XVI
Al líder de los héroes todos se le dirigían por su nombre de pila, don Álvar. Pero cuando me lo presentaron me extrañó que los españoles se hubieran reído del nombre de De Puntillas, porque el apellido de este hombre Álvar era Cabeza de Vaca. A pesar de un apelativo tan poco favorable, sus compañeros y él verdaderamente habían realizado una hazaña heroica. Tuve que componer las piezas de su historia por la conversación que mantenían con los soldados que los atendían y por lo que me contó el teniente Tallabuena; porque los tres héroes, después de haberme saludado con bastante cortesía, no volvieron a hablarme directamente. Y una vez que conocí su historia, difícilmente puedo culparlos por no querer tener nada que ver con indio alguno.
Sé que Florida significa «lleno de flores» en lengua española, pero hasta el día de hoy sigo sin saber dónde está situada exactamente la tierra que lleva ese nombre. Dondequiera que esté, debe de ser un sitio terrible. Más de ocho años antes, este hombre llamado Cabeza de Vaca, sus compañeros supervivientes y algunos otros cientos de hombres blancos, junto con sus caballos, armas y provisiones, se habían hecho a la mar desde la colonia de la isla de Cuba con la intención de establecer una nueva colonia en esa tierra llamada Florida.
Desde que se hicieron a la mar los acosaron las tormentas primaverales, que son malísimas. Luego, cuando por fin llegaron a tierra, se encontraron con otros problemas que los llenaron de consternación. Donde el paisaje de Florida no se hallaba cubierto de densos bosques prácticamente impenetrables, estaba surcada de veloces ríos, que se entrecruzaban y eran difíciles de vadear, o cubierta de pantanos calientes y fétidos, y en esas tierras tan agrestes los caballos resultaban casi inútiles. Animales rapaces de los bosques acechaban a los aventureros, las serpientes y los insectos los mordían y les picaban, y los afligían las fiebres letales de los pantanos y otras enfermedades. Mientras tanto, los habitantes nativos de Florida no estaban nada contentos de recibir a aquellos invasores de piel pálida, sino que iban acabando con ellos, uno tras otro, con flechas que disparaban emboscados desde los árboles en los que se ocultaban, o bien en campo abierto, atacándolos frontalmente en gran número. Los españoles, extenuados por el viaje y debilitados por las enfermedades, sólo podían oponer una débil resistencia, y cada vez se sentían más debilitados por el hambre, porque los indios se llevaban sus animales domésticos y quemaban las cosechas de maíz y otros comestibles antes de que avanzasen los hombres blancos. (A mí me parecía increíble, pero resultaba evidente que los supuestos colonizadores eran incapaces de alimentarse a base de la abundancia de animales, aves, peces y plantas que cualquier tierra salvaje ofrece a hombres emprendedores y de iniciativa). De todos modos, el número de españoles disminuía de manera tan alarmante que los que quedaban abandonaron toda esperanza de sobrevivir en aquel lugar. Dieron media vuelta y retrocedieron hasta la costa. Una vez allí, se percataron de que las tripulaciones de sus barcos, sin duda dándolos por perdidos, se habían hecho a la mar y los habían dejado abandonados en aquella tierra hostil.
Desanimados, enfermos, temerosos, asediados por todas partes, optaron por el recurso desesperado de construir barcos nuevos. Y lo hicieron: cinco barcas hechas con ramas de árboles y hojas de palmera atadas con cuerdas que fabricaron con crines y colas de caballo trenzadas; las calafatearon con brea de pino y les pusieron velas que improvisaron cosiendo sus propias ropas. Para entonces ya habían matado a los caballos que les quedaban para comerse la carne, y habían utilizado las pieles para hacer bolsas donde llevar agua potable. Cuando por fin las barcas soltaron las amarras, sus cinco patrones —Cabeza de Vaca era uno de ellos— no las condujeron hasta alta mar, sino que se mantuvieron a una prudencial distancia desde donde podía verse la línea de la costa, pues pensaban que si la seguían lo suficiente en dirección oeste, con el tiempo tendrían que llegar por fuerza a las costas de Nueva España.
