XXVII

Mi corazón estaba tan oprimido y mis pensamientos eran tan melancólicos que no sentí alarma alguna, apenas me di cuenta de que las islas se iban hundiendo detrás de mi hasta que las perdí de vista y de nuevo quedé solo en el temible vacío de alta mar. Lo que iba pensando era lo siguiente:

«Parece que de algún modo les eche una maldición a todas las mujeres por las que siento amor o aunque sólo sea cariño. Los dioses me las quitan de una manera cruel, y cruelmente también me dejan vivo a mí para que viva con pesar y sufrimiento».

Y también esto:

«Pero, ayya, cuando lamento mi pérdida estoy siendo enormemente egoísta, porque lo que les pasó a Ixínatsi, a Pakápeti y a Citlali fue muchísimo peor. Ellas perdieron todo el mundo y todos sus mañanas».

Y esto:

«Desde la infancia, mi prima Améyatl y yo sólo nos teníamos cariño, y sin embargo ella estuvo a punto de morir a causa de la prisión y de la degradación».

O esto:

«Rebeca, la niña mulata, y yo nos consideramos el uno al otro sólo un experimento. Pero cuando ella se fue de mis brazos para entrar en el confinamiento asfixiante de un convento, podría decirse que ella también perdió el mundo y todos sus mañanas».

Y así fue como en aquel momento y allí mismo tomé una decisión. De entonces en adelante llevaría la clase de vida que sería la más prudente y considerada hacia las mujeres que quedaban en el Único Mundo. Nunca me dejaría de nuevo seducir por ninguna de ellas, ni dejaría que ninguna me amase. En cuanto a mí, los recuerdos del idilio que había compartido con Grillo me sostendrían para el resto de mis días. Y en lo referente a las mujeres, yo les haría una merced al no ponerlas en peligro con la maldición, fuera cual fuese, que yo comportaba.

Si cuando llegase a la costa en Yakórake y me dirigiese caminando hacia el norte, hacia Aztlán, encontraba la ciudad todavía intacta y a Améyatl todavía gobernando allí, rechazaría cualquier sugerencia por su parte de casarnos y reinar juntos. En adelante me dedicaría por entero a la guerra que yo había instigado y al exterminio o expulsión de los hombres blancos. No permitiría que ninguna mujer, nunca más, entrase en mi corazón, en mi vida. Y cuando mis necesidades físicas se hicieran abrumadoramente apremiantes, si es que se hacían así alguna vez, siempre podría encontrar alguna hembra a la que utilizar, pero eso sería todo lo que significaría para mí: un receptáculo útil, pero desechable. Nunca volvería a amar; nunca volvería a ser amado.

Y en todo el tiempo transcurrido desde que me hice ese juramento a mí mismo en las vastas extensiones del mar Occidental, he mantenido tenazmente ese juramento. O al menos así fue hasta que te encontré, querida Verónica. Pero de nuevo me adelanto a mi crónica.

Al mismo tiempo que pensaba todo esto, también estaba ocupado en otra cosa. Hice unos pequeños cortes en la piel interior del manto de cuguar marino que Grillo me había hecho, sesenta y cinco cortes para ser exactos, y en cada uno de ellos oculté las perlas que llevaba; las cosí allí de modo que resultasen invisibles, utilizando para ello el anzuelo de hueso y el sedal que Grillo me había proporcionado. Y por el hecho de tener la mente y las manos ocupadas, a menudo descuidé la tarea de remar con el ahínco con que se me había indicado que lo hiciera, y me olvidé del hecho de que las corrientes del mar llevaban mi acali más al sur de lo que yo hubiera debido permitir que ocurriera.

