I

Todavía puedo verlo arder.

Aquel lejano día en que contemplé como prendían fuego a un hombre yo tenía dieciocho años, de manera que ya había visto morir a otras personas, ya fuera ofrecidas a los dioses en sacrificio, ejecutadas por algún crimen atroz o, simplemente, muertos de forma accidental. Pero los sacrificios siempre se habían llevado a cabo por medio del cuchillo de obsidiana que arranca el corazón. Las ejecuciones siempre se habían realizado con la espada maquáhuitl, con flechas o con la «guirnalda de flores» que estrangula. Los muertos de forma accidental eran en su mayoría pescadores de nuestra ciudad, una ciudad situada al lado del océano, que de algún modo habían caído en desgracia de la diosa del agua y se habían ahogado. En los años transcurridos desde aquel día he visto también morir a gente en la guerra y de otras muchas y variadas maneras, pero nunca antes había visto dar muerte a un hombre prendiéndole fuego deliberadamente, ni he vuelto a verlo desde entonces.

Mi madre y mi tío estaban entre la inmensa multitud a la que los soldados españoles de la ciudad habían ordenado asistir a la ceremonia, de manera que supuse que aquel acontecimiento iba encaminado a ser una especie de lección para todos los que no éramos españoles. En realidad los soldados agruparon, empujaron y llevaron en manada a tantos de los nuestros hasta la plaza central de la ciudad, que en ella estábamos apretujados unos contra otros. Dentro de un espacio delimitado por un cordón de soldados se alzaba un poste de metal que estaba clavado a las losas de la plaza. Aun lado del mismo se había construido para la ocasión una plataforma y sobre ella se encontraban sentados o de pie varios sacerdotes cristianos españoles, todos ellos, igual que nuestros sacerdotes, ataviados con túnicas negras que ondeaban al viento.

Dos fornidos soldados españoles condujeron al condenado hasta la plaza y lo empujaron con rudeza dentro de aquel espacio despejado. Cuando vimos que no se trataba de un español pálido y barbudo, sino de un miembro de nuestro propio pueblo, oí que mi madre exclamaba con un suspiro:

Ayya ouíya

Y lo mismo hicieron muchos otros entre la multitud.

El hombre vestía una prenda suelta, informe y descolorida, y en la cabeza llevaba una escuálida corona de hierba. Que yo alcanzaba a ver, su único adorno era cierta clase de colgante que llevaba atado con un cordel de cuero alrededor del cuello y que brillaba cuando le daba el sol.

El hombre era bastante viejo, incluso mayor que mi tío, y no ofreció resistencia ante los guardias. En efecto, aquel hombre parecía estar o bien resignado a su destino o bien indiferente a él, así que no sé por qué decidieron sujetarlo fuertemente con ligaduras. Un tremendo pedazo de cadena de metal se descolgó sobre él, una cadena de tales dimensiones que un solo eslabón de la misma bastó para que le introdujeran la cabeza a la fuerza y le aprisionaran el cuello. Luego fijaron la cadena al poste vertical y los guardias empezaron a apilarle alrededor de los pies un montón de leña. Mientras hacían aquello, el más viejo de los sacerdotes de la plataforma —el jefe de todos ellos, supuse— empezó a hablarle al prisionero, dirigiéndose a él por un nombre español, Juan Damasceno. Luego comenzó a hacer una larga arenga, en español, naturalmente, lengua que en aquella época yo aún no había aprendido. Pero un sacerdote más joven que iba ataviado con unas vestimentas ligeramente distintas a las de los demás fue traduciendo las palabras de su jefe en fluido náhuatl, lo que para mí supuso una considerable sorpresa.

Eso me permitió comprender que el sacerdote más viejo estaba enumerando las acusaciones contra el condenado, y también que intentaba, con voz alternativamente zalamera o enojada, convencer a aquel hombre de que se enmendase, mostrase contrición o algo por el estilo. Pero incluso traducidos a mi idioma nativo, los términos y expresiones empleados por el sacerdote me resultaban desconcertantes. Después de un rato largo y prolijo, al prisionero se le concedió permiso para hablar. Lo hizo en español, y cuando lo que decía se tradujo al náhuatl, lo entendí con claridad.

