XIII

Nuestro pueblo tiene un dicho: que un hombre que no sabe adónde va no necesita tener miedo de perderse. Mi única meta era alejarme cuanto más mejor de la Ciudad de México antes de torcer hacia el norte en dirección a las tierras no conquistadas. De modo que desde Tlácopan tomé aquellos caminos que continuaban llevándome hacia el oeste. Con el tiempo me encontré en Michoacán, la tierra del pueblo purepe.

Aquella nación era una de las pocas del Único Mundo que nunca habían sido sometidas ni obligadas a pagar tributo por los mexicas. El principal motivo de la sólida independencia de Michoacán en aquellos tiempos era que los artesanos y los armeros purepes conocían el secreto de componer un metal marrón tan duro y cortante que, en la batalla, las hojas de ese metal prevalecían sobre las quebradizas armas de obsidiana de los mexicas. Tras sólo unos cuantos intentos de someter Michoacán, los mexicas se dieron por satisfechos y establecieron una tregua, y de allí en adelante las dos naciones intercambiaron libre comercio… o casi libre; los purepechas nunca permitieron que ningún otro pueblo del Único Mundo aprendiera el secreto de su metal maravilloso. Desde luego, ese metal ya no es ningún secreto; los españoles lo reconocieron a simple vista como bronce. Y aquellas hojas marrones no pudieron hacer nada contra el acero más duro y más cortante de los hombres blancos… ni contra aquel otro metal más blando que también tenían: el plomo impulsado por la pólvora.

No obstante, a pesar de tener un armamento inferior, los purepechas lucharon con más fiereza contra los españoles de lo que lo había hecho ninguna de las demás naciones que éstos habían invadido. En cuanto aquellos hombres blancos hubieron conquistado y se hubieron asegurado bien lo que ahora es Nueva España, uno de los más crueles y rapaces de sus capitanes, un hombre llamado Guzmán, se puso en marcha al mando de sus tropas hacia el oeste desde la Ciudad de México por el mismo camino que yo había seguido ahora. Su idea era apoderarse para sí de tantas tierras y súbditos como había adquirido su comandante Cortés. Aunque la palabra Michoacán significa solamente tierra de pescadores, Guzmán pronto descubrió —como los mexicas lo habían descubierto antes que él— que bien podía haberse llamado Tierra de los Guerreros Desafiantes. A Guzmán le costó varios miles de sus soldados avanzar, y avanzar sólo muy despacio, a través de los fértiles campos y onduladas colinas de aquel paisaje tan grato a la vista. De los purepechas cayeron muchos miles más, pero siempre quedaba alguno para seguir peleando sin tregua. Guzmán tardó casi quince años en abrirse camino a base de cuchilladas, explosiones e incendios hasta la frontera norte de Michoacán, donde ésta limita con la tierra llamada Kuanáhuata, y hasta el límite occidental, que es la costa del mar Occidental. (Como ya he dicho antes, cuando mi madre, mi tío y yo viajamos a la Ciudad de México, a menudo tuvimos que rodear cautelosamente las zonas de Michoacán, en las que todavía se libraban sangrientas batallas). Yo mismo, como guerrero, considerando lo que le había costado a Guzmán la conquista, en años y en bajas, debo reconocer que se había ganado justamente el derecho a reclamar aquella tierra y a darle el nuevo nombre que eligió, Nueva Galicia, en honor de su provincia natal en Vieja España.

Pero también hizo algunas cosas que no tienen excusa. Reunió a los pocos guerreros que había hecho prisioneros con vida y a los demás hombres y muchachos purepes de Nueva Galicia que algún día pudieran llegar a convertirse en guerreros y los deportó como esclavos, por el mar Oriental, a la isla de Cuba y a otra isla situada también por allí llamada La Española. Así Guzmán pudo estar seguro de que aquellos hombres y muchachos, incapaces de hablar el idioma de los esclavos nativos de aquellas islas y de los esclavos moros importados, estarían impotentes para fomentar cualquier desafío contra sus amos españoles.

Por eso cuando llegué a Michoacán, la población estaba compuesta por hembras jóvenes y viejas, hombres ancianos y niños apenas adolescentes. Como yo era el primer hombre adulto que sin ser viejo se veía por aquellos lares en los últimos tiempos, se me consideró como una curiosidad, aunque una curiosidad bien acogida, por cierto. Durante mi viaje hacia el oeste a través de lo que habían sido las tierras de los mexicas había tenido que pedir comida y cobijo en las aldeas y granjas por las que había pasado. Los hombres de esos lugares siempre me habían concedido hospitalidad, pero yo había tenido que pedirla. Allí en Michoacán, verdaderamente me habían asediado con ofrecimientos de comida, bebida y de un lugar para dormir; y me dijeron: «Quédate todo el tiempo qué quieras, forastero». Al pasar por las casas situadas junto al camino, las mujeres —porque no había hombres— salían literalmente corriendo por la puerta para tirarme del manto e invitarme a que entrase en sus hogares. Y si yo era una novedad para ellos, también los purepechas eran una novedad para mí aunque ya me esperaba que fueran la clase de gente que era. Y esto obedecía a que yo ya había conocido a varios de sus ancianos (supervivientes) en la Ciudad de México —mercaderes pochtecas, mensajeros o simples vagabundos—, en el Mesón de San José o en los mercados. Aquellos hombres tenían la cabeza tan calva como huevos de huaxolomi y, según me explicaron, así tenían la cabeza todos los hombres, mujeres y niños de Michoacán, porque los purepechas consideraban la calvicie lisa y reluciente como el toque que corona la belleza humana. Aun así, el que yo hubiera visto a aquellos hombres con las cabezas afeitadas del todo, a excepción de las pestañas, no me había causado una excesiva impresión; al fin y al cabo eran ya lo bastante viejos como para estar calvos de todos modos. Por eso fue una sensación totalmente diferente la qué sentí al llegar a Michoacán y ver a todo ser viviente dotado de alma —desde los niños de pecho hasta las mujeres adultas pasando por los niños y las ancianas— tan desprovistos de pelo como los viejos que había entre ellos.

