XXXII
De la batalla final de la guerra de Mixton, de nuestra derrota y del fin de la guerra de Mixton, sólo hablaré brevemente, porque ocurrió por mi propia culpa y estoy avergonzado de ello. De nuevo, como había hecho con otros enemigos e incluso con alguna de las mujeres de mi vida, infravaloré la astucia de mi oponente. Y ahora estoy pagando mi error yaciendo aquí y muriéndome lentamente… o curándome lentamente, no sé cuál de las dos cosas, y no me importa mucho.
Mi ejército podría estar todavía aquí, en Mixtóapan, entero, seguro, sano, fuerte y listo para entrar en batalla de nuevo, si yo no los hubiera sacado de este valle. Igual que nosotros antes habíamos hecho picar el anzuelo a los soldados del puesto comercial español atrayéndolos hasta aquí para tenderles una emboscada, de la misma forma nos hicieron picar el anzuelo a nosotros haciendo que saliéramos de nuestro seguro refugio. Fue obra del virrey Mendoza. Él, como sabía que éramos invencibles, casi intocables, en estas montañas, ideó la manera de engañarnos y sacarnos de ellas ofreciéndonos, en cierto sentido, Aguascalientes. No culpo de ello a los exploradores que encontraron esa ciudad, pues están muertos, igual que tantos otros, pero no tengo duda alguna de que aquel jinete español al que siguieron a esa ciudad estaba representando un papel en el plan de Mendoza.
Me llevé a mi ejército entero y dejé en el valle sólo a los esclavos y a los varones demasiado viejos o demasiado jóvenes para batallar. Fue una marcha de tres días hasta Manantiales Calientes e, incluso antes de que avistásemos la ciudad, empecé a sospechar que algo no andaba del todo bien. Encontramos barracas de puestos de guardia, pero no había ningún soldado en ellas. Cuando nos aproximamos a la ciudad, ningún tubo de trueno resonó al disparar. Cuando envié a mis exploradores de avanzada para que se adentrasen furtiva y cautelosamente en la propia ciudad, no se oyó el traqueteo de los arcabuces, y los exploradores volvieron desconcertados y encogiéndose de hombros para informarme de que no parecía haber una sola persona en la ciudad.
Era una trampa. Me di la vuelta en la silla del caballo para gritar:
—¡Retirada!
Pero ya era demasiado tarde. Ahora sí traquetearon los arcabuces a todo nuestro alrededor. Estábamos rodeados por los soldados de Mendoza y sus aliados indios.
Oh, nos defendimos luchando, desde luego. La batalla duró todo el día, y murieron muchos cientos en ambos bandos. Como ya he comentado, las batallas son una conmoción y una confusión, y algunas muertes se produjeron de manera curiosa. Mis caballeros Nocheztli y Pixqui fueron ambos perforados por balas descargadas por nuestros propios arcabuceros, que emplearon sus armas de un modo demasiado temerario. En el otro bando, Pedro de Alvarado, uno de los primeros conquistadores del Único Mundo y el único también que seguía haciendo de conquistador activo, murió al caer de su caballo y pisotearlo el caballo de otro español.
Como ambos ejércitos, el de Mendoza y el mío, estaban bastante igualados en número y armamento, tuvo que ser una batalla enconada, y venció el más valiente, el más fuerte y el más inteligente. Pero lo que hizo que la perdiéramos nosotros fue lo siguiente. Mis hombres pelearon valerosamente con todos los soldados blancos que se cruzaron en su camino, pero hubo muchos de los nuestros, demasiados (excepto los yaquis), que no se vieron capaces de matar a hombres de su misma raza, los mexicas, los texcaltecas y demás, que luchaban del lado de Mendoza. Y por el contrario, esos traidores a nuestra raza, buscando naturalmente ganarse el favor de los amos españoles, no vacilaron en matarnos a nosotros. Yo mismo recibí una flecha en el costado derecho y estoy seguro de que no procedía de ningún español. Por lo que yo sé, procedía de algún desconocido pariente mío.
Uno de nuestros tíciltin de campaña me arrancó la flecha, cosa que ya fue bastante dolorosa, y luego empapó la herida abierta con el corrosivo xocóyatl, tan doloroso que me hizo gritar en voz alta de una forma bastante poco varonil. El tícitl no pudo hacer nada más por mí porque unos instantes después caía abatido por una bala de arcabuz.
Cuando por fin cayó la noche, nuestros ejércitos, o lo que quedaba de ellos, dejaron de luchar, y el resto de nosotros, los que teníamos caballos, nos retiramos de forma apresurada hacia el oeste. Pozonali, uno de los pocos supervivientes a quien yo conocía por su nombre, encontró a Verónica en lo alto de la colina desde donde ella había estado contemplando la carnicería y la trajo con nosotros mientras corríamos de regreso al refugio de nuestras montañas. Yo apenas podía tenerme en la silla, tan espantoso era el dolor que tenía en el costado, así que no estaba en condiciones de preocuparme de si nos perseguían en la noche.
Si así fue, los perseguidores no llegaron a darnos alcance. Tres días después, días de terrible dolor para mi, y yo no era el peor de los heridos, llegamos de nuevo a Mixtóapan, nos abrimos paso por entre el laberinto de barrancos (perdiéndonos a menudo, puesto que no teníamos al experto caballero Pixqui para guiarnos) y por fin, debilitados por la sed, el hambre, la fatiga y la pérdida de sangre, volvimos a encontrar nuestro valle.
Ni siquiera he tratado de contar los supervivientes de la batalla de Manantiales Calientes, aunque probablemente podría hacerlo sin siquiera garabatear las banderitas y puntos de números. Varios de los que lograron llegar hasta aquí han muerto a causa de las heridas, pues no hay tíciltin para atenderlos. Todos nuestros tíciltin, como otros cientos de cientos de los nuestros, yacen muertos allá, en Manantiales Calientes. Un tícitl yaqui que sigue vivo y aún está con nosotros se ofreció generosamente a venir para danzar y cantar ante mi, pero antes preferiría yo condenarme a Mictlan que someterme a esa clase de médico. Así que mi herida se ha ido infectando poco a poco, se ha vuelto verde y ha comenzado a rezumar pus. Ardo de fiebre, luego tirito de frío y entro y salgo del delirio, como me ocurrió en aquella ocasión en la acali en el mar Occidental.
Verónica me ha atendido fielmente y con ternura lo mejor que ha podido; me ha aplicado en la herida compresas calientes, diversas savias de árboles y jugos de cactus que los viejos del campamento recomiendan como curativos, pero no parece que esas cosas hagan ningún bien visible.
Durante uno de mis períodos de lucidez, me preguntaste, Verónica:
—¿Qué hacemos ahora, mi señor?
Tratando de parecer valiente y optimista, dije:
—Nos quedaremos aquí lamiéndonos las heridas. Poco más podemos hacer, y por lo menos aquí estamos a salvo de ataques enemigos. Ni siquiera puedo planear otras acciones hasta que esté curado de esta maldita herida. Luego ya veremos. Mientras tanto, he estado pensando que tu crónica de lo que los españoles llaman la guerra de Mixton empezó cuando devastamos Tonalá. Se me ocurre que los futuros historiadores del Único Mundo quizá se beneficien si yo relato y tú escribes hechos anteriores que expliquen cómo empezó todo esto. ¿Sería poner a prueba tu paciencia, querida Verónica, si te contase prácticamente toda mi vida?
—Desde luego que no, mi señor. No sólo estoy aquí para servirte, sino que me interesaría muchísimo… poder oír la historia de tu vida.
Me quedé meditando durante un rato. ¿Cómo empezar por el principio? Luego sonreí tanto como fui capaz y continué:
—Me parece, Verónica, que ya te dicté, hace mucho, la frase que abre esta crónica.
—Yo también lo creo así, mi señor. La guardé y todavía la tengo aquí.
Te pusiste a revolver entre tus papeles, sacaste uno y lo leíste en voz alta.
—«Todavía puedo verlo arder».
—Sí —convine; y suspiré—. Querida niña inteligente, procedamos a partir de ahí.
Y durante no sé cuántos días sucesivos, aunque a veces yo deliraba o me quedaba mudo a causa del dolor, te relaté todo lo que hasta ahora has escrito. Finalmente te dije:
—Te he dicho todo lo que puedo recordar, incluso conversaciones y cosas sin importancia. Sin embargo, supongo que es un relato con los huesos desnudos.
—No, mi querido señor. Sin que tú lo supieras, siempre, desde que estamos juntos, he ido tomando notas de los más insignificantes comentarios que hacías y de mis propias observaciones de ti, de tu carácter y de tu naturaleza. Porque, a decir verdad, yo te amaba, mi señor, incluso antes de saber que eras mi padre. Con tu permiso, me gustaría intercalar esas observaciones mías en la crónica. Eso añadirá carne a los huesos desnudos.
—Cómo no, querida mía. Tú eres la cronista y sabes muy bien lo que haces. De cualquier modo, ahora sabes todo lo que hay que saber, y todo lo que cualquier historiador necesitará saber. —Hice una pausa y luego continué diciendo—: También sabes que tienes una prima cercana en Aztlán. Si alguna vez llego a recuperarme de esta fiebre y de esta debilidad, te llevaré allí, y Améyatzin te dará una cálida bienvenida. A Pozonali y a ti. Espero de veras, querida niña, que te cases con ese muchacho. Los dioses le han conservado la vida en esta última batalla, y de verdad creo que se la salvaron precisamente para ti. —La cabeza se me iba y yo empezaba a divagar, pero añadí—: Después de Aztlán quizá podamos ir más adelante… a las Islas de las Mujeres. Allí fui feliz…
—Te está entrando sueño, señor padre. Y has gastado mucha energía hablando durante todos estos días. Creo que ahora deberías descansar.
—Sí. Déjame decir sólo una cosa más; y, por favor, ponía al final de tu crónica. La guerra de Mixton está perdida, y justamente. Nunca debí empezarla. Desde el día de la ejecución de tu abuelo Mixtli les he guardado rencor y me he resistido a que haya extranjeros entre nosotros. Pero a lo largo de mi vida he conocido y admirado a muchos de esos extranjeros: al blanco Alonso, al negro Esteban, al padre Quiroga, a Rebeca, tu madre mulata, y finalmente a ti, querida hija, en quien se mezclan tantas sangres diferentes. Ahora me doy cuenta… y lo acepto, incluso estoy orgulloso, de que tu preciosa cara, Verónica, es la nueva cara del Único Mundo. A ti y a tus hijos e hijas y al Único Mundo, os deseo todas las cosas buenas.