En consecuencia, cuando por fin apareció a la vista la tierra firme en el horizonte oriental, no vi ni Yakóreke ni ninguna otra aldea. Bueno, tampoco importaba mucho. Por lo menos estaba de nuevo sobre el suelo sólido del Único Mundo, y no me preocupó demasiado tener que hacer un viaje más largo a pie bordeando la costa hasta Aztlán. Al aproximarme a la orilla vi una playa en la cual varios hombres toscamente vestidos que tenían el mismo color de piel que yo estaban muy enfrascados llevando a cabo una tarea que no alcancé a distinguir bien, así que decidí dirigir mi embarcación hacia ellos. Cuando estuve más cerca vi que eran pescadores que estaban remendando las redes. Dejaron el trabajo para mirarme mientras yo llegaba a tierra, arrastraba mi acali hasta la arena y la ponía entre las acaltin de ellos, pero no parecieron extrañarse mucho al ver a un extraño con un manto lujoso aparecer de la nada.

—¡Mixpantzinco! —les grité.

—¡Ximopanolti! —respondieron ellos.

Y me sentí aliviado al oír que hablaban náhuatl. Ello significaba que por lo menos me encontraba en algún lugar de las regiones aztecas, y que no había ido a la deriva hasta tierras desconocidas.

Me presenté sólo como «Tenamaxtli», sin mayor protocolo, pero uno de los hombres era especialmente agudo y estaba muy bien informado para ser pescador.

—¿No serás el mismo Tenamaxtli que es primo de Améyatzin, la señora de Aztlán que en otro tiempo estuvo desposada con el difunto Káuritzin de nuestra Yakóreke? —me preguntó.

—En efecto, ése soy yo —admití—. Entonces, ¿sois hombres de Yakóreke?

—Sí, y nos llegó el rumor hace mucho tiempo de que estás viajando por todo el Único Mundo para llevar a cabo una misión en nombre de esa señora y de nuestro difunto señor.

—En nombre de todos nuestros pueblos —le corregí—. Pronto oiréis más que rumores. Pero decidme, ¿qué estáis haciendo aquí? No sé dónde he desembarcado exactamente, pero si que sé que estoy al sur de los terrenos de pesca de Yakóreke.

Ayya, éramos demasiados allí y estábamos abarrotando las aguas. Así que unos cuantos de nosotros vinimos hasta aquí para probar fortuna y, ¡ayyo!, encontramos pesca abundante y un nuevo mercado para ella. Abastecemos a los residentes blancos de la ciudad que llaman Compostela, y pagan muy bien. Está por allá —señaló hacia el este—, sólo a unas cuantas carreras largas.

Me di cuenta de que había varado más lejos del rumbo de lo que había supuesto. Estaba incómodamente cerca de los mismos españoles de los que había escapado. Pero lo único que les dije a los pescadores fue:

—¿Y no tenéis miedo de que os capturen u os conviertan en esclavos cuando vais allí?

—Pues no, Tenamaxtli, parece un milagro. Últimamente los soldados han dejado el ejercicio de capturar esclavos. Y ese hombre al que llaman el gobernador parece incluso que ha perdido el interés en sacar plata de la tierra. Está muy atareado en equipar a sus soldados y en reunir otros de diferentes lugares para preparar una gran expedición al norte. Por lo que nosotros hemos podido averiguar no va a marchar contra Yakóreke, ni Tépiz, ni Aztlán ni ninguna otra de nuestras comunidades que todavía no están bajo su yugo. No será una expedición para atacar, conquistar ni ocupar. Pero sea lo que sea lo que planea, ha ocasionado una fiebre de excitación en la ciudad. El gobernador incluso ha cedido el gobierno de Compostela a un hombre llamado obispo, y ése parece ser que está indulgentemente bien dispuesto hacia nosotros, las personas que no somos blancas. Por fin somos libres de ir y venir, de pregonar nuestro pescado y de establecer nuestros propios precios.

Bien, aquélla era una noticia interesante. Ciertamente la expedición debía de tener algo que ver con aquellas míticas Ciudades de Antilia. Y el obispo no podía ser otro más que mi antiguo conocido Vasco de Quiroga. Estaba meditando cómo hacer que esos asuntos se volvieran hacia mi de forma conveniente, cuando el pescador habló de nuevo:

—Sentiremos marcharnos de aquí.