La mayoría de las personas del Único Mundo, incluido yo, nos enorgullecíamos de nuestro cabello y lo llevábamos largo. Los hombres nos lo dejábamos crecer hasta los hombros, con un flequillo espeso en la frente; el cabello de las mujeres podía llegar hasta la cintura, incluso hasta más abajo. Pero los españoles, al estimar la barba y los bigotes como los únicos y verdaderos símbolos de virilidad, opinaban que nuestros hombres parecían afeminados y nuestras mujeres desaseadas. Incluso acuñaron una palabra, balcarrota (que más o menos significa «almiar»), para referirse a nuestro peinado, y hablaban de él en tono despectivo. Además, como siempre estaban acusándonos de pequeños hurtos, de que les quitábamos sus pertenencias, suponían que ocultábamos lo robado debajo de todo aquel cabello. Así que Guzmán y los demás señores españoles de Nueva Galicia sin duda daban su más alta aprobación a la costumbre purepe de lucir una total calvicie. Sin embargo, había en Michoacán otras costumbres que estoy seguro de que los españoles, al ser cristianos, no aprobaban. Y ello se debe a que a los cristianos les produce gran desasosiego la menor mención de los actos sexuales, y en realidad los aterroriza mucho más cualquier conducta sexual fuera de lo común de lo que les repele, pongamos por caso, los sacrificios humanos a los «dioses paganos». En la época en que yo estaba aprendiendo todo lo que podía del idioma poré, aquellos purepechas de la ciudad me habían enseñado muchas palabras y frases referentes a asuntos sexuales. Esos hombres, repito, eran muy viejos, hacía mucho tiempo que los había abandonado la capacidad de acoplamiento o cualquier pequeño deseo a ese respecto. No obstante chasqueaban las encías con lascivia cuando relataban los variados, notables, indecorosos y escandalosos modos en los que habían apagado sus apetitos sexuales de la juventud… y su tradición local les había permitido hacerlo así.

Digo «indecorosos y escandalosos» aunque yo personalmente no haya sido nunca un ejemplo de castidad o modestia. Pero mi pueblo azteca, los mexicas y la mayoría de los demás pueblos siempre habían sido casi tan mojigatos como los cristianos con respecto al sexo. Nosotros no teníamos leyes, normas ni prohibiciones escritas, como tienen los cristianos, pero la tradición nos enseñaba que ciertas cosas, sencillamente, no había que hacerlas. El adulterio, el incesto, la fornicación promiscua (excepto durante ciertas ceremonias de fertilidad), la concepción de bastardos, la violación (excepto por los guerreros en territorios enemigos), la seducción de menores, el acto de cuilónyotl entre varones y de patlachuia entre hembras, todas esas cosas estaban prohibidas. Pero nosotros, a diferencia de los cristianos, al reconocer que cualquier persona podía ser de naturaleza pervertida o incluso depravada y que también cualquier persona normal podía comportarse mal cuando la lujuria la vencía, no aprobábamos estos hechos. Si se descubría este tipo de cosas, al autor (o a los participantes) como poco se le excluía de la gente decente para siempre jamás, se le desterraba al exilio, se le castigaba severamente o incluso se le daba muerte con el nudo de «la guirnalda de flores».

Pero como aquellos ancianos purepes de la ciudad me habían advertido tan jubilosamente, las costumbres de Michoacán no habrían podido ser más diferentes. O más permisivas Entre los purepechas ninguna clase imaginable de relación sexual estaba prohibida siempre y cuando ambos (o todos) los participantes consintieran en el acto, o por lo menos no se quejasen ruidosamente, como en el caso de animales empleados por hombres y mujeres a quienes les gustaba esa clase de copulación. En tiempos antiguos, decían los viejos, sólo los ciervos, machos y hembras, habían satisfecho los dos requerimientos de aquellas gentes, a saber: que el animal pudiera capturarse y que tuviera un orificio femenino o una protuberancia masculina que pudieran utilizarse. Desde luego, todos, especialmente los sacerdotes, consideraban este tipo de copulación con un ciervo macho o hembra como un acto de devoción digno de alabanza, porque los purepechas creen que los ciervos son manifestaciones terrenales del dios sol. Sin embargo, contaban los viejos, desde la llegada de los españoles que muchas eran las hembras purepes, y también los varones adolescentes supervivientes, que habían hallado motivo para alegrarse de la introducción de los aprovechables asnos machos y hembras, carneros y ovejas, cabras machos y hembras.

