XI

Algunos meses después de nuestro anterior encuentro en el mercado, el pochtécatl Peloloá volvió de nuevo del Xoconochco. Trajo consigo un tamemi cargado con un gran saco del salitre de «primera cosecha» y me lo regaló con solemnidad, e incluso le ordenó al porteador que lo llevase hasta mi casa. Y allí empecé a dedicar todos los ratos que tenía libres a probar distintas mezclas y proporciones de los polvos negros, blancos y amarillos, apuntando por escrito cada experimento que hacía. Ahora disponía de mucho más tiempo libre que antes, porque a Pochotl y a mi nos habían despedido de nuestras obligaciones en la catedral.

—Es porque la Iglesia tiene un Papa nuevo en Roma —me explicó el notario Alonso en tono de disculpa—. El antiguo papa Clemente Séptimo ha muerto, y ahora le ha sucedido el papa Paulo Tercero. Acaban de informarnos de su toma de posesión y de las primeras instrucciones que ha dirigido a todo el clero católico cristiano del mundo.

—No parece complacerte la noticia, cuatl Alonso —observé.

Hizo una mueca amarga.

—La Iglesia ordena que todo sacerdote sea célibe, casto y honorable… o por lo menos que finja serlo. Eso, desde luego, debe aplicarse también al Papa, que es el sacerdote más alto de todos. Pero es bien sabido que, mientras sólo era el padre Farnesio, comenzó su escalada a través de la jerarquía eclesiástica mediante ese procedimiento que la gente más grosera llama «lamerle el culo al patrón». Es decir, metió a su propia hermana, Giulia la Hermosa, en la cama con el anterior papa Alejandro Sexto, y con ello se ganó sustanciales ascensos. Y por su parte este papa Paulo en modo alguno ha sido célibe durante su vida. Tiene numerosos hijos y nietos. Y a uno de ellos, a un nieto llamado Paulo, lo ha nombrado, nada más acceder al papado, cardenal de Roma. Y ese nieto sólo tiene catorce años.

—Interesante —dije yo aunque en realidad no me lo parecía demasiado—. Pero ¿qué tiene que ver eso con nosotros, los que estamos aquí?

—Entre las instrucciones que ha dado, el papa Paulo ha decretado que las diócesis empiecen a restringir los gastos. Eso significa que ya no podemos seguir financiando ni siquiera un lujo tan pequeño como es el trabajo que tú estás haciendo conmigo en los códices. Además, el Papa se ha dirigido en particular al obispo Zumárraga para llamarle la atención sobre un asunto que él llama «derrochar» oro y plata en «perifollos». El Papa ha decretado que los metales preciosos que la Iglesia ha adquirido aquí, en Nueva España, sean repartidos entre los obispados menos dotados. O eso dice él.

—¿Tú no le crees?

Alonso dejó escapar un largo resoplido.

—Sin duda estoy predispuesto a desconfiar de él a causa de lo que sé de su vida personal. No obstante, me suena como si el Papa se estuviera apropiando del quinto real de los tesoros de Nueva España. Sea como fuere, por eso es por lo que Pochotl debe abandonar el maravilloso trabajo de joyería que está realizando para nosotros, y tú, tu ayuda con las traducciones.

Le sonreí.

—Cuatl Alonso, los dos, tú y yo, sabemos que hace mucho tiempo que, sencilla y compasivamente, te inventas trabajos para que yo los haga. Por suerte, tengo algunos ahorros. Creo que la viuda, el huérfano y yo, pues a ellos los mantengo, no sufriremos excesivas penurias porque yo deje este empleo.

—Sentiré verte partir, Juan Británico. Sin embargo, te recomiendo encarecidamente, ahora que no estarás ocupado aquí, que aproveches bien ese tiempo del que dispondrás y reanudes tus estudios cristianos con el padre Diego.

—Es muy considerado y cariñoso por tu parte recomendarme que haga eso —le dije.

