XXX

Cuando abandonamos Tonalá la ciudad era un desierto humeante y en rescoldos, despoblada excepto por el sacerdote y los pocos esclavos que habían elegido quedarse, y sólo los dos edificios de piedra quedaban en pie y de una pieza. Cuando nos marchamos, nuestros guerreros tenían un aspecto muy llamativo, por no decir ridículo. Los yaquis iban tan profusamente engalanados con faldas de cabelleras que cada hombre parecía ir caminando sumergido hasta la cintura entre un montículo de cabello humano ensangrentado. Las mujeres purepes se habían apropiado de los vestidos más finos, sedas, terciopelos y brocados, de las difuntas señoras españolas, de manera que (aunque algunas por ignorancia se habían puesto los vestidos con la parte de delante hacia atrás) componían un enjambre de llamativo colorido. Muchos de los arcabuceros y de los guerreros aztecas llevaban ahora corazas de acero encima de la armadura de algodón acolchado. Desdeñaron hacerse con las botas altas del enemigo o con los cascos de acero, pero el pillaje también había alcanzado el guardarropa de las mujeres españolas, por lo que ahora llevaban en la cabeza lujosos gorros adornados con plumas y elaboradas mantillas de encaje. Todos nuestros hombres y mujeres llevaban además balas y bultos fruto del saqueo: toda clase de cosas, desde jamones, quesos y bolsas de monedas hasta esas armas que Uno había llamado alabardas, que son una combinación de lanza, gancho y hacha. Nuestros sanitarios iban detrás para apoyar a aquellos de nuestros hombres que habían resultado heridos de menos gravedad, y doce o catorce hombres conducían por las riendas a los caballos capturados, con riendas y ensillados, sobre los cuales cabalgaban o iban colocados los heridos que no podían caminar.

Cuando llegamos de regreso a nuestro campamento, se condujo a aquellos guerreros heridos a nuestros tíciltin, que eran varios porque la mayoría de las tribus que componían nuestro ejército habían llevado consigo por lo menos un médico nativo. Incluso los yaquis lo habían hecho así, pero como sus tíciltin lo único que hubieran podido hacer para socorrer a los heridos habría sido poco más que cánticos enmascarados, brincos y traqueteos de carraca, ordené que las bajas yaquis fueran también atendidas por los médicos más ilustrados de otras tribus. Como habían hecho antes y harían siempre, los yaquis se pusieron a gruñir con enojo por mi falta de respeto a sus sagradas tradiciones, pero como insistí con firmeza tuvieron que ceder.

Ésta no fue la única disensión que yo descubriría cuando mis fuerzas se congregaron de nuevo. Los hombres y las mujeres que habían participado en la toma de Tonalá quisieron quedarse para si con todo el botín que habían recogido allí, y se mostraron muy enfurruñados cuando ordené que los bienes se distribuyeran, de la forma más equitativa posible, entre todo el ejército y también los esclavos. Pero ese reparto forzoso no satisfizo al resto de la tropa que no había participado en la toma de la ciudad. Aunque estaban al corriente desde el principio de los motivos que yo tenía para emplear en aquella batalla sólo una parte de las fuerzas de que disponía, parecía que ahora nos echaran en cara el éxito obtenido. Mascullaban malhumorados que yo había sido injusto al dejarlos atrás, y que había mostrado una preferencia indebida hacia mis «favoritos». Puedo jurar que incluso dejaron entrever que sentían envidia de las heridas que los guerreros «favorecidos» habían traído a su regreso, y eso no había manera de que yo pudiera repartirlo entre todos. Hice lo que pude con tal de apaciguar a los descontentos: les prometí que habría muchas más batallas y victorias como aquélla, que, con el tiempo, todos los contingentes acabarían por tener la oportunidad de adquirir gloria, botín y heridas… e incluso de morir de alguna manera que complaciera a los dioses. Pero exactamente igual que yo había aprendido mucho tiempo atrás que ser Uey-Tecutli no era oficio fácil, ahora estaba aprendiendo que ser el líder de un ejército vasto y conglomerado no era más fácil.