Bien, yo no tengo predilecciones de esa clase, y si alguna de las muchas mujeres que conocí en Michoacán hubiera estado entreteniéndose previamente con sustitutos animales de sus varones desaparecidos, hay que decir que se mostraron bastante contentas de descartar a los animales cuando yo llegué. Como había tal abundancia de mujeres y muchachas ávidas de mis atenciones, por dondequiera que vagara por aquellas tierras pude elegir entre las más lindas, y así lo hice. Al principio, lo admito, me resultó un poco difícil acostumbrarme a las mujeres calvas. A veces incluso me era difícil distinguir a las más jóvenes de los varones jóvenes, porque entre los purepechas ambos sexos visten casi exactamente igual. Pero poco a poco desarrollé una admiración casi purepe por aquella calvicie suya, a medida que, con el tiempo, aprendí a percibir que la belleza facial de algunas mujeres en realidad se ve realzada por la falta de otros adornos. Y el hecho de haberse deshecho de sus cabelleras en modo alguno había disminuido ninguno de sus fervores femeninos ni de sus habilidades amatorias.

Sólo una vez cometí un error de apreciación en ese aspecto, y culpo de ello al chápari, la bebida que los purepechas hacen con la miel de las abejas negras salvajes que hay en su territorio, una bebida incalculablemente más embriagadora incluso que los vinos españoles. Me había detenido para pasar la noche en una posada para viajeros en la que los únicos otros huéspedes eran un anciano pochtécatl y un mensajero casi igual de viejo. La dueña de la posada era una mujer calva, y sus tres ayudantes también calvos eran, aparentemente, sus hijas. En el transcurso de la velada participé indiscretamente del delicioso chápari de la posada. Me emborraché lo suficiente como para que la más pequeña y hermosa de las criadas tuviera que ayudarme a llegar a mi cubículo, desnudarme y depositarme en mi jergón; y luego, sin que yo se lo pidiera, le prodigó a mi tepuli aquella maravillosa y ardiente ingurgitación que yo había experimentado por primera vez con aquella auyanimi el día de mi cumpleaños en Aztlán y más tarde, muchas veces, con mi prima Améyatl y otras mujeres. Ningún hombre está nunca demasiado borracho para gozar de esa experiencia al máximo.

De modo que, después, le pedí a la criada que se desnudase y me dejase que le correspondiera, como agradecimiento, con la misma atención a su xacapili. Aturdido como estaba, ya lo tenía yo bien dentro de la boca antes de darme cuenta de que era excesivamente prominente para ser un xacapili. Salió escupido de mi boca, no por asco, sino porque solté una carcajada súbita al percatarme de mi aturdido error. El bello muchacho pareció muy dolido y retrocedió, y al instante el tepuli se le marchitó hasta quedar casi tan achaparrado como un xacapili… y al ver todo esto tuve la inspiración propia de los borrachos de experimentar así que le indiqué que se acercase a mí de nuevo. Cuando por fin se marchó, le di una moneda maravedí una extravagancia de borracho, a modo de agradecimiento, y luego me quedé dormido a causa de la borrachera; al día siguiente me desperté con un dolor de cabeza como un terremoto y sólo un levísimo recuerdo de los experimentos en que nos habíamos enzarzado el muchacho y yo.

Teniendo en cuenta la abundancia que había en Michoacán de mujeres y muchachas disponibles (por no hablar de muchachos y animales domésticos, si es que en alguna ocasión yo llegase a estar lo suficientemente borracho otra vez como para ensayar más experimentos) y la prodigalidad de la tierra en otras cosas buenas, habría podido suponer que había sido transportado prematuramente a Tonatiucan o a uno de los otros mundos del más allá de gozo eterno. Además de su ilimitada libertad sexual y de las también ilimitadas oportunidades para ello, Michoacán ofrecía además una voluptuosa variedad de comida y bebida: un delicado pescado del lago que no podía encontrarse en ninguna otra parte, huevos y guisos de las tortugas que abundaban en su costa marítima, codornices cocidas en arcilla y colibríes asados, chocólatl con sabor a vainilla y, naturalmente, el incomparable chápari. En aquella tierra, uno incluso podía darse un festín sólo con los ojos al contemplar los prados ondulados profusamente cubiertos de flores, los torrentes chispeantes y los lagos cristalinos, los huertos ricos en frutas y los campos de cultivo, todo ello bordeado de montañas de un verde azulado. Si, un hombre joven, sano y vigoroso bien podía sentir la tentación de quedarse en Michoacán para siempre. Y yo hubiera podido hacerlo, de no haber estado dedicado a una misión.