En realidad, así lo pensaba, pero no le prometí nada. Alonso suspiró y luego volvió a hablar:

—Me gustaría entregarte un pequeño regalo a modo de despedida. —Levantó un objeto brillante que sujetaba los papeles que había sobre la mesa—. Todo el mundo posee una cosa como ésta hoy día, me refiero a todos los españoles, pero ésta en particular me la dio aquel pobre hereje a quien tú y yo vimos ejecutar a la puerta de esta catedral hace cuatro o cinco años.

Ayya, pensé, mi propio padre le había hecho aquel regalo y ahora él me lo regalaba a mi. Alonso me lo entregó; era un pedazo de cristal del tamaño de la palma de mi mano, circular y suavemente pulido. Yo todavía tenía aquel otro cristal que me había legado mi padre de forma involuntaria, y lo guardaba a buen recaudo entre mis pertenencias. Pero aquél era un topacio amarillo, y éste era de cuarzo transparente. Además éste tenía una forma diferente y estaba suavemente redondeado por ambas caras.

—Aquel anciano me relató cómo había descubierto estos objetos en algún lugar de las tierras del sur —me explicó Alonso— y los había convertido en utensilios muy populares entre su gente. Ahora las utilizamos mucho nosotros, los españoles; de hecho son unas cosas muy útiles, pero al parecer vosotros los indios os habéis olvidado de ellas.

—¿Útiles? —le pregunté—. ¿Cómo?

—Observa. —Me la cogió de la mano y la sostuvo en un haz de luz del sol que entraba por la ventana. Con la otra mano cogió un pedazo de papel de corteza y lo situó de manera que el sol pasara a través del cristal y diera en el papel. Moviendo el papel y el cristal adelante y atrás, poco a poco hizo que el haz de luz se convirtiera en un punto brillante sobre el papel. Y al cabo de un momento muy breve, el papel empezó a emitir humo en aquel mismo punto donde luego, sorprendentemente, brotó una llama pequeña pero auténtica. Alonso la apagó de un soplo y me devolvió el cristal—. Esto es un vidrio que quema —me dijo—. Nosotros también lo llamamos una lente, porque su forma es igual a la de la legumbre del mismo nombre. Con ella una persona puede prender fuego sin necesidad alguna de acero ni pirita, y sin la molestia penosa del pedernal y la yesca. Siempre que brille el sol, claro está. Confío en que a ti también te resulte útil.

«Ya lo creo que sí», pensé yo, exultante. Era como un regalo de los dioses. No… un regalo de mi padre Mixtli, que ahora seguramente moraría en Tonatiucan. Tenía que haber estado observándome desde el otro mundo mientras yo me esforzaba por dominar el proceso de fabricación de la pólvora. Debía de saber por qué lo hacía y habría decidido hacerme el esfuerzo más fácil. Aunque hacia mucho tiempo que se había ido y estaba muy lejos de las preocupaciones mortales, mi padre Mixtli debía de estar de acuerdo con mi intención de librar al Único Mundo de sus actuales amos extranjeros. Y aquélla era la manera que tenía de decírmelo desde más allá de las inmensas distancias que nos separan a los vivos de los muertos.

Yo no le comenté nada de aquello a Alonso de Molina, por supuesto, sólo le dije:

—Te lo agradezco muchísimo, de verdad. Pensaré en ti cada vez que haga uso de la lente.

Y luego me despedí de él.

Pochotl no se quedó más desconsolado que yo por el hecho de que lo despidieran como trabajador de la catedral. Había invertido astutamente los salarios que le habían pagado y se había construido una casa más que decente y un taller en una de las mejores colaciones de la ciudad reservada para asentamiento de los nativos. En realidad su casa estaba al borde de la Traza reservada para los españoles. Y eran tantísimos los españoles que habían quedado deslumbrados por los artículos que Pochotl había hecho para la catedral, que ya lo solicitaban continuamente para que les hiciera numerosos encargos privados.