Decreté que todos permaneceríamos en nuestro campamento actual mientras yo meditaba a dónde llevar el ejército y dónde utilizarlo a continuación. Tenía varias razones para querer permanecer durante algún tiempo donde estábamos. Una era dejar que las mujeres purepes fabricasen otra provisión considerable de granadas de arcilla, porque habían resultado muy efectivas en Tonalá. Y como ahora teníamos un apreciable número de caballos, quería que hubiese más hombres que aprendieran a montarlos. Además, como habíamos perdido a muchos de nuestros mejores arcabuceros, en parte por culpa mía, quería que los demás tuvieran la oportunidad de practicar con nuestro arsenal de esas armas, ahora bastante numeroso, y de aprender a utilizarlas del modo en que el difunto Uno me había recomendado.

Así que delegué en el caballero Nocheztli la mayoría de las responsabilidades rutinarias del mando, lo que me alivió de tener que vérmelas con las pequeñas quejas, peticiones, querellas y demás exasperaciones por el estilo y me permitió utilizar mi tiempo y poner mi atención en aquellas cosas que sólo yo podía supervisar y ordenar en persona. La más importante de todas era un proyecto que yo deseaba comenzar mientras todavía estuviéramos cómodamente acampados. Por eso es por lo que un día te mandé llamar, Verónica.

Cuando estuviste de pie ante mí, con expresión alerta y atenta pero recatada, con las manos detrás de la espalda, te dije lo que les había dicho a muchos otros antes:

—Tengo intención de quitarles de nuevo este Único Mundo a esos indeseados conquistadores y opresores españoles que lo ocupan ahora. —Hiciste un gesto de asentimiento y yo continué hablando—: Triunfemos o fracasemos en este empeño, puede ser que en algún momento en el futuro los historiadores del Único Mundo se alegren de disponer de un relato verdadero de los acontecimientos de la guerra de Tenamaxtzin. Tú sabes escribir y dispones de los materiales para hacerlo. Me gustaría empezar a poner por escrito lo que puede que sea el único registro de esta rebelión que exista en el futuro. ¿Crees que puedes hacerlo?

—Haré lo que esté en mi mano, mi señor.

—Ahora bien, tú sólo presenciaste la conclusión de la batalla de Tonalá. Te relataré las circunstancias e incidentes que condujeron a ella. Esto lo podemos hacer tú y yo sin prisas mientras estemos acampados aquí, lo que nos permitirá, a mí poner en orden en mi cabeza la secuencia de los hechos, a ti acostumbrarte a escribir a mi dictado y a ambos revisar y enmendar cualquier error que pueda cometerse.

—Tengo la suerte de poseer una memoria retentiva, mi señor. Creo que no cometeremos muchos errores.

—Esperemos que no. No obstante, no siempre nos permitiremos el lujo de sentarnos juntos mientras yo hablo y tú escuchas. Este ejército tiene incontables largas carreras que recorrer, incontables enemigos a los que enfrentarse, incontables batallas que librar. Yo desearía tenerlos todos ellos registrados por escrito: las marchas, los enemigos, las batallas, los resultados. Como tengo que encabezar la marcha, encontrar a los enemigos y moverme en la primera línea de todas las batallas, está claro que no puedo permanecer siempre describiéndote lo que ocurre. Mucho de ello tendrás que verlo con tus propios ojos.

—También poseo buena vista, mi señor.

—Elegiré un caballo para ti, te enseñaré a montarlo y te tendré siempre a mi lado… excepto en el fragor de la batalla, en ese momento permanecerás a una distancia segura. De ese modo verás muchas cosas sólo desde lejos. Debes tratar de comprender lo que estás viendo y luego tratar de relatarlo de manera coherente. Rara vez tendrás largos intervalos para sentarte con pluma y papel. Rara vez tendrás siquiera dónde sentarte. Así que debes idear alguna manera de hacer anotaciones rápidas, en el momento o a la carrera, que más tarde puedas redactar cuando, como ahora, estemos acampados durante algún tiempo.

—Puedo hacer eso, mi señor. En realidad…

—Déjame terminar, muchacha. Estaba a punto de sugerir que utilices un método que emplean desde hace mucho tiempo los mercaderes pochtecas viajantes para llevar sus cuentas. Se cogen hojas de parra silvestre y…

—Y se araña en ellas con una ramita afilada. Las marcas blancas son tan duraderas como la tinta en el papel. Perdona, mi señor, ya lo sabía. En realidad es lo que he estado haciendo, aquí y ahora, mientras tú hablabas.

