Qué significa esa palabra, amigo?

—No importa. Sigue, Esteban.

—G’nda Ke le dijo a Coronado que un hombre tan poco viril, aunque estuviera armado y anduviese suelto, no representaría peligro alguno. Pero noticias posteriores demostraron que la mujer estaba equivocada.

—¿Cómo ha sido?

—Ese Nocheztli tuyo no sólo escapó a la emboscada, sino que al parecer se encontraba entre los pocos que no se aterrorizaron y huyeron despavoridos al dejarse llevar por el pánico. Uno de vuestros hombres, que estaba herido y que trajeron aquí, relató con orgullo lo que pasó a continuación. Ese hombre, Nocheztli, sentado en solitario en su caballo en medio de la oscuridad y el humo, comenzó a gritar imprecaciones a los que huían, los insultó llamándolos débiles y cobardes y estuvo bramando hasta conseguir que se reagrupasen a su lado.

—Desde luego, tiene una voz convincente —le aseguré.

—Reunió a todos los guerreros que quedaban y se los ha llevado a algún sitio donde esconderse. Yeyac le dijo al gobernador que seguro que eran varios centenares.

—Unos novecientos, en principio —le dije—. Deben de ser más o menos los hombres que quedan con Nocheztli.

—Coronado se muestra reacio a perseguirlos. Las fuerzas que tiene aquí ascienden a poco más de mil hombres, contando incluso a aquellos que aportó Yeyac. El gobernador tendría que enviarlos a todos, y de ese modo dejaría Compostela indefensa. De momento, sólo ha tomado la precaución de volver toda la artillería de la ciudad, lo que vosotros llamáis tubos de trueno, apuntando hacia el exterior otra vez.

—No creo que Nocheztli montase otro ataque sin tener instrucciones mías —le comenté.

—Pues te aseguro que es un hombre de recursos —me confió Esteban—. Se llevó algo más que a tu ejército fuera del alcance de los españoles.

—¿A qué te refieres?

—La patrulla que salió esta mañana… una de sus tareas era recuperar todos los arcabuces que se habían colocado atados con cordeles para que tus guerreros se tropezasen con ellos. La patrulla regresó sin ellos. Antes de desaparecer, por lo visto ese Nocheztli tuyo ordenó que se recogieran todos y se los llevó consigo. Por lo que he oído, consiguió un número que oscila entre treinta y cuarenta de esas armas.

No pude evitar exclamar con júbilo:

¡Yyo ayyo! ¡Estamos armados! ¡Alabado sea Huitzilopochtli, el dios de la guerra!

No debí hacerlo. Un instante después se oyó el sonido que la puerta de mi celda producía cuando la desatrancaban. Ésta se abrió de golpe y uno de los guardias se asomó a las tinieblas de la celda lleno de suspicacia; para entonces yo ya me había despatarrado de nuevo en la paja y Esteban había desaparecido.

—¿Qué ha sido ese ruido? —exigió el guardia—. Loco, ¿acaso estás gritando para pedir ayuda? No conseguirás nada.

—Estaba cantando, señor —le expliqué con altivez—. Entonando la gloria de mis dioses.

—Que Dios ayude a tus dioses —gruñó el guardián—. Tienes una voz condenadamente desagradable para cantar.

Y volvió a cerrar la puerta con violencia.

Me quedé allí sentado, en la oscuridad, y me puse a meditar. Ahora me daba cuenta de que había hecho otro juicio erróneo, y no ahora, sino hacía mucho tiempo. Influido por el odio que albergaba hacia el odioso Yeyac y sus varones íntimos, había estimado que todos los cuilontin eran malévolamente rencorosos y vengativos hasta que, cuando un hombre de verdad los desafiaba, se volvían tan serviles y cobardes como la más sumisa de las mujeres. Nocheztli me había sacado de ese error. Obviamente, los cuilontin eran tan variados de carácter como los demás hombres, porque el cuilontli Nocheztli había actuado con virilidad, valor y capacidad dignos de un verdadero héroe. Y si alguna vez volvía a verlo, dejaría bien claro el respeto y la admiración que sentía por él.

