IV

Yeyac tenía entonces catorce años y yo siete, acababan de ponerme el nombre y justo empezaba a asistir a la escuela. Ya estábamos viviendo en el espléndido palacio nuevo, y todos nosotros, los jóvenes, nos sentíamos en la gloria por tener cada uno nuestro propio dormitorio, porque así guardábamos separadas celosa e infantilmente nuestras intimidades. De manera que me sorprendí muchísimo cuando un día, aproximadamente a la hora del crepúsculo, Yeyac entró en mi habitación sin que nadie le invitase y sin pedir permiso. Casualmente nos encontrábamos los dos solos en el edificio, excepto los sirvientes que pudieran estar trabajando en la cocina o en algún otro lugar de la planta baja, porque nuestros mayores, Mixtzin y Cuicani, habían ido a la plaza central de la ciudad para ver a Améyatl, que participaba en una danza pública en la que actuaban todas las muchachas de la Casa de Aprender Modales.

De hecho, lo que me sorprendió fue que Yeyac entró sin hacer ruido mientras yo estaba de espaldas a la puerta de la habitación, así que ni siquiera me enteré de que estuviera allí hasta que me metió la mano por debajo del manto, entre las piernas, y, como si estuviera sopesándolos, hizo botar con mucha suavidad mi tepuli y mi ololtin. Tan sobresaltado como si un cangrejo se me hubiera metido por debajo del manto batiendo las pinzas, di un prodigioso salto en el aire. Luego me di la vuelta con gran rapidez y me quedé, desconcertado e incrédulo, mirando a Yeyac. Mi primo no sólo había quebrantado mi intimidad, sino que además me había manoseado mis partes íntimas.

—¡Ayya, quisquilloso, quisquilloso! —me dijo en tono medio de burla—. Todavía sigues siendo un niño pequeño, ¿eh?

—No me había dado cuenta… no había oído… —farfullé.

—No te indignes tanto, primo. Sólo estaba comparando.

—¿Haciendo qué? —le pregunté completamente perplejo.

—Yo diría que el mío era igual de canijo que el tuyo cuando yo tenía tu misma edad. ¿Te gustaría, primito, tener lo que yo tengo ahora?

Se levantó el manto, se aflojó el taparrabos máxtlatl y de allí emergió —saltó hacia adelante, mejor dicho— un tepuli como ningún otro que yo hubiera podido ver hasta entonces. No es que hubiera visto muchos, sólo aquellos que se ponían a la vista cuando mis compañeros de juegos y yo correteábamos desnudos por el lago. El de Yeyac era mucho más largo, más grueso, estaba erecto y congestionado y tenía un color casi rojo brillante en la bulbosa punta. Bueno, su nombre completo era Yeyac-Chichiquili, Flecha Larga, me recordé a mi mismo, así que quizá el viejo vidente que otorgaba los nombres realmente había sido un adivino en este caso. Pero el tepuli de Yeyac parecía tan abultado y enojado que le pregunté, comprensivamente:

—¿Te duele?

Se echó a reír muy fuerte.

—Sólo tiene hambre —me contestó—. Así es como se supone que debe estar un hombre, Tenamaxtli. Cuanto más grande, mejor. ¿No te gustaría tener uno igual?

—Bueno… —dije titubeante—. Espero tenerlo. Cuando llegue a tu edad. Cuando sea como tú.

—Ah, ya; pero deberías empezar a ejercitarlo ahora, primo, porque mejora y se agranda cuanto más se utiliza. Y de ese modo puedes estar seguro de que tendrás un órgano impresionante cuando seas un hombre adulto.

—¿Utilizarlo cómo?

—Yo te enseñaré —me indicó—. Empuña el mío.

Y me cogió la mano y me la puso allí, pero yo la retiré bruscamente y le dije en tono severo:

—Ya le has oído decir al sacerdote que no debemos jugar con esas partes de nuestro cuerpo. Tú asistes a la misma clase de limpieza que yo en la Casa de Aprender Modales.

(Yeyac era uno de aquellos muchachos mayores que habían tenido que empezar su educación junto con nosotros, los que éramos pequeños de verdad, en el nivel más elemental. Y ahora, aunque hacia ya un año que llevaba el máxtlatl, todavía no estaba cualificado para ir a un calmécac).

—¡Modales! —bufó con desprecio—. Realmente eres un inocente. El sacerdote nos advierte en contra de darnos placer a nosotros mismos sólo porque espera que alguna vez le demos placer a él.

