VIII
Al cabo de poco tiempo yo había adquirido la suficiente comprensión de la lengua española como para entender la mayor parte de lo que oía, aunque todavía no me atrevía a hablarla en otro sitio que no fuera el aula del notario Alonso. Así que éste, consciente de ello, advirtió a los clérigos de la catedral donde él y yo trabajábamos juntos, y también a las otras personas cuyos deberes las llevaban allí, para que no comentasen nada de índole confidencial siempre que yo estuviese en situación de oírlos. Difícilmente podía pasarme inadvertido que, cada vez que dos o más hablantes de español se ponían a conversar en mi presencia, al llegar a cierto punto me echaban una fugaz mirada y luego se iban a otra parte. Sin embargo, cuando yo caminaba anónimamente por la ciudad podía aguzar el oído sin avergonzarme de ello y sin que se notase. Una conversación que oí de pasada mientras curioseaba las hortalizas que se exhibían en un puesto del mercado, fue como sigue:
—No es más que otro condenado sacerdote entrometido —dijo un español, una persona de cierta importancia, a juzgar por su vestido—. Finge estar derramando lágrimas por el cruel maltrato que se les da a los indios y lo utiliza como excusa para hacer normas que lo benefician a él.
—Cierto —convino el otro hombre, que iba igualmente ataviado con ricos vestidos—. El hecho de ser obispo no lo convierte en un sacerdote menos astuto e hipócrita que los demás. Está de acuerdo en que hemos traído a estas tierras un don que no tiene precio, el Evangelio de la cristiandad, y que por ello los indios nos deben toda la obediencia y el esfuerzo que podamos sacar de ellos. Pero también, dice él, debemos hacerlos trabajar con menos rigor, pegarles menos y alimentarlos mejor.
—O nos arriesgamos a que se mueran —dijo el primer hombre—, como les pasó a aquellos indios que perecieron durante la conquista y en las plagas de enfermedades que siguieron… antes de que los desgraciados pudieran ser confirmados en la fe. Zumárraga hace ver que lo que quiere salvar no son las vidas de los indios, sino sus almas.
—De modo —continuó el segundo hombre— que los fortalecemos y los mimamos en detrimento del trabajo para el cual los necesitamos. Luego él los recluta para que construyan más iglesias, capillas y santuarios por todo el condenado país, y él se queda con el mérito de esa acción. Y a cualquier indio que le desagrade a él, al obispo Zurriago, puede quemarlo.
Continuaron de aquella guisa durante un rato, y me sentía complacido de oírlos hablar así. Era el obispo Zumárraga quien había condenado a mi padre a aquella muerte horrible. Y cuando aquellos hombres lo llamaban obispo Zurriago, yo sabía que no era que estuvieran pronunciando mal el nombre, sino que lo que estaban haciendo era un juego de palabras con él, una mofa, porque la palabra zurriago significa «flagelo». Pochotl me había contado cómo al marqués Cortés lo habían desacreditado sus propios oficiales. Ahora yo estaba oyendo cómo cristianos de importancia difamaban a su más alto sacerdote. Si tanto los soldados como los ciudadanos podían manifestar su desagrado abiertamente y difamar a sus superiores, ello era prueba de que los españoles no tenían un parecer tan unánime como para que espontáneamente fueran a presentar un frente sólido y unido ante cualquier desafío. Y tampoco estaban tan seguros de su cacareada autoridad como para ser invencibles. Aquellos pequeños atisbos del pensamiento y el espíritu de los españoles me resultaban alentadores; posiblemente me fueran útiles en el futuro, y por ello son dignos de recordarse.
Aquel mismo día, en el mismo mercado, encontré por fin a los exploradores de Tépiz a los que llevaba tanto tiempo buscando. En un puesto en el que colgaban por doquier cestos tejidos con juncos y mimbre, le pregunté, igual que había estado haciendo por todas partes, al hombre que atendía al público si conocía a un nativo de Tépiz llamado Netzlin y a su esposa llamada…
—Vaya, yo soy Netzlin —me contestó el hombre mientras me miraba con cierta extrañeza y un poco de aprensión—. Mi mujer se llama Citlali.
—¡Ayyo, por fin! —exclamé—. ¡Y qué bien oír otra vez a alguien que habla con los acentos de la lengua azteca! Me llamo Tenamaxtli y soy de Aztlán.
—¡En ese caso bienvenido seas, antiguo vecino! —me saludó con entusiasmo—. Desde luego que da gusto oír hablarán náhuatl al viejo uso y no al modo de esta ciudad. Citlali y yo ya llevamos aquí casi dos años, y la tuya es la primera voz que he oído con el sonido de nuestra tierra.
—Y puede que sea la única durante mucho tiempo —le comuniqué—. Mi tío ha prohibido que ningún habitante de Aztlán ni de las comunidades de los alrededores tenga nada que ver con los hombres blancos.
—¿Qué tu tío lo ha prohibido? —repitió Netzlin, que parecía sorprendido.
—Mi tío Mixtzin, el Uey-Tecutli de Aztlán.