—Por fin los hombres blancos se afanan por imitarnos en cultura, refinamiento y buen gusto —me dijo—. ¿Te has fijado, Tenamaxtli? Ya ni siquiera huelen tan mal como antes. Han adquirido nuestra costumbre de bañarse, aunque quizá no con tanta frecuencia ni tan a conciencia como nosotros. Y ahora han aprendido a apreciar la clase de joyas que yo siempre he hecho… mucho más finas y más ingeniosas que las de sus torpes artesanos. Así que me traen el oro, la plata o las gemas y me dicen lo que quieren… un collar, un anillo, la empuñadura de una espada, y me dejan que sea yo quien decida el diseño. De momento ninguno ha quedado descontento, al contrario, están contentos sobremanera con los resultados, y nadie ha dejado de pagarme con generosidad. Y tampoco nadie ha hecho comentario alguno por el hecho de que yo me haya quedado con un poquito del metal sobrante y lo haya guardado para mí.

—Me alegro enormemente por ti. Sólo confió en que te quede algún tiempo libre para…

Ayyo, sí. El arcabuz ya está casi terminado. He acabado las piezas de metal y ahora sólo tengo que montarlas en la culata de madera. Me ha ayudado mucho, por raro que parezca; el que me hayan despedido de la catedral. El obispo me ordenó que vaciase y limpiase mis talleres, y puso vigilancia para asegurarse de que no me llevaba ninguna de las muchas cosas valiosas que se me habían confiado. Y no lo hice, pero sí que aproveché la oportunidad, al poder ver las armas de los soldados tan de cerca, para comerme con los ojos cada detalle y ver el modo como están compuestos esos arcabuces. Y dime… ¿cómo te va a ti en la fabricación de la pólvora?

Yo todavía estaba embebido en el, al parecer, interminable proceso de probar diferentes mezclas de polvos, y no daré cuenta de todo el monótono tiempo y los enojosos intentos que tuve que soportar. Sólo diré que finalmente logré el éxito… con una mezcla que era dos tercios de salitre y un tercio que comprendía carbón vegetal y azufre en medidas iguales.

Cuando, una tarde, empleé mi lente nueva para aplicar un punto de luz del sol y encender aquel montoncito de polvo gris ceo —lo que resultaría ser la prueba definitiva y concluyente—, el callejón donde estaba nuestra casa se hallaba vacío de niños del vecindario. Habían llegado a aburrirse más aún que yo de aquellas repetidas e insignificantes efervescencias. No obstante en aquella ocasión el polvo echó literalmente chispas, y sólo hizo una modesta polvareda de humo azul. Pero lo que es lo más importante de todo, emitió aquel sonido enfadado semejante a un gruñido apagado; el que yo había oído cuando el joven soldado me dejó apretar el gatillo y disparar el arcabuz. Por fin, ya sabía hacer pólvora, y podía fabricarla en cantidades significativas. Después de llevar a cabo una pequeña danza íntima de victoria y de dar las gracias en silencio, pero de corazón, al dios de la guerra Huitzilopochtli y a mi venerado y difunto padre Mixtli, salí corriendo hacia la casa de Pochotl para anunciarle aquel gran logro mío.

—¡Yyo ayyo, te admiro y te respeto! —exclamó—. Ahora, como puedes ver, yo también ya casi he terminado. —Me señaló con un gesto su banco de trabajo, donde se encontraban los componentes de metal que yo ya había examinado y ahora también la culata de madera a la que Pochotl estaba dando forma—. Mientras termino mi trabajo, te pido que hagas lo que ya te he sugerido otras veces con anterioridad: que pruebes la pólvora en algún tipo de recipiente firmemente constrictivo.

—Tengo intención de hacerlo —le indiqué—. Mientras tanto, Pochotl, fabrica también para este arcabuz algunas bolas redondas de plomo para que las dispare. Tienen que ser del tamaño adecuado para que se puedan introducir por el tubo hueco, pero es necesario que ajusten completamente en él.