—Excelencia, una vez, cuando todavía era un niño pequeño, me prometí a mi mismo que si alguna vez me elegían para la Muerte Floral, aunque fuese en un altar extranjero, no degradaría la dignidad de mi partida.

Juan Damasceno no dijo nada más, pero entre los sacerdotes, guardias y otros funcionarios presentes se produjo un gran revuelo; se pusieron a conferenciar y a gesticular antes de que finalmente se diera una orden muy firme y uno de los soldados aplicase una antorcha a la pila de leña que había a los pies del prisionero.

Como es bien sabido, los dioses y diosas obtienen un malévolo placer cuando dejan perplejos a los mortales. Con frecuencia confunden nuestras mejores intenciones, complican nuestros planes más sencillos y frustran hasta la más pequeña de nuestras ambiciones. Y a menudo hacen esas cosas con facilidad, simplemente organizando lo que parece ser una mera cuestión de coincidencia. Y si yo no supiera que no es así, habría asegurado que no había sido más que una mera coincidencia lo que nos llevó a los tres, a Mixtzin —mi tío—, a su hermana Cuicani y al hijo de ésta —yo mismo, Tenamaxtli—, a la Ciudad de México en aquel día concreto.

Doce años antes bien cumplidos, en nuestra propia ciudad de Aztlán, el Lugar de las Garcetas Nevadas, lejos hacia el noroeste, en la costa del mar Occidental, nos había llegado la primera noticia asombrosa: que el Único Mundo había sido invadido por forasteros de piel pálida y tupida barba. Se decía que habían venido de más allá del mar Oriental en casas enormes que flotaban sobre el agua y estaban impulsadas por enormes alas como las de las aves. Yo sólo tenía seis años por entonces, y todavía tendría que esperar otros siete para poder vestir, debajo del manto, el taparrabos máxtlatl que significa haber alcanzado la virilidad. Yo era, por lo tanto, una persona insignificante, sin importancia alguna. Pero tenía una curiosidad precoz y era muy agudo de oído. Además mi madre, Cuicani, y yo residíamos en el palacio de Aztlán con mi tío Mixtzin, su hijo Yeyac y su hija Améyatl, así que me podía enterar de cualquier noticia que llegase y de cualquier comentario que esa noticia provocase entre el Consejo de Portavoces de mi tío.

Como indica el sufijo «tzin» del nombre de mi tío, éste era un noble, el más alto noble entre nosotros los aztecas, y era el Uey-Tecutli, —el Gobernador Reverenciado, de Aztlán. Algún tiempo antes, cuando yo era sólo un bebé que apenas daba sus primeros pasos, el difunto Uey-Tlatoani Moctezuma, Portavoz Venerado de los mexicas, la nación más poderosa de todo el Único Mundo, había concedido a nuestra entonces pequeña aldea el estatus de «colonia autónoma de los mexicas». Ennobleció a mi tío Mixtli como el señor Mixtzin, lo puso a gobernar Aztlán y le ordenó construir aquel lugar y convertirlo en una colonia próspera, populosa y civilizada de la cual los mexicas pudieran enorgullecerse. Así que, aunque estábamos muy distantes de la ciudad capital, Tenochtitlan, el corazón del Único Mundo, los veloces mensajeros de Moctezuma llevaban rutinariamente a nuestro palacio de Aztlán, igual que a las demás colonias, cualquier noticia que se estimase de interés para sus subgobernadores. Desde luego la noticia de aquellos intrusos del otro lado del mar era cualquier cosa menos rutinaria. Causó no poca consternación y especulaciones entre el Consejo de Portavoces de Aztlán.

—En los antiguos archivos de diversas naciones de nuestro Único Mundo —dijo el anciano Canaútli, nuestro Evocador de la Historia, que casualmente también era el abuelo de mi tío y de mi madre— está escrito que a la Serpiente Emplumada, el en otro tiempo más grande de todos los monarcas, el Quetzalcóatl de los toltecas (que con el tiempo fue venerado como el mayor de los dioses), se le describía con la piel muy blanca y la cara barbuda.