—¿Placer? —repetí más confundido que nunca.

—¡Pues claro que el tepuli es para el placer, imbécil! ¿Te pensabas que sólo es para hacer aguas?

—Eso es lo único que ha hecho el mío desde siempre —le dije.

—Ya te lo he dicho —me explicó Yeyac con impaciencia—. Yo te enseñaré a obtener placer con él. Observa. Coge el mío con tu mano y hazle esto.

Estaba frotándose vivamente el suyo; lo apretaba y movía la mano arriba y abajo a todo lo largo de su tepuli. Luego lo soltó, me abrazó contra sí y cerró mi mano alrededor de aquello, aunque mi mano apenas si podía abarcárselo en todo su perímetro.

Me puse a imitar lo mejor que pude lo que él había estado haciendo. Yeyac cerró los ojos, la cara se le puso casi tan colorada como el bulbo de su tepuli y la respiración se le hizo rápida y superficial. Transcurrido un rato sin que ocurriera nada más, le indiqué:

—Esto es muy aburrido.

—Y tú eres muy torpe —me dijo mi primo con voz temblorosa—. ¡Más fuerte, muchacho! ¡Y más de prisa! Y no vuelvas a interrumpir mi concentración.

—Esto resulta extremadamente aburrido —le repetí al cabo de otro buen rato—. ¿Y cómo se supone que haciendo esto conseguiré un beneficio para el mío?

¡Pochéoa! —gruñó, lo cual es una palabra medianamente sucia—. Muy bien. Los ejercitaremos a ambos a la vez. —Me dejó retirar la mano, pero con la suya reanudó el frotamiento de su tepuli—. Túmbate aquí, en tu jergón. Levántate el manto.

Obedecí y él se tumbó a mi lado, pero en sentido opuesto; es decir, con la cabeza cerca de mi entrepierna y mi cabeza cerca de la suya.

—Ahora —me explicó sin dejar de frotarse vigorosamente— coge el mío con la boca… así.

Y ante mi asombro e incredulidad, hizo exactamente eso con mi pequeña cosa. Pero yo le dije con vehemencia:

—Puedes estar seguro de que no lo haré. Conozco tus bromas, Yeyac. Te harás aguas en mi boca.

Hizo un ruido parecido a un rugido en un ataque de frustración, aunque sin soltarme el tepuli, que Yeyac tenía en la boca, ni romper el ritmo de la mano con la que se frotaba el suyo, muy cerca de mi cara. Durante un momento temí que estuviera tan enfadado como para morderme la cosa y arrancármela. Pero lo único que hizo fue mantener los labios apretados alrededor de mi tepuli, chupar y menear la lengua por todas partes. Confieso que noté sensaciones que no fueron del todo desagradables. Incluso daba la impresión de que Yeyac tuviera razón, que mi pequeño órgano realmente se estuviera alargando a causa de aquellas atenciones. Sin embargo, no se puso tieso como el suyo, sólo se dejaba manipular, y no duró lo bastante como para que yo no me aburriera de nuevo. Porque de repente todo el cuerpo de Yeyac se convulsionó, abrió la boca para meterse en ella todo mi saco de ololtin y sorbió con fuerza aquellas partes mías. Luego, de su tepuli salió un torrente de materia blanca, líquida pero espesa, como jarabe de leche de coco, que me salpicó la cabeza.

Ahora fui yo quien lanzó un rugido, pero de asco, y comencé a limpiarme frenéticamente aquella sustancia pegajosa que me manchaba el pelo, las cejas, las pestañas y las mejillas. Yeyac rodó sobre sí mismo para apartarse de mí y, cuando pudo dejar de jadear y recobró el aliento, dijo:

Ayya, deja de comportarte como un niño tímido. Eso es sólo omícetl. Es el chorro de omícetl lo que te da tan sublime placer. Además, el omícetl es lo que crea los bebés.

—¡Yo no quiero bebés! —grité mientras me limpiaba aún con más desesperación.

—¡Primo tonto! El omícetl sólo les hace eso a las mujeres. Cuando se intercambia entre hombres es una expresión de afecto profundo y pasión mutua.

—Yo no te tengo afecto, Yeyac, ya no.

—Venga —dijo con voz mimosa—. Con el tiempo aprenderás a que te gusten nuestros juegos juntos. Los anhelarás.