Fui de nuevo al mercado y pedí por favor a un alfarero de los que allí había que me diese un pedazo de arcilla corriente. Me lo llevé a casa y, mientras Citlali me miraba con orgullo, vertí sobre aquel pedazo de arcilla una medida de pólvora muy modesta, enrollé con fuerza la arcilla alrededor de la pólvora hasta formar una pelota de aproximadamente el mismo tamaño que un fruto de nopali, le hice un agujero muy pequeño con una pluma de ave y luego puse a secar aquella pelota junto al fuego. Al día siguiente estaba tan dura como cualquier cacharro de barro y me la llevé al callejón. Como aquello ahora era nuevo para ellos, los niños del vecindario sí que se congregaron alrededor de mi otra vez, e igualmente les provocaba interés la lente que yo estaba a punto de utilizar. Pero les hice señas con la mano para que se retirasen hasta una respetuosa distancia, y también me protegí la cara con un brazo, antes de aplicar el cristal caliente al agujero que había hecho con la pluma. Me alegro de haber tomado esas precauciones, porque la pelota entera desapareció al instante, produciendo una llamarada que resultaba cegadora incluso a la luz del día, una nube de aquel humo azul de olor penetrante, un ruido casi tan fuerte como el que había producido el arcabuz que yo en una ocasión había disparado… y una lluvia de afilados fragmentos que se me clavaron en el brazo que mantenía levantado y en el pecho desnudo. Dos o tres de los niños lanzaron pequeños gritos, pero ninguno de ellos recibió más que algún pinchazo por los fragmentos. Cuando ya era demasiado tarde se me ocurrió que podía haber habido una patrulla en algún lugar lo bastante cercano como para haber oído la explosión. Nadie acudió a investigar, pero decidí que, de entonces en adelante, llevaría a cabo mis experimentos bien lejos de la ciudad.

De manera que, unos días después, llevando conmigo una bola de barro dura tan grande como mi puño cargada de pólvora y un poco de polvo suelto en una bolsa, embarqué en embarcación acali en el extremo occidental de la isla y hasta el risco de tierra firme llamado Chapultepec, la Colina de los Saltamontes. Hubiera podido ir andando hasta allí; aquella parte del lago era poco profunda, apenas llegaba hasta la rodilla, tenía un color entre verde y marrón y un olor fétido Según me habían dicho, antiguamente la parte frontal rocosa del risco tenía esculpidos unos rostros gigantescos, los rostros, a un tamaño muchas veces mayor que el natural, de cuatro Portavoces Venerados de los mexicas. Pero los rostros habían desaparecido porque los soldados españoles los habían utilizado, en medio de un gran jolgorio, para hacer prácticas de tiro, disparando aquellos inmensos palos de trueno de bocas grandes montados sobre ruedas que llamaban culebrinas y falconetes. Ahora el risco volvía a ser nada más que risco con el frente rocoso, y el único rasgo notable de digna mención era el acueducto que salía de él y llevaba el agua desde los manantiales de Chapultepec a la ciudad.

Y alrededor, el parque que el último Moctezuma había erigido, con jardines, fuentes y estatuas, había sido eliminado totalmente. Ahora allí sólo había hierba, flores silvestres, maleza baja y, aquí y allá, los magníficos, enormemente altos y más antiguos de todos los árboles, los cipreses ahuehuetquin, demasiado duros e invulnerables para que ni siquiera los españoles pudieran talarlos. Las únicas personas que vi por los alrededores fueron los esclavos que trabajaban allí cada día, que reparaban los escapes y grietas que siempre se producían en el acueducto. Tuve que avanzar penosamente tierra adentro, aunque sólo un corto trecho, hasta que conseguí encontrarme a solas en un lugar cuyo suelo estaba desprovisto de maleza y en el cual coloqué el objeto que llevaba. Esta vez había hecho la bola plana por la base y allí había perforado el agujero, de modo que el orificio quedaba a nivel del suelo cuando la deposité en éste. Abrí la bolsa y, empezando por el agujero hecho con la pluma, fui haciendo un reguero de pólvora hasta una distancia considerable, incluso di la vuelta a la extensa raíz de un gran ciprés. Allí, a salvo detrás del tronco del árbol, saqué la lente de quemar, la sostuve bajo un rayo de sol que se abría camino entre el follaje y encendí una pequeña llama justo al final del reguero de pólvora. Tal como había supuesto, la pólvora suelta empezó a lanzar chispas y gruñidos, y esas chispas se pusieron a danzar alegremente mientras volvían por el mismo camino por el que yo había ido hasta el árbol. Me di cuenta de que aquél no sería un modo práctico de encender habitualmente aquellas bolas experimentales, pues el menor soplo de viento podía interrumpir el avance de las chispas; pero aquel día no ocurrió así. Las chispas dieron la vuelta alrededor del tronco del ciprés y a continuación desaparecieron de mi vista, aunque yo todavía podía percibir el olor penetrante del reguero de pólvora al arder.