—¿Marcharos? ¿Por qué vais a tener que marcharos?

—Es que tenemos que regresar a Yakóreke. Se acerca la época en que los pescadores embarquemos para la recogida anual de ostras.

Sonreí al recordar y pensé, con bastante tristeza: «¡Ayyo, hombres afortunados!» Pero lo que dije fue:

—Si os dirigís al norte de nuevo, amigos, ¿querría alguno de vosotros hacerme un favor a mí… y a la viuda de vuestro difunto Káuritzin?

—Ciertamente. ¿De qué se trata?

—De recorrer las doce largas carreras hacia el norte… hasta Aztlán. Hace mucho tiempo desde la última vez que estuve allí, y mi prima Améyatl quizá piense que he muerto. Decidle simplemente que me habéis visto, que gozo de buena salud y continúo empeñado en mi misión. Que espero que pronto dé frutos y que, cuando haya terminado, iré a informarla de ello a Aztlán.

—Muy bien. ¿Algo más?

—Sí. Dadle este manto de pieles. Decidle que, solamente en el caso de que mi misión fracasara por cualquier motivo y ella se hallase en peligro a causa de los hombres blancos o de cualquier otro enemigo, este manto le proporcionará sustento y protección durante toda su vida.

El hombre se quedó perplejo.

—¿Una simple piel de cierva marina? ¿Cómo?

—Es una piel de cierva marina muy especial. Tiene cierta magia. Améyatl descubrirá esa magia cuando la necesite, si es que la necesita.

El hombre se encogió de hombros.

—Como tú digas. Considéralo hecho, Tenamaxtli.

Les di las gracias a todos ellos, les dije adiós y me puse en camino hacia tierra adentro, hacia Compostela.

No tenía particular aprensión de estar en peligro al regresar con tanto descaro a la ciudad de la que había hecho mi memorable huida. De todos los que podían reconocerme y denunciarme, Yeyac y G’nda Ke estaban muertos. Coronado, al parecer, estaba demasiado atareado para hacer mucho caso de los indios que vagasen errantes por las calles. Y lo mismo, presumiblemente, le ocurriría a fray Marcos, si es que residía allí. No obstante, recordé el consejo que había recibido hacía ya mucho tiempo: hay que llevar siempre algo a cuestas y aparentar estar ocupado. En el barrio de esclavos situado en las afueras de la ciudad encontré una viga de madera cuadrada, toscamente tallada, que estaba en el suelo sin que al parecer nadie le prestase atención. Me la cargué al hombro y fingí que pesaba mucho para poder caminar un poco encorvado bajo ella y disimular así mi elevada estatura.

Luego me dirigí al centro de la ciudad, donde se alzan las dos únicas construcciones de piedra que hay en ella, el palacio y la iglesia. El palacio tenía sus habituales guardas a la entrada, pero no se fijaron en mí cuando pasé por delante de ellos arrastrando los pies. Al llegar a la puerta de la iglesia, que no tenía vigilancia, dejé caer el madero en el suelo, entré en el edificio y abordé al primer español de testa afeitada que encontré. Le dije, en español, que llevaba un mensaje del obispo Zumárraga, colega de su superior. El monje me miró un poco de soslayo, pero se encaminó a alguna parte; más tarde regresó, me hizo señas y me guió a los aposentos del obispo.

—¡Ah, Juan Británico! —exclamó el buen y confiado anciano—. Ha pasado mucho tiempo, pero te habría conocido al verte. Toma asiento, querido compañero, toma asiento. ¡Qué placer verte de nuevo! —Llamó a un criado para que trajera un refrigerio y luego continuó hablando sin suspicacia alguna—. Sigues haciendo trabajo de evangelista para el obispo Zumárraga entre los no conversos, ¿no es así? ¿Y cómo está mi viejo amigo y colega Juanito? ¿Dices que me traes un mensaje de su parte?