Ayya, nunca reclutaré aquí a ningún hombre belicoso —les dije—. Debo seguir adelante.

—¿Y qué me dices de mujeres belicosas? —me preguntó la que en aquel momento era mi consorte, una joven radiantemente bonita cuyas pestañas, semejantes a un abanico de plumas, parecían aún más exuberantes en contraste con el resto del rostro, lampiño y resplandeciente. Se llamaba Pakápeti, que en poré significa de De Puntillas. Al ver que la miraba sin comprender, añadió—: Los españoles cometieron un descuido cuando mataron o secuestraron sólo a nuestros varones. Ignoraban las aptitudes que tenemos nosotras, las mujeres.

—¿Mujeres? ¿Guerreras? Bobadas.

Y bufé, divertido.

—Eres tú quien dice bobadas —insistió ella con brusquedad—. Lo mismo podrías afirmar que un hombre puede montar a caballo más rápido que una mujer. Yo he visto tanto a hombres como a mujeres españoles a caballo. Y con respecto a quién puede correr más, eso depende mucho del caballo.

—Yo no tengo hombres ni caballos —le indiqué con pesar.

—Pero tienes eso —dijo de De Puntillas señalando mi arcabuz. Yo había estado practicando con él toda la tarde, intentando sólo con mediano éxito abatir uno a uno los frutos ahuácatin de un árbol que había cerca de la cabaña de la muchacha—. Una mujer podría utilizarlo con la misma destreza que tú —añadió poniendo mucho afán en que sus palabras no sonaran sarcásticas—. Fabrica o roba más de esos palos de trueno y…

—Ésa es mi intención. En cuanto haya reunido un ejército suficiente para garantizar que hay necesidad de ellos.

—Yo no tendría que viajar muy lejos por estos alrededores —me hizo saber— para reclutarte un número considerable de mujeres fuertes dispuestas y vengativas. Excepto aquellas a las que los españoles se llevaron para ser esclavas de sus casas, o para que les calienten la cama, al resto de nosotras ni siquiera nos echarían de menos si desapareciéramos de nuestra acostumbrada morada.

Yo sabía a qué se refería Pakápeti. Hasta el momento, en mi camino hacia el oeste yo había tenido buen cuidado de mantenerme alejado de las numerosas estancias españolas, las cuales, naturalmente, comprendían todas ellas las mejores tierras de cultivo y de pastos de Michoacán. Como ya no quedaban purepechas varones, y las mujeres eran consideradas aptas sólo para el cuidado de la casa, el trabajo en el exterior de las granjas y ranchos y huertos lo llevaban a cabo esclavos importados. Desde lejos yo había visto a aquellos moros negros trabajar muy duro supervisados por españoles a caballo, cada uno de los cuales solía llevar un látigo en la mano. Los nuevos amos de Michoacán habían sembrado la mayor parte de los campos de productos vendibles: trigo extranjero, caña dulce, una hortaliza llamada alfalfa y esos árboles que dan frutas extranjeras llamadas manzanas, naranjas, limones y aceitunas. Los campos menos cultivables estaban cubiertos con espesos rebaños de ovejas, vacas o caballos, y había corrales llenos de cerdos, gallinas y gallipavos. Incluso zonas tan pantanosas que nunca antes se habían cultivado estaban ah ahora sembradas de un grano extranjero que crece en el agua llamado arroz. Como los españoles lograban arrancar cosechas con beneficios de hasta el último pedazo de Michoacán, las parcelas que les habían dejado a los purepechas supervivientes eran pocas, pequeñas y sólo a duras penas productivas.

—Me has hablado de lo bien que se come en esta tierra, Tenamaxtli —me dijo Pakápeti—. Déjame que te diga a qué se debe. Las parcelas que tenemos de maíz, tomate y chiles las cuidan nuestros ancianos, hombres y mujeres. Los niños recogen fruta, nueces, bayas y miel silvestre para hacer dulces y chápari. Somos las mujeres quienes traemos la carne: aves silvestres, gamos pequeños, pescado, incluso un jabalí o un cuguar de vez en cuando. —Hizo una pausa y luego añadió con cierta tristeza—: No lo hacemos con palos de trueno. Utilizamos los medios antiguos de coger las aves con red y los peces con anzuelo, y hacemos servir armas de caza de obsidiana y además nosotras, las mujeres, continuamos produciendo la antigua artesanía purepe de cerámica vidriada y barnizada. Esos objetos se los canjeamos por otros alimentos a las tribus costeras, y por cerdos, pollos, corderos o chivos a los españoles. Vivimos incluso sin hombres, y no nos podemos quejar pero estamos en esta situación sólo como una deferencia de esos amos blancos. Por eso digo que no nos echarían de menos si nos marcháramos a la guerra.

—Pero por lo menos vivís —le contesté—. Y seguramente no viviríais tan bien si fuerais a la guerra. Eso si es que vivíais.

—Pues para que lo sepas, otras mujeres han luchado ya contra los españoles. Las mujeres mexicas, durante las últimas batallas en las calles de Tenochtitlan, se pusieron de pie en los tejados y arrojaron sobre los invasores piedras, nidos llenos de avispas e incluso pedazos de sus propios excrementos.