Sacaste las manos de detrás de la espalda y en ellas sostenías algunas hojas de parra y una ramita. Las hojas tenían distintos arañazos diminutos que habías hecho sin siquiera mirar lo que hacías.

Bastante asombrado, te pregunté:

—¿Puedes descifrar esas marcas? ¿Puedes repetir algunas de las palabras que he pronunciado?

—Las marcas, mi señor, son sólo para refrescarme la memoria. Nadie más podría interpretarlas. Y no pretendo haber conservado todas tus palabras, pero…

—Demuéstramelo, muchacha. Léeme algo de la conversación que estamos manteniendo. —Alargué la mano e indiqué una de las hojas al azar—. ¿Qué se dijo ahí?

Sólo te llevó un momento de estudio.

—«En algún momento en el futuro, los historiadores del Único Mundo se alegrarán de disponer…»

—¡Por Huitzli! —exclamé—. Esto es algo maravilloso. Tú eres algo maravilloso. Sólo he conocido otro escriba en mi vida, un clérigo español. Él no era ni mucho menos tan diestro como tú, y eso que era un hombre que se acercaba a la mediana edad. ¿Cuántos años tienes, Verónica?

—Creo que tengo diez u once años, mi señor. Pero no estoy segura.

—¿De verdad? Por la madurez de tus formas, y aún más por el refinamiento que se pone de manifiesto en tu manera de hablar, habría creído que eras tres o cuatro años mayor. ¿Cómo es que estás tan bien educada a tan temprana edad?

—Mi madre fue a la escuela de la Iglesia y se crió en un convento. Ella se ocupó de enseñarme desde mis primeros años. Y justo antes de morir, me colocó a mí en ese mismo convento de monjas.

—Eso explica tu nombre, entonces. Pero si tu madre era una esclava, no pudo ser una criada mora común y corriente.

—Era mulata, mi señor —me explicaste sin ningún apuro—. A ella le desagradaba hablar mucho de sus progenitores… o de los míos. Pero los niños, desde luego, pueden adivinar gran parte de lo que no se dice. Deduje que su madre debió de ser una negra y su padre un español próspero de posición bastante elevada, y así pudo pagar para mandar a su hija bastarda a la escuela. En lo que se refiere a mi propio padre, mi madre se mostró tan reservada que nunca he podido hacer conjeturas.

—Sólo he visto tu cara —le dije—. Déjame ver el resto de ti. Desnúdate para que te vea, Verónica.

Tardaste muy poco en hacerlo, porque sólo llevabas puesta una túnica de estilo español muy fina, casi gastada, que te llegaba por el tobillo.

—Una vez me describieron todas las distinciones y grados de los linajes mezclados —le expliqué—. Pero no tengo experiencia en juzgarlo a simple vista; sólo conocí a una muchacha que era, creo, producto de una madre blanca y de un padre negro. En cuanto a ti, Verónica, yo diría que la sangre mora de tu abuela sólo se muestra en tus pechos ya brotados, en los pezones oscuros y en el ya incipiente penacho de vello ymaxtli que tienes ahí abajo. La sangre española de tu abuelo, diría yo, explica esos delicados y hermosos rasgos faciales que tienes. Sin embargo, no se te ven las axilas ni las piernas llenas de pelo, de modo que la sangre blanca española de tu abuelo debió de diluirse después. Y además eres tan limpia y hueles tan bien como cualquier hembra de mi propia raza. Se ve en seguida que tu desconocido padre aportó más y lo mejor de la mezcla a tu naturaleza.

—Por si te importa saberlo, mi señor —dijiste con descaro—, sea yo lo que sea, continúo siendo virgen. Todavía no me ha violado ningún hombre y todavía no me he sentido tentada a retozar con ninguno.