—No. Los sacerdotes tienen razón al prohibir ese juego. Y tío Mixtzin rara vez está de acuerdo con ningún sacerdote, pero apuesto a que lo estaría si yo le contase esto.

Ayya… quisquilloso, quisquilloso —repitió Yeyac, aunque esta vez sin jovialidad.

—No temas. No se lo diré. Eres mi primo y no me gustaría ver cómo te azotan. Pero no vuelvas nunca más a tocarme las partes ni a enseñarme las tuyas. Haz tus ejercicios en otra parte. Y ahora besa la tierra por ello.

Con aire decepcionado y malhumorado, se agachó lentamente para tocar con un dedo el suelo de piedra y llevárselo luego a los labios, el gesto formal que significaba que lo juraba.

Y mantuvo aquella promesa. Nunca más intentó acariciarme, ni siquiera permitió que yo lo viera, excepto cuando estaba completamente vestido. Era evidente que había encontrado a otros muchachos que no eran, como yo, remisos a aprender lo que les enseñaba, porque cuando el guerrero mexícati que estaba a cargo de nuestra Casa de Acumular Fuerza asignó estudiantes para el tedioso deber de montar guardia en lugares remotos, me fijé en que Yeyac y tres o cuatro muchachos de distintas edades siempre estaban ansiosos por dar un paso adelante. Y puede que Yeyac tuviera razón en lo que dijo acerca de los sacerdotes. Había uno que, cada vez que quería que le llevasen algo a su habitación, siempre pedía que lo hiciera precisamente Yeyac, y a continuación no se los volvía a ver a ninguno de los dos durante un buen rato.

Pero yo no utilicé aquello contra Yeyac, ni guardé ningún resentimiento contra él a causa de la conducta que había tenido conmigo. Es cierto que las relaciones entre los dos estuvieron contenidas durante algún tiempo, pero luego, poco a poco, se fueron relajando hasta quedar en mera frialdad y quizá en una cortesía excesiva. Con el tiempo, yo por lo menos me olvidé casi por completo de aquel episodio… hasta que mucho, mucho más tarde, ocurrió algo que me hizo recordarlo. Y mientras tanto mi tepuli creció por su cuenta, sin requerir ayuda exterior, a medida que fueron pasando los años.

Durante aquellos años nosotros los aztecas nos fuimos acostumbrando al concurrido panteón de dioses que los mexicas habían traído consigo y a los que habían levantado templos. Nuestra gente empezó a participar en los ritos de este o aquel dios; al principio creo que sólo para mostrar cortesía y respeto hacia los mexicas que ahora residían entre nosotros. Pero con el tiempo dio la impresión de que nuestros aztecas hallaron que algo… no sé, ¿seguridad, inspiración, solaz?, derivaba del hecho de compartir el culto de aquellos dioses, incluso de alguno de los que de otro modo habríamos encontrado repulsivos, como de Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y de Chalchihuitlicué, la diosa del agua, que tenía cara de rana. Las muchachas núbiles le rezaban a Xochiquetzal, la diosa del amor y de las flores de los mexicas, a fin de encontrar un joven que fuera un buen partido para casarse con él. Nuestros pescadores, antes de hacerse a la mar, además de pronunciar sus oraciones acostumbradas a Coyolxauqui para conseguir una pesca abundante, también le rezaban a Ehécatl, el dios del viento de los mexicas, para que no se levantara contra ellos una galerna.

No se esperaba de ninguna persona, como se espera de los cristianos, que limitase su devoción a ningún dios en particular. Ni se castigaba a la gente, como la castigan los cristianos, si transfería su fidelidad a capricho de una deidad a otra, o si la repartía imparcialmente entre varias de ellas. La mayor parte de nuestra gente todavía reservaba su más sincera adoración por la que durante mucho tiempo había sido nuestra diosa patrona. Pero no veían daño alguno en dedicar parte de esa adoración, además, a las deidades mexicas, en parte porque aquellos dioses y diosas nuevos les proporcionaban muchas festividades, ceremonias impresionantes y motivos para danzas y canciones. La gente no se arredraba demasiado por el hecho de que muchas de aquellas deidades exigieran compensación en forma de corazones y sangre humanos.