—Pues no les sirvió de mucho. Hace poco, yo conocí a una mujer mexícatl muy valiente. Ésta sí que mató a un buen número de hombres blancos, y a ella le sirvió de mucho. Perdió la vida a consecuencia de ello.

—Nosotras también daríamos gustosas nuestra vida si pudiéramos cobrarnos algunas de las suyas —dijo de De Puntillas con impaciencia. Se acercó a mi y abrió mucho aquellas extraordinarias pestañas, clavando en mí unos ojos tan oscuros y tan bonitos como las pestañas—. Tú ponnos a prueba, Tenamaxtli. Sería lo último que los españoles se esperarían. ¡Un levantamiento de mujeres!

—Y lo último que yo esperaría nunca, sería implicarme en ello —le solté mientras emitía a continuación una carcajada—. Yo… a la cabeza de un ejército de hembras. Vamos, hasta el último guerrero muerto que se encontrara en Tonatiucan se convulsionaría al enterarse, ya fuera de risa o de horror. La idea es ridícula, querida mía. Tengo que buscar hombres.

—Pues ve —me dijo recostándose y con una cara de extrema vejación—. Ve a buscar a tus hombres. Todavía quedan algunos en Michoacán.

Hizo un gesto vago con el brazo en dirección al norte.

—¿Todavía quedan hombres aquí? —le pregunté sorprendido—. ¿Hombres purepes? ¿Están escondidos? ¿Emboscados?

—No. Están en pañales —me contestó con desprecio—. No son guerreros y no son purepechas. Son mexicas que han traído hasta aquí para fundar nuevas colonias alrededor del lago Pátzcuaro. Pero me temo que te encontrarás con unos hombres mucho menos valientes y mucho más mansos que yo y que cualquiera de las mujeres que yo podría reunir para ti.

—Concedo, de De Puntillas, que tú eres cualquier cosa menos mansa. El que te puso el nombre debió de interpretar de una manera disparatada el libro de nombres tonálmatl. Háblame de esos mexicas. ¿Quién los ha traído hasta aquí? ¿Y con qué propósito?

—Sólo sé lo que he oído. Cierto sacerdote cristiano español ha fundado colonias por todos los alrededores del Lago de los Juncos con no sé qué extraño propósito. Y como ya no quedaban existencias de hombres purepes, tuvo que traer hombres, junto con sus familias, de las tierras de los mexicas. También he oído que el sacerdote mima a esos colonos con la ternura como si fueran sus hijos. Sus bebés en pañales, como te he dicho.

—Hombres de familia —murmuré—. Probablemente tengas razón en que no estarán muy dispuestos a la rebelión. Especialmente si su señor los trata tan bien como dices. Pero si es así, no se parece mucho a un cristiano.

Pakápeti se encogió de hombros y eso hizo sonreír a mi corazón, porque resultaba que ella estaba desnuda en aquel momento y sus adorables pechos botaron con el movimiento. Nada sonriente, sino con frialdad, me dijo:

—Ve a verlo por ti mismo. El lago sólo está a tres largas carreras de aquí.

El Lago de los Juncos tiene exactamente el mismo color del chalchíhuetl, la piedra de jade, la gema que todos los pueblos del Único Mundo consideran sagrada. Y las montañas bajas y redondeadas que circundan Pátzcuaro son de un tono más oscuro, pero de ese mismo color verde azulado. Así que cuando coroné la cima de una de esas montañas y miré hacia abajo, el lago apareció como una joya brillante que hubiera caído en medio de un lecho de musgo. Hay una isla en el lago llamada Xarákuaro, isla que en otro tiempo debió de ser la cara más brillante de esa gema, porque dicen que estaba toda ella cubierta de templos y altares que resplandecían y chispeaban a base de pinturas coloreadas, hojas de oro y estandartes de plumas. Pero los soldados de Guzmán habían arrasado esos edificios y habían asolado la isla hasta convertirla en terreno baldío que ahora todavía es.

También habían desaparecido todas las comunidades originarias que habían existido alrededor del lago, incluso Tzintzuntzaní, «Donde hay colibríes». Aquélla había sido la capital de Michoacán, una ciudad compuesta enteramente por palacios, uno de ellos la sede de Tzímtzicha, el último Portavoz Venerado de los vencidos purepechas. Desde la cima de la montaña donde me encontraba sólo pude ver que quedaba una cosa de los viejos tiempos. Era la Pirámide, situada al este del lago, notable por su tamaño y su forma, no alta pero sí extensa, y que combinaba las formas cuadradas con las redondeadas. Y aquella iyácata, como se dice pirámide en poré yo sabía que perduraba desde tiempos verdaderamente antiguos pues la había erigido un pueblo que vivió en ese lugar mucho antes que los purepechas. Incluso en época de Tzímtzicha estaba ya ruinosa, medio derruida y cubierta de maleza, pero seguía siendo una vista sobrecogedora.