—Tengo que verlo de nuevo —musité para mis adentros.

Nocheztli había conseguido armar con un golpe rápido y osado a una buena porción de mis fuerzas con armas iguales a las de los hombres blancos. Pero esos arcabuces eran inútiles si no disponían de provisiones de pólvora y plomo. A menos que mi ejército pudiera asaltar y saquear el propio arsenal de Compostela, perspectiva ésta no muy probable, habrían de buscar el plomo y fabricar la pólvora. Y yo era el único hombre entre los nuestros que sabía de qué estaba compuesta la pólvora, y ahora me maldije por no haber compartido nunca dicho conocimiento con Nocheztli o con algún otro de mis suboficiales.

—Tengo que salir de aquí —musité.

Sólo tenía un amigo allí, en la ciudad, y me había dicho que intentaría concebir algún plan para lograr mi huida. Pero además de los enemigos españoles, que era comprensible que lo fueran, también tenía otros muchos enemigos en la ciudad: el vengativo Yeyac, aquel mojigato Monje Mentiroso y la siempre malvada G’nda Ke. Seguro que no pasaría mucho tiempo antes de que el gobernador ordenara que me llevasen a su presencia, o a presencia de todos ellos, y no podía confiar en que Esteban lograse rescatarme en tan breve espacio de tiempo.

Sin embargo, me recordé a mi mismo, cuando Coronado me mandase llamar, por lo menos saldría de aquella celda. ¿Acaso tendría yo oportunidad, cuando estuviera en camino hacia él, de deshacerme de mis guardianes y echar a correr hacia la libertad? Mi propio palacio de Aztlán tenía tantas habitaciones, alcobas y dependencias que esquivar a los perseguidores y ocultarse no sería imposible para cualquier fugitivo que estuviese tan desesperado como yo. Pero el palacio de Coronado no era tan grande ni tan majestuoso como el mío, ni mucho menos. Repasé mentalmente la ruta por la que los guardias me habían conducido ya dos veces, el trayecto entre la celda y el salón del trono, si es que se llamaba así, donde el gobernador me había interrogado. Mi celda era una de las cuatro que había en el extremo más remoto del edificio; no sabía si las demás estaban ocupadas o no. Y más allá había un largo pasillo… luego un tramo de escaleras… luego otro pasillo…

No recordaba lugar alguno donde tuviera posibilidades de fugarme, ninguna ventana accesible por la que pudiera arrojarme. Y una vez en presencia del gobernador, me hallaría rodeado. Después, si no me ejecutaban sumariamente allí mismo, delante de él, había muchísimas probabilidades de que no volvieran a conducirme a la misma celda, sino a alguna clase de cámara de tortura o incluso a la hoguera. Bien, pensé con tristeza, por lo menos tendrían que quemarme en el exterior. Y no era del todo imposible que de camino hacia allí…

Pero aquel pensamiento sólo me proporcionó vanas esperanzas, desde luego. Estaba intentando luchar contra la negra desesperación y hacerme a la idea de lo que me esperaba, lo peor, cuando de pronto oí una voz.

—Oye.

Era de nuevo el susurro de Esteban, que estaba junto a mi diminuta ventana. Me puse en pie de un salto y me asomé otra vez escudriñando la oscuridad, que de nuevo fue hendida por una sonrisa de dientes blancos cuando el negro me dijo en voz baja pero con confianza:

—Tengo una idea, Juan Británico.

Cuando me la explicó, comprendí que aquel hombre había estado pensando tanto como yo, sólo que —eso tengo que decirlo— con mucho más optimismo. Lo que me propuso a continuación era tan temerario que rayaba en la locura, pero por lo menos él si que había tenido una idea, y yo no.