Nosotros nunca, durante aquellos años, entablamos guerras para proveernos de prisioneros que inmolar en sacrificio. Pero, cosa sorprendente, nunca faltaron personas, tanto aztecas como mexicas, que se ofrecieran voluntarias para morir y así nutrir y complacer a los dioses. Aquéllas eran las personas a las que sus sacerdotes convencían de que, si se limitaban a repantigarse y se esperaban a morir de viejos de cualquier manera común y corriente, se arriesgaban a sumergirse al instante en las profundidades de Mictlan, el Lugar Oscuro, para sufrir allí después de la muerte una vida eterna privada de deleite, diversión, sensaciones, incluso hasta de la tristeza; una vida después de la muerte de absoluta nada. Por el contrarío, afirmaban los sacerdotes, cualquiera que se sometiese a lo que llamaban la Muerte Floral, al instante sería llevado por el aire a los elevados dominios de Tonatiuh, el dios del sol, para gozar allí de una dichosa vida eterna.

Por eso numerosos esclavos se ofrecían a los sacerdotes para que los sacrificaran a cualquier dios (a los esclavos les daba lo mismo) creyendo que así mejoraría su suerte. Pero tan flagrante credulidad no se limitaba a los esclavos. Algunos jóvenes libres se ofrecían para ser ejecutados, después de lo cual les desollarían el cuerpo hasta despojarlo de toda la piel, y esa piel la vestiría un sacerdote para imitar y honrar a Xipe Totec, el dios de la siembra. Algunas jóvenes doncellas libres se ofrecían para que les arrancasen el corazón y representar así la agonía de Tetoínan, la diosa madre, al dar a luz a Centéotl, el dios del maíz. Algunos padres incluso ofrecían a sus niños de corta edad para que los asfixiasen como sacrificio a Tláloc, el dios de la lluvia.

Yo, por mi parte, nunca me sentí inclinado lo más mínimo a la autoinmolación. Sin duda influido por mi irreverente tío Mixtzin, nunca me importó demasiado ningún dios, y mucho menos los sacerdotes. A los sacerdotes dedicados a las deidades mexicas de importación los encontraba especialmente detestables, porque, como señal de su alta categoría, se practicaban diversas mutilaciones en el cuerpo y, lo que es peor, nunca se lavaban y ni tampoco lavaban sus prendas de vestir. Durante algún tiempo después de llegar a Aztlán habían vestido ropa tosca de trabajo y, como todos los demás trabajadores, se lavaban después de cada jornada de trabajo duro. Pero después, cuando se les excusó de formar parte de los equipos de trabajo y se vistieron con sus túnicas sacerdotales, nunca se dieron ni siquiera un remojón en el lago, no digamos ya hacerse una buena purificación en una cabaña de vapor, por lo que muy pronto se hicieron repulsivamente asquerosos y el aire que había a su alrededor se volvió casi visiblemente fétido. Si yo alguna vez me hubiera tomado la molestia de meditar acerca de los curiosos gustos sexuales de mi primo Yeyac, probablemente no habría hecho más que extrañarme y sentir un estremecimiento al pensar en cómo podría abrazar algo tan abominable como un sacerdote.

Sin embargo, como ya he dicho, pasó mucho tiempo —cinco años enteros— antes de que yo tuviera de nuevo ocasión de pensar, aunque sólo fuera brevemente, en las proposiciones que me había hecho Yeyac. Yo tenía ya doce años, la voz me estaba empezando a cambiar, unas veces era ronca y otras chillona, alternativamente, y ya estaba impaciente por vestir el taparrabos viril para el que no me faltaba mucho. Y lo que ocurrió, ocurrió exactamente igual que la vez anterior.

Como no hago más que comentar, los dioses sacan el mayor regocijo en ponernos a los mortales en situaciones que podrían dar la impresión de no ser más que meras coincidencias. Me encontraba en mi habitación del palacio, de espaldas a la puerta, cuando de nuevo una mano se deslizó por debajo de mi manto, le dio a mis genitales un afectuoso apretón… y me impulsó a dar a mi otro prodigioso salto.

—¡Yya ouíya, otra vez no! —exclamé a gritos mientras me levantaba en el aire, volvía a bajar y me daba la vuelta bruscamente para ponerme de cara a mi violador.

—¿Otra vez? —repitió ella sorprendida.

Era mi otra prima, Améyatl. Por si no he dicho antes que era hermosa lo digo ahora: lo era. A los dieciséis años era más hermosa de cara y de formas que ninguna otra muchacha o mujer que yo hubiera visto en Aztlán, y a esa edad lo más probable es que estuviera en el punto álgido de su belleza.