—Ayyo, claro, el Uey-Tecutli. Sabía que tenía hijos. Y te pido disculpas por no saber que te tenía a ti por sobrino. Pero si él ha prohibido familiarizarse con los españoles, ¿qué haces tú aquí?
Eché una rápida ojeada a mi alrededor antes de responder:
—Preferiría hablar de eso en privado, cuatl Netzlin.
—Ya —dijo él guiñando un ojo—. Otro explorador secreto, ¿eh? Pues ven, cuatl Tenamaxtli, déjame que te invite a nuestro humilde hogar. Espérate aquí mientras recojo mis mercancías. Se está acabando la jornada, así que probablemente habrá pocos clientes que se lleven una decepción.
Le ayudé a apilar los cestos para transportarlos, y cada uno de nosotros levantamos una carga que, toda junta, tenía que ser un peso considerable para que lo llevase él solo al mercado sin ayuda. Me condujo por calles traseras, salimos de la Traza de los hombres blancos y nos dirigimos hacia el sudeste, a una colación de viviendas nativas, la que se llamaba San Pablo Zoquipan. Mientras caminábamos, Netzlin me explicó que, después de que su esposa y él decidieran asentarse en la Ciudad de México, a él lo habían puesto inmediatamente a trabajar en la reparación de los acueductos que llevaban agua potable a la isla. Apenas si le pagaban lo suficiente para comprar comida de maíz, de la cual Citlali hacia atoli, y vivían alimentándose sólo de esas gachas. Pero luego, cuando Netzlin pudo demostrar al tepizqui de su barrio que Citlali y él tenían otros medios mejores para ganarse la vida, se le concedió permiso para establecerse por su cuenta.
—Tepizqui —repetí—. Ésa es claramente una palabra de la lengua náhuatl, pero nunca la había oído antes. Y barrio en español significa una parte de la comunidad, un vecindario pequeño dentro de ella, ¿no es así?
—En efecto. Y el tepizqui es uno de nosotros. Es decir, es el funcionario mexica responsable de hacer que su barrio observe las leyes de los hombres blancos. Él, desde luego, tiene que dar cuenta ante un funcionario español, un alcalde que gobierna la colación entera de barrios, a sus distintos tepizque y a toda su gente.
De modo que Netzlin le había demostrado a su tepizqui lo duchos y mañosos que eran su mujer y él en tejer cestos. El tepizqui había ido a informar de ello al alcalde español, que a su vez pasó la información a su superior, que era el corregidor, y este funcionario a su vez informó de ello al gobernador de la encomienda del rey, que, como yo ya sabía, comprendía todos los barrios, zonas y habitantes de la Ciudad de México. El gobernador presentó el asunto a la Audiencia la siguiente vez que se reunió en Consejo y, finalmente, volviendo otra vez hacia atrás por todos aquellos retorcidos canales, llegó una concesión real que concedía a Netzlin licencia para utilizar el puesto del mercado donde yo lo había encontrado.
—Hay que ver lo que tiene que conferenciar y perder el tiempo un hombre, lo que ha de soportar sólo para vender el trabajo que hace con sus propias manos —le dije.
Netzlin se encogió de hombros todo lo que pudo bajo el peso de la carga que llevaba.
—Por lo que yo sé, las cosas eran casi igual de complicadas aquí cuando ésta era la ciudad de Moctezuma. De cualquier modo, la concesión me exime de que me hagan ir a la fuerza a hacer trabajos fuera.
—¿Qué te decidió a fabricar los cestos en lugar de eso? —le pregunté.
—Pues mira, es el mismo trabajo que Citlali y yo hacíamos en Tépiz. Los juncos y las cañas que arrancábamos de los pantanos salobres del norte no eran muy diferentes de los que crecen en los lechos de los lagos que hay por aquí. Los juncos y las hierbas de los pantanos son en realidad las únicas plantas que crecen por aquí en las orillas, aunque me han dicho que en otro tiempo éste fue un valle muy fértil y verde.
Asentí.
—Ahora sólo apesta a barro y a moho.
—De noche camino penosamente entre el fango y cojo los juncos y el mimbre —continuó explicándome Netzlin—. Citlali teje durante el día, mientras yo estoy en el mercado. Nuestros cestos se venden bien, porque están mejor hechos y son más bonitos que los que hacen los pocos tejedores que hay aquí. Los amos de las casas españolas, sobre todo, prefieren nuestras mercancías.
Aquello era interesante. Decidí indagar.
—Entonces… ¿has tenido tratos con los residentes españoles? ¿Has aprendido a hablar su lengua?
—Sólo un poco —respondió sin lamentarlo—. Yo trato con los criados: cocineras, fregonas, lavanderas y jardineros. Ellos son de nuestra propia gente, así que no necesito para nada ese lenguaje balbuceante de los hombres blancos.
Bien, pensé, tener acceso a su servidumbre podría ser incluso más útil a mis propósitos que conocer a los propios amos de las casas españolas.
—De todos modos —continuó diciendo Netzlin—, Citlali y yo nos ganamos la vida mejor que la mayoría de los vecinos de nuestro barrio. Comemos carne o pescado por lo menos dos veces al mes. En cierta ocasión incluso compartimos una de esas raras y caras frutas que los españoles llaman limón.