Hice una pausa para considerar aquel comentario tan directo (pues habías dicho «tentada», habías dicho «todavía no») mientras saboreaba lo que estaba mirando. Y aquí confesaré con sinceridad una cosa. Ya entonces, a aquella tierna edad, Verónica, estabas tan femeninamente dotada, eras físicamente tan bella y atractiva, además de ser muy inteligente y cultivada para tu edad, que fuiste para mi una auténtica tentación. Hubiera podido pedirte que te convirtieras en algo más que mi compañera y mi escriba. Pero esa idea sólo me pasó fugazmente por la cabeza, porque todavía recordaba el voto que había hecho en memoria de Ixínatsi. En realidad, aunque yo habría gozado con una intimidad mutua, no me atreví a tentarte ni a conquistarte para ello porque habría corrido el riesgo de enamorarme de ti. Y amar genuinamente a una mujer era lo que yo había jurado no volver a hacer nunca.

Y, también es verdad, bien estuvo que no lo hiciera, en vista de lo que más tarde se reveló entre nosotros.

Y, no obstante, también es verdad que inevitablemente, sin escapatoria, llegué a amarte con toda ternura.

En aquel momento, sin embargo, lo único que se me ocurrió decir fue:

—Vuelve a vestirte y ven conmigo. Aligeraremos a las mujeres purepes de algunas de las prendas que cogieron de los guardarropas de Tonalá. Mereces el más hermoso de los atuendos femeninos, Verónica. Y necesitarás más ropa además de ésa, y también algo de ropa interior si has de cabalgar en un caballo junto al mío.

No todas nuestras conquistas se llevaron a cabo con tanta facilidad como la de Tonalá. Mientras permanecimos acampados, mantuve a mis exploradores y a mis corredores veloces circulando en todas direcciones por los alrededores y, a partir de sus informes, decidí hacer que nuestro siguiente ataque a los españoles fuera un ataque doble: dos ataques simultáneos pero en dos lugares separados y muy distantes. Ello, ciertamente, serviría para hacer que los españoles tuvieran aún más miedo de que fuéramos muy numerosos, muy poderosos en fuerzas y en armas, fieros en nuestra determinación, capaces de atacar en cualquier parte… y que no se pensaran que se trataba sólo de un enojado levantamiento de unos cuantos miembros de tribus descontentas, sino de una auténtica insurrección extendida por todo el territorio contra los hombres blancos que nos estaban usurpando la tierra.

Algunos de los exploradores me informaron de que, a cierta distancia al sureste de nuestro campamento, se abría una vasta extensión de ricas estancias de cultivo y ranchos cuyos propietarios habían construido sus residencias muy agrupadas, unas cerca de las otras, por conveniencia, vecindad y protección mutua, en el centro de aquella extensión de terreno. Otros exploradores me informaron de que, al suroeste de nosotros, estaba situado un puesto de comercio español en una encrucijada de caminos, que tenía negocios florecientes con mercaderes viajantes y con terratenientes locales, pero que estaba muy fortificado y vigilado por una considerable fuerza de soldados españoles de a pie.

Ésos fueron los dos lugares que decidí atacar a continuación y al mismo tiempo, con el caballero Nocheztli al mando del ataque a la comunidad de estancias y yo al frente del ataque al puesto comercial. Y ahora les daría a algunos de nuestros guerreros que previamente no se habían manchado de sangre, y por ello sentían cierta envidia, su oportunidad de pelear, de saquear, de ganar la gloria y de alcanzar una muerte que complaciera a los dioses. De manera que a Nocheztli le asigné a los coras y a los huicholes y a todos nuestros jinetes, entre ellos a Verónica, para que fuera la cronista de esa batalla. Conmigo me llevé a los rarámuris y a los otomíes y a los hábiles arcabuceros. Dejamos atrás a los que habían participado en la toma de Tonalá… lo cual hizo que los yaquis, tal como era su costumbre, comenzasen a murmurar y estuviesen a punto de organizar un motín. Nocheztli y yo calculamos cuidadosamente el tiempo que emplearíamos en desplazarnos hasta allí para así poder establecer el día en el cual llevaríamos a cabo los asedios, separados y simultáneos, y también el día de nuestro reencuentro posterior, ya victoriosos, en el campamento que teníamos en aquel momento. Y luego marcharíamos cada uno en una dirección divergente.