—¿Acaso estás sugiriendo…? —intervino otro de los miembros del Consejo, un sacerdote de Huitzilopochtli, nuestro dios de la guerra.

Pero Canaútli le hizo callar, como yo habría podido advertirle al sacerdote que ocurriría, pues sabía bien cómo le gustaba hablar a mi bisabuelo.

—También está escrito que Quetzalcóatl abdicó de su gobierno de los toltecas a consecuencia de haber hecho algo vergonzoso. Puede que su pueblo nunca lo hubiera sabido, pero él lo confesó todo. En estado de embriaguez, después de haber abusado del octli, la bebida embriagadora, cometió el acto de ahuilnema con su propia hermana. O, según dicen algunos, con su propia hija. Los toltecas adoraban tanto a la Serpiente Emplumada que sin duda le hubieran perdonado su mala conducta, pero él no pudo perdonarse a si mismo.

Varios de los consejeros asintieron solemnemente. Canaútli continuó hablando:

—Por eso construyó una balsa a la orilla del mar (unos dicen que la construyó con plumas entretejidas, otros que la hizo con serpientes entrelazadas) y se fue flotando hacia el otro lado del mar Oriental. Sus súbditos se postraron en la playa y comenzaron a lamentarse a voz en grito de su partida. Así que él les habló y les aseguró que algún día, cuando hubiera hecho suficiente penitencia en el exilio, regresaría. Pero con el paso de los años los toltecas se fueron extinguiendo poco a poco hasta desaparecer. Y a Quetzalcóatl no se le ha vuelto a ver.

—¿Hasta ahora? —rugió el tío Mixtzin. Casi nunca demostraba un temperamento muy acalorado ni alegre, y la noticia que había llevado el mensajero no era como para llenarlo de regocijo—. ¿Es eso lo que quieres decir, Canaútli?

El anciano se encogió de hombros y dijo:

¿Aquin ixnentla?

—¿Quién sabe? —le hizo eco otro de los ancianos del Consejo—. Yo sé de eso, pues he sido pescador durante mi vida de trabajo. Sería casi imposible hacer que una balsa se fuera flotando hasta el otro lado del mar. Imposible hacerla pasar más allá de las olas grandes, de las olas largas y rizadas y del flujo hacia tierra que forman las olas.

—Quizá no sea imposible para un dios —sugirió otro—. De todos modos, si la Serpiente Emplumada tuvo grandes dificultades para hacerlo, parece que ha aprendido de la experiencia, si ahora ha viajado desde allí con casas aladas.

—¿Y para qué habría de necesitar la Serpiente Emplumada más de uno de esos buques? —preguntó otro—. Se marchó solo. Pero parece que regresa con una tripulación numerosa. O con pasajeros.

—Han transcurrido haces y haces de años desde que se marchó —dijo Canaútli—. Dondequiera que haya ido, bien podría haberse casado con una esposa tras otra y haber así engendrado naciones enteras de progenie.

—Si éste es realmente Quetzalcóatl que vuelve —intervino el sacerdote del dios de la guerra con una voz que le temblaba ligeramente— ¿alguno de vosotros es consciente de los efectos que puede tener este hecho?

—Espero que haya muchos cambios, y para mejor —respondió mi tío, que encontraba cierto placer en desconcertar a los sacerdotes—. La Serpiente Emplumada fue un dios apacible y beneficioso. Todas las historias concuerdan: nunca antes de su época, ni después de la misma, el Único Mundo ha disfrutado de tanta paz, felicidad y buena fortuna como entonces.

—Pero nuestros demás dioses quedarán relegados a una posición inferior, incluso sumidos en la oscuridad —dijo el sacerdote de Huitzilopochtli al tiempo que se retorcía las manos—. Y eso es lo que nos ocurrirá a todos nosotros, los sacerdotes de los demás dioses. Se nos rebajara, caeremos más bajo que los más bajos de los esclavos. Seremos depuestos… despedidos… desechados para que mendiguemos y muramos de hambre.

