XVII

No muchos días después nos encontrábamos entre unas montañas que reconocí del viaje que había hecho con mi madre y mi tío. Era todavía el comienzo de la estación de las lluvias, pero el día en que llegamos a los límites orientales de las tierras gobernadas por Aztlán, el dios Tláloc y sus ayudantes los espíritus tlaloque se estaban divirtiendo al provocar una tormenta. Desde los cielos lanzaban con fuerza sus tenedores de relámpagos, y con el ruido de truenos golpeaban sus inmensas jarras de agua unas contra otras para derramar lluvia sobre la tierra. A través de aquella cortina de agua divisé el resplandor de una hoguera de campamento sobre la falda de una colina que se hallaba a no mucha distancia por delante de nosotros. Detuve nuestra pequeña comitiva entre unos árboles que nos ocultaban y aguardé a que la llamarada de un relámpago me permitiese ver con más claridad. Cuando cayó el relámpago pude contar cinco hombres, que estaban de pie o en cuclillas alrededor de una hoguera protegida por un abrigo hecho con ramas cubiertas de hojas. Todos los hombres vestían la armadura de algodón acolchado propia de los guerreros aztecas, y casi parecía que los hubieran puesto allí para aguardar nuestra llegada. Pensé que si era así, aquello resultaba bastante desconcertante, porque ¿cómo iba a saber nadie en Aztlán que nos aproximábamos?

—Espera aquí, de De Puntillas —le indiqué—. Deja que me asegure de que son hombres de mi pueblo. Estate preparada para dar media vuelta y huir si te hago señas de que son hostiles.

Avancé a largos pasos colina arriba bajo la lluvia torrencial. Cuando me acercaba al grupo levanté ambas manos para mostrar que no llevaba armas y grité:

—¡Mixpantzinco!

—¡Ximopanolti! —me respondieron con mucha cortesía y con el familiar acento del antiguo Aztlán, que me resultó muy agradable oír de nuevo.

Unos cuantos pasos más y estuve lo bastante cerca para ver, a la luz del siguiente relámpago, al hombre que había respondido a mi saludo. Una cara familiar del viejo Aztlán, aunque no me resultaba agradable verlo de nuevo porque recordaba perfectamente cómo era. Imagino que ese sentimiento se me reflejó en la voz cuando lo saludé sin demasiado entusiasmo.

Ayyo, primo Yeyac.

—Yéyactzin —me recordó con altivez—. Ayyo, Tenamaxtli. Hemos estado esperándote.

—Eso parece —dije al tiempo que miraba a los otros cuatro guerreros, todos ellos armados con maquáhuime de filo de obsidiana. Supuse que serían sus actuales amantes cuilontin, pero no hice ningún comentario. Sólo añadí—: ¿Cómo supiste que venía?

—Tengo mis medios de saberlo —respondió Yeyac; y el estruendo de un prolongado trueno acompañó aquellas palabras suyas haciendo que sonaran como un mal presagio—. Naturalmente, no tenía idea de que fuera mi amado primo quien venía a casa, pero la descripción fue bastante exacta, ahora lo veo.

Sonreí, aunque no estaba de humor para hacerlo.

—¿Acaso nuestro bisabuelo ha estado ejerciendo su talento de vidente?

—El viejo Canaútli murió hace mucho tiempo. —A aquel anuncio los tlaloque añadieron otro ensordecedor golpear de jarras de agua. Cuando Yeyac pudo hacerse oír me preguntó en tono exigente—: Y dime, ¿dónde está el resto de tu grupo: tu esclavo y los caballos del ejército de los españoles?

Yo cada vez estaba más turbado. Si Yeyac no estaba siguiendo el aviso de algún vidente aztécatl, ¿quién lo tenía tan bien informado? Me percaté de que hablaba de «españoles», sin usar la palabra «caxtilteca», que antes había sido el nombre que los de Aztlán utilizaban para los hombres blancos. Y recordé cómo, muy recientemente, me había sentido intranquilo al saber que el gobernador Guzmán había establecido la capital de su provincia tan cerca de la nuestra.

—Siento enterarme de la muerte de nuestro bisabuelo —dije sin alterarme—. Perdona, primo Yeyac, pero sólo daré informes a nuestro Uey-Tecutli Mixtzin, no a ti ni a ninguna otra persona inferior. Y tengo muchas cosas de las que informar.

—¡Pues informa aquí y ahora! —ladró Yeyac—. ¡Yo, Yéyactzin, soy el Uey-Tecutli de Aztlán!

—¿Tú? ¡Imposible! —dejé escapar movido por un impulso.

—Mi padre y tu madre nunca regresaron, Tenamaxtli. —Al oír aquello hice algún movimiento involuntario, ante lo cual Yeyac añadió—: Siento tener que comunicarte tantas noticias y además dolorosas… —Desvió sus ojos de los míos—. Tuvimos informes de que a Mixtzin y a Cuicani se los encontró muertos, al parecer asesinados por algunos bandidos de los caminos.

Era desolador oír aquello. Pero si era cierto que mi tío y mi madre estaban muertos, comprendí al instante por el semblante de Yeyac que no habían muerto a manos de extraños. Más destellos de relámpagos, estruendos de truenos y ráfagas de lluvia me dieron tiempo para componerme. Luego dije:

—¿Y tu hermana y su marido… cómo se llama…? Kauri, sí. Mixtzin los designó a ellos para gobernar en su lugar.

Ayya, el debilucho Kauri —exclamó Yeyac con desprecio—. No era precisamente un gobernante guerrero; ni siquiera un cazador diestro. Un día, en estas montañas, hirió a un oso al que iba dando caza y cometió la tontería de perseguirlo. El oso, naturalmente, se dio la vuelta y lo descuartizó. La viuda Améyatzin se contentó con retirarse a los pasatiempos propios de cualquier matrona y me hizo asumir la carga de gobernar.

Yo sabía que eso tampoco era cierto, porque yo conocía a mi prima Améyatl mucho mejor aún de lo que conocía a Yeyac. Voluntariamente, ella nunca le habría cedido el puesto ni siquiera a un hombre de verdad, mucho menos iba a cedérselo a aquel despreciable simulacro al que siempre había despreciado y del que siempre se había burlado.

—¡Basta de perder el tiempo, Tenamaxtli! —gruñó Yeyac—. ¡Tú me obedecerás!

—¿Qué te obedeceré? —le pregunté—. ¿Igual que tú obedeces al gobernador Guzmán?

—Ya no lo hago —respondió sin pensarlo—. Al nuevo gobernador, Coronado…

Cerró la boca, pero ya era demasiado tarde. Yo sabía todo lo que necesitaba saber. Aquellos cuatro jinetes españoles habían llegado a Compostela para arrestar a Guzmán y habrían mencionado el encuentro que habían tenido conmigo y con de De Puntillas por el camino. Quizá entonces hubieran empezado a preguntarse sobre la legitimidad de mi «misión» eclesiástica y habían dado a conocer sus sospechas. Ya fuera que Yeyac se encontraba en Compostela o que le hubiera llegado la noticia más tarde, daba igual. Estaba claro que estaba confabulado con los hombres blancos. Qué otra cosa podía significar eso (si es que todo Aztlán, sus aztecas nativos y los residentes mexicas habían aceptado de igual modo llevar el yugo español), ya lo averiguaría a su debido tiempo. En aquel momento sólo tenía que vérmelas con Yeyac. Cuando se produjo el siguiente momento de calma en el alboroto de la tormenta, le dije en tono de advertencia:

—Ten cuidado, hombre sin virilidad. —Y eché mano al cuchillo de acero que llevaba en la cintura—. Ya no soy el primo pequeño novato que recuerdas. Desde que nos separamos, he matado…

¿Sin virilidad? —bramó—. ¡Yo también he matado! ¿Quieres ser tú el siguiente?

Tenía la cara desfigurada por la rabia; levantó mucho la pesada maquáhuitl y avanzó hacia mí. Sus cuatro compañeros hicieron lo mismo, situándose justo detrás de él, y yo retrocedí, deseando haber llevado conmigo alguna arma más útil que el cuchillo. Pero de pronto todas aquellas amenazadoras espadas negras de obsidiana adquirieron un brillo plateado, porque los tenedores del relámpago de Tláloc empezaron a apuñalar, y a apuñalar en rápida sucesión, rodeándonos de cerca a los seis. Yo no me esperaba lo que sucedió a continuación, aunque lo agradecí y no me sorprendí demasiado cuando ocurrió. Yeyac dio otro paso, pero esta vez hacia atrás, tambaleándose, y abrió la boca muchísimo al proferir un grito que no se oyó en el tumulto de truenos que siguió; soltó la espada y cayó pesadamente de espaldas, produciendo una gran salpicadura de barro.

No tuve necesidad de defenderme de los cuatro secuaces. Todos permanecieron de pie inmóviles, con las maquáhuime levantadas y chorreando agua de lluvia, como si los relámpagos los hubieran petrificado en esa posición. Tenían la boca tan abierta como la de Yeyac, pero de asombro, respeto y miedo. No habían podido ver, como lo había visto yo, el agujero brillante húmedo y rojo que se había abierto en la parte del vientre de la armadura de algodón acolchado de Yeyac, y ninguno de nosotros habíamos oído el sonido del arcabuz que había causado aquello. Los cuatro cuilontin sólo podían haber supuesto que yo, por arte de magia, había hecho bajar sobre su líder los tenedores de Tláloc. No les di tiempo de pensar otra cosa, sino que vociferé:

—¡Bajad las armas!

Al instante bajaron mansamente las espadas. Supuse que aquellas criaturas debían de ser como la más débil de las mujeres, que se acobardan con facilidad cuando oyen la voz de mando de un hombre auténtico.

—Este vil impostor está muerto —les dije dándole al cadáver un desdeñoso puntapié; sólo lo hice para darle la vuelta a Yeyac y ponerlo de bruces a fin de que no vieran el agujero que tenía en la parte delantera y la mancha de sangre que se iba extendiendo—. Lamento haber tenido que invocar la ayuda de los dioses tan repentinamente. Hay algunas preguntas que quería hacer, pero este desgraciado no me dejó elección. —Los cuatro miraban con aire fúnebre al cadáver y no hicieron caso cuando le indiqué con un gesto a de De Puntillas que saliera de entre los árboles y se adelantara—. Y ahora, guerreros —continué—, vosotros acataréis mis órdenes. Soy Tenamaxtzin, sobrino del difunto señor Mixtzin, y por lo tanto, por derecho de sucesión, de ahora en adelante seré el Uey-Tecutli de Aztlán.

Pero no se me ocurrió ninguna orden que darles, excepto decirles:

—Esperadme aquí.

Luego volví chapoteando entre la lluvia para interceptar a de De Puntillas, que se acercaba llevando de las riendas a todos los caballos. Pensaba decirle, antes de que se reuniera con nosotros, que escondiera el arcabuz que tan a tiempo y tan certeramente había empleado. Pero cuando me acerqué vi que ella ya lo había ocultado prudentemente en su sitio, así que sólo le dije:

—Bien hecho, Pakápeti.

—Entonces, ¿no he sido demasiado impetuosa? —Me había mirado mientras me acercaba con cierta ansiedad en su cara, pero ahora sonrió—: Tenía miedo de que me regañases. Pero de verdad pensé que ésta también era una bestia que te atacaba.

—Esta vez tenías razón. Y tu actuación ha sido espléndida. A tal distancia y con tan poca luz… hay que reconocer que tienes una habilidad envidiable.

—Sí —convino ella con lo que me pareció una satisfacción muy poco femenina—. He matado a un hombre.

—Bueno, no muy hombre.

—Habría hecho todo lo posible por matar a los otros también si no me hubieras hecho señas.

—Ésos son aún menos peligrosos. Ahorra tu odio hacia los hombres, querida, hasta que puedas empezar a matar a enemigos que verdaderamente valga la pena matar.

Los tlaloque del cielo seguían prodigando su clamor y su aguacero cuando les ordené a los cuatro guerreros que pusieran el cadáver de Yeyac sobre uno de mis caballos de carga; así quedó boca abajo, de manera que la herida del vientre resultaba invisible. A continuación les ordené a los cuatro que me acompañasen mientras yo cabalgaba, y que se pusiesen dos a cada lado de mi caballo; de De Puntillas cerraba la comitiva mientras avanzábamos. Cuando se hizo una pausa en los redobles de truenos, me incliné hacia abajo desde la silla de montar y le dije al hombre que caminaba penosamente al lado de mi estribo izquierdo:

—Dame tu maquáhuitl. —La levantó hacia mí mansamente; y yo añadí—: Ya oíste lo que me dijo Yeyac… acerca de todas esas muertes oportunas que de forma tan fortuita lo elevaron a él al puesto de Uey-Tecutli de Aztlán. ¿Qué cosas de las que me contó son ciertas y cuáles no?

El hombre tosió y contemporizó:

—Tu bisabuelo, nuestro Evocador de la Historia, murió de viejo, como deben morir los hombres si no los matan antes.

—Eso lo acepto —le dije—, pero no tiene nada que ver con el rápido y maravilloso ascenso de Yeyac hasta alcanzar la posición de Gobernador Reverenciado. También acepto que los hombres tienen que morir, pero, te lo advierto, algunos deben morir antes que otros. ¿Qué me dices de esas otras muertes: las de Mixtzin, Cuicantzin y Káuritzin?

—Fue exactamente como te explicó Yeyac —respondió el hombre; pero desvió la mirada igual que había hecho aquél—. A tu tío y a tu madre los asaltaron los bandidos…

No dijo más. Con un fuerte golpe de revés de su propia espada de obsidiana le separé la cabeza de los hombros, y ambas partes cayeron en una zanja junto al sendero por donde corría el agua de lluvia. Cuando se produjo el siguiente intervalo entre unos truenos y otros, le hablé al guerrero que iba al otro lado de mi silla, el cual me miraba con los ojos saltones a causa del miedo, como una rana a punto de que la pisen.

—Como ya he dicho antes, unos hombres tienen que morir antes que otros. Y verdaderamente me desagrada invocar la ayuda de Tláloc, que de momento está muy atareado con esta tormenta, cuando yo mismo puedo matar con igual facilidad. —Como si Tláloc me hubiera oído, la tormenta empezó a amainar—. Así que, ¿qué tienes que decirme tú?

El hombre balbuceó durante unos instantes, pero por fin comenzó a hablar.

—Yeyac mintió y Quani también lo ha hecho. —Hizo un gesto para indicar los pedazos que habían quedado atrás en la zanja—. Yéyactzin apostó vigilantes alrededor de los límites más alejados de Aztlán para que se quedasen allí, esperando con paciencia, hasta divisar el regreso de Mixtzin, su hermana y tú de aquel viaje a Tenochtitlan. Cuando ellos dos regresaron… bueno… les habían preparado una emboscada.

—Esos emboscados —repetí—. ¿Quiénes estaban esperándolos?

—Yeyac, desde luego, y Quani, que era su favorito, el guerrero que ahora acabas de matar. Ya te has vengado por completo, Tenamaxtzin.

—Lo dudo —dije yo—. No hay en este mundo dos hombres, ni siquiera aunque atacaran cobardemente en una emboscada, capaces de vencer ellos solos a mi tío Mixtzin.

Y de nuevo golpeé con la maquáhuitl. Por separado, la cabeza de aquel hombre salió volando y el cuerpo se desplomó entre la maleza empapada de aquel lado del sendero. Me di la vuelta otra vez y le hablé al guerrero que iba caminando a mi izquierda.

—Todavía estoy esperando oír la verdad. Y como habrás observado, no tengo mucha paciencia.

Éste, casi balbuceando de terror, me aseguró:

—Voy a decir la verdad, mi señor, beso la tierra para jurarlo. Todos somos culpables. Yeyac y nosotros cuatro tendimos la emboscada. Fuimos nosotros, todos juntos, quienes caímos sobre tu tío y tu madre.

—¿Y qué fue de Kauri, el corregente?

—Ni él ni nadie más en Aztlán supo la suerte que corrieron Mixtzin y Cuicantzin. Engatusamos a Káuritzin para que nos acompañase a cazar osos en las montañas. Lo hizo, y él solo, comportándose como un verdadero hombre, hirió con la lanza y mató a un oso. Pero nosotros, a nuestra vez, matamos a Kauri, y luego utilizamos los dientes y las garras del animal para mutilarlo y desgarrarlo. Cuando llevamos a casa el cadáver y los restos del oso, su viuda, tu prima Améyatzin, difícilmente pudo discutir la historia que le contamos de que la bestia era responsable de la muerte de su marido.

—¿Y luego? ¿Vosotros, viles traidores, la matasteis a ella también?

—No, no, mi señor. Está viva, beso la tierra para jurarlo. Pero ahora está recluida, ya no es regente.

—¿Por qué? Tendría que haber seguido esperando el regreso de su padre para que éste reasumiese el lugar que le correspondía. ¿Por qué iba a abdicar de su regencia?

—¿Quién sabe, señor mío? Quizá fuera por el dolor que le causó la viudedad, por el profundo dolor que sentía.

—¡Tonterías! —le interrumpí con brusquedad—. Ni aunque las fauces de la nada de Mictlan se abrieran ante ella, Améyatzin nunca habría eludido su deber. ¿Cómo la obligasteis a hacerlo? ¿Torturándola? ¿Violándola? ¿O qué?

—Sólo Yeyac podría responderte a eso. Fue él solo quien la convenció. Y tú no lo has dejado en condiciones de que te pueda contestar. Una cosa, sin embargo, si puedo decirte. —Con suma altivez y con un gesto de fastidio, añadió—: Mi señor Yéyactzin nunca se habría mancillado violando ni jugueteando de ningún otro modo con el cuerpo de una simple hembra.

Aquel comentario me enfureció más que todas las mentiras de sus camaradas, y mi tercer golpe con la espada de obsidiana le hizo una hendidura desde el hombro hasta el vientre.

A mi otro lado, el único superviviente se había alejado prudentemente y con sigilo del alcance de mi arma, pero, también prudentemente, miraba al cielo que, aunque había dejado de derramar agua, seguía amenazadoramente oscuro.

—Haces bien en no echar a correr —le dije—. Los tenedores de Tláloc son mucho más largos que mi brazo. Pero puedes estar tranquilo. A ti voy a reservarte, por lo menos durante algún tiempo. Y por un motivo.

—¿Motivo? —graznó él—. ¿Qué motivo, mi señor?

—Deseo que me cuentes todo lo que ha ocurrido en Aztlán en los años transcurridos desde que me marché.

—¡Ayyo, hasta el menor detalle, mi señor! —aceptó con ansiedad—. Beso la tierra para jurarlo. ¿Cómo quieres que empiece?

—Ya sé que Yeyac hizo amistad y se confabuló con los hombres blancos. Así que dime primero: ¿hay españoles en nuestra ciudad o en sus dominios exteriores?

—Ninguno, mi señor, en ningún lugar de las tierras de Aztlán. Yeyac y nosotros, su guardia personal, hemos visitado con frecuencia Compostela, eso es cierto, pero ningún hombre blanco ha venido más al norte de allí. El gobernador español le juró a Yeyac que podría continuar gobernando Aztlán sin discusión, aunque con una condición: que Yeyac impidiera el paso de cualquier intruso nativo que fuera a hacer incursiones en las tierras del gobernador.

—En otras palabras —resumí—, Yeyac estaba dispuesto a luchar contra su propio pueblo del Único Mundo en nombre de los hombres blancos. ¿Llegó a ocurrir eso alguna vez?

—Sí —respondió el guerrero mientras intentaba poner cara compungida—. En dos o tres ocasiones Yeyac se puso al frente de tropas cuya lealtad personal hacia él era firme, y ellos… bueno… desanimaron a algunas pequeñas bandas de descontentos que marchaban hacia el sur para crear problemas a los españoles.

—Cuando dices tropas leales, parece que no todos los guerreros y habitantes de Aztlán se hayan alegrado demasiado de tener a Yeyac como Uey-Tecutli.

—Así es. La mayoría de los aztecas, y también los mexicas, preferían con mucho que los gobernasen Améyatzin y su consorte. Quedaron consternados cuando la señora Améyatl fue depuesta de la regencia. Desde luego, les habría gustado aún más que regresara Mixtzin. Y siguen esperando su regreso, aun después de todos estos años.

—¿Tiene conocimiento el pueblo del traicionero pacto de Yeyac con el gobernador español?

—Muy pocos lo saben, ni siquiera los ancianos del Consejo de Portavoces. Sólo estamos enterados de ello los de la guardia personal de Yeyac y esas tropas leales de las que te he hablado, y su consejero más íntimo y en quien más confía, cierta persona recién llegada a estas tierras. Pero la gente ha aceptado ya el gobierno de Yeyac, aunque sólo a regañadientes, porque afirmó que él, y sólo él, estaba en situación de impedir una invasión de los hombres blancos. Eso lo ha hecho. Ningún residente de Aztlán ha visto todavía a un hombre blanco. Y tampoco un caballo —añadió el hombre echando una ojeada fugaz al mío.

—Lo que significa —dije pensativo— que el hecho de que Yeyac mantenga a los españoles libres de molestias les da a ellos tiempo para incrementar sus fuerzas y su armamento sin que nadie se lo impida hasta que estén bien preparados para venir. Y lo harán. Pero espera; has hablado de cierta persona que aconseja a Yeyac. ¿De quién se trata?

—¿Dije una persona, señor mío? Pues tendría que haber dicho una mujer.

¿Una mujer? Tu difunto compañero acaba de dejar claro que a Yeyac no le sirven las mujeres en ningún sentido, ni siquiera como víctimas.

—Y ésta tampoco tiene ninguna utilidad para los hombres, supongo, aunque un hombre al que le gusten las mujeres a lo mejor la encontrará muy linda y atractiva. Pero es verdaderamente sagaz en las artes de gobernar, de la estrategia y de la conveniencia. Por eso Yeyac estaba dispuesto a escuchar cualquier consejo que viniese de ella. Fue a instancias de ella por lo que en principio mandó una embajada al gobernador español. Cuando tuvimos noticia de que te aproximabas, me atrevo a decir que ella habría venido gustosa con nosotros a interceptarte, pero se encarga de mantener a tu prima Améyatl en aislado encierro.

—Déjame aventurar una conjetura —le dije sombríamente—. El nombre de esa mujer inteligente es G’nda Ke.

—Lo es —respondió el hombre, muy sorprendido—. ¿Tú has oído hablar de ella, mi señor? ¿Acaso esa señora tiene, debido a su sagacidad, la misma reputación en el extranjero que tiene aquí en Aztlán?

—Sólo diré que tiene reputación —gruñí.

La tormenta había despejado y la mayoría de las nubes habían desaparecido, así que Tonatiuh, que se iba poniendo serenamente por el oeste, iluminó el día y reconocí el lugar donde nos encontrábamos. Las primeras casas diseminadas y los campos labrados de los alrededores de Aztlán pronto aparecerían a la vista. Le hice señas a Pakápeti para que pusiera su caballo junto al mío.

—Antes de oscurecer, querida, estarás en el último bastión que queda de lo que en otro tiempo fue el dominio azteca. Una Tenochtitlan menor, pero aun así orgullosa y floreciente. Espero que la encuentres de tu agrado.

Ella, curiosamente, no dijo nada; se limitó a adoptar una expresión que ponía en evidencia que aquello no la emocionaba lo más mínimo.

—¿Por qué estás tan alicaída, querida de De Puntillas? —le pregunté.

En tono irritado, respondió:

—Habrías podido dejar que por lo menos a uno de esos tres hombres lo matara yo.

Dejé escapar un suspiro. Por lo visto, Pakápeti se estaba volviendo una mujer tan poco femenina como aquella terrible G’nda Ke. Me volví de nuevo hacia el guerrero que caminaba junto a mi estribo derecho y le pregunté:

—¿Cómo te llamas, hombre?

—Me llaman Nocheztli, mi señor.

—Muy bien, Nocheztli. Quiero que camines delante de esta comitiva cuando entremos en la ciudad. Espero que el populacho salga a las puertas para vernos pasar. Tienes que anunciar una y otra vez, en voz bien alta, que Yeyac, que se lo tenía bien merecido, ha caído muerto por los dioses, que por fin se habían cansado de sus perfidias; y que yo, Tenamaxtzin, el legítimo sucesor, llego para establecer mi residencia en el palacio de la ciudad como el nuevo Uey-Tecutli de Aztlán.

—Así lo haré, Tenamaxtzin. Tengo una voz que puede vociferar casi tanto como la de Tláloc.

—Otra cosa, Nocheztli. En cuanto yo llegue al palacio voy a despojarme de este atuendo extranjero y a ponerme las galas e insignias reales que me corresponden. Y mientras hago eso quiero que congregues a todo el ejército de Aztlán en la plaza central de la ciudad.

—Mi señor, yo sólo tengo el rango de tequíua. No dispongo de suficiente autoridad para ordenar…

—Aquí y ahora yo te invisto de esa autoridad. En cualquier caso, lo más probable es que tus compañeros se congreguen movidos por la curiosidad. Quiero en la plaza a todos los guerreros aztecas y mexicas, no sólo a aquellos que son profesionales de las armas, sino también a todo hombre sano de cualquier otra profesión u oficio que haya sido entrenado para combatir y esté sujeto a reclutamiento en tiempo de guerra. ¡Encárgate de ello, Nocheztli!

—Er… discúlpame, Tenamaxtzin, pero algunos de esos guerreros que le fueron leales últimamente a Yeyac quizá huyan a las montañas al saber de la muerte de su amo.

—Les daremos caza cuando tengamos tiempo. Pero asegúrate de no desaparecer , Nocheztli, o serás el primero a quien daremos caza, y el modo como acabaremos contigo se convertirá en leyenda para el futuro. He aprendido algunas cosas de los españoles que horrorizarían incluso a los más malvados dioses del castigo. Beso la tierra para jurarlo.

Aquel hombre tragó saliva tan fuerte que incluso se oyó y luego dijo:

—Estoy y estaré a tus órdenes, Tenamaxtzin.

—Muy bien. Sigue así y quizá aún vivas lo bastante como para morir de viejo. Una vez que el ejército esté reunido, te pondrás entre los hombres y me irás señalando a todos y cada uno, desde el de más alto rango hasta el más bajo, de los que se unieron a Yeyac en su servilismo hacia los españoles. Más tarde haremos lo mismo con el resto de la ciudadanía de Aztlán. Me señalarás a todo hombre y mujer, anciano respetado, sacerdote o ínfimo esclavo que haya colaborado alguna vez en lo más mínimo con Yeyac o se haya beneficiado de su protección.

—Discúlpame de nuevo, mi señor, pero la principal de todos esos sería esa mujer, G’nda Ke, que ahora mismo reside en el palacio que tú piensas ocupar. Se encarga de vigilar la cámara asignada a la cautiva señora Améyatl.

—Sé muy bien cómo tratar a esa criatura —le comuniqué—. Tú encuéntrame a los demás. Pero ahora… ahí tenemos las primeras cabañas de las afueras de Aztlán y a la gente que sale para vernos. Adelántate, Nocheztli, y haz lo que te he ordenado.

Con cierta sorpresa por mi parte, pues aquel hombre era un cuilontli y por consiguiente había que suponer que tenía un carácter afeminado, comprobé que Nocheztli era capaz de bramar tan fuerte como ese animal macho que los españoles llaman toro. Y bramó lo que yo le había dicho que dijera y lo repitió una y otra vez, y la gente que miraba abría mucho los ojos y se quedaba boquiabierta. Muchos de ellos se unieron a nuestra comitiva poniéndose detrás de nosotros, de modo que, al caer la noche, cuando llegamos a las calles pavimentadas de la ciudad propiamente dicha, Nocheztli, Pakápeti y yo íbamos a la cabeza de una procesión considerable, y llevábamos detrás a una verdadera multitud cuando cruzamos la plaza central iluminada por antorchas en dirección al palacio, que se hallaba cercado por un muro.

A cada lado del amplio portal abierto en el muro había un guerrero montando guardia; iban vestidos con armadura acolchada completa y el casco de pieles con colmillos de la Orden de los Caballeros del Jaguar, cada hombre armado con espada maquáhuitl, cuchillo al cinto y larga lanza. Según la costumbre deberían haber cruzado aquellas lanzas para impedirnos la entrada hasta que hubiéramos hecho saber el asunto que nos llevaba allí. Pero los dos hombres se limitaron a mirarnos boquiabiertos al ver a unos extranjeros ataviados de manera curiosa, que llevaban extraños animales, y las hordas de gente que llenaban la plaza. Era comprensible que no supieran qué hacer en aquellas circunstancias.

Me incliné sobre el cuello de mi caballo para preguntarle a Nocheztli:

—Estos dos, ¿eran hombres de Yeyac?

—Sí, mi señor.

—Mátalos.

Los dos caballeros permanecieron de pie sin ofrecer resistencia en una actitud valiente mientras Nocheztli blandía su propia espada de obsidiana y, golpeando primero a izquierda y luego a derecha, los talaba como si de maleza fastidiosamente obstructiva se tratase. La multitud detrás de nosotros emitió al unísono un grito ahogado y retrocedió un paso o dos.

Y ahora, Nocheztli —le dije—, llama a unos cuantos hombres fuertes de entre este gentío y deshaceos de esta carroña. —Señalé a los centinelas abatidos y al cuerpo de Yeyac, que seguía colgado como un fardo de uno de los caballos de carga—. A continuación ordena a la multitud que se disperse, bajo pena de que me enfade. Luego haz lo que te ordene: reúne al ejército en esta misma plaza y diles que aguarden mi inspección; volveré en cuanto me halle vestido formalmente de oro, piedras preciosas y plumaje, como corresponde a su comandante en jefe.

Cuando se hubieron llevado los cadáveres le hice señas a Pakápeti para que me siguiera y, sin desmontar y llevando detrás los otros dos caballos, entramos cabalgando arrogantemente, como conquistadores, en el patio del espléndido palacio del Gobernador Reverenciado de Aztlán, de allí en adelante el palacio del Uey-Tecutli Téotl-Tenamaxtzin. Yo.