Como he dicho, no toda la guerra que llevé a cabo transcurrió suavemente. En un principio dio la impresión de que mi ataque al puesto comercial no era probable que tuviera un resultado que pudiera llamarse victorioso.

El lugar consistía en su mayor parte en cabañas y barracas de los obreros y esclavos españoles. Pero éstas estaban rodeando el puesto en sí, que se asentaba seguro dentro de una empalizada de troncos pesados y unidos muy juntos, todos puntiagudos en la parte superior; tenía una puerta maciza, cerrada fuertemente y atrancada por dentro. Por unas ranuras estrechas en la pared de troncos asomaban los tubos de trueno. Cuando nuestras fuerzas avanzaron, rugiendo y bramando, y echaron a correr a campo abierto por uno de los lados del puesto, yo confiaba en que sólo tendríamos que esquivar las pesadas bolas de hierro que yo ya había visto anteriormente arrojar por los tubos de trueno. Pero a éstos los habían cargado en esta ocasión con fragmentos de metal, piedras, clavos, cristales rotos y cosas así. Y cuando comenzaron a disparar no hubo manera de esquivar la rociada letal que arrojaron, y gran cantidad de nuestros guerreros que iban en primera línea de ataque cayeron horriblemente mutilados, descuartizados, muertos, hechos pedazos.

Felizmente para nosotros, un tubo de trueno se tarda aún más en cargar que un palo de trueno. Antes de que los soldados españoles pudieran conseguirlo, nosotros los guerreros supervivientes nos habíamos acercado a la pared de la fortaleza, un lugar al que no podían apuntar los tubos de trueno. Mis rarámuris, haciendo honor a su nombre que significa Veloces de Pies, se encaramaron con facilidad como hormigas por los troncos de corteza tosca y, pasando por encima de ellos, se introdujeron en la fortaleza. Mientras algunos de aquellos entablaron combate inmediatamente con los defensores españoles, otros corrieron a desatrancar la puerta para permitirnos la entrada al resto de nosotros.

Sin embargo, los soldados no eran nada cobardes ni estaban tan desanimados como para rendirse de inmediato. Varios de ellos, formados en filas a cierta distancia, nos rechazaron con arcabuces. Pero mis propios arcabuceros, ahora versados en el debido empleo de esa arma, actuaron con igual exactitud y eficiencia mortal. Mientras tanto el resto de nosotros, armados con lanzas, espadas y maquáhuime, peleamos contra los demás soldados a corta distancia y luego cuerpo a cuerpo. No fue aquélla una batalla breve; los valientes soldados estaban dispuestos a luchar hasta morir. Y al final todos fueron a la muerte.

También murió un número lamentable de mis propios hombres, tanto fuera como dentro de la empalizada. Ya que en aquella marcha no habíamos llevado sanitarios para que atendieran a los heridos, y puesto que allí no había caballos en los que transportarlos, sólo pude dar instrucciones para que otorgasen una muerte rápida y piadosa a los caídos que seguían con vida pero que estaban demasiado malheridos para hacer el camino de regreso.

Aquella conquista nos había salido cara, pero aun así había sido provechosa. Aquel puesto comercial albergaba un tesoro de bienes útiles y valiosos: pólvora y bolas de plomo, arcabuces, espadas y cuchillos, mantas y túnicas, muchos alimentos buenos ahumados o salados, incluso jarras de octli y chápari y vinos españoles. Así que, con mi permiso, los supervivientes celebramos la victoria hasta que estuvimos bien borrachos, y cuando nos marchamos a la mañana siguiente no nos teníamos en pie. Como ya había hecho antes, invité a las familias esclavas del lugar a que vinieran con nosotros, y la mayoría lo hicieron; llevaron los bultos, bolsas y jarras del saqueo.