Luego, aunque ya lo tenía previsto, o por lo menos había esperado fervientemente que fuera así, se produjo un ruido tal que, a mi pesar, me hizo saltar. El árbol tras el que me cobijaba también pareció tambalearse. Innumerables aves salieron despavoridas de la vegetación circundante chirriando y graznando, y la maleza baja crujió con violencia en el momento en que animales invisibles salieron en desbandada. Oí el sonido silbante de los fragmentos cortantes de arcilla que volaban en todas direcciones, y algunos de ellos se clavaron con un ruido sordo en las ramas del árbol que me protegía, mientras unas cuantas hojas y ramitas que esos fragmentos habían cortado revoloteaban al caer y el humo azul esparcía su penetrante y acre miasma a lo largo y a lo ancho por el aire en calma.

Desde algún lugar a lo lejos me llegó también el sonido de gritos humanos. Así que, en cuanto dejaron de caer cosas alrededor, abandoné mi refugio tras el árbol y me dirigí al lugar donde había estado situada la bola. Una extensión de tierra tan grande como una estera petatl había quedado chamuscada y ennegrecida, y los arbustos cercanos se veían quemados y marchitos. Al borde del claro yacía un conejo muerto; uno de los fragmentos lo había atravesado de parte a parte.

Los gritos se acercaban y sonaban cada vez más excitados. Sólo entonces recordé que los españoles habían construido, en lo alto de la Colina de los Saltamontes, un edificio que hacía las veces de fuerte y prisión, algo como una fortaleza que ellos llamaban el Castillo y que estaba siempre lleno de soldados, porque allí era donde se entrenaba a los nuevos reclutas del ejército. Incluso el recluta más novato, desde luego, habría reconocido el sonido de una explosión de pólvora y, al comprobar que procedía de las profundidades de un bosque normalmente deshabitado, todos se habrían precipitado a averiguar cómo había ocurrido y de quién era obra. Yo no quería dejar ninguna evidencia para aquellos soldados. No tenía tiempo de intentar hacer desaparecer la marca quemada, pero si que cogí el conejo antes de salir corriendo en dirección a la orilla del lago.

Aquella noche Pochotl vino a visitarme a casa; llevaba un manto grasiento enrollado debajo del brazo y una sonrisa en el rostro, muy arrugado. Con el taimado y sigiloso porte de un prestidigitador, dejó el bulto en el suelo y lo desenrolló muy despacio mientras Citlali y yo lo observábamos con los ojos brillantes. Allí estaba: era una réplica de arcabuz, y parecía auténtico.

Ouiyo ayyo —murmuré complacido mientras admiraba sinceramente el arte de Pochotl.

Al mismo tiempo, Citlali nos miró y nos sonrió a uno y a otro, complacida por ambos.

Pochotl me entregó la llave para enroscar el muelle del anterior. La inserté en su lugar, la hice girar y oí el mismo ruido de la vez anterior, el de la rueda al girar. Luego, con el pulgar; tiré hacia atrás de la garra de gato que sujetaba la escama de oro falso, que produjo un chasquido y quedó fija atrás. Y a continuación tiré del gatillo con el dedo índice. La garra del gato se soltó hacia abajo, el oro falso golpeó la rueda dentada justo cuando el muelle enroscado hacía girar la rueda… y las chispas resultantes rociaron la cazoleta tal como se suponía que habían de hacer.