—¿Es a eso a todo lo que aspiras en la vida, cuatl Netzlin? —le pregunté—. ¿A ser tejedor y vendedor de cestos?
Netzlin pareció auténticamente sorprendido.
—Es lo que siempre he sido.
—Supón que alguien te ofreciera llevarte a la guerra y a la gloria. Liberar al Único Mundo de los hombres blancos. ¿Qué dirías a eso?
—¡Ayya, cuatl Tenamaxtli! Los blancos son los que compran mis cestos. Son ellos quienes me ponen la comida en la boca. Si alguna vez deseo librarme de ellos, lo único que tengo que hacer es volver a Tépiz. Pero allí nunca nadie me pagó tan bien los cestos. Y además no tengo experiencia de guerra. Y ni siquiera alcanzo a imaginar qué pueda ser la gloria.
Abandoné la idea de reclutar a Netzlin como guerrero, pero todavía podía serme útil para infiltrarme en los aposentos de los criados de alguna mansión española. Sin embargo, siento decir que Netzlin no sería el último recluta en potencia que rehusaría unirse a mi campaña basándose en que se había vuelto dependiente del patronazgo de los hombres blancos. Cada uno de aquellos que lo hicieron pudo haberme citado, si es que lo había oído alguna vez, aquel viejo proverbio español que dice que un lisiado tendría que estar loco para romper su propia muleta. O, para describir con más exactitud a los hombres que alegasen ese motivo para esquivar servir a mi causa, podría yo decir de ellos lo que he oído decir a algunos españoles maleducados: que antes que eso prefería lamer el culo del patrón.
Llegamos al barrio de Netzlin en San Pablo Zoquipan, uno de los que no eran demasiado sórdidos; se encontraba en las afueras de la ciudad. Netzlin me dijo, con cierto orgullo, que Citlali y él se habían construido su propia casa, como lo habían hecho la mayoría de sus vecinos, con sus propias manos y a base de esos ladrillos de barro secados al sol que en español se llaman adobes. También me indicó con orgullo la cabaña de vapor de adobe que había al final de la calle, para cuya construcción se habían unido todos los residentes del lugar.
Entramos en la pequeña morada de dos habitaciones a través de una cortina que cerraba la entrada, y me presentó a su esposa. Citlali tenía más o menos su misma edad —yo calculé que ambos tendrían alrededor de treinta años—, una cara dulce y disposición alegre. Además, y de ello me di cuenta en seguida, ella era tan inteligente como él obtuso. Cuando llegamos andaba muy atareada trabajando en un cesto que acababa de empezar, aunque estaba en avanzado estado de gestación y tenía que agacharse alrededor del vientre, por así decirlo, en aquel suelo de tierra que era su lugar de trabajo. Contacto, creo yo, le pregunté que si en su delicado estado era conveniente hacer un trabajo manual.
Se echó a reír y me dijo sin apuro alguno:
—En realidad la barriga me es más una ayuda que un estorbo. Me las ingenio para utilizarla como molde a fin de dar forma a cestos de cualquier tamaño: desde los pequeños y planos hasta los más voluminosos.
—¿Qué clase de alojamiento has encontrado tú, Tenamaxtli? —me preguntó Netzlin.
—Estoy viviendo de la caridad de los cristianos, en el Mesón de San José. Quizá hayáis oído hablar de él.
—Sí, lo conocemos —asintió Netzlin—. Citlali y yo utilizamos ese refugio durante unas cuantas noches cuando llegamos aquí. Pero no podíamos soportar que nos pusieran cada noche en dormitorios separados.
Pudiera ser que Netzlin no fuera un guerrero dispuesto, pensé, pero evidentemente era un marido devoto.
Citlali volvió a hablar.
—Cuatl Tenamaxtli, ¿por qué no te vienes a vivir con nosotros hasta que te encuentres en situación de permitirte tener una vivienda propia?
—Eso es maravillosamente bueno y hospitalario por tu parte, señora mía. Sin embargo, si estar separados en el mesón era inaceptable para vosotros, tener a un extraño bajo este mismo techo sería aún más intolerable, sobre todo si tenemos en cuenta que otro extraño más pequeño está a punto de unirse a vosotros.
La mujer sonrió con afecto al oír aquello.
—Todos somos extraños en esta ciudad. En realidad tú no serías más extraño de lo que lo será el recién nacido que ha de venir.
—Eres verdaderamente gentil, Citlali —le dije—. Pero el hecho es que yo podría permitirme ir a vivir a otra parte. Tengo un empleo por el que me pagan un salario por lo menos mejor que el de un obrero. Estoy estudiando la lengua española en el colegio que hay justo al lado del mesón, así que me quedaré allí hasta que me resulte demasiado cansado.
—¿Estudiando la lengua de los hombres blancos? —repitió Netzlin—. ¿Por eso es por lo que estás aquí, en la ciudad?