Volvía a haber aldeas diseminadas por la orilla del lago sustituyendo a las que los hombres de Guzmán habían arrasado, pero éstas no tenían ningún rasgo que las distinguiese pues las casas se habían construido al estilo español, bajas, planas y de ese ladrillo seco llamado adobe. En la aldea más próxima, situada directamente debajo de la altura del lugar donde yo me encontraba, vi gente en movimiento. Todos iban ataviados al modo de los mexicas y tenían el mismo color de piel que yo; no distinguí que entre ellos hubiera españoles por ninguna parte. Así que descendí hasta allí y saludé al primer hombre que encontré en mi camino. Estaba sentado en un banco a la puerta de su casa dando forma y tallando concienzudamente un pedazo de madera.

Pronuncié el acostumbrado saludo en náhuatl que significa «En tu augusta presencia»:

—Mixpantzinco.

Y él no repuso en poré, sino también en náhuatl, con el acostumbrado y educado:

—Ximopanolti —que significa «A tu conveniencia». Luego añadió, con bastante cordialidad—: No hay muchos de nuestros paisanos mexicas que vengan a visitarnos aquí, a Utopía.

No quise confundirlo diciéndole que en realidad yo era aztécatl, ni le pregunté el significado de aquella palabra extraña que acababa de pronunciar. Sólo le dije:

—Soy forastero en estas tierras, y hace muy poco que me he enterado de que había mexicas en estos alrededores. Es bueno oír otra vez hablar mi lengua nativa. Me llamo Tenamaxtli.

—Mixpantzinco, cuatl Tenamaxtli —me saludó con cortesía—. Me llamo Erasmo Mártir.

—Ah, por ese santo cristiano. Yo también tengo un nombre cristiano: Juan Británico.

—Si eres cristiano y estás buscando empleo, nuestro buen padre Vasco puede hacerte un sitio aquí. ¿Tienes esposa e hijos en alguna parte?

—No, cuatl Erasmo. Soy un viajero solitario.

—Lástima. —Movió con énfasis la cabeza de un lado a otro—. El padre Vasco sólo acepta colonos con familia. No obstante, si quieres quedarte durante algún tiempo, él, que es un hombre muy hospitalario, te proporcionará acomodo como huésped. Lo encontrarás en Santa Cruz Pátzcuaro, la próxima aldea según vas hacia el oeste por la orilla del lago.

—Iré, pues, allí y no te molestaré más en tu trabajo.

Ayyo, no eres ningún estorbo. El padre no nos hace trabajar sin descanso como esclavos, y es agradable conversar con un mexícatl recién llegado.

—¿Qué es eso que estás haciendo?

—Esto será un mecahuéhuetl —me indicó al tiempo que señalaba unas piezas casi terminadas que había detrás del banco.

Se trataba de piezas de madera aproximadamente del mismo tamaño y forma grácilmente curvada de un torso de mujer.

Asentí con la cabeza al reconocer lo que serían aquellas partes cuando estuvieran ensambladas.

—Lo que ellos llaman guitarra.

De los instrumentos musicales que los españoles introdujeron en Nueva España, la mayoría eran, por lo menos básicamente, parecidos a los que ya se conocían en nuestro Único Mundo. Es decir, producían música si se soplaba a su través, se los golpeaba con palitos o se frotaban con una vara con muescas. Pero los españoles también habían traído instrumentos diferentes de los nuestros, como aquella guitarra, y otros como la vihuela, el arpa y la mandolina. Todo nuestro pueblo se sorprendió mucho, y con admiración, de que tales instrumentos pudieran producir una música dulce a partir de aquellas simples cuerdas, siempre bien tensadas, que pulsaban con los dedos o rascaban con un arco.

—Pero ¿por qué estás copiando una novedad extranjera? Estoy seguro de que los españoles tendrán sus propios fabricantes de guitarras.

—Pero no tan expertos como lo somos nosotros —respondió con orgullo—. El padre y sus ayudantes nos enseñaron a hacerlas, y ahora dice que hacemos estas mecahuéhuetin tan bien que son incluso superiores a las que traen de Vieja España.

—¿Nosotros? —repetí—. ¿Es que no eres el único que hace guitarras?

—No, desde luego. Los hombres de aquí, de San Marcos Churitzio, se concentran en esta única habilidad. Es la empresa particular que se ha asignado a esta aldea, como a otras aldeas de Utopía se les ha asignado producir cerámica laqueada, objetos de cobre o lo que sea.

—¿Por qué?

Fue lo único que se me ocurrió decir, porque nunca antes había tenido noticia de que ninguna comunidad se dedicase a hacer sólo una cosa y nada más.

—Ve a hablar con el padre Vasco —me dijo Erasmo—. Él tendrá mucho gusto en explicártelo todo acerca de cómo engendró esta Utopía nuestra.

—Así lo haré. Gracias, cuatl Erasmo, y mixpantzinco.

En lugar de decir «ximopanolti» a modo de despedida, lo que dijo fue:

—Vaya con Dios. —Y añadió alegremente—: Vuelve por aquí, cuatl Juan. Tengo la intención de aprender a tocar una de estas cosas un día de éstos.