—Desde luego —dijo Pochotl—, la prueba crucial será cuando esté cargado con pólvora y una de éstas. —Me entregó una bolsa llena de pesadas bolas de plomo—. Pero te aconsejo que vayas a hacerlo bien lejos de aquí, Tenamaxtli. Ya se ha corrido la voz. Hoy se ha oído una explosión inexplicable junto a la guarnición de Chapultepec. —Me hizo un guiño—. Los hombres blancos temen, y sus motivos tendrán, que alguien además de ellos posee cierta cantidad de pólvora. Las patrullas callejeras detienen y registran a todos los indios que llevan cacharros, cestos o cualquier otro recipiente sospechoso.

—Ya me esperaba eso —le indiqué—. De ahora en adelante andaré con más tiento.

—Otra cosa más —añadió Pochotl—. Sigo considerando que tu idea de revolución es una auténtica locura. Piénsalo, Tenamaxtli. Tú sabes cuánto he tardado en hacer este único arcabuz. Creo que funcionará, eso casi puedo garantizártelo, pero ¿esperas que yo o cualquier otro construya los miles que necesitarías para igualar el armamento de los hombres blancos?

—No —dije yo—. No hace falta construir más. Si éste funciona como es debido lo utilizaré para… bueno… para adquirir otro de algún soldado español. Luego emplearé esos dos para adquirir dos más. Y así sucesivamente. —Pochotl y Citlali se quedaron mirándome fijamente, no pude distinguir si porque estaban espantados o llenos de admiración—. Pero ahora —exclamé con júbilo—, ¡vamos a celebrar la ocasión!

Salí, compré un jarro del mejor octli y nos pusimos a beber muy contentos, e incluso le dimos un poco a Ehécatl. Los adultos nos embriagamos tanto que, al llegar la medianoche, Pochotl decidió acostarse en la habitación delantera para no arriesgarse a tener un encuentro con una patrulla. Citlali y yo, tambaleándonos y sin dejar de reírnos, nos fuimos hasta nuestro jergón, que se encontraba en la otra habitación, para continuar allí la celebración de un modo aún más entusiasta.

Para mi siguiente serie de experimentos sólo hice bolas del tamaño de huevos de codorniz, cada una de las cuales contenía un pellizco mínimo de pólvora. Todas estallaron en pedazos con poco ruido más del que hace una vaina de ricino cuando hace saltar sus semillas, de modo que los niños del vecindario pronto perdieron el interés por ellas. Sin embargo, disfrutaron mucho con otra diversión distinta que les proporcioné: pedirles que me hicieran de vigilantes, que controlaran todas las calles de alrededor y corrieran a avisarme si divisaban a algún soldado o a alguna patrulla por alguna parte. Como yo ya sabía que había fabricado pólvora de forma satisfactoria y había podido comprobar que era muy destructiva al encenderla en un recipiente cerrado, lo que ahora intentaba hacer era encontrar el modo de hacer estallar a distancia una bola rellena de pólvora, pequeña o grande, de algún modo que fuese más seguro que dejar un reguero de pólvora por el suelo.

Ya he mencionado el modo como nuestro pueblo, generalmente, fumaba picíetl: enrollado dentro de lo que llamábamos poquíetl, un tubo de junco o de papel que ardía lentamente al mismo tiempo que la hierba, y no en una pipa de arcilla no combustible, como hacían los españoles. A veces a nosotros, y también a los hombres blancos, nos gustaba mezclar picíetl con algún otro ingrediente —cacao en polvo, ciertas semillas, flores secas— para cambiar el sabor o la fragancia. Lo que hice ahora fue liar una cantidad de poquíeltin de papel muy fino que contenían la hierba mezclada con cantidades pequeñas variadas de pólvora. Un poquíetl corriente arde lentamente a medida que el fumador aspira las bocanadas, pero si se le abandona durante un rato lo más probable es que se apague. Yo creí que, al añadir la pólvora, si se dejaba el tubo y no se chupaba seguiría encendido, aunque siguiera ardiendo lentamente.