—Eso ha sido de lo más impropio —la reprendí con una voz que se me iba convirtiendo en un gruñido—. ¿Por qué has tenido que hacer una cosa así?

—Esperaba tentarte —respondió mi prima sin rodeos.

—¿Tentarme? —gruñí—. ¿Para hacer qué?

—A hacer el acto íntimo que una mujer y un hombre hacen juntos. Lo confieso, me gustaría muchísimo aprender. Pensé que podríamos enseñarnos el uno al otro.

—Pero… ¿por qué yo? —le pregunté con un pitido agudo.

Améyatl sonrió traviesamente.

—Porque, igual que yo, tú todavía no has aprendido. Pero por ese único toque que te he dado ahora mismo, me doy cuenta de que estás completamente crecido y capacitado. Y yo también. Me desnudaré y lo verás.

—Ya te he visto desnuda. Nos hemos bañado juntos. Nos hemos sentado juntos en la cabaña de vapor.

Hizo un gesto con la mano de menosprecio hacia aquello.

—Cuando éramos niños sin sexo. Desde que yo llevo mi prenda interior de feminidad tú no me has visto desnuda. Ahora me encontrarás muy diferente, tanto aquí… como aquí. Me puedes tocar, y yo a ti también, y después seguiremos haciendo todo lo que nos sintamos inclinados a hacer.

Para aquel entonces mis compañeros de la infancia y yo a menudo habíamos hablado con solemnidad, como imagino que incluso los jóvenes cristianos hacen, de las diferencias que existen entre el cuerpo femenino y el masculino, y también habíamos hablado de lo que creíamos hacían los hombres y las mujeres en la intimidad, y de cómo se hacía, y de cuál de los dos se ponía encima, y de las variaciones que había, y de cuánto duraba el acto y cuántas veces seguidas podía hacerse. Cada uno de nosotros, primero en secreto y luego en reuniones competitivas, averiguamos cómo verificar que nuestros tepultin eran eréctiles de forma fidedigna, que nuestros huevos ololtin contenían omícetl viril en cantidad y capacidad de proyección no inferior a la de nuestros amigos.

Además, siempre que nos ponían a ayudar en una de las nunca terminadas obras de mejora de la ciudad, escuchábamos con avidez las bromas subidas de tono de los trabajadores adultos y los recuerdos de sus aventuras con mujeres, con toda seguridad exageradas al contarlas. De manera que los muchachos a los que conocía, y yo mismo, poseíamos sólo una información vaga y de segunda mano, junto con una buena cantidad de desinformación, que iba desde lo que no era factible hasta lo anatómicamente imposible. Si nosotros, los muchachos, llegamos a algún consenso en nuestras conversaciones, ello fue debido sencillamente a que estábamos más que ansiosos por ahondar en aquellos misterios por nosotros mismos.

Y heme a mí allí mientras la más encantadora doncella de Aztlán, no una maátitl barata y corriente, ni siquiera una auyanimi cara, sino una verdadera princesa, me ofrecía su cuerpo. (Como hija del Uey-Tecutli tenía derecho a que se dirigieran a ella —y así lo hacía la gente común— como Améyatzin). Cualquiera de mis compañeros habituales se habría apresurado a coger aquel ofrecimiento sin oponer el menor reparo, con júbilo, gratitud y servil agradecimiento a todos los dioses que hubiera.

Pero hay que recordar que, aunque ella fuera cuatro años mayor que yo, habíamos crecido los dos juntos. La había conocido cuando sólo era una niña mugrienta que a menudo llevaba los mocos colgando y solía tener despellejadas las huesudas rodillas, pues con frecuencia se hurgaba las costras; había presenciado sus llantinas y sus rabietas temperamentales, la había visto convertirse en un verdadero fastidio y más tarde había conocido las bromas pesadas, llenas de ese desprecio propio de una hermana mayor, con las que me atormentaba. Así que, en la misma medida que ella no tenía misterio para mi, tampoco tenía atracción. No podía mirarla, como me pasaba con cualquier otra muchacha bonita que me encontrase, y pensar: «Oye… ¿y si nosotros dos…?»