Hallaron el mar y la tierra igualmente hostiles, pues tanto la tierra como el agua eran azotados frecuentemente por tormentas, ahora frías tormentas de invierno, con vientos que lo barrían todo a su paso y con lluvias torrenciales. Incluso en tiempo de calma había otra clase de lluvia, la de flechas, que procedía de los indios que salían a acosarlos en canoas de guerra. Los escasos víveres se les acabaron y las bolsas de cuero sin curtir se pudrieron en seguida, pero cada vez que los españoles intentaban desembarcar para ver de renovar las provisiones, un nuevo enjambre de flechas los repelía desde tierra. Inevitablemente, las cinco barcas se separaron. Cuatro de ellas no volvieron a verse ni se oyó de ellas de nuevo. La barca que quedó, la que llevaba a bordo a Cabeza de Vaca y a varios de sus camaradas, logró, al cabo de mucho tiempo, llegar a tierra.
Los hombres blancos, ahora apenas vestidos, medio muertos de hambre, con el frío calado hasta los huesos y debilitados casi hasta la decrepitud, hallaron de vez en cuando alguna tribu nativa, tribus que aún no estaban informadas de que las estaban invadiendo, dispuesta a alimentar y a dar cobijo a los forasteros. Pero a medida que los hombres blancos, sin arredrarse en absoluto, continuaron hacia el oeste con la esperanza de hallar Nueva España, encontraron más oposición que socorro, y cada vez con mayor frecuencia. A medida que iban cruzando bosques, extensas praderas, ríos increíblemente anchos, altas montañas y desiertos secos, los fueron capturando distintas tribus o bandas de indios errantes, una detrás de otra. Los captores los esclavizaban, los ponían a trabajar en tareas durísimas, los maltrataban, los azotaban y los mataban de hambre. («Los condenados diablos rojos —le oí comentar a Cabeza de Vaca— incluso dejaban que aquellos mocosos suyos del infierno se divirtieran a nuestra costa arrancándonos mechones de la barba»). Y en cada uno de esos cautiverios los españoles se las ingeniaron para escaparse, aunque perdiendo cada vez a uno o más de ellos, que moría o era capturado de nuevo. Qué habría sido de aquellos camaradas que dejaron atrás era algo que nunca sabrían.
Cuando por fin, al cabo de mucho tiempo, consiguieron llegar a los aledaños remotos de Nueva España, sólo quedaban vivos cuatro de ellos: tres blancos —Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes y Alonso del Castillo— y Estebanico, el esclavo negro que pertenecía a Dorantes. Aparte de haberle oído comentar a Castillo que habían cruzado un continente entero —y yo sólo tengo una vaguísima idea de lo que es un continente—, no tengo modo de calcular cuántas leguas y carreras largas se vieron obligados a recorrer tan dolorosamente aquellos hombres. Lo único que ellos y yo sabemos con certeza es que tardaron ocho años en hacerlo. Habrían hecho el viaje en menos tiempo, desde luego, si hubieran podido mantenerse cerca de la costa del mar Oriental. Pero sus diferentes captores se los habían ido pasando de mano en mano entre tribus que cada vez moraban más hacia el interior; y sus escapadas de esos cautiverios los habían empujado aún más hacia el interior, de modo que, cuando por fin se tropezaron con un grupo de soldados españoles que se habían adentrado audazmente patrullando en la Tierra de Guerra, se encontraban muy cerca de la costa del mar Occidental.
Aquellos soldados, sobrecogidos a causa del respeto y la admiración y bastante incrédulos ante la historia que relataban los forasteros, los escoltaron hasta un puesto avanzado del ejército, donde los vistieron, los alimentaron y luego los trajeron a Compostela. El gobernador Guzmán les proporcionó caballos, una escolta más numerosa, al fraile Marcos de Niza para que se encargara de sus necesidades espirituales y los puso en el sendero campo a través hacia la Ciudad de México. Allí, les había asegurado Guzmán, se los honraría y festejaría y se harían todas las celebraciones que merecían. Y durante todo el camino los héroes habían contado una y otra vez su historia a cualquier persona que se encontraran y a cualquier oyente ávido. Yo escuchaba con tanta avidez como el que más, y con admiración no fingida.