A la mañana siguiente los guardias me ataron las manos antes de darme escolta y de llevarme a presencia del gobernador para mi siguiente confrontación con éste; pero obedeciendo a un gesto displicente del mismo gobernador, me desataron y se quedaron a un lado. Además de otros cuantos soldados, también se encontraban en la estancia G’nda Ke, fray Marcos y su guía Esteban; todos ellos se paseaban por allí con tanta libertad como si fueran los iguales de Coronado.

A mí, el gobernador me dijo:

—He excusado a Yeyac de asistir a esta conferencia porque, francamente, detesto a ese tramposo hijoputa. No obstante, y como consecuencia de nuestra entrevista anterior, te tengo, Juan Británico, por hombre honorable y cabal. Por ello aquí y ahora te ofrezco el mismo pacto que mi predecesor, el gobernador Guzmán, hizo con ese Yeyac. Serás puesto en libertad, igual que el otro jinete que capturamos vivo contigo.

Hizo otra seña y un soldado trajo de otra habitación a Ualiztli, el tícitl, con aspecto malhumorado y desgreñado, pero en modo alguno malherido. Aquello ponía una pequeña complicación en el plan de huida, aunque pensé que tampoco ninguna cosa que fuera insuperable, y me alegró la posibilidad de llevarme conmigo a Ualiztli. Le hice señas para que se me acercase y se pusiera a mi lado, y esperé a oír el resto de la presunta oferta del gobernador.

—Se te permitirá regresar a ese lugar llamado Aztlán y reanudar allí tu gobierno —me explicó éste—. Te garantizo que ni Yeyac ni nadie de su cohorte te disputará la supremacía, aunque tenga que matar a ese condenado maricón para asegurarme de ello. Tu pueblo y tú conservaréis vuestros dominios tradicionales y viviréis allí en paz, sin que mi gente os moleste ni intente invadiros o conquistaros. Con el tiempo, a vosotros los aztecas y a nosotros los españoles quizá nos resulte beneficioso entablar comercio y otros intercambios, pero nada de eso se te impondrá por la fuerza. —Hizo una pausa y se quedó esperando, pero al ver que yo guardaba silencio, continuó—: En contrapartida, tú me garantizas que no guiarás ni incitarás ninguna otra rebelión contra Nueva Galicia, Nueva España ni ninguno de los demás territorios de su majestad, ni contra sus súbditos en este Nuevo Mundo. Enviarás recado a esos grupos insurgentes del sur para que cesen en sus actividades. Y también me jurarás que estás dispuesto a impedir, como hizo Yeyac, cualquier incursión de esos importunos indios del norte en la Tierra de Guerra. Así que, ¿qué dices, Juan Británico? ¿De acuerdo?

—Os agradezco, señor, vuestra halagadora estima de mi carácter y la confianza de que yo mantendría mi palabra dada —le dije—. Yo también os tengo por hombre honorable. Y por ese motivo no os faltaría al respeto y me pondría yo mismo en desgracia al daros mi palabra y después faltar a ella. Debéis ser completamente consciente de que lo que me ofrecéis no es nada más que lo que mi pueblo y yo siempre hemos tenido y lucharemos por conservar. Nosotros los aztecas hemos declarado la guerra contra vos y todos los demás hombres blancos. Dadme muerte en este momento, señor, y algún otro azteca se levantará para guiar a nuestros guerreros en esa guerra. Rechazo respetuosamente el pacto que me ofrecéis.

El rostro de Coronado había ido ensombreciéndose durante mi discurso, y estoy seguro de que estaba a punto de responder con ira y maldiciones. Pero justo entonces Esteban, que durante aquel rato había estado deambulando tranquilamente por la sala, se puso a mi alcance.

Le rodeé de pronto el cuello con mi brazo, lo apreté con fuerza contra mi y, con la mano que me quedaba libre, le saqué del cinto el cuchillo de acero que llevaba allí envainado. Esteban hizo un aparentemente tremendo esfuerzo por liberarse, pero desistió cuando le puse la hoja del cuchillo en la garganta desnuda. Ualiztli, a mi lado, me miró con asombro.