No obstante, aquélla era una oportunidad ante la que yo difícilmente podía quedarme cruzado de brazos, como suele decirse. Aunque copular con aquella prima mía me resultase tan aburrido, incluso tan desagradable como en la ocasión que tuvo lugar mucho tiempo atrás con su hermano, se me estaba ofreciendo la oportunidad de explorar un cuerpo femenino adulto y todos los lugares secretos que éste tiene y de averiguar lo que todavía nadie me había explicado: cómo se hacía realmente el acto de copular. Aun así, lo que fue un mérito para mi, expuse, aunque débilmente, un argumento en contra:

—¿Por qué yo? ¿Por qué no Yeyac? Es mayor que nosotros dos. Tiene que ser capaz de enseñarte más que…

¡Ayya! —exclamó Améyatl al tiempo que hacía una mueca—. Seguro que te habrás dado cuenta de que mi hermano es un cuilontli. Que él y sus amantes sólo se complacen en cuilónyotl.

Sí, yo sabía eso, y para entonces ya había aprendido las palabras que designan esa clase de hombres y esa clase de complacencia, pero estaba realmente atónito de que una doncella enclaustrada como aquélla conociera tales palabras. Y me quedé aún más atónito si cabe de que una doncella enclaustrada pudiera, como Améyatl estaba haciendo en aquel momento, quitarse con tanta soltura la blusa para quedar desnuda hasta la cintura. Pero de pronto su expresión de complacida expectación se convirtió en otra de consternación, y entonces me preguntó a gritos:

—¿A eso te referías cuando has dicho «otra vez»? ¿Es que Yeyac y tú…? Ayya, primo, ¿tú también eres un cuilontli?

No pude replicar al instante porque me había quedado idiotizado al mirar boquiabierto aquellos pechos divinamente redondos, suaves, sugerentes, con un capullo rojizo en la punta que yo estaba seguro de que sabría a néctar de flores. Améyatl tenía razón; ahora era diferente. Antes era tan lisa en aquel lugar como yo, y sus pezones se notaban tan poco como los míos. Pero tras superar aquel momento de hechizo, me apresuré a responder:

—No. Yo no lo soy. Yeyac vino una vez y me agarró. Como has hecho tú. Pero lo rechacé. No tengo el menor interés en la manera de hacer el amor cuilónyotl.

A mi prima se le iluminó la cara, sonrió y dijo:

—Pues entonces vamos a practicar la manera correcta de hacer el amor.

Y dejó que la falda cayera al suelo.

—¿La manera correcta? —repetí como un loro—. Pero de esa manera es como se hacen los niños.

—Sólo si se quiere —me corrigió Améyatl—. ¿Crees que soy una niña? Soy una mujer crecida y he aprendido de otras mujeres adultas cómo evitar el embarazo. A diario tomo una dosis de raíz de tlatlaohuéhuetl en polvo.

Yo no tenía ni idea de qué pudiera ser aquello, pero creí en su palabra. Sin embargo —lo que también fue un mérito por mi parte, creo yo— probé un nuevo argumento:

—Tú querrás casarte algún día, Améyatl. Y querrás desposar a un pili de tu propio rango. Y él esperará que seas virgen. —Mi voz fue subiendo de tono hasta convertirse de nuevo en un graznido, mientras mi prima empezaba lentamente, de forma casi atormentadora, a quitarse la prenda tochómitl de fieltro que le envolvía los lomos—. Me han dicho que una hembra, después de una sola vez de haber hecho el amor, ya no es virgen, y que ese hecho se pone de manifiesto la noche de bodas. Y en ese caso podrías considerarte muy afortunada si te aceptase como esposa aunque fuera un…

Améyatl suspiró como si la exasperase mucho aquellas nerviosas divagaciones mías.

—Ya te he dicho, Tenamaxtli, que me han enseñado otras mujeres. Si es que alguna vez llego a tener una noche de bodas, estaré preparada para ello. Hay un ungüento astringente que me puede poner el himen más tirante que a una virgen de ocho años. Y hay cierta clase de huevo de paloma que puedo insertar dentro de mí sin que mi marido se percate de ello, y que se romperá en el momento oportuno.

Mi voz volvió a ponerse ronca cuando dije:

—Ciertamente parece que lo has considerado mucho antes de invitarme a…

Ayya, ¿quieres callarte? ¿Es que me tienes miedo? ¡Deja ya de decir imbecilidades, primo idiota, y ven aquí!

Y se acostó de espaldas en mi jergón y tiró de mí hacia abajo para atraerme a su lado. Me rendí por completo.