Y no me equivoqué. Probando aquellos poquíeltin de papel en distintas circunferencias y longitudes, todos ellos con picíetl y pólvora, por fin di con la combinación adecuada. Si se insertaba en el agujero que yo había hecho previamente con la pluma en mis bolas en miniatura hechas con arcilla, ese poquíetl podía encenderse y continuaba ardiendo durante un rato —más largo o más corto según la longitud— antes de alcanzar el agujero y destruir la bola con estruendo. No había forma de poder medir aquello con exactitud… para hacer, por ejemplo, que varias bolas estallaran simultáneamente. Pero sí que podía hacer y recortar un poquíetl con la suficiente longitud para que, cuando lo encendiera, me diera tiempo de sobra para alejarme de la escena antes de que llegase al agujero de ignición. Y ello también me aseguraba que ninguna brisa errante o el pie de cualquier transeúnte interrumpiría la combustión, como suele ocurrir con tanta facilidad con el reguero de pólvora.

Para verificar eso, a continuación hice algo tan osado, arriesgado y verdaderamente malvado que ni siquiera se lo dije antes a Citlali. Construí otra bola de arcilla del tamaño de un puño, la rellené de pólvora bien prensada e inserté en el agujero hecho con la pluma un poquíetl largo. El primer día que hizo un sol radiante me la metí en la bolsa que llevaba a la cintura y me fui caminando desde la casa hasta la Traza, exactamente hasta el edificio que hacia mucho yo había identificado como los barracones de los soldados españoles de bajo rango. Había, como siempre, un centinela de guardia a la entrada, armado y con armadura. Poniendo la cara más estúpida e inofensiva que pude, pasé tranquilamente a su lado y me dirigí a la esquina del edificio; una vez allí me detuve y me arrodillé como si estuviera sacándome una piedra que se me hubiera metido en la sandalia.

Fui capaz, de prisa y sin hacer ruido, de encender el extremo que sobresalía del poquíetl, y luego metí la bola dura en el espacio que quedaba entre la esquina de piedra y los guijarros de la calle. Eché un fugaz vistazo al guardia; no me prestaba atención; ni tampoco se fijaba en mí ninguna de las personas que pasaban por la calle, que estaba muy transitada; así que me puse en pie y continué tranquilamente mi camino. Había avanzado por lo menos cien pasos cuando se oyó el estruendo de la explosión. Incluso a esa distancia oí el silbido de los fragmentos que habían salido volando por el aire, y uno de ellos me golpeó ligeramente en la espalda. Me di la vuelta para mirar, y me gratificó ver el gran revuelo que aquello había causado.

No se habían producido daños visibles en el edificio, excepto una mancha negra y humeante en un costado, pero cerca de ese lugar había dos personas tumbadas en posición supina que sangraban: uno era un hombre con ropa de español y el otro un tamemi cuya percha para el transporte yacía junto a él. De los barracones salieron en desbandada no sólo el centinela, sino un gran número de soldados, algunos de ellos a medio vestir, pero todos llevando encima sus armas. Cuatro o cinco de los indios de la calle echaron a correr de puro terror ante aquel hecho sin precedentes, y los soldados se lanzaron en su persecución. Entonces me di la vuelta con tranquilidad y me uní a las numerosas personas que se habían detenido y se habían quedado mirando boquiabiertas, y que, obviamente, no estaban implicadas en absoluto.

El español que se hallaba tumbado en el suelo se retorcía y gemía, todavía con vida, y un soldado condujo hasta allí al médico de los barracones para que lo atendiera. El inofensivo tamemi, sin embargo, estaba bien muerto. Lamenté este hecho, pero estaba seguro de que los dioses considerarían que era un hombre caído en combate y lo tratarían con bondad. Aquello en realidad no había sido una batalla, desde luego, pero yo le había asestado un segundo golpe al enemigo. Ahora, después de estos dos hechos inexplicables, por fuerza los hombres blancos tenían que haberse dado cuenta de que pronto estarían acosados por la subversión; y tenían también que sentirse desconcertados, quizá incluso asustados, al caer en la cuenta lo que ello significaba. Como les había prometido a mi madre y a mi tío, me había convertido en el gusano del fruto de coyacapuli, que se lo come por dentro.