¡Soldados! —chilló con estridencia G’nda Ke desde el otro extremo de la sala—. ¡Apuntad! ¡Matad a ese hombre! —Vociferaba en náhuatl, pero nadie hubiera podido equivocar lo que decía—. ¡Matadlos a los dos!

¡No! —exclamó fray Marcos.

¡Deteneos! —bramó Coronado, exactamente tal como Esteban había pronosticado que pasaría.

Los soldados, que ya habían levantado los arcabuces o habían desenvainado las espadas, quedaron perplejos y no hicieron movimiento alguno.

¿Qué no? —voceó G’nda Ke llena de incredulidad—. ¿Qué no los maten? Pero ¿qué clase de mujeres tímidas sois vosotros, locos blancos?

Hubiera continuado con aquella incomprensible diatriba suya, pero el fraile la hizo callar gritando más que ella con desesperación:

—¡Por favor, excelencia! Los guardias no deben correr el riesgo de…

—¡Ya lo sé, imbécil! ¡Cierra la boca! ¡Y estrangula a esa perra ululante!

Yo iba retrocediendo lentamente, caminando hacia atrás, en dirección a la puerta, haciendo ver que arrastraba al indefenso negro; Ualiztli iba justo a nuestro lado. Esteban volvía la cabeza a un lado y a otro como si buscase ayuda; los ojos se le salían de las órbitas a causa del miedo. El movimiento de su cabeza era deliberado para hacer que la hoja del cuchillo le cortase ligeramente la piel de la garganta, de modo que todos vieran un hilo de sangre que le corría por el cuello.

—¡Deponed las armas, soldados! —ordenó Coronado a sus soldados, que miraban alternativamente con la boca abierta a él y a nosotros, que avanzábamos lenta y cautelosamente—. Quedaos donde estáis. Nada de disparos, nada de espadas. Prefiero perder a ambos prisioneros que a ese moro miserable.

—Ordenadle a uno de vuestros hombres, señor, que salga corriendo delante de nosotros e informe a voces a los soldados de los alrededores —le grité—. No se nos ha de molestar ni poner trabas. Cuando hayamos salido de los límites de la ciudad sanos y salvos, soltaré ileso a este valioso moro vuestro. Tenéis mi palabra de honor al respecto.

—Sí —convino Coronado con los dientes apretados. Le hizo seña a un soldado que estaba cerca de la puerta—. Id, sargento. Haced lo que dice.

Dando un rodeo para no acercarse a nosotros, el soldado salió corriendo hacia la puerta. Ualiztli, yo y el fláccido Esteban, cuyos ojos seguían desorbitados, no íbamos muy lejos detrás de él. Nadie nos persiguió mientras seguíamos a aquel soldado por un corto vestíbulo donde yo no había estado antes, bajábamos por un tramo de escaleras y salíamos por la puerta de la calle del palacio. El soldado ya estaba voceando cuando salimos. Y allí, atado a un poste, como había dispuesto Esteban, nos estaba esperando un caballo ensillado.

—Tícitl Ualiztli —dije—, tendrás que ir corriendo al lado. Lo siento, pero no había contado con tu compañía. Mantendré el caballo al paso.

—¡No, por Huitzli, ve al galope! —exclamó el médico—. ¡Por viejo y gordo que yo esté, me siento lo bastante ansioso por salir de aquí como para moverme igual que el viento!

—En el nombre de Dios —gruñó Esteban en voz muy baja—. ¡Deja de parlotear y muévete! ¡Échame atravesado en la silla, salta tú detrás y vámonos!

Cuando lo alcé encima del caballo (en realidad él saltó y yo sólo hice ver que lo impulsaba), nuestro soldado heraldo estaba gritando órdenes a todo el que pudiera oírle.

—¡Dejad paso! ¡Paso libre!