Me percaté de que había hablado de veras al decir que aquella parte de su cuerpo también era diferente. En las ocasiones anteriores en que yo la había visto desnuda, allí, en la entrepierna, sólo había una pequeña y apenas definida grieta. El tipili ahora era bastante más que una grieta, y en su interior había maravillas. Maravillas.

Estoy seguro de que cualquiera que observase nuestros torpes e inexpertos manejos, incluso un cuilontli desprovisto de todo interés, habría acabado vencido por la risa. Con voz insegura, que iba temblando de tono en tono, desde el de la flauta de junco hasta el de la trompa de caracola o el tambor de tortuga, no dejé de tartamudear necedades como: «¿Es ésta la manera correcta? ¿Preferirías que hiciera esto… o esto? ¿Qué hago con esto?» Améyatl, con más calma, decía cosas como: «Si lo abres suavemente con los dedos, como si fuera la concha de una ostra, te encontraras con una perla muy pequeña, mi xacapilé…» Y ya sin calma alguna: «¡Si! ¡Ahí! ¡Ayyo, sí!» Y desde luego, al cabo de un rato abandonó toda calma, yo ya no me sentí nervioso y los dos comenzamos a emitir ruidos inarticulados de éxtasis y deleite.

Lo que mejor recuerdo acerca de aquella copulación y de las que siguieron a aquélla, es lo bien que Patzcatl-Améyatl encarnaba su nombre. Significa Fuente de Jugo, y cuando nos acostábamos juntos eso es lo que era. He conocido a muchas mujeres desde entonces, pero no he encontrado ninguna que fuera tan copiosa en jugos. Aquella primera vez, con sólo tocarla ya empezó su tipili a exudar ese transparente pero lubricante fluido. Pronto los dos estuvimos, y también el jergón, resbaladizos y relucientes a causa de los jugos. Cuando finalmente llegamos al acto de la penetración, la membrana chitoli que protegía la virginidad de Améyatl cedió sin resistencia. Estaba virginalmente tensa, pero no hubo fuerza ni frustración en absoluto. A mi tepuli lo acogieron aquellos jugos y se deslizó con facilidad hasta el interior. En posteriores ocasiones Améyatl empezaba con su manantial nada más quitarse el tochómitl, y luego, más tarde, en cuanto entraba en mi habitación. Y tiempo después había ocasiones en que, a pesar de estar los dos completamente vestidos y en compañía de otros comportándonos con impecable propiedad, ella me lanzaba una mirada que decía: «Te veo, Tenamaxtli… y estoy húmeda debajo de la ropa».

Por eso el día en que cumplí trece años me reí para mis adentros cuando el padre de Améyatl, mi tío, sin elegancia pero con buenas intenciones, me ordenó que lo acompañase a la principal casa de auyanime de Aztlán y eligió para mí a una auyanimi de primera calidad. Como yo era una espiga joven y presumida, creía que ya sabía todo lo que un hombre podía saber acerca del acto de ahuilnema con una hembra. Bien, pronto descubrí, con deleite, con varios momentos de auténtica sorpresa, e incluso de vez en cuando con un ligero susto, que había muchísimas cosas que no sabía, cosas que a mi prima y a mí ni siquiera se nos había ocurrido probar ni una vez.

Por ejemplo, me quedé brevemente desconcertado cuando la muchacha me hizo con la boca lo que yo creía que sólo los varones cuilontli hacían entre ellos, porque eso fue lo que intentó hacerme aquella vez Yeyac. Pero mi tepuli estaba más maduro ahora, y la muchacha me lo excitó con tanta destreza que estallé con gloriosa gratificación. Luego me mostró cómo hacer lo mismo con su xacapili. Aprendí que aquella perla apenas visible, aunque es mucho más pequeña que el órgano de un hombre, puede igualmente introducirse en la boca, acariciarse con la lengua y chuparse hasta que, ella sola, impele a la hembra a auténticas convulsiones de gozo. Al aprender esto empecé a sospechar que ninguna mujer necesita en realidad a un hombre, es decir, al tepuli de éste, puesto que otra mujer, o incluso un niño, podría proporcionarle esa clase de gozo. Cuando se lo comenté, la muchacha se echó a reír, pero se mostró de acuerdo y me dijo que hacer el amor entre mujeres se llama patlachuia.