—Pues… medra y prospera, excelencia. —El padre Vasco era el único hombre blanco al que yo concedería ese título de respeto—. Y su mensaje… esto… pues… —Miré a mi alrededor; aquella iglesia era muy inferior a la de Zumárraga, en la Ciudad de México—. Expresa su esperanza, excelencia, de que pronto tengas una casa de culto que corresponda a tu alta posición.

—¡Qué amabilidad por parte de Juanito! Pero seguramente su excelencia sabe que ya se están haciendo los planos de una grandiosa catedral para Nueva Galicia.

—Quizá ahora ya lo sepa —dije yo sin convicción—. Pero yo, como estoy constantemente de viaje…

—¡Ah, pues regocíjate de ello conmigo, hijo mío! Sí, se construirá en la provincia que tu gente llama Xaliscan. Allí se está levantando una magnífica ciudad, que actualmente se conoce por el nombre nativo de Tonalá, pero creo que ese nombre se va a cambiar por el de Guadalajara en honor de la ciudad de Vieja España de ese nombre de donde es original la casa de Mendoza. La familia de nuestro virrey, ya sabes.

Yo le pregunté:

—¿Y cómo les va a las comunidades de tu Utopía alrededor del Lago de los Juncos?

—Mucho mejor de lo que me esperaba —me contestó—. En los alrededores ha habido levantamientos de purepechas desafectos. De mujeres purepes, ¿te lo imaginas? Amazonas; son malvadas y vengativas. Han causado muchas muertes, han hecho mucho daño y han llevado a cabo toda clase de hurtos entre los asentamientos españoles. Pero no sé por qué motivo han perdonado a nuestro pequeño Edén.

—Probablemente te reconozcan y te estimen, padre, como un cristiano ejemplar —mentí, pero sin doble intención—. ¿Por qué te fuiste de allí?

—Su excelencia el gobernador Coronado me necesitaba aquí. En breve emprenderá un viaje azaroso que podría incrementar de manera considerable la riqueza de Nueva España. Y me ha pedido que administre el gobierno de Compostela en su ausencia.

—Excúsame, mi señor, pero no parece que apruebes por entero esa aventura.

—Bueno… más riqueza… —dijo el obispo al tiempo que dejaba escapar un suspiro—. Don Francisco aspira a alcanzar la talla de los primeros conquistadores, y con el mismo grito de guerra: «Gloria, Dios y oro». Yo sólo desearía que pusiera a Dios en primer lugar. Está viajando, aunque no como tú, Juan Británico, que lo haces para evangelizar en nombre de la Santa Madre Iglesia, sino para encontrar y saquear algunas ciudades lejanas que tienen fama de estar llenas de tesoros.

Sintiendo un pinchazo de vergüenza por estar allí como un impostor, murmuré:

—He viajado a lo largo y a lo ancho, pero no sé nada de esas ciudades.

—Sin embargo, parece que en realidad existen. Un esclavo moro que ya había estado allí antes guió hasta ellas a cierto fraile. El bueno de fray Marcos ha regresado hace muy poco con su escolta de soldados, pero sin el esclavo. Fray Marcos afirma haber visto las ciudades; dice que se llaman las ciudades de Cibola; pero las vio sólo de lejos, porque naturalmente están muy vigiladas para que no se descubran con facilidad. Tuvo que darse la vuelta cuando aquel pobre y leal esclavo fue asesinado por los esclavos que hacían de guardianes. Pero el firme y valiente fraile está a punto ahora de guiar allí a Coronado, esta vez con una tropa invencible de soldados armados.

Era la primera vez que le oía decir a alguien una palabra de elogio del Monje Mentiroso. Y estaba dispuesto a apostar a que Esteban seguía vivo, aunque ahora en libertad, y que probablemente pasaría el resto de su vida, cuando no estuviera gozando de las mujeres del desierto, riéndose de sus crédulos y avariciosos antiguos amos.

—Si el fraile sólo vio las ciudades de lejos —quise saber—, ¿cómo puede estar seguro de que en realidad se encuentran llenas de tesoros?

—Oh, vio resplandecer las paredes de las casas, que están recubiertas de oro y tachonadas de destellantes gemas. Y se acercó lo suficiente como para ver a los habitantes yendo y viniendo de un lado a otro ataviados con sedas y terciopelos. Jura que vio todo eso. Y fray Marcos está, al fin y al cabo, sujeto a los votos de su orden que le obligan a no decir nunca una mentira. Parece cierto que don Francisco regresará de Cibola triunfante y cargado de riquezas para ser recompensado con la fama, la adulación y el favor de su majestad. Sin embargo…

—Preferirías que trajera almas en vez de eso —le sugerí—. Conversos para la Iglesia.

—Pues si. Pero no soy un hombre pragmático. —Soltó una risita de auto desaprobación—. Sólo soy un viejo clérigo ingenuo que cree de un modo piadoso y pasado de moda que nuestra verdadera fortuna nos espera en el otro mundo.

—Todos esos conquistadores de España que alardean tanto… todos ellos juntos no igualarían la valía de un solo Vasco de Quiroga —le aseguré, y lo dije con sinceridad.

Volvió a reírse e hizo un gesto con la mano para rechazar el cumplido.

—Pero no soy el único que pone en tela de juicio la prudencia de que el gobernador se apresure a lanzarse de cabeza hacia Cibola. Muchos la consideran una aventura temeraria e imprudente… que puede ocasionar más mal que bien a Nueva España.

—¿Cómo es eso? —le pregunté.

—Está reuniendo a todos los soldados que puede congregar desde los rincones más apartados del territorio. Y no le hace falta reclutarlos. Por todas partes oficiales y soldados rasos por igual solicitan que se los aparte de sus deberes acostumbrados para unirse a Coronado. Incluso algunos que no son soldados, mercaderes de las ciudades y trabajadores del campo, se están procurando monturas y armas para alistarse. Cualquier presunto héroe y caza fortunas ve ésta como la oportunidad de su vida. Además, Coronado está reuniendo caballos de remonta para sus soldados, caballos y mulas de carga, armas y munición extra, toda clase de provisiones, esclavos indios y moros para que hagan de porteadores y de pastores, e incluso rebaños de ganado para que sirvan de provisiones durante el camino. Está debilitando seriamente las defensas de Nueva España, y la gente está preocupada por eso. Los ataques de esas amazonas purepes aquí, en Nueva Galicia, son bien conocidos, así como las frecuentes incursiones de salvajes a través de las fronteras del norte, y se han producido incidentes sangrientos e inquietantes de desasosiego incluso entre los prisioneros y esclavos de nuestras minas, fábricas y obrajes. La gente teme, con razón, que Coronado vaya a dejar a Nueva España incómodamente vulnerable a la expoliación, tanto desde fuera como desde dentro.

—Ya comprendo —dije tratando de no mostrarme complacido, aunque nada hubiera podido complacerme más que oír aquello—. Pero el virrey que está en la Ciudad de México, ese señor Mendoza, ¿también considera una locura el proyecto de Coronado?

El obispo pareció turbado.

—Como he dicho, no soy un hombre pragmático. No obstante, puedo reconocer el oportunismo cuando lo veo. Coronado y don Antonio de Mendoza son viejos amigos. Coronado está casado con una prima del rey Carlos. Mendoza es también amigo del obispo Zumárraga, y él, me temo, siempre está demasiado dispuesto a respaldar cualquier aventura calculada para complacer y enriquecer al rey Carlos… y congraciarse él mismo con el rey y con el Papa, y que Dios me perdone por decirlo. Pon en orden esos hechos, Juan Británico. ¿Es probable que alguien, de alto o bajo rango, le diga a Coronado una palabra de desaliento?

—Yo no, por supuesto —le comenté con alegría—; soy el más bajo de los bajos. —Pensé que yo era como el gusano del fruto de coyacapuli, que habiendo comido la fruta mucho tiempo por dentro está a punto de hacer que ésta estalle en pedazos—. Te agradezco la gentileza que has tenido al recibirme, excelencia, y los pasteles y el vino, y te pido licencia para proseguir mi camino.

Siendo más decente con un humilde indio que cualquier otro hombre blanco que yo hubiera conocido, el padre Vasco me animó cordialmente a quedarme un tiempo más para residir bajo su techo, asistir a los servicios, confesarme, comulgar y conversar largo y tendido, pero yo le mentí un poco más y le dije que tenía instrucciones de apresurarme para «llevar el mensaje» a una tribu pagana aún no regenerada que se encontraba a cierta distancia de allí.

Bueno, no era una mentira del todo. En realidad, sí que tenía un mensaje que llevar, y a una considerable distancia. Salí de Compostela, esta vez sin tener que hacerlo a escondidas, pues nadie me prestó la más mínima atención, y me dirigí a paso vivo hacia Chicomóztotl.

—¡Gracias sean dadas a Huitzilopochtli y a los demás dioses! —exclamó Nocheztli—. Has llegado por fin, Tenamaxtzin, y no se puede decir que lo hayas hecho demasiado pronto. Tengo aquí el más numeroso ejército que se haya reunido nunca en el Único Mundo, y todos los hombres del mismo patean de un lado a otro con impaciencia por ponerse en marcha, y apenas he sido capaz de tenerlos a raya, cumpliendo tus órdenes.

—Has obrado bien, fiel caballero. Acabo de atravesar las tierras españolas y está claro que nadie de allí tiene la menor sospecha de la tormenta que se avecina.

—Eso es bueno. Pero entre nuestra propia gente debe de haberse corrido la voz de boca en boca. Hemos adquirido muchos reclutas además de los que habíamos alistado por estos contornos, y hay otros que han venido del norte en oleadas y que dicen que tú los habías enviado. Por ejemplo, esas mujeres guerreras de Michoacán que han hecho el camino hasta aquí. Dicen que ya están cansadas de llevar a cabo simples escaramuzas contra las propiedades españolas; quieren estar con nosotros cuando marchemos en son de guerra. Además, hay incontables esclavos (indios, moros y de razas mezcladas) que se han fugado de minas, plantaciones y obrajes; se las han arreglado para encontrar este lugar. Están incluso más ávidos que el resto de nosotros por causar estragos contra sus amos, pero he tenido que someterlos a un entrenamiento especial, pues pocos han tenido antes una arma en las manos.

—Cada hombre es importante —le dije—, y cada mujer. ¿Puedes decirme cuántos tenemos en total?

—Pues según mis cálculos un centenar de cientos. Una hueste formidable, en verdad. Hace mucho que desbordaron las siete cavernas que hay aquí y están acampados por estas montañas. Como proceden de tantas naciones, y quizá de cien tribus diferentes dentro de esas naciones, me pareció que lo mejor sería asignar y segregar sus lugares de acampada de acuerdo con sus orígenes. Muchos de ellos, como sin duda sabes, han sido enemigos durante siglos unos de otros… o de los demás. No quería que aquí estallara una guerra interna.

—Una manera muy astuta de llevar las cosas, caballero Nocheztli.

—No obstante, el mismo hecho de que nuestras fuerzas sean tan variadas hace que resulte muy complicado dirigirlas. He delegado en los mejores de mis colegas caballeros y suboficiales para que cada uno sea responsable de un grupo u otro de guerreros. Pero sus órdenes, instrucciones, reprimendas, lo que sea, en lengua náhuatl, sólo se les pueden dar a aquellos guerreros, jefes de tribu, que son capaces de entender