Seguí caminando penosamente en dirección oeste, pero me detuve en una zona deshabitada y me escondí entre unos arbustos para cambiarme el manto y el taparrabos por la camisa, los pantalones y las botas que llevaba en el petate. Así que iba ataviado a la española cuando llegué a Santa Cruz Pátzcuaro. Cuando pregunté, me enviaron a la pequeña iglesia de adobe y a la casa del cura que estaba contigua a ella. El padre en persona me abrió la puerta; en modo alguno era tan altivo e inaccesible como lo son la mayoría de los sacerdotes españoles. Además iba vestido con calzones y una camisa de tela fuerte, pesada y manchada de trabajar, y no con una túnica negra.

Tuve el descaro de presentarme a él en español como Juan Británico, ayudante lego de fray Alonso de Molina, notario de la catedral del obispo Zumárraga, y le expliqué que en aquellos momentos tenía la tarea, por orden de mi amo Alonso, de visitar las misiones que la Iglesia tenía en aquellos parajes para hacer una valoración e informar de los progresos.

—Ah, pues creo que de la nuestra darás buenos informes, hijo mío —me contestó el padre—. Me complace oír que Alonso sigue trabajando con afán y asiduidad en las viñas de la Santa Madre Iglesia. Recuerdo a ese muchacho con mucho cariño.

De manera que a mi tergiversación y a mí se nos aceptó al instante, sin cuestionar nada, por aquel buen sacerdote. Y verdaderamente encontré que era bueno. El padre Vasco de Quiroga era un hombre alto, delgado y de aspecto austero, pero con auténtico buen humor. Era lo bastante viejo como para no necesitar tonsura a causa de la calvicie, pero todavía era vigoroso, como lo atestiguaba el hecho de que llevara ropa de trabajo, cosa por la que se disculpó humildemente.

—Ya sé que debería vestir una sotana como es debido para darle la bienvenida a un emisario del obispo, pero es que hoy estoy ayudando a mis frailes a construir una porqueriza detrás de esta casa…

—Pues no permitas que yo te interrumpa…

—No, no, no. Cielo santo, me alegro de tomarme un respiro. Siéntate, hijo Juan. Veo que estás aún polvoriento del camino. —Llamó a alguien que se encontraba en otra habitación para que nos llevase un poco de vino—. Siéntate, siéntate, hijo mío. Y cuéntame. ¿Has visto muchas cosas de las que el Señor nos ha ayudado a realizar por estos parajes?

—Sólo unas cuantas. He estado hablando un rato con un tal Erasmo Mártir.

—Ah, si. De todos nuestros habilidosos constructores de guitarras, quizá él sea el más habilidoso. Y además es un devoto cristiano converso. Y dime, Juan Británico, puesto que llevas el nombre de un santo inglés, ¿acaso conoces al difunto y piadoso don Tomás Moro, también de Inglaterra?

—No, padre. Pero, perdona, yo tenía entendido que los hombres de Inglaterra son blancos.

—Y así es. Moro era el nombre de ese hombre, no su raza ni su color. Murió hace poco de forma injusta y vil, pues su único crimen fue su piedad cristiana; el rey de esa Inglaterra que es un hereje odioso y despreciable, ordenó que lo ejecutaran. De todos modos, si no has oído hablar de don Tomás, supongo que no conocerás su famoso libro De optimo Reipublicae statu

—No, padre.

—¿Ni de la Utopía que prefiguró en ese libro?

—No, padre. Pero le he oído pronunciar esa palabra al artesano Erasmo.

—Bien, Utopía es lo que intentamos crear aquí, alrededor de las orillas de este lago paradisíaco. Lo único que lamento es no haber emprendido esta tarea hace años. Pero no hace tanto que soy sacerdote.

Entró un fraile joven que traía dos copas de madera exquisitamente tallada y laqueada, sin lugar a dudas un producto purepe. Nos entregó una a cada uno y se retiró en silencio; bebí con agradecimiento aquel vino fresco.

—Durante la mayor parte de mi vida —continuó explicándome el padre en tono contrito— fui juez, hombre del oficio de las leyes. Y cualquier ejercicio de la ley, permíteme decirte, joven Juan, es una profesión venal, corrupta y aborrecible. Por fin, gracias a Dios, me di cuenta de que estaba deshonrando mi vida y mi alma de una forma horrible. Y entonces fue cuando me despojé de la toga judicial, recibí las órdenes sagradas y por fin me ordené para vestir la sotana. —Hizo una pequeña pausa y se echó a reír—. Desde luego, muchos de mis antiguos adversarios de los juzgados me han citado con júbilo el viejo proverbio: «Hartóse el gato de carne y luego se hizo fraile».

Me costó un momento traducir aquello en la cabeza. «El gato se hartó de carne antes de convertirse en fraile».