Cuando a la mañana siguiente dejé a la muchacha y regresé al palacio, Améyatl me estaba esperando con impaciencia; tiró de mí con urgencia y me llevó a un lugar donde pudiéramos conversar en privado. Aunque ella sabía dónde había pasado yo la noche, y lo que había estado haciendo, no estaba ni celosa ni disgustada. Justo lo contrario. Estaba casi temblando por averiguar si yo había aprendido alguna travesura nueva, exótica o voluptuosa que pudiera enseñarle a ella. Cuando sonreí y le dije que así era, ciertamente, Améyatl me hubiera arrastrado en aquel mismo instante a su habitación o a la mía. Pero le rogué que me diera tiempo para recuperarme y revitalizar mis propios jugos y energías. Mi prima se sintió bastante molesta por tener que esperar, pero le aseguré que ella podría disfrutar mucho más de todas las nuevas cosas que aprendería cuando yo hubiera recuperado el vigor necesario para enseñárselas.

Y así lo hizo, y lo mismo yo, y durante los cinco años siguientes más o menos continuamos disfrutando el uno del otro en cualquier momento en que disponíamos de la suficiente intimidad. Nunca nos sorprendió nadie durante el acto, ni siquiera sospecharon de nosotros, que yo sepa, ni su padre, ni su hermano, ni mi madre. Pero de hecho no estábamos realmente enamorados. Resultaba que, simplemente, cada uno era el utensilio más conveniente y dispuesto para el otro. Igual que el día en que cumplí trece años, Améyatl nunca dio muestras de disgusto o indignación las pocas veces en que seguramente se dio cuenta de que yo había catado los encantos de alguna moza sirvienta o de alguna esclava. (Muy pocas veces, beso la tierra por ello. Ninguna comparable a mi querida prima). Y yo no me habría sentido traicionado si alguna vez Améyatl hubiera hecho lo mismo. Pero sé que no lo hizo. Ella, al fin y al cabo, era noble y no se hubiera arriesgado a poner en peligro su reputación con nadie en quien no confiara como confiaba en mí.

Y tampoco se le rompió el corazón cuando, al cumplir veintiún años, Améyatl tuvo que abandonarme y tomar marido. Como ocurre en la mayoría de los matrimonios entre jóvenes pípiltin, aquél fue concertado por los padres, Mixtzin y Kévari, tlatocapili de Yakóreke, la comunidad más cercana a la nuestra hacia el sur. Améyatl fue formalmente prometida para convertirse en la esposa de Kauri, el hijo de Kévari, que tenía aproximadamente su misma edad. Resultó obvio para mi (y para Canaútli, nuestro Evocador de la Historia) que mi tío estaba así haciendo una alianza entre nuestro pueblo y el de Yakóreke como un sutil paso hacia la meta de convertir de nuevo a Aztlán —como lo había sido hacía mucho tiempo— en la capital de todos los territorios y pueblos circundantes.

No sé si Améyatl y Kauri habían llegado a conocerse bien, por no decir a amarse, pero, en cualquier caso, estaban obligados a obedecer los deseos de sus padres. Además Kauri era, en mi opinión, un compañero pasablemente bien parecido y aceptable para mi prima, así que mi única emoción el día de la ceremonia fue una ligera aprensión. Sin embargo, después de que el sacerdote de Xochiquetzal hubiera atado las esquinas de sus respectivos mantos con el nudo nupcial, de que terminaran las festividades tradicionales y de que la pareja se hubiera retirado a sus habitaciones, bellamente amuebladas, del palacio, ninguno de los invitados a la boda oímos alboroto escandalizado que procediera de allí. Supuse, con alivio, que el ungüento y el huevo de paloma introducido dentro de Améyatl, tal como prescribieran las alcahuetas consejeras de mi prima años atrás, habían bastado para dejar a Kauri satisfecho y con el convencimiento de que se había casado con una virgen sin mácula. Y sin duda ella le habría convencido del todo al mostrar una virginal ineptitud en el acto que tan mañosamente había estado practicando durante aquellos años.

Améyatl y Kauri se casaron muy poco tiempo antes del día en que mi madre, Cuicani, mi tío Mixtzin y yo partiéramos hacia la Ciudad de México. Y estimo que mi tío demostró perspicacia al nombrar para que gobernasen en su lugar no a su hijo y presunto heredero, Yeyac, sino a su inteligente hija y al marido de ésta. Pasaría mucho, mucho tiempo antes de que yo volviera a ver de nuevo a Améyatl, y fue en circunstancias que ninguno de los dos hubiera ni remotamente imaginado cuando ella, aquel día, nos dijo adiós con la mano a los viajeros.