Las demás personas que había en la calle, soldados y civiles por igual, miraban atontados con la boca abierta aquel extraordinario espectáculo. No fue hasta que estuve sentado detrás del promontorio trasero de la silla, mientras sujetaba ostentosamente el cuchillo de Esteban y le apuntaba con él a los riñones, que me di cuenta de que se me había olvidado desatar al caballo de la barandilla. Así que tuvo que hacerlo Ualiztli, quien me tendió luego las riendas. A continuación, y haciendo honor a su palabra, el tícitl salió corriendo a una velocidad encomiable para alguien de su edad y volumen, haciendo posible que yo pusiera al trote el caballo a su lado.

Cuando hubimos perdido de vista el palacio y ya no alcanzábamos a oír los gritos de aquel soldado, Esteban, que iba botando mientras colgaba incómodamente cabeza abajo, empezó a darme instrucciones. Que torciera a la derecha en la próxima calle, a la izquierda en la siguiente, y así sucesivamente hasta que estuvimos fuera del centro de la ciudad y salimos a uno de los barrios pobres donde vivían los esclavos. No había muchos por allí, pues a aquella hora la mayoría estaba realizando trabajos de esclavo donde fuera, y los pocos que vimos tuvieron buen cuidado de apartar los ojos. Probablemente supusieron que nosotros, dos indios y un moro, también éramos esclavos que estábamos empleando un modo verdaderamente único de escapar, y querían poder decir, si llegaba el caso de que los interrogaban sobre ello, que no nos habían visto.

Cuando llegamos a las afueras de Compostela, donde incluso las barracas de los esclavos eran pocas y diseminadas y no había absolutamente nadie a la vista, Esteban dijo:

—Para aquí.

Él y yo desmontamos como pudimos del caballo y el tícitl se desplomó en el suelo cuan largo era, jadeando y sudando. Mientras Esteban y yo nos frotábamos las partes doloridas del cuerpo —él el estómago y yo el trasero—, Esteban me explicó:

—Hasta aquí es todo lo lejos que puedo llegar haciendo el papel de rehén para vuestra seguridad, Juan Británico. Más allá habrá puestos de guardia de los españoles, y no habrán recibido el mensaje de dejarnos pasar. Así que tu compañero y tú tendréis que ir solos como podáis, a pie y con mucha cautela. Yo sólo puedo desearos buena fortuna.

—Y hasta ahora la hemos tenido gracias a ti, amigo. Confió en que la fortuna no nos abandone ahora, cuando estamos tan cerca de la libertad.

—Coronado no ordenará una persecución hasta que haya vuelto a recuperarme sano y salvo. Como te dije, y como han demostrado los acontecimientos, ese ambicioso gobernador y el fraile avaricioso no quieren arriesgarse a poner en peligro mi negro pellejo. Así que… —Volvió a subirse a la silla con rigidez, esta vez en la posición correcta—. Dame el cuchillo.

Se lo di, y Esteban lo usó para desgarrarse la ropa por varios sitios e incluso para hacerse algunos cortes en la piel aquí y allá, sólo lo suficiente para que le saliera un poco de sangre; luego me devolvió el cuchillo.

—Y ahora —me pidió— emplea las riendas para atarme las manos con fuerza al pomo de la silla. A fin de proporcionaros todo el tiempo que pueda para que echéis a correr, iré muy despacio hasta el palacio. Puedo decir que estoy débil a causa de los crueles cortes y vapuleos que vosotros, que sois unos salvajes, me habéis producido. Alegraos de que yo sea negro; nadie notará que no tengo casi magulladuras. Más no puedo hacer por ti, Juan Británico. En cuanto llegue al palacio, Coronado desplegará todo su ejército para buscarte y removerá hasta el último guijarro. Para entonces debes estar lejos, muy lejos de aquí.

—Lo estaremos —le aseguré—. O bien en lo profundo de nuestros bosques nativos o a buen recaudo en las profundidades de ese lugar oscuro que vosotros los cristianos llamáis infierno. Te damos las gracias por tu bondadosa ayuda, por tu atrevida imaginación y por ponerte tú mismo en peligro por nosotros. Ve, amigo Esteban, y te deseo gozo en esa libertad tuya que pronto ha de ser realidad.