Al regresar de nuevo a nuestro campamento más allá de las ruinas de Tonalá, me alegré cuando Nocheztli me dijo que la suya había sido una expedición mucho menos difícil que la mía. La comunidad de estancias no estaba vigilada por soldados entrenados, sino sólo por los propios esclavos vigilantes de los propietarios, esclavos que, naturalmente, no estaban armados con arcabuces ni ansiosos por repeler el ataque. Así que Nocheztli no había perdido ni un solo hombre y sus fuerzas habían matado, violado y saqueado casi a su antojo. Además habían regresado con grandes provisiones de alimentos, bolsas de maíz, tejidos y ropa española aprovechable. Y lo mejor de todo, habían traído de aquellos ranchos gran cantidad de caballos y un rebaño de ganado casi tan numeroso como el que Coronado se había llevado consigo al norte. Ya no tendríamos que buscar comida, ni siquiera cazar. Ahora disponíamos de comida suficiente para sostener a todo nuestro ejército durante mucho tiempo.

—Y aquí tienes, mi señor —me dijo Nocheztli—. Un regalo personal mío para ti. He cogido esto de la cama de uno de los nobles españoles. —Me entregó un par de hermosas sábanas de lustrosa seda pulcramente dobladas y que sólo estaban algo manchadas de sangre—. Yo creo que el Uey-Tecutli de los aztecas no tendría que dormir en el suelo desnudo o en un jergón de paja como cualquier guerrero común.

—Te lo agradezco mucho, amigo mío —le dije sinceramente; y luego me eché a reír—. Aunque me temo que quizá me inclines a la misma autocomplacencia e indolencia que la de cualquier noble español.

Había más buenas noticias aguardándome en el campamento. Algunos de mis corredores veloces habían ido a explorar a tierras verdaderamente lejanas, y ahora habían regresado para decirme que la guerra que yo estaba librando la seguían ya otros además de mi propio ejército.

—Tenamaxtzin, la noticia de tu insurrección se ha extendido de nación en nación y de tribu en tribu, y muchos están ansiosos por emular tus acciones en nombre del Único Mundo. Por todo el camino de aquí hacia la costa del mar Oriental, bandas de guerreros están haciendo incursiones, ataques y retiradas rápidos contra asentamientos, granjas y propiedades españoles. El pueblo de los Perros chichimecas, el pueblo de los Perros Salvajes teochichimecas e incluso el pueblo de los Perros Rabiosos zacachichimecas, todos ellos están llevando a cabo esas correrías y ataques sorpresa contra los hombres blancos. Incluso los huaxtecas de las tierras costeras, que son tristemente famosos desde hace tanto tiempo por su holgazanería, llevaron a cabo un ataque contra la ciudad porteña que los españoles llaman Vera Cruz. Desde luego, con sus armas primitivas, los huaxtecas no pudieron hacer allí demasiado daño, pero sí causaron alarma y temor entre los residentes.

Me complació mucho oír aquellas cosas. Era cierto que los pueblos mencionados por los exploradores estaban pobremente armados, e igual de pobremente organizados en aquellos levantamientos. Pero me estaban ayudando a mantener a los hombres blancos intranquilos, aprensivos, quizá en vela durante la noche. Toda Nueva España ya estaría enterada de aquellos ataques esporádicos y de los míos, más devastadores. Nueva España, creía yo y esperaba que así fuera, debía de estar poniéndose cada vez más nerviosa y ansiosa acerca de la continuidad de su propia existencia.

Bien, los huaxtecas y demás podían ingeniárselas para realizar aquellos súbitos ataques y luego escapar casi con impunidad. Pero yo ahora estaba al mando de lo que era prácticamente una ciudad viajante: guerreros, esclavos, mujeres, familias enteras, muchos caballos y un rebaño de ganado, lo que, como mínimo, resultaba difícil de manejar y de mover de un campo de batalla a otro. Decidí que necesitábamos un lugar permanente donde asentarnos, un lugar que se pudiera defender con cierta facilidad desde donde yo pudiera conducir o enviar ya fueran pequeñas fuerzas o fuerzas formidables en cualquier dirección, y también tener un refugio seguro al que poder regresar. Así que convoqué a varios de mis caballeros, quienes, yo lo sabía, habían viajado mucho por aquellas partes del Único Mundo, y les pedí consejo. Un caballero llamado Pixqui dijo:

—Yo conozco el lugar perfecto, mi señor. Nuestro último objetivo es un asalto sobre la Ciudad de México, al sureste de aquí, y el lugar en el que estoy pensando queda aproximadamente a medio camino de allí. Las montañas llamadas Miztóatlan, Donde Acechan Los Cuguares. Los pocos hombres blancos que las han visto alguna vez las llaman en su lengua las montañas Mixton. Son montañas escarpadas, accidentadas y entrelazadas con estrechos barrancos. Allí podemos encontrar un valle lo bastante cómodo para albergar todo nuestro amplio ejército. Incluso cuando los españoles sepan que estamos en aquel lugar, cosa que sin duda harán, lo pasarán mal para llegar hasta nosotros a menos que aprendan a volar. Si se ponen vigías en lo alto de los riscos alrededor de nuestro valle, podrán divisar cualquier ejército enemigo que se aproxime. Y puesto que tal ejército habría de abrirse camino por entre esos estrechos barrancos casi en fila de a uno, bastaría un puñado de arcabuceros para detenerlos, y mientras tanto el resto de nuestros guerreros podrían arrojar una lluvia de flechas, lanzas y piedras sobre ellos desde arriba.

—Excelente —acepté—. Parece algo impenetrable. Gracias, caballero Pixqui. Id, pues, de un lado al otro del campamento y difundid la orden de que se preparen para marchar. Partiremos al alba hacia las montañas Miztóatlan. Y que uno de vosotros vaya a buscar a esa muchacha esclava llamada Verónica, mi escriba, y haga que se presente ante mí.

Fue el iyac Pozonali quien te trajo hasta mí aquel fatídico día. Hacía ya algún tiempo que me había fijado en que él estaba a menudo en tu compañía y que te contemplaba con miradas llenas de deseo. Ese tipo de cosas no se me escapa, pues yo mismo he estado enamorado con frecuencia. Yo sabía que el iyac era un joven admirable, e incluso antes de la revelación que se transparentó entre nosotros aquel día, Verónica, difícilmente habría podido sentirme celoso si resultaba que Pozonali encontraba también favor ante tus ojos.

Sea como fuere, tú ya habías escrito el relato del asalto de Nocheztli a las estancias, puesto que habías estado presente allí, así que a continuación me puse a dictarte el relato de mi mucho más difícil asalto al puesto comercial, y tú fuiste escribiendo todas las palabras, concluyendo con la decisión que habíamos tomado de partir hacia las Miztóatlan. Una vez que hube terminado dijiste en un murmullo:

—Estoy muy contenta, mi señor, de oír que piensas atacar pronto la Ciudad de México. Espero que la arrases por completo, como hiciste con Tonalá.

—Yo también. Pero ¿por qué deseas que sea así?

—Porque eso arrasará también el convento de monjas donde viví después de morir mi madre.

—¿Ese convento estaba en la Ciudad de México? Nunca me habías dicho dónde estaba situado. Sólo conozco un convento de monjas allí. Estaba cerca del Mesón de San José, donde en otro tiempo viví yo mismo.

—Ése es, mi señor.

Una sospecha en cierto modo turbadora pero no de consternación estaba empezando a apoderarse de mi.

—¿Y tienes alguna queja contra esas monjas, niña? Muchas veces he estado tentado de preguntártelo. ¿Por qué te escapaste de aquel convento y te convertiste en una vagabunda sin hogar, vagando hasta acabar por encontrar finalmente refugio entre nuestro contingente de esclavos?

—Porque las monjas fueron muy crueles, primero con mi madre y luego conmigo.

—Explícamelo.

—Después de asistir a la escuela de la Iglesia, cuando mi madre tuvo instrucción religiosa suficiente en esa religión y hubo alcanzado la edad requerida, se confirmó como cristiana e inmediatamente tomó lo que ellos llaman «órdenes sagradas», se convirtió en la esposa de Cristo, como dicen ellos, y empezó a residir en el convento como monja novicia. Sin embargo, pocos meses después se descubrió que estaba preñada. La despojaron del hábito, la azotaron con saña y se la expulsó con deshonra. Como he dicho, ella nunca, nunca, le dijo a nadie, ni siquiera a mí, quién la dejó preñada. —Y luego añadiste con amargura—: Dudo de que fuera su esposo Cristo.

Me quedé meditando un rato y luego le pregunté:

—¿Acaso tu madre se llamaba Rebeca?