—Tal como he dicho —gruñó mi irreverente tío—. Cambios para mejor.

Bien, el Uey-Tecutli Mixtzin y su Consejo de Portavoces pronto quedaron desengañados de cualquier idea acerca de que los recién llegados trajeran consigo al dios Quetzalcóatl o fueran sus representantes. Durante el año y medio siguiente más o menos, apenas pasó un mes sin que un mensajero veloz procedente de Tenochtitlan trajera noticias cada vez más asombrosas y desconcertantes. Por uno de ellos supimos que los forasteros no eran más que hombres, no dioses ni de la progenie de los dioses, y que se hacían llamar españoles o castellanos. Los dos nombres parecían ser intercambiables, pero el segundo era para nosotros más fácil de transmutar al náhuatl, así que durante mucho tiempo todos nosotros nos referíamos a los extranjeros como los caxtiltecas. Luego, el siguiente mensajero que llegó hasta nosotros nos informaría de que los caxtiltecas se parecían a los dioses, por lo menos a los dioses de la guerra, en que eran rapaces, feroces, despiadados y ávidos de conquista, porque ahora se estaban abriendo camino a la fuerza hacia tierra adentro desde el mar Oriental.

Más tarde el siguiente mensajero nos informaría de que los caxtiltecas exhibían ciertamente atributos divinos, o al menos mágicos, tanto en sus métodos como en sus armas de guerra, porque muchos de ellos cabalgaban montados en gigantescos ciervos machos sin cuernos, algunos blandían temibles tubos que descargaban truenos y relámpagos y otros tenían flechas y lanzas cuyo extremo era de un metal que nunca se doblaba ni se rompía, y todos ellos llevaban armadura del mismo metal, armadura que resultaba impenetrable para los proyectiles ordinarios.

Luego llegó un mensajero que llevaba puesto el manto blanco de luto y el pelo trenzado del modo que era indicativo de malas noticias. La información que nos dio fue que los invasores habían ido derrotando tribu tras tribu y nación tras nación en su avance hacia el oeste: los totonacas, los tepeyahuacas, los texcaltecas; y luego habían engrosado sus propias filas con los guerreros nativos supervivientes. De modo que el número de combatientes de que disponían no disminuía, sino que aumentaba continuamente a medida que avanzaban. (Yo podría mencionar, desde mi ventajosa percepción retrospectiva, que muchos de aquellos guerreros nativos no eran demasiado reacios a unirse a las fuerzas de los extranjeros, porque su propia gente había estado pagando de mala gana y durante mucho tiempo tributos a Tenochtitlan, y ahora tenían esperanzas de resarcirse contra los dominadores mexicas.

Por último llegó a Aztlán un mensajero veloz, con manto blanco y peinado que significaba malas noticias, para decirnos que los hombres blancos caxtiltecas y sus aliados nativos ya se habían adentrado en el propio Tenochtitlan, el corazón del Único Mundo, e, inconcebiblemente, por invitación personal del en otro tiempo poderoso y ahora irresoluto Portavoz Venerado Moctezuma. Además, aquellos intrusos no sólo habían seguido avanzando y continuaban hacia el oeste, sino que habían ocupado la ciudad y parecían inclinados a establecerse y quedarse allí.

El único miembro de nuestro Consejo de Portavoces que había temido en gran medida la llegada de aquellos extranjeros, me refiero al sacerdote del dios Huitzilopochtli, últimamente se había sentido muy animado al saber que no estaba a punto de ser depuesto al regreso de Quetzalcóatl. Pero quedó consternado de nuevo cuando este último mensajero veloz también informó de otras cosas:

—En cada ciudad, en cada pueblo y en cada aldea a lo largo del camino hacia Tenochtitlan, los bárbaros caxtiltecas han destruido todos los templos teocali, han derribado las pirámides tlamanacali y han volcado y destruido las estatuas de todos y cada uno de nuestros dioses y diosas. Y en su lugar los extranjeros han erigido toscas efigies de madera de una mujer blanca sosamente remilgada que sostiene en los brazos a un bebé blanco. Estas imágenes, dicen los bárbaros, representan a la madre mortal que dio a luz a un niño dios, y son los cimientos de su religión, llamada Crixtanóyotl.

Así que nuestro sacerdote se retorció un poco más las manos. Por lo visto estaba fatalmente condenado a que se le desplazara de todos modos… y ni siquiera por uno de los antiguos dioses de nuestra propia tierra, uno que tenía grandeza y estatura, sino por una nueva religión incomprensible que, evidentemente, rendía culto a una mujer corriente y a un niño carente de ingenio.

Aquel mensajero fue el último que llegó hasta nosotros desde Tenochtitlan o desde cualquier otro lugar de las tierras de los mexicas que trajera lo que podíamos asumir como noticias dignas de crédito y autorizadas. Después sólo oímos rumores que se propagaban de una comunidad a otra y que acababan por llegar hasta nosotros por medio de algún viajero que recorría la región o que remaba en una canoa acali costa arriba. De todos esos rumores había que cribar lo imposible y lo ilógico, milagros y presagios supuestamente vistos por sacerdotes y clarividentes, exageraciones atribuibles a las supersticiones de la gente común, esa clase de cosas, porque, de todos modos, lo que quedaba después de la criba que podía reconocerse por lo menos como posible, ya resultaba de por sí bastante espantoso.

En el transcurso del tiempo oímos decir, y no teníamos motivos para no creerlas, las siguientes cosas: que Moctezuma había muerto a manos de los caxtiltecas; que los dos Portavoces Venerados que le habían sucedido, aunque por poco tiempo, también habían perecido; que la ciudad de Tenochtitlan, —casas, palacios, templos, mercados, incluso la imponente icpac tlamanacali, la Gran Pirámide— había sido derribada y reducida a escombros; que las tierras de los mexicas y de sus naciones tributarias ya eran propiedad de los caxtiltecas; que cada vez venían más casas flotantes del otro lado del mar Oriental y vomitaban un número mayor de aquellos hombres blancos, y que aquellos guerreros extranjeros se extendían en abanico hacia el norte, el oeste y el sur para seguir conquistando y sometiendo a otros pueblos y tierras más lejanos. Y según estos rumores, dondequiera que fueran los caxtiltecas apenas necesitaban hacer uso de sus letales armas.

—Deben de ser sus dioses, esa mujer blanca con el niño, que Mictlan maldiga, quienes hacen la carnicería —nos dijo un informador—. Infligen a poblaciones enteras enfermedades que matan a todos excepto a los hombres blancos.

—Y son enfermedades horribles —nos informó otro transeúnte—. He oído decir que la piel de las personas se llena de forúnculos y pústulas espantosas, y que sufren agonías indecibles durante mucho tiempo antes de que la muerte los libere piadosamente.

—Hordas enteras de nuestra gente se mueren de esa plaga —nos explicó otro—. Pero los hombres blancos parecen inmunes. Tiene que ser un encantamiento maligno realizado por la diosa y el diosecito.

También oímos decir que a los supervivientes útiles, ya fueran hombres, mujeres o niños, dentro de Tenochtitlan y en sus alrededores, se los obligaba a realizar trabajos de esclavo, y que se utilizaba cualquier material que pudiera rescatarse de entre las ruinas para reconstruir la ciudad. Pero ahora ésta iba a ser conocida, por orden de los conquistadores, como la Ciudad de México. Seguía siendo la capital de lo que había sido el Único Mundo, pero éste, por orden de los conquistadores, de allí en adelante se llamaría Nueva España. Y según decían los rumores, la nueva ciudad no se parecía en nada a la vieja; los edificios eran de diseño muy complejo y tenían una ornamentación que los caxtiltecas debían de hacer para recordar a su Vieja España, dondequiera que estuviese.

Cuando finalmente llegó hasta nosotros, los de Aztlán, la voz de que los hombres blancos estaban luchando para subyugar los territorios de los pueblos otomí y purepecha, esperábamos que aquellos intrusos llegaran pronto hasta el umbral, por así decirlo, de nuestras tierras, porque el límite norte de la tierra de los purepechas, llamada Michoacán, no está a más de noventa y una carreras largas de Aztlán. Sin embargo los purepechas opusieron una fiera e incansable resistencia que mantuvo a los invasores atascados allí, en Michoacán, durante varios años. Mientras tanto el pueblo otomí simplemente se derritió ante los atacantes y les permitió tomar aquel país con todo lo que tuviera de valor. Y no tenía mucho para nadie, ni siquiera para los rapaces caxtiltecas, porque no era ni es más que lo que llamamos la Tierra de los Huesos Muertos: Árida, inhóspita y desierta, como lo es también toda la región situada al norte de Michoacán.

Así que finalmente los hombres blancos se dieron por satisfechos y detuvieron su avance en el límite meridional de aquel nada hermoso desierto (lo que ellos llaman el Gran Lugar Yermo). En otras palabras, establecieron la frontera septentrional de su Nueva España a lo largo de una línea que se extendía por el oeste desde el lago Chapalan hasta la costa del mar Oriental aproximadamente, y así ha permanecido hasta el día de hoy. Dónde quedó por fin establecida la frontera meridional de Nueva España, no tengo ni idea. Sí sé que algunos destacamentos de los caxtiltecas conquistaron y se asentaron en los territorios, que en otro tiempo fueron de los mayas, de Uluümil Kutz y Quautemalan, y todavía más al sur en las ardientes y humeantes Tierras Calientes. En otro tiempo, los mexicas habían comerciado con esas tierras, pero a pesar de su enorme poder no habían tenido deseos de quedárselas o habitarlas.

Durante los azarosos años cuya crónica he esbozado aquí, también tuvieron lugar otros acontecimientos concernientes a mi propia juventud, que eran más de esperar y menos de hacer época. El día en que cumplí siete años me llevaron ante el viejo y apergaminado tonalpoqui de Aztlán, el que pone los nombres, para que pudiera consultar el libro tonálmatl de nombres (y sopesar todos los augurios, buenos y malos, que concurrieron a la hora de mi nacimiento) y así fijar en mí el apelativo que llevaría para siempre desde entonces. Mi primer nombre, naturalmente, había de ser simplemente el del día en que vine al mundo: Chicuace-Xóchitl, Seis-Flor. De segundo nombre, el viejo vidente eligió para mi, por tener «buenos portentos», según él, Téotl-Tenamaxtli, Aguerrido y Fuerte como la Piedra.

Al mismo tiempo que me convertí en Tenamaxtli comencé mi escolarización en las dos telpochcaltin de Aztlán, la Casa de Acumular Fuerza y la Casa de Aprender Modales. Cuando cumplí los trece años y vestí el taparrabos de la virilidad, me gradué en esas dos escuelas inferiores y asistí sólo a la calmécac de la ciudad, donde sacerdotes importados de Tenochtitlan, que eran a la vez profesores, enseñaban el arte de conocer las palabras y muchas otras materias: historia, medicina, geografía, poesía… casi cualquier clase de conocimiento que un discípulo deseara poseer.

—También es hora —me dijo mi tío Mixtzin el día en que cumplí trece años— de que celebres otro tipo de graduación. Ven conmigo, Tenamaxtli.

Me acompañó por las calles hasta el mejor anyanicati de Aztlán y, de las numerosas hembras que residían allí, eligió la más atractiva, una chica casi tan joven y casi tan bella como la propia Améyatl, la hija de mi tío, y le recomendó:

—Este joven se hace hombre hoy. Querría que le enseñases todo lo que un hombre debe saber acerca del acto de ahuilnema. Dedica la noche entera a su educación.

La muchacha sonrió y respondió que así lo haría. Y lo hizo. Debo decir que disfruté completamente con sus atenciones y con las actividades de la noche, y por ello le quedé poderosamente agradecido a mi generoso tío. Pero también debo confesar que, sin que él lo supiera, yo ya había estado saboreando de antemano aquellos placeres durante algunos meses antes de merecer el taparrabos viril.

Así las cosas, durante aquellos años y los que siguieron, Aztlán nunca fue visitada ni siquiera por una patrulla perdida de las fuerzas caxtiltecas, ni lo fueron ninguna de las comunidades con las cuales nosotros, los aztecas, nos comunicábamos. Desde luego, las tierras al norte de Nueva España habían estado siempre escasamente pobladas en comparación con las tierras del centro. No me habría sorprendido si, al norte de nuestras tierras, existieran tribus ermitañas que aún no hubieran ni oído ni siquiera que el Único Mundo había sido invadido o que existía algo como hombres de piel blanca.

Aztlán y esas otras comunidades se sintieron, naturalmente, aliviadas al comprobar que los conquistadores no las molestaban, pero también hallamos que aquella seguridad nuestra basada en el aislamiento llevaba consigo algunas desventajas. Puesto que nosotros y nuestros vecinos no queríamos atraer la atención de los caxtiltecas, no enviamos a ninguno de nuestros mercaderes viajeros pochtecas, ni siquiera a algún mensajero veloz, para que se aventurasen a cruzar la frontera de Nueva España. Aquello significó que nosotros nos quedamos voluntariamente apartados de cualquier comercio con las comunidades situadas al sur de aquella línea. Y aquellos habían sido antes los mejores mercados para vender nuestros productos cultivados y fabricados en casa: leche de coco, dulces, licor, jabón, perlas y esponjas; y de esas comunidades nos habíamos procurado artículos que no se encontraban en nuestras tierras: toda clase de comodidades, desde granos de cacao hasta algodón, incluso la obsidiana que necesitábamos para nuestras herramientas y armas. Así que los jefes de diversos pueblos de nuestro alrededor, Yakóreke, Tépiz, Tecuexe y otros, empezaron a enviar discretos grupos de exploradores en dirección sur. Iban en grupos de tres; uno de ellos siempre era una mujer, iban desarmados y sin armadura y llevaban ropa sencilla de campesinos para así aparentar ser sencilla gente de campo que caminaban denodadamente para dirigirse a alguna inocua reunión familiar en alguna parte. No llevaban consigo nada que pudiera levantar las sospechas o la rapacidad de ningún soldado fronterizo caxtilteca; normalmente no llevaban más que una bolsa de cuero que contenía agua y otra de pinoli para llevar las provisiones del viaje.

Los exploradores avanzaban con aprensión comprensible sin saber qué peligros podrían encontrar en el camino. Pero también iban llenos de curiosidad, y su misión consistía en informar al regreso a sus jefes de lo que hubieran visto acerca de la vida en las tierras centrales, en los pueblos y ciudades y, en especial, en la Ciudad de México, ahora que todo estaba gobernado por los hombres blancos. De aquellos informes dependería la decisión de nuestros pueblos: bien iniciar una aproximación y aliarnos con los conquistadores, con la esperanza de reanudar el comercio normal y el intercambio social; bien permanecer apartados, inadvertidos e independientes, aunque por ello más pobres; o bien concentrarnos en reunir fuerzas poderosas, defensas inexpugnables y un arsenal de armas para luchar por nuestras tierras cuando los caxtiltecas llegaran a venir, si es que venían.

Bien, con el tiempo casi todos los exploradores fueron regresando a intervalos, ilesos y a salvo de cualquier infortunio, ya fuera a la ida o a la vuelta. Sólo uno o dos grupos habían llegado a ver un centinela fronterizo, pero excepto que los exploradores habían quedado sobrecogidos de pavoroso respeto al ver por primera vez a un hombre blanco de carne y hueso, no tenían nada que informar acerca del hecho de cruzar la frontera. Aquellos guardias los habían ignorado como si no fueran más que lagartos del desierto que iban en busca de un nuevo terreno donde buscar comida. Y por toda Nueva España, en el campo, en las aldeas, en los pueblos y ciudades, incluida la Ciudad de México, no habían visto —ni habían oído de boca de ninguno de los habitantes de aquellos parajes— evidencia alguna de que los señores dominadores fueran, en nada, más estrictos o severos de lo que habían sido los gobernantes mexicas.

—Mis exploradores —dijo Kévari, tlatocapili de la aldea de Yakóreke— me informan de que a todos los pípiltin supervivientes de la corte de Tenochtitlan, y a los herederos de aquellos señores que no llegaron a sobrevivir, se les ha permitido conservar las tierras y demás propiedades de sus familias, así como sus privilegios de nobles. Se les ha tratado con gran indulgencia por parte de los conquistadores.

—Sin embargo, excepto esos pocos que se siguen considerando señores o nobles —intervino Teciuapil, jefe de Tecuexe—, ya no quedan pípiltin. Ni macehualtin de la clase obrera ni siquiera tlacotin esclavos. Nuestra gente es considerada igual, y todos trabajan en lo que aquellos hombres blancos les ordenan hacer. Eso me han dicho mis exploradores.

—Sólo uno de mis exploradores ha regresado —dijo Tototl, jefe de Tépiz—. Y me informa de que la Ciudad de México está casi terminada, excepto algunos edificios grandiosos que siguen en construcción. Desde luego, ya no son templos de los antiguos dioses. Pero los mercados, me ha dicho, son como hormigueros florecientes. Por eso mis otros dos exploradores, un matrimonio, Netzlin y Citlali, prefirieron quedarse allí a probar fortuna.

—No me sorprende —gruñó mi tío Mixtzin, a quien los demás jefes habían venido a informar—. Semejantes patanes campesinos nunca, en su vida, habrían visto una ciudad. No es de extrañar que den informes favorables de los nuevos gobernantes. Son demasiado ignorantes para hacer comparaciones.

¡Ayya! —bufó Kévari—. Por lo menos nosotros y nuestro pueblo hicimos un esfuerzo por investigar, mientras tus aztecas y tú os quedasteis sentados aquí, muy complacidos.

—Kévari tiene razón —opinó Teciuapil—. Acordamos que todos nosotros, los jefes, nos reuniríamos, hablaríamos de lo que nos hubiéramos enterado y luego decidiríamos nuestra línea de actuación con respecto a los invasores caxtiltecas. Pero tú, Mixtzin, lo único que haces es hablar con desprecio.

—Sí —dijo Tototl—. Si tanto menosprecias los honrados esfuerzos de nuestros patanes campesinos, Mixtzin, envía a alguno de tus educados y refinados aztecas. O a alguno de tus domesticados inmigrantes mexicas. Pospondremos nuestras decisiones hasta que ellos regresen.

—No —respondió mi tío tras unos instantes de profunda reflexión—. Como esos mexicas que ahora viven entre nosotros, yo también vi una vez la ciudad de Tenochtitlan cuando estaba en el cenit de su poder y de su gloria. Iré en persona. —Se dio la vuelta hacia mi—. Tenamaxtli, prepárate y dile a tu madre que se prepare. Ella y tú me acompañaréis.

De manera que ése fue el orden de los acontecimientos que nos llevaron a los tres de viaje a la Ciudad de México, donde yo obtendría el reacio permiso de mi tío para quedarme y residir durante algún tiempo y donde yo aprendería muchas cosas, incluida vuestra lengua española. Sin embargo nunca me tomé el tiempo necesario para aprender a leer y a escribir vuestra lengua, que es por lo que en este momento te estoy relatando mis recuerdos, mi querida muchacha, mi inteligente, bellísima y adorada Verónica, para que tú puedas escribir mis palabras a fin de que todos mis hijos y todos los hijos de nuestros hijos las lean algún día.

Y la culminación de aquella sucesión de acontecimientos fue que mi tío, mi madre y yo llegamos a la Ciudad de México en el mes de Panquétzalíztli, en el año Trece-Junco, que vosotros llamaríais octubre, del año de Cristo 1531, en el preciso día —cualquiera, menos los dioses caprichosos y traviesos lo habría considerado una coincidencia— en que el viejo Juan Damasceno fue quemado hasta morir.

Todavía puedo verlo arder.