—La Utopía que imaginó Tomás Moro había de ser una comunidad ideal cuyos habitantes existirían en perfectas condiciones —continuó diciendo el padre—. Donde los males que acarrea la sociedad, como pobreza, hambre, miseria, crimen, pecado o guerra, se habrían desterrado para siempre. —Me contuve de comentar que habría algunas personas, incluso en una comunidad ideal, que quizá quisieran conservar el derecho a disfrutar pecando o haciendo la guerra—. De modo que he repoblado esta parte de Nueva Galicia con familias de colonos. Además de instruirlos en los dogmas del cristianismo, mis frailes y yo les enseñamos a usar las herramientas europeas y a emplear los métodos más modernos de agricultura y labranza. Aparte de eso, nos esforzamos por no dirigir a los colonos ni entrometernos en sus vidas. Cierto, fue nuestro hermano Agustín quien les enseñó a hacer guitarras. Pero encontramos a hombres purepes ancianos a los que pudimos convencer para que dejaran de lado viejas rivalidades y enseñaran a los colonos las artesanías purepes ancestrales. Ahora cada aldea se dedica a perfeccionar una de esas artes: trabajar la madera, la cerámica, los tejidos y demás, en la mejor tradición purepe. Y todos los colonos incapaces de aprender una artesanía contribuyen a Utopía cultivando la tierra, pescando o criando cerdos, cabras, pollos y cosas así.

—Pero padre Vasco —le pregunté—, ¿qué utilidad tiene para tus colonos algo como las guitarras? Ese Erasmo con el que he hablado ni siquiera sabía hacer música con ella.

—Pues verás, hijo mío, se venden a los mercaderes de la Ciudad de México. Tanto las guitarras como los demás objetos de artesanía. Muchos de ellos los compran agentes de negocios que, a su vez, los exportan a Europa. Además nos pagan muy buen precio por ellos. El grueso del producto de nuestros agricultores y ganaderos también se vende. Del dinero que recibimos, yo les pago una parte a las familias de la aldea, dividida en partes iguales entre todas ellas. Pero la mayor parte de nuestros ingresos la empleamos en conseguir herramientas nuevas, semillas, ganado y todo aquello que pueda mejorar y beneficiar a Utopía en su conjunto.

—Eso suena muy práctico y loable, padre —le indiqué, y lo decía sinceramente—. Sobre todo porque, como dice Erasmo, tú no haces que tu gente se mate trabajando como esclavos.

¡Válgame Dios, no! —exclamó—. He visto esos obrajes infernales en la ciudad y en otros lugares. Puede que nuestros colonos sean de una raza inferior, pero son seres humanos. Y ahora son cristianos, así que no son animales brutos y sin alma. No, hijo mío. La norma aquí, en Utopía, es que la gente trabaje en comunidad sólo seis horas al día, seis días a semana. Los domingos, desde luego, son para las devociones. Todo el resto del tiempo de la gente es suyo y pueden emplearlo como gusten: cuidando los jardines de sus hogares, en cosas privadas, en hacer vida social con sus paisanos. Si yo fuera un hipócrita podría decir que simplemente me comporto como un cristiano al no ser un amo tirano. No obstante, la verdad es que nuestra gente trabaja más y de manera más productiva que cualquier esclavo empujado a latigazos o que cualquier obrero de los obrajes.

—Otra cosa que me dijo Erasmo es que sólo permites que hombres y mujeres ya casados se establezcan en esta Utopía —le comenté—. ¿Acaso no obtendrías más trabajo de hombres y mujeres solteros, que no tuviesen la carga de los hijos?

El padre pareció un poco incómodo.

—Pues no. Has abordado un tema más bien indecoroso. No presumimos de haber recreado el Edén aquí, pero desde luego tenemos que combatir con Eva y con la serpiente. O con Eva haciendo de serpiente, mejor dicho.

Ayyo, perdona que lo haya preguntado, padre. Debes de referirte a las mujeres purepes.

—Exactamente. Desprovistas de sus propios hombres, y al saber que aquí en Utopía hay hombres jóvenes y fuertes, a menudo han caído sobre nosotros para… ¿cómo decirlo…? Camelar a nuestros hombres para que actúen de sementales. Eran una verdadera plaga cuando nos establecimos aquí al principio, y hasta la fecha de vez en cuando todavía recibimos la visita inoportuna de alguna hembra. Me temo que nuestros hombres de familia no sean todos, o no lo sean siempre, capaces de resistir la tentación, pero estoy seguro de que los hombres sin esposa serían mucho más fáciles de seducir. Y ese tipo de libertinaje conduciría a Utopía a la ruina.

—Me parece, padre Vasco, que tú lo tienes todo bien pensado y bien atado —le dije con aprobación—. Me complacerá llevarle esa información al notario del obispo.

—Pero no solamente fiándote de mi palabra, hijo Juan. Da toda la vuelta al lago. Visita las aldeas. No te hará falta un gula. De todos modos, no me gustaría que sospechases que te estaban enseñando sólo los aspectos ejemplares de nuestra comunidad. Ve tú solo. Mira las cosas sencillas y sin barniz. Y cuando regreses aquí, me gratificará que puedas decir, como en una ocasión dijo san Diego, que a un hombre lo justifican sus obras, no sólo la fe.