—Eso forma parte del motivo. —A continuación le conté cómo pretendía aprender todo lo posible acerca de los hombres blancos—. Para poder levantar contra ellos una rebelión que sea efectiva. Para echarlos de todas las tierras del Único Mundo.
—Ayyo…
Citlali respiró con suavidad, contemplándome con lo que hubiera podido ser pavor, respeto o admiración… o quizá la sospecha de que ella y su marido estaban agasajando en su casa a alguien que parecía realmente loco.
—Así que es por eso por lo que me preguntaste si quería ir a la guerra y a la gloria —dijo Netzlin—. Y ya puedes ver cuál es el motivo —y me señaló a su esposa— por el que no me siento ansioso de hacerlo. Y con mi primer hijo a punto de nacer.
—¡Primer hijo! —repitió Citlali riéndose otra vez. Y dirigiéndose a mi, añadió—: Nuestro primer descendiente. A mi me da igual que sea niño o niña con tal de que esté sano y entero.
—Será un niño —aseguró Netzlin—. Insisto en ello.
—Y desde luego —le indiqué—, tienes razón al no querer correr riesgos en semejante momento. Sin embargo, quisiera pedirte un favor. Si vuestros vecinos no ponen objeción a ello, ¿podrías concederme el permiso para utilizar de vez en cuando la cabaña de vapor que tenéis aquí?
—Pues claro que si. Ya sé que el mesón no dispone de ningún tipo de instalaciones para bañarse. ¿Cómo es que tú te mantienes aceptablemente limpio?
—Me baño en un cubo cuando hace falta. Y luego me lavo la ropa en el mismo cubo. A los frailes no les importa que caliente el agua en el fuego del mesón. Pero no he disfrutado de un buen baño de vapor desde que me marché de Aztlán. Me temo que debo de oler tan mal como un hombre blanco.
—No, no —me aseguraron los dos a un tiempo.
Luego, Netzlin añadió:
—Ni siquiera un bruto zacachichimécatl recién llegado del desierto huele tan mal como un hombre blanco. Ven, Tenamaxtli, iremos a la cabaña de vapor ahora mismo. Y después de tomar un buen baño beberemos un poco de octli y nos fumaremos un poquíetl o dos.
—Y la próxima vez que vengas —me sugirió Citlali— tráete todas tus mudas de ropa. Yo me encargaré de hacer tu colada de ahora en adelante.
Así que desde entonces pasé tanto tiempo visitando a aquellas dos agradables personas, y su cabaña de vapor, como me pasaba conversando con Pochotl en el mesón. Y durante aquella época, desde luego, continué pasando mucho tiempo con el notario Alonso: por las mañanas en el aula del colegio y por las tardes en su habitación de trabajo de la catedral. A menudo interrumpíamos nuestra tarea de profundizar en los antiguos libros de palabras imágenes para recostarnos y fumar un poco mientras hablábamos de temas que no tenían que ver con aquello. Mi español había mejorado sensiblemente, hasta el punto de que yo ya comprendía mejor aquellas palabras que él tenía que utilizar con frecuencia porque, sencillamente, no había términos equivalentes en náhuatl.
—Juan Británico —me dijo un día—, ¿conoces ya a monseñor Suárez-Begega, el arcediano de esta catedral?
—¿Conocerle? No. Pero sí que lo he visto a menudo por los vestíbulos.
—Pues es evidente que él también te ha visto a ti. Como archidiácono, ya sabes, aquí es el encargado de la administración, el que se ocupa de que todas las cosas pertenecientes a la catedral marchen como es debido. Y me ha ordenado que te dé un mensaje de su parte.
—¿Un mensaje? ¿A mí? ¿De alguien tan importante?
—Sí. Quiere que empieces a ponerte pantalones
Parpadeé y me quedé mirándolo fijamente.
—¿El alto y poderoso Suárez-Begega puede llegar incluso a preocuparse por mis piernas desnudas? Yo visto igual que los demás mexicas que trabajan por aquí. Del modo como siempre han vestido los hombres.
—Ése es el asunto —me aclaró Alonso—. Los demás son obreros, constructores, artesanos como mucho. Está bien que ellos lleven capas, calzoncillos y guaraches. Pero tu trabajo te da derecho… te obliga, según el monseñor, a vestirte como un español.
—Si él quiere, puedo ataviarme con un jubón ribeteado de pieles, con pantalones bien ajustados, con un sombrero con plumas en la cabeza, con unas faltriqueras y brazaletes, con botas de cuero labrado, e intentar pasar por un contoneante español moro —comenté con aspereza.
Reprimiendo una sonrisa, Alonso me corrigió.
—Nada de pieles, faltriqueras ni plumas. Bastará con una camisa corriente, unos pantalones y unas botas. Yo te daré el dinero para comprártelos. Y sólo hace falta que los lleves puestos en el colegio y aquí. Cuando estés entre tu gente puedes vestir como te plazca. Hazlo por mi, cuatl Alonso, para que el archidiácono no ande detrás de mí agobiándome con eso.
Refunfuñé que hacerme pasar por un español blanco era casi tan repugnante como tratar de hacerme pasar por un moro, pero al final acepté.