—Sí —contestaste tú, atónita—. ¿Cómo podías tú saber eso, mi señor?

—Yo también asistí durante un breve tiempo a esa escuela de la Iglesia, así que conozco un poco su historia. Pero abandoné la ciudad por aquel entonces, de modo que nunca me enteré de la historia completa. Y dime, después de la expulsión de Rebeca, ¿qué fue de ella?

—Como llevaba dentro de ella un hijo bastado, yo diría que le dio vergüenza volver a su casa con su madre y su padre, su patrón blanco. Durante un tiempo se ganó la vida a duras penas haciendo pequeños trabajos de vez en cuando por los mercados; vivía literalmente en las calles. Yo nací en un lecho de harapos en cualquier callejón de alguna parte. Supongo que tengo suerte de haber sobrevivido a la experiencia.

—¿Y luego?

—Luego ya tenía dos bocas que alimentar. Me ruboriza decirlo, mi señor, pero mi madre se dedicó a lo que vosotros llamáis en vuestra lengua «hacer la calle». Y como era mulata… bien, ya te lo puedes imaginar; difícilmente solicitaban sus servicios ricos nobles españoles o ni siquiera prósperos mercaderes pochtecas. Sólo se acercaban a ella recaderos de los mercados, esclavos moros y otros hombres por el estilo. Los entretenía en sórdidas posadas e incluso en callejones traseros, en la calle. Al final, cuando yo no debía de tener más que cuatro años, recuerdo haber tenido que mirar como ella hacía esas cosas.

—Al final. ¿Cuál fue el final?

—Otra vez me ruborizo, mi señor. A causa de alguno de sus servicios en las calles mi madre contrajo el nanaua, la enfermedad más vergonzosa y revulsiva. Cuando comprendió que se estaba muriendo volvió al convento llevándome de la mano. Bajo las reglas de aquella orden cristiana, las monjas no podían negarse a acogerme. Pero naturalmente conocían mi historia, así que todos me despreciaron, y no me quedó esperanza alguna de que me concedieran un noviciado. Simplemente me utilizaron como criada, como esclava, como sirvienta. De todos los trabajos que había que hacer, yo era la que siempre hacía los más rastreros, pero por lo menos me dieron cama y alimento.

—¿Y educación?

—Como te he dicho, mi madre me había impartido muchos de los conocimientos que ella había adquirido anteriormente. Y yo tengo cierta facilidad para ser observadora y estar atenta. Así que, incluso mientras trabajaba tan duramente, yo siempre observaba, escuchaba y absorbía lo que las monjas estaban enseñando a sus novicias y a otras niñas respetables que residían allí. Cuando por fin decidí que ya había aprendido todo lo que ellas, aunque maliciosamente, podían enseñarme allí… y cuando los trabajos serviles y las palizas se hicieron intolerables… entonces me escapé.

—Eres una niña extraordinaria, Verónica. Me alegro muchísimo de que sobrevivieras a tus vagabundeos y de que por fin llegaras hasta… hasta nosotros.

Me quedé meditando un poco más. ¿Cómo decir esto de la mejor manera posible?

—Por la poca amistad que tuve con Rebeca, mi compañera de escuela, creo que fue su madre quien te dio tu sangre blanca, y su padre habría sido un moro, no un patrón español. Pero eso no importa. Lo que importa es que tu padre, fuera quien fuese, estoy seguro de que fue un indio, un mexícatl o un aztécatl. Por tanto tienes tres sangres en tus venas, Verónica. Supongo que esa combinación es lo que explica tu belleza tan poco común. Y ahora, fíjate, pues el resto sólo puedo suponerlo por los pocos indicios que dejó caer Rebeca. No obstante, si estoy en lo cierto, tu abuelo paterno fue un alto noble de los mexicas, un hombre valiente, sabio y verdaderamente noble en todos los aspectos. Un hombre que desafió a los conquistadores españoles hasta el mismísimo final de su vida. La contribución que él aportó a tu naturaleza explicaría tu inteligencia poco común, y en especial tu asombrosa facilidad con las palabras y la escritura. Si tengo razón, ese abuelo tuyo era un mexícatl llamado Mixtli; por decirlo con más propiedad, Mixtzin: señor Mixtzin.