Durante el resto de aquel día, los soldados —yo creo todos los que había en la ciudad— se desplegaron por las colaciones y registraron las casas, los puestos de los mercados, bolsas y los bultos que llevaban los hombres y las mujeres nativos, incluso llegaron a obligar a algunos de ellos a desnudarse. Pero abandonaron aquella tarea al terminar el día y ya no lo hicieron más, seguramente porque sus oficiales habrían decidido que, si existía pólvora ilícita en alguna parte, resulta muy fácil esconderla (como yo había escondido la mía), y que los ingredientes de la pólvora por separado, si es que llegaban a encontrar alguno, eran totalmente inocuos y tenían fácil explicación. Sea como fuere, nunca llegaron a nuestra casa, lo que yo me limité a quedarme sentado y a disfrutar con el desconcierto de los hombres blancos.

No obstante, al día siguiente me llegó a mí el turno de estar desconcertado cuando vino a verme un mensajero del notario Alonso, que sabía dónde vivía yo; me ordenaba que me presentase ante él lo más pronto que pudiese. Me vestí con mi atuendo español, me dirigí a la catedral y fui a saludarle, poniendo de nuevo cara de estúpido y de persona inofensiva. Alonso no me devolvió el saludo, sino que se me quedó mirando detenidamente durante algunos momentos antes de decir:

—¿Todavía piensas en mí cada vez que usas tu cristal de quemar, Juan Británico?

—Pues claro, cuatl Alonso. Como me dijiste, me resulta utilísimo…

—No me llames cuatl nunca más —me pidió con brusquedad—. Me temo que ya no seremos más gemelos, ni hermanos, ni siquiera amigos. También me temo que hayas abandonado cualquier pretensión de ser un cristiano manso, sumiso y respetuoso, y de obedecer a ese credo y a tus superiores.

—Nunca he sido manso ni sumiso, y nunca he considerado que los cristianos sean mis superiores. Y no me llames Juan Británico nunca más —le dije con descaro.

A Alonso se le notó en la cara que sentía un gran enojo, pero se contuvo.

—Ahora escúchame bien. No estoy implicado oficialmente en la búsqueda que el ejército lleva a cabo para encontrar al autor de ciertos disturbios recientes que han alterado la paz de esta ciudad. No obstante, estoy tan preocupado como debería estarlo cualquier ciudadano decente y obediente. No te estoy acusando personalmente a ti, pero sé que tienes muchas amistades entre tus paisanos. Creo que tú podrías encontrar al villano responsable de esos actos con tanta rapidez como nos encontraste a ese orfebre cuando tuvimos necesidad de uno.

—Notario, yo no soy más traidor a mi pueblo que obediente al tuyo —le dije todavía con actitud descarada.

Alonso dejó escapar un suspiro y dijo:

—Pues que así sea, entonces. Una vez fuimos amigos, y por ello no te denunciaré directamente a las autoridades. Pero quiero hacerte una advertencia honradamente. Desde el mismo instante en que abandones esta habitación se te seguirá y vigilará. Cualquier movimiento tuyo, cualquier encuentro, cualquier conversación, cualquier estornudo será observado y anotado, y se informará de ello. Antes o después te traicionarás a ti mismo o a los demás, quizá incluso a alguien que te sea querido. Y si tú no vas a la hoguera, puedes estar seguro de que alguien irá.

—No puedo soportar esa amenaza —le contesté—. Me das poco donde elegir, así que no me queda más remedio que abandonar esta ciudad para siempre.

—Creo que eso será lo mejor para ti —convino con una actitud fría y distante—, para la ciudad y para todos los que han tratado contigo.

Dicho eso me despidió, y el indio domesticado que servía en la catedral no hizo intento alguno de ser discreto mientras me seguía durante todo el camino hasta casa.