—Lo hago por ti, desde luego, cuatl Alonso.
—Este español repugnantemente blanco te lo agradece me contestó con una aspereza equiparable a la mía.
—Te pido disculpas —le dije—. Tú personalmente no eres así. Sin embargo, dime una cosa, si haces el favor. Tú siempre hablas de españoles blancos o de blancos españoles. ¿Significa eso que hay españoles en alguna parte que no son blancos? ¿O que hay otras personas blancas además de los españoles?
—Puedes estar seguro, Juan Británico, de que los españoles son blancos. A menos que uno exceptúe a los judíos de España que se convirtieron al cristianismo. Ellos suelen ser de tez algo oscura y grasienta. Pero sí, en efecto, hay muchos otros pueblos de gente blanca además de los españoles: aquellos que habitan las naciones de Europa.
—¿Europa?
—Es un continente grande y espacioso del cual España es sólo un país. Algo parecido a lo que antes era vuestro Único Mundo… un extenso territorio ocupado por numerosas naciones todas ellas diferentes entre sí. No obstante, los pueblos nativos de Europa son blancos.
—Entonces, ¿son iguales en calidad los unos y los otros…? ¿E iguales a vosotros, los españoles? ¿Son también cristianos? ¿Todos ellos son igualmente superiores a las personas que no son blancas?
El notario se rascó la cabeza con la pluma de pato con la que había estado escribiendo.
—Haces unas preguntas, cuatl Juan, que han tenido perplejos incluso a los filósofos. Pero haré lo que pueda por contestarte. Todos los blancos son superiores a los que no son blancos, sí, eso es cierto. La Biblia así nos lo dice. Es a causa de las diferencias entre Sem, Cam y Jafet.
—¿Qué o quiénes son ésos?
—Los hijos de Noé. Tu instructor, el padre Diego, puede explicártelo mejor que yo. En cuanto al tema de si todos los europeos son iguales, bueno, pues… —Se echó a reír de un modo algo irónico—. A cada nación, incluida nuestra amada España, le gusta considerarse a sí misma superior a las demás. Como sin duda os ocurre a los aztecas aquí, en Nueva España.
—Eso es cierto —convine—. O lo era hasta ahora. Pero en el momento en que a nosotros y a los demás se nos amontona juntos como meros indios, quizá descubramos que todos tenemos más en común de lo que creíamos.
—Y respondiendo a tu otra pregunta… sí, Europa es cristiana, excepto algunos herejes y judíos aquí y allá y los turcos de los Balcanes. Triste es decir, sin embargo, que en los últimos años ha habido inquietud e insatisfacción incluso entre los cristianos. Ciertas naciones, Inglaterra, Alemania, y otras, han estado poniendo en tela de juicio el dominio de la Santa Iglesia.
Atónito al oír que tal cosa fuera posible, le pregunté:
—¿Han dejado de adorar a los cuatro que forman la Trinidad?
Resultó evidente que Alonso, que estaba muy preocupado, no me oyó decir «cuatro». Repuso sombríamente:
—No, no, los cristianos creen aún en la Trinidad. En lo que algunos de ellos se niegan ahora a creer es en el Papa.
—¿El Papa? —repetí lleno de extrañeza.
Estaba pensando, pero no lo expresé en voz alta, si es que habría una quinta entidad que adorar. ¿Era concebible una aritmética tan rara como aquélla? ¿Una trinidad de cinco?
—El Papa Clemente Séptimo —me explicó Alonso—. El obispo de Roma. El sucesor de san Simón Pedro. El vicario de Jesucristo en la Tierra. La cabeza visible de la Iglesia Católica y Romana. Su suprema e infalible autoridad.
—¿Éste no es otro santo o espíritu? ¿Se trata de una persona viva?
—Claro que es una persona viva. Un sacerdote. Un hombre igual que tú y que yo, sólo que más viejo. Y enormemente más santo, puesto que él lleva las sandalias del pescador.
—¿Sandalias? —repetí sin comprender—. ¿Las sandalias del pescador?
En Aztlán yo había conocido a muchos pescadores, y ninguno llevaba sandalias ni era santo en lo más mínimo.
Alonso suspiró con exasperación.
—Simón Pedro había sido pescador antes de convertirse en el más prominente discípulo de Jesucristo, en el más importante de los apóstoles. Se le considera el primer Papa de Roma. Ha habido muchísimos desde entonces, pero de cada Papa que lo ha sucedido se dice que se ha calzado las sandalias del pescador y por ello adquiere la misma eminencia y autoridad que Simón Pedro. Juan Británico, ¿por qué sospecho que has estado soñando despierto durante la instrucción del padre Diego?
—No lo he hecho —le mentí; y añadí poniéndome a la defensiva—: Sé recitar el credo, el padrenuestro y el avemaría. Y he memorizado las jerarquías de los clérigos de la Iglesia: monjas y frailes, abades y abadesas, padres, monseñores, obispos. Luego… eh… ¿hay algo que quede por encima de nuestro obispo Zumárraga?