Había muchas preguntas que me hubiera gustado hacerles de no haberme ignorado ellos con tanta diligencia. Pero no pude evitar oír que fray Marcos les hacía precisamente algunas de las preguntas que a mí me rondaban por la cabeza. Pareció frustrado, y yo también, cuando los héroes protestaron diciendo que eran incapaces de proporcionarle esta o aquella información que el fraile quería. Así que me acerqué al hombre negro, que estaba sentado aparte. Ahora bien, el sufijo -ico que los españoles habían añadido a su nombre es un diminutivo condescendiente como el que se usa cuando uno se dirige a un niño, así que tuve cuidado de dirigirme a él como es debido, como a un adulto.
—Buenas noches, Esteban.
—Buenas… —murmuró él mientras miraba con bastante recelo a un indio que hablaba español.
—¿Puedo hablar contigo, amigo?
—¿Amigo? —repitió, como si se sorprendiera de que me dirigiera a él como a un igual.
—¿Es que acaso no somos los dos esclavos de los hombres blancos? —le pregunté—. Aquí estás tú sentado, desdeñado, mientras tu amo se enorgullece y se regodea en las atenciones que recibe. Me gustaría conocer algo de tus aventuras. Toma, tengo pocíetl. Fumemos juntos mientras yo te escucho.
Aquel hombre seguía mirándome con cautela, pero o yo había conseguido establecer cierta comunicación cortés entre los dos, o sencillamente él estaba deseando que le escucharan. Empezó preguntándome:
—¿Qué quieres saber?
—Sólo que me cuentes lo ocurrido durante los últimos ocho años. He oído lo que recuerda el señor Cabeza de Vaca. Ahora cuéntame tus recuerdos.
Y así lo hizo. Desde que la expedición desembarcó por primera vez en aquel lugar llamado Florida, pasando por todas las decepciones y desastres que afligieron y diezmaron a los fugitivos supervivientes mientras atravesaban las tierras desconocidas de este a oeste. Su relato difería del de los hombres blancos sólo en dos aspectos. Estaba claro que Esteban había sufrido todas las heridas, dificultades y humillaciones que los demás viajeros habían sufrido, pero ni más ni menos. Hizo bastante énfasis en esto en su relato, como si así afirmase que aquellos sufrimientos comunes le habían conferido una cierta igualdad con sus amos.
La otra diferencia entre su relato y el de ellos era que Esteban se había tomado la molestia de aprender por lo menos algunos fragmentos de las diferentes lenguas que hablaban los pueblos en cuyas comunidades habían pasado algún tiempo. Yo nunca había oído antes el nombre de ninguna de aquellas tribus. Esteban me dijo que vivían lejos, al nordeste de esta Nueva España. Las dos últimas o las más cercanas tribus que habían tenido en cautividad a los viajeros se hacían llamar, me dijo, akimoel o’otam, o pueblo del río, y to’ono o’otam, o pueblo del desierto. Y de todos los «condenados diablos rojos» con que se habían encontrado, éstos eran los más diabólicamente diabólicos. Guardé los dos nombres en mi memoria. Quienesquiera que fueran aquellos pueblos y dondequiera que estuvieran, parecían candidatos aptos para alistarlos en mi ejército rebelde privado.
Cuando Esteban hubo terminado su relato, los demás que se encontraban en torno a la hoguera ya se habían enrollado en sus mantas y se habían dormido. Yo estaba a punto de hacerle las preguntas que no había podido formularles a los hombres blancos, cuando oí una pisada sigilosa detrás de mí. Me di la vuelta con brusquedad y me encontré con de De Puntillas, que me preguntó en un susurro:
—¿Estás bien, Tenamaxtli?
Le respondí en poré:
—Claro que si. Vuelve a dormirte, Pakápeti. —Y repetí lo mismo en español para que Esteban me entendiera—: Vuelve a dormirte, hombre mío.
—Estaba dormida, pero me desperté con el repentino temor de que estas bestias hubieran podido hacerte daño o te hubieran atado como a un prisionero. ¡Ayyo, esta bestia es negra!
—No importa, querida mía. En todo caso es una bestia amistosa. Pero gracias por preocuparte.
Cuando de De Puntillas se alejaba sigilosamente, Esteban se echó a reír sin ganas y dijo en tono de burla:
—¡Hombre mío!
Me encogí de hombros.
—Hasta un esclavo puede ser dueño de otro esclavo.
—Me importa un pedo oloroso y maduro cuántos esclavos tienes. Y puede que ése sea esclavo y tenga el pelo tan corto como yo, pero hombre no es.