—Arzobispos —me indicó Alonso con brusquedad—. Y cardenales, y patriarcas. Y luego está el Papa, que se encuentra por encima de todos. Te recomiendo encarecidamente que prestes más atención en la clase del padre Diego si es que deseas ser confirmado alguna vez en la Iglesia.
Me guardé muy bien de decirle que no quería tener nada que ver con la Iglesia más que lo que fuera necesario para mis propios planes. Y era principalmente porque mis propios planes se encontraban aún sumidos en la penumbra por lo que yo continuaba asistiendo a la clase de instrucción en cristianismo. Estas clases consistían casi por entero en enseñarnos a recitar reglas, rituales e invocaciones, la mayoría de ellos —el padrenuestro, por ejemplo— en una lengua que ni siquiera los españoles se tomaban la molestia de fingir que entendían. Cuando la clase, ante la insistencia de tete Diego, asistía al servicio de la iglesia llamado misa, yo fui con ellos unas cuantas veces. Aquello también era incomprensible para nadie excepto, supongo, para los sacerdotes y los acólitos que celebraban la misa. Nosotros los nativos, los mestizos y demás teníamos que sentarnos en una galería superior aparte del resto, pero aun así el olor de muchos españoles sin lavar apiñados habría sido intolerable de no ser por las embriagadoras nubes de humo de incienso.
De todos modos, como yo nunca había tenido gran interés en mi religión nativa, excepto en aquello referente a disfrutar las muchas festividades que proporcionaba, tampoco me interesaba demasiado adoptar una nueva. Tenía una particular inclinación a escarbarme los dientes con desdén ante una religión que parecía incapaz de contar más allá de tres, puesto que sus objetos de adoración, según mis cuentas, hacían un total de por lo menos cuatro, y pudiera ser que cinco, pero ellos se empeñaban en llamarlo trinidad.
A pesar de la excentricidad numérica de su propia fe, con frecuencia tete Diego vituperaba en contra de nuestra antigua religión como superpoblada de dioses. Aquella cara suya sonrosada se le puso perceptiblemente púrpura cuando un día le hice notar que, mientras el cristianismo daba a entender que reconocía a un único Señor Dios, en realidad le concedía igual prestigio a los excelentísimos seres llamados santos, a los ángeles y arcángeles… Y ellos eran a todas luces tan numerosos como nuestros dioses, y algunos parecían tan viciosos y vengativos como aquellos dioses nuestros tan oscuros que los cristianos llamaban demonios. Le dije que la principal diferencia que yo podía apreciar entre nuestra antigua religión y la nueva de tete Diego era que nosotros alimentábamos a nuestros dioses, mientras que los cristianos se comían a los suyos, o fingían hacerlo, en el ritual llamado comunión.
—Hay muchas otras cosas en las que el cristianismo no supone en realidad mejora alguna sobre nuestro paganismo, como vosotros lo llamáis —continué explicándole—. Por ejemplo, tete, nosotros también confesamos nuestros pecados a la bondadosa y misericordiosa diosa Tlazoltéotl, que significa Comedora de Porquería, la cual, después de nuestra confesión, nos inspiraba actos de contrición o nos daba la absolución, exactamente igual que hacen vuestros sacerdotes. En cuanto al milagro del parto virginal, varias de nuestras deidades vieron la existencia de ese modo. E incluso así fue como vino al mundo uno de los gobernantes mexicas mortales. Ése fue el primer Moctezuma, el gran Portavoz Venerado que fue tío abuelo del Moctezuma menor que reinaba en la época en que vosotros los españoles llegasteis aquí. Fue concebido cuando su madre aún era una doncella virgen y…
—¡Basta ya! —me interrumpió tete Diego, cuya cabeza calva se había puesto roja—. Tienes el sentido del humor de un payaso, Juan Británico, pero ya has hecho bastante mofa y burla por hoy. Estás rozando la blasfemia e incluso la herejía. ¡Márchate de esta clase y no vuelvas hasta que te hayas arrepentido y te hayas confesado, no a cualquier Glotona Asquerosa, sino a un sacerdote confesor cristiano!
Nunca lo hice, ni entonces ni nunca, pero me esforcé todo lo que pude por parecer contrito y arrepentido al día siguiente cuando volví a la clase. Y continué asistiendo a ella por un motivo que no tenía nada que ver con comparar supersticiones religiosas, ni con sondear los modos de pensar y el comportamiento españoles, ni con llevar adelante mis planes de revolución. Ahora asistía a aquella clase sólo para ver a Rebeca Canalluza y para que ella me viera a mi. Todavía no había hecho yo el acto de ahuilnema ni con mujer blanca ni con mujer negra, y quizá nunca tuviera ocasión de hacerlo con ninguna de las dos. Pero en la persona de Rebeca Canalluza, yo Podría, en cierto modo, probar ambas clases de mujer de una sola vez.
Es decir, ella era lo que Alonso había clasificado como mulato «terco», el fruto de la unión entre un moro y un blanco.
Al haber de momento tan pocas mujeres negras en Nueva España, el padre de Rebeca debía de haber sido la parte negra del acoplamiento y su madre alguna pelandusca o mujer española perversamente curiosa. Pero la madre había contribuido poco a la configuración de Rebeca, lo que no era de extrañar; tampoco la leche de coco vertida en una taza de chocólatl lo aclara en absoluto.
Por lo menos la muchacha había heredado de su madre un pelo decentemente largo y ondulado, no aquellos rizos de musgo de las moras de pura sangre. Pero en todo lo demás… ayya, tenía la nariz plana y ancha con agujeros grandes, los labios abultados en exceso y de color púrpura, y el resto de lo que yo podía ver de ella era exactamente del mismo color que un grano de cacao. Además tuve que suponer que las hembras moras maduran a muy temprana edad, porque Rebeca era sólo una niña de once o doce años, e incluso resultaba pequeña para esa edad, pero ya tenía las curvas de una mujer, considerables pechos y unas nalgas que sólo podían calificarse de protuberantes. Y además las miradas que me echaba ponían en evidencia las codiciosas valoraciones que hacen las mujeres que están maduras para emparejarse.
Todas esas cosas podía verlas yo por mi mismo. Lo que no podía adivinar era el motivo de su nombre, que era despectivo, burlón e incluso degradante. No tanto su nombre de pila, Rebeca. Entre las pequeñas y edificantes historias de la Biblia que nos contaba tete Diego de vez en cuando, ya había mencionado a la bíblica Rebeca, y la única cosa mala que yo podía recordar de ella era que parecía que se la sobornaba con facilidad con chucherías de oro y plata. Pero el apellido Canalluza significa vagancia, bellaquería y lascivia. Y si ese era el apellido de la madre de Rebeca… bueno, ciertamente le encajaba muy bien. Sin embargo, ¿cómo, me preguntaba yo sin cesar, habría adquirido la madre de Rebeca ese nombre antes de meterse en la cama con un hombre negro?
Sea como fuere, la primera vez que aparecí por el colegio con camisa de manga larga, pantalones y botas altas de becerro, a aquella pequeña negra un poco marrón llamada Rebeca Canalluza se le pusieron los ojos ardientes, posiblemente porque ella siempre había llevado atuendo español y debió de pensar que yo la estaba emulando, y empezó a seguirme literalmente, a sentarse a mi lado en clase, en el banco que yo ocupase, fuera el que fuese, y a ponerse de pie junto a mí en las poco frecuentes ocasiones en que yo asistía a misa. A mí no me importaba. No había disfrutado ni siquiera de una mujer de la calle desde que me marché de Aztlán y, aparte de eso, sentía una curiosidad tan perversa como la que debió de sentir la madre de Rebeca con su negro al pensar: «¿Cómo será?» Yo tan sólo deseaba que Rebeca fuera un poco mayor y mucho más bonita. No obstante, le devolví las miradas, luego las sonrisas y finalmente acabamos por conversar, aunque su español era mucho más fluido que el mío.
—El motivo de mi horrible nombre —me explicó en respuesta a una pregunta mía— es que soy huérfana. Cuáles fueron los nombres de mi padre y de mi madre, nunca lo sabré. Me abandonaron, igual que a muchos otros niños, a la puerta del Refugio de Santa Brígida, el convento de monjas, y allí he vivido desde entonces. Las monjas que se encargan de nosotros, los huérfanos, obtienen cierto extraño placer en otorgarnos nombres indignos para marcarnos así como hijos de la vergüenza.
He ahí un aspecto de las costumbres españolas que yo había encontrado antes. Entre nosotros los indios, desde luego, había niños que sufrían la pérdida del padre, de la madre de ambos a causa de la guerra, de la enfermedad o de cualquier otro desastre. Pero no teníamos una palabra para designar al «huérfano» en ninguna lengua nativa que yo conociera. Y eso era porque a ningún niño se le abandonaba, se le expulsaba ni se le encajaba a la fuerza en la comunidad. Cada uno era querido por nosotros, y cualquiera de ellos que quedara solo en el mundo era, en el mismo instante y con gran anhelo adoptado por algún hombre y su esposa, ya fuera porque por desgracia no tuvieran hijos o porque tuvieran un hogar rebosante de otras criaturas.
—Por lo menos a mí me pusieron un nombre de pila bastante decente —continuó explicándome Rebeca—. Pero a ese «gris» que está ahí, un poco más allá —y me lo indicó discretamente—, al muchacho pardo, a ese tan feo que también es un huérfano que vive en el refugio, las monjas le pusieron Niebla Zonzón.
—¡Ayya! —exclamé, sin saber si reírme o apiadarme—. ¡Los dos nombres que tiene significan apagado, nebuloso, estúpido!
—Y, ay de mí, lo es —dijo Rebeca con una sonrisa nacarada—. Bueno, ya lo has oído balbucear, tartamudear y perder el hilo aquí en clase.
—De cualquier modo, las monjas os proporcionan a los huérfanos una educación —le indiqué—. Si es que la instrucción religiosa puede llamarse educación.
—Para mi lo es —reconoció Rebeca—. Estoy estudiando para hacerme monja cristiana yo también. Para llevar el velo.
—Creí que eran sandalias —comenté, confundido.
—¿Qué?
—Nada. ¿Qué significa eso de llevar el velo?
—Que me convierto en la esposa de Cristo.
—Creía que estaba muerto.
—Desde luego, no escuchas con mucha atención lo que dice nuestro tete, ¿verdad, Juan Británico? —me dijo ella con tanta severidad como Alonso—. Me convertiré en la esposa de Cristo sólo de nombre. Todas las monjas se llaman así.
—Bueno, es mejor que el nombre Canalluza —observé—. ¿También el feo pardo llamado Niebla Zonzón cambiará de nombre?
—¡Cielos… no! —exclamó Rebeca riéndose—. No tiene cerebro suficiente para ser religioso de ninguna orden. Cuando sale de esta clase, ese pobre simple, Zonzón, se va a un sótano donde se prepara para ser aprendiz de curtidor de pieles. Por eso siempre huele tan mal.
—Dime, pues —le pedí—, ¿qué lleva consigo ser la esposa de un diosecillo muerto?
—Significa que, como cualquier otra esposa, me consagro sólo a él para el resto de mi vida. Renuncio a todo hombre mortal, a todo placer, a toda frivolidad. En cuanto esté confirmada y haya hecho la primera comunión me convertiré en novicia del convento. Y a partir de ese momento me dedicaré tan sólo al deber, a la obediencia, al servicio. —Bajó los ojos para desviarlos de los míos—. Y a la castidad.
—Pero ese momento no ha llegado todavía —le comenté yo con suavidad.
—Pero llegará pronto —respondió ella, aún con los ojos bajos.
—Rebeca, yo soy casi diez años mayor que tú.
—Eres guapo —me dijo sin levantar los ojos—. Te tendré a ti para recordar durante todos esos años en que no tendré a ninguno más que a Jesucristo.
En aquellos momentos de tristeza la niña estaba casi encantadora, y desde luego resultaba digna de lástima. No hubiera podido negarme a aquella tímida y tierna súplica aunque lo hubiera querido. Así que acordamos encontrarnos en un lugar privado después de anochecer, y allí le proporcioné todo lo que ella quería recordar.
Sin embargo, a pesar de su ávida colaboración nuestro acoplamiento no resultó fácil. Primero, cosa que ya habría tenido que esperarme, descubrí que la ropa de estilo español, tanto la mía como la suya, resultaba difícil de quitar con cierta gracia. Requería incómodas contorsiones que disminuían considerablemente la gratificación de dos personas desnudándose. A continuación, el tamaño de su cuerpo, comparado con el mío, resultó ser una desventaja. Yo soy bastante más alto que casi todos los demás hombres aztécatl y mexícatl (según mi madre, yo había heredado mi estatura de mi padre, Mixtli), y, como ya he dicho, a pesar de sus proporciones femeninas, Rebeca era una niña muy bajita. Aquél era su primer intento de realizar el acto, y bien hubiera podido ser el primero para mi a juzgar por la torpeza con que lo hicimos aquella noche. Rebeca, sencillamente, no pudo separar las piernas lo bastante como para que yo me introdujera entre ellas como es debido, así que mi tepuli sólo pudo introducir la punta en su tipili. Después de mucha frustración mutua, al final nos decidimos por hacerlo a la manera de los conejos, ella apoyada en los codos y las rodillas y yo cubriéndola desde arriba y por detrás; aunque aun así sus extraordinarias nalgas resultaban un considerable estorbo.
Sí que aprendí dos cosas de aquella experiencia. Rebeca era todavía más negra de piel en las partes íntimas que en el resto, pero cuando se abrieron los negros labios de allí abajo, era tan rosa como una flor, igual que las demás hembras que yo había conocido íntimamente. Además, como Rebeca era virgen cuando empezamos, al terminar había una pequeña mancha de sangre, y descubrí que su sangre era tan roja como la de cualquiera. Desde entonces me he sentido inclinado a creer que todas las personas, sea cual sea su color externo, por dentro están hechas de la misma carne.
Y Rebeca tuvo tal deleite en su primer ahuilnema que después de aquello lo hicimos en todas las ocasiones que se nos presentaron. Le enseñé algunos de los recursos más cómodos y placenteros que yo había aprendido de aquella auyanimi en Aztlán y que luego había perfeccionado en la práctica con mi prima Améyatl. Así que Rebeca y yo a menudo disfrutamos el uno del otro, incluso la misma noche antes del día en que el obispo Zumárraga la ungió a ella y a varias de sus hermanas huérfanas en el rito de la confirmación.
No asistí a aquella ceremonia, pero sí que vislumbré a Rebeca con su túnica ceremonial. Tengo que decir que estaba más bien cómica: sus manos y su cabeza, de un color medio negro medio marrón, hacían un severo contraste con la túnica, tan blanca como el único rasgo blanco de Rebeca, los dientes, que resplandecían en una sonrisa mezcla de excitación y nerviosismo. Y desde aquel día nunca volví a tocarla, ni siquiera a verla, porque ella no volvió a salir del Refugio de Santa Brígida.