—Calla, Esteban. Es un engaño, sí, pero sólo para evitar cualquier riesgo de que estos tunantones casacas azules abusen de ella.
—No me importaría abusar un poco yo mismo —comenté; y sonrió, enseñando los dientes blancos en la oscuridad al hacerlo—. Unas cuantas veces durante nuestro viaje he probado a mujeres rojas, y desde luego que las he encontrado sabrosas. Y ellas no me encontraron a mí más desagradable que si hubiera sido blanco.
Probablemente. Supongo que, incluso entre las personas de mi propia raza, una mujer lo bastante impúdica como para estar tentada a probar carne extranjera raramente consideraría que la carne negra es más espantosa que la blanca. Pero al parecer Esteban tomaba aquella falta de exigencia de las mujeres por otra muestra —aunque fuera una muestra patética— de que allí, en las tierras desconocidas, él era el igual de cualquier hombre blanco. Estuve a punto de confiarle que yo en una ocasión había gozado de una mujer de su raza, o por lo menos medio negra, y no había encontrado dentro de ella nada diferente a cualquier mujer «roja». Pero en lugar de eso, sólo dije:
—Amigo Esteban, creo que te gustaría regresar a esas tierras lejanas.
Ahora fue él quien se encogió de hombros.
—Ni siquiera en la cautividad más cruel fui el esclavo de ningún hombre.
—Entonces, ¿por qué no te vuelves allí? Vete ahora. Roba un caballo. Yo no daré la alarma.
Hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—He sido un fugitivo durante estos ocho años. No quiero que los cazadores de esclavos me persigan durante el resto de mi vida. Y ten la seguridad de que lo harían aunque tuvieran que adentrarse en tierras salvajes.
—Quizá… —dije yo pensativo—. Quizá podamos idear algún motivo para que vayas allí legalmente, y con la bendición de los hombres blancos.
—¿Ah, si? ¿Cómo?
—He oído a ese fray Marcos haciendo preguntas…
Esteban se echó a reír de nuevo, y dijo, otra vez sin ganas:
—Ah, el galicoso.
—¿Qué? —le pregunté.
Si yo había entendido bien la palabra, Esteban había descrito a fray Marcos como alguien que padece una enfermedad vergonzosa en extremo.
—Era una broma. Un juego de palabras. Tenía que haber dicho el galicano.
—Pues sigo sin…
—El francés, entonces. Él es de Francia. Marcos de Niza no es más que la transformación en español de su verdadero nombre, Marc de Nice, y Nice es un lugar de Francia. Ese fraile es un reptil, como todos los franceses.
—Me da igual que tenga escamas —le dije con impaciencia—. ¿Quieres escucharme, Esteban? El fraile ha estado sonsacando información a tus camaradas blancos sobre las siete ciudades. ¿A qué se refería?
—¡Ay de mí! —exclamó; y escupió con asco—. Es una antigua fábula española. Yo la he oído muchas veces. Las Siete Ciudades de Antilia. Se supone que son ciudades construidas con oro, plata, piedras preciosas, marfil y cristal, que están situadas en alguna tierra hasta ahora nunca vista mucho más allá del mar Océano. Esa fábula se ha estado repitiendo desde un tiempo anterior al tiempo. Cuando se descubrió este Nuevo Mundo, los españoles se esperaban encontrar aquí esas ciudades. Nos llegaron rumores, incluso en Cuba, de que los otros, los indios de Nueva España, podríais decirnos, si quisierais, dónde se encuentran. Pero yo ahora no te lo estoy preguntando, amigo, no me malinterpretes.
—Pregunta si quieres —le conminé—. Puedo responder con honradez que hasta ahora nunca había oído hablar de ellas. ¿Has visto tú o los otros algo así durante vuestros viajes?
—¡Mierda! —gruñó Esteban—. En todas esas tierras que hemos atravesado, a cualquier aldea de ladrillos de barro y paja la llaman ciudad. Ésa es la única clase de ciudades que vimos. Feas, desgraciadas, miserables, piojosas y malolientes.
—El fraile se mostró muy insistente en sus preguntas. Cuando los tres héroes protestaron y alegaron total ignorancia acerca de tan fabulosas ciudades, me pareció que fray Marcos incluso sospechaba que le ocultaban algún secreto.
—¡Ya lo creo que si, el muy reptil! Cuando estuvimos en Compostela me dijeron que todos los hombres que lo conocen lo llaman el Monje Mentiroso. Naturalmente el Monje Mentiroso sospecha que todo el mundo miente.
—Bien… ¿Alguno de los indios con los que os encontrasteis insinuó la existencia de…?
—¡Mierda y mierda! —exclamó Esteban en voz tan alta que tuve que indicarle otra vez que bajara el tono por temor a que alguien se despertase—. Pues si, lo insinuaron, será mejor que lo sepas. Un día, cuando estábamos entre el Pueblo del Río, que nos utilizaban como animales de carga cuando se trasladaban de uno de los feos meandros del río a otro, nuestros capataces señalaron hacia el norte y nos dijeron que en aquella dirección se asentaban seis grandes ciudades del Pueblo del Desierto.
—Seis —repetí—. ¿No siete?
—Seis, pero por lo visto eran grandes ciudades. Lo cual quiere decir que lo más probable es que para esos estúpidos las ciudades tuvieran cada una más de un puñado de casas de barro y quizá un pozo de agua del que poder abastecerse.
—¿No las riquezas de esa fabulosa Antilia?
—¡Oh, pues claro que si! —reconoció Esteban con sarcasmo—. Nuestros indios del Pueblo del Río nos explicaron que ellos comerciaban con pieles de animales, conchas del río y plumas de pájaros con los habitantes de aquellas elegantes ciudades, y a cambio conseguían grandes riquezas. Se ha de tener en cuenta que ellos llamaban riquezas sólo a esas piedras baratas azules y verdes que vosotros los indios tanto veneráis.
—Entonces, ¿nada que pudiese suscitar la avaricia de los españoles?
—¿Quieres escucharme, hombre? ¡De lo que estamos hablando es de un desierto!
—Entonces… ¿tus compañeros no le están ocultando nada al fraile?
—¿Ocultándole qué? Yo era el único que comprendía los idiomas de los indios. Mi amo Dorantes sólo sabe aquello que yo le traducía. Y era bastante poco, porque poco había que decir.
—Pero supónte que… ahora… tú te llevases aparte a fray Marcos y le susurrases al oído que los hombres blancos le están ocultando un secreto. Que tú conoces el paradero de ciudades realmente ricas.
Esteban me miró boquiabierto.
—¿Qué le mienta? ¿Qué ganaría yo con mentirle a un hombre al que se le conoce como el Monje Mentiroso?
—Según mi experiencia, los mentirosos son las personas más dispuestas a creer mentiras. Al parecer el fraile ya se cree esa fábula de las Siete Ciudades de Antilia.
—¿Y qué? ¿Le digo que es verdad que existen? ¿Y que yo sé dónde están? ¿Por qué habría yo de hacer eso?
—Como te he sugerido hace un rato, para que puedas volver a esas tierras donde no eras un esclavo; donde encontraste que las mujeres nativas eran de tu agrado; y para volver allí en esta ocasión no como un fugitivo.
—Hmm… —murmuró Esteban, considerándolo.
—Convence al fraile de que puedes llevarlo a esas ciudades de inmensurable riqueza. Se dejará convencer con facilidad si cree que estás revelándole algo que los héroes blancos no le quieren contar. Supondrá que ellos están esperando para revelarle el secreto al marqués Cortés. Se regocijará con la ilusión de que, con tu ayuda, él puede llegar hasta esas riquezas antes que Cortés o que cualquier buscador de tesoros que Cortés pueda enviar. Y lo organizará para que tú lo lleves allí.
—Pero… ¿y qué pasará cuando lleguemos allí y yo no tenga nada que enseñarle? Sólo hay risibles conejeras de barro, guijarros azules sin valor y…
—Ahora eres tú, amigo, el que se está comportando como un estúpido. Guíalo hasta allí y ocúpate de que se pierda. Eso te resultará bastante fácil. Si alguna vez él llega a encontrar el camino de regreso hasta aquí, hasta Nueva España, sólo podrá informar de que lo más probable es que te hayan asesinado los vigilantes que guardan esos tesoros.
La cara de Esteban empezó a resplandecer, si es que el negro puede resplandecer.
—Sería libre…
—Ciertamente merece la pena intentarlo. Ni siquiera hace falta que mientas, si es eso lo que te inquieta. La propia avaricia y carácter deshonesto del fraile le proporcionarán a su mente la exageración necesaria para convencerle.
—¡Por Dios, claro que voy a hacerlo! ¡Tú, amigo, eres un hombre sabio e inteligente. Tú deberías ser el marqués de toda Nueva España!
Puse modestos reparos, pero debo confesar que yo también resplandecía de orgullo por el complicado plan que estaba poniendo en marcha. Esteban, desde luego, no sabía que yo lo estaba utilizando para llevar adelante mis planes secretos, pero no por ello dejaría él de beneficiarse. Sería libre de cualquier amo por primera vez en su vida, y libre de aprovechar la oportunidad de permanecer libre entre los habitantes de aquel lejano Pueblo del Río, y libre para retozar cuanto quisiera, u osase, con sus mujeres.
He relatado gran parte de nuestra conversación, que duró toda la noche, al detalle porque ello aclarará la explicación —que daré en su debido momento— de cómo en realidad mi encuentro con los héroes y el fraile redundó en beneficio de la realización de mi plan para derrocar a los hombres blancos. Y aún había en reserva otro encuentro más para darme más ánimo. Para cuando Esteban y yo terminamos de hablar, ya estaba clareando el día, y con la mañana llegó una más de esas aparentes coincidencias que los dioses, en su maliciosa interferencia con las obras de los hombres, están ideando continuamente.
De improviso llegaron cuatro nuevos soldados españoles a caballo procedentes de la misma dirección por la que de De Puntillas y yo habíamos venido; entraron con estruendo en el campamento y despertaron con un sobresalto a todos los que nos encontrábamos allí. Cuando me enteré de que le hablaban a voces al teniente Tallabuena, sentí un gran alivio; aquellos hombres no nos iban persiguiendo a de De Puntillas y a mí. Los caballos estaban profusamente cubiertos de espuma, luego era evidente que habían estado cabalgando mucho y durante toda la noche. Si habían pasado por el puesto de guardia que había bastante más atrás, al parecer no se habían detenido a prestarle atención alguna.
—¡Teniente! —gritó uno de los recién llegados—. ¡Ya no está bajo el mando de ese zurullón Guzmán!
—Alabado sea Dios por eso —repuso Tallabuena mientras se frotaba los ojos para quitarse el sueño—. Pero ¿por qué no lo estoy?
El jinete se dejó caer del caballo de un salto, le echó las riendas a un soldado somnoliento y exigió:
—¿Hay algo de comer? ¡Tenemos las hebillas del cinturón rozándonos el espinazo! Ay, han llegado noticias de la capital, teniente. El rey por fin ha nombrado un virrey para que encabece la Audiencia de Nueva España. Un buen hombre, este virrey Mendoza. Una de las primeras cosas que hizo fue oír las numerosas quejas existentes contra Nuño de Guzmán, las incontables atrocidades que ha cometido contra los indios y los moros esclavos que hay por aquí. Y uno de los primeros decretos de Mendoza es que a Guzmán se le despoje del cargo de gobernador de Nueva Galicia. Vamos al galope tendido a Compostela con órdenes de hacernos cargo de él y de llevarlo a la ciudad para que se le castigue. —Yo no hubiera podido oír nada que me complaciera más. El portador de la noticia hizo una pausa para dar un enorme bocado a un pedazo de carne de ciervo fría antes de continuar hablando—: Guzmán será sustituido por un hombre más joven, uno que ha venido de España con Mendoza, un tal Coronado, que en estos momentos se encuentra de camino hacia aquí.
—¡Oye! —exclamó fray Marcos—. ¿No será ése un tal Francisco Vásquez de Coronado?
—Pues sí —respondió el soldado entre un bocado y otro.
—¡Qué feliz fortuna! —exclamó otra vez el fraile—. He oído hablar mucho de él, y todo lo que he oído han sido alabanzas. Es amigo íntimo de ese virrey Mendoza, quien a su vez es amigo íntimo del obispo Zumárraga, quien a su vez es íntimo amigo mío. Además, este Coronado ha contraído recientemente un brillante matrimonio con una prima del mismísimo rey Carlos. ¡Ay, pero Coronado ejercerá poder e influencia aquí!
Los demás españoles movían la cabeza ante tantas noticias que llegaban todas al mismo tiempo, pero me escurrí del grupo de personas y me acerqué hasta donde estaba Esteban, de pie un poco más allá, y le dije en voz baja:
—Las cosas se ponen cada vez mejor, amigo, para que tú regreses pronto con ese Pueblo del Río.
Esteban asintió y dijo exactamente lo mismo que yo estaba pensando.
—El Monje Mentiroso convencerá a su amigo el obispo, y al amigo del obispo, el virrey, para que lo envíe allí como misionero entre aquellos salvajes. Si les dice o no al obispo y al virrey por qué va allí en realidad, no importa gran cosa. Con tal de que yo vaya con él.
—Y este gobernador Coronado —añadí— estará deseando hacer méritos. Si traes a fray Marcos y pasáis por Compostela, apuesto lo que quieras a que Coronado se mostrará de lo más generoso y proporcionará caballos, armas, provisiones y cualquier otro tipo de equipamiento.
—Sí —graznó Esteban—. Te debo mucho, amigo. No te olvidaré. Y si alguna vez llego a ser rico, puedes estar seguro de que lo compartiré contigo.
Dicho eso, me rodeó impulsivamente con los brazos y me dio ese apretón estrujante que en español llaman abrazo. Unos cuantos españoles estaban mirando, y me preocupó que pudieran preguntarse por qué, a cuenta de qué se me estaban dando las gracias de manera tan efusiva. Pero tenía otra preocupación más inmediata. Por encima del hombro de Esteban vi que de De Puntillas también estaba mirando. Abrió mucho los ojos y se precipitó bruscamente hacia nuestros caballos. Comprendí lo que estaba a punto de hacer, me solté del abrazo y salí como un rayo tras ella. Llegué justo a tiempo para impedir que sacase uno de los arcabuces de los petates.
—¡No, Pakápeti! ¡No hay necesidad!
—¿Sigues indemne? —me preguntó con voz temblorosa—. Creí que esa bestia negra te estaba atacando.
—No, no. Eres una chica querida y cariñosa, pero demasiado impetuosa. Por favor, déjame a mí toda tarea de salvamento. Te contaré más tarde por qué me estaba estrujando.
Muchos españoles nos estaban mirando con curiosidad, pero les dirigí una sonrisa tranquilizadora a todos ellos, que devolvieron su atención a los portadores de noticias. Uno de ellos estaba diciendo a los que escuchaban:
—Otra noticia, aunque no tan portentosa, es que el Papa Paulo ha establecido un nuevo obispado aquí, en Nueva España, la diócesis de Nueva Galicia. Y ha elevado al padre Vasco de Quiroga a un nuevo y augusto puesto. Otro de nuestros Correos se dirige ahora a caballo a informar al padre Vasco de que ahora ha de llevar la mitra, pues ya es el obispo Quiroga de Nueva Galicia.
Aquel anuncio me complació tanto como cualquiera de los otros que había oído en aquel lugar. Pero confiaba en que el padre Vasco, ahora que era un dignatario tan importante, no renunciara a sus buenas obras, buenas intenciones y buen carácter. Sin duda el papa Paulo esperaba que el más reciente de sus obispos exprimiera a todos aquellos colonos de Utopía con más contribuciones si cabía para lo que Alonso de Molina había llamado «el quinto del rey» particular del Papa. Fuera como fuese, aquello también era un buen augurio con vistas al plan que yo había concebido para Esteban. Lo más probable era que el obispo Zumárraga viera a Quiroga como un rival y se sintiera aún más dispuesto a enviar a fray Marcos como explorador, ya fuese en busca de nuevas almas o de nuevas riquezas para la Santa Madre Iglesia.
Demoré a propósito mi partida de aquel lugar hasta que los cuatro soldados recién llegados se hubieron ido al galope en dirección a Compostela. Luego me despedí de Esteban y del teniente Tallabuena, y tanto ellos como la tropa restante, excepto los tres héroes blancos y el Monje Mentiroso, nos dijeron adiós con la mano cordialmente. Cuando de De Puntillas y yo, que llevábamos cogidos de las riendas a los otros dos caballos que teníamos, estuvimos cabalgando de nuevo, desvié nuestro rumbo ligeramente hacia el norte con la intención de apartarme de la dirección que habían tomado los soldados que se acababan de marchar, y me encaminé hacia lo que yo esperaba que fuera la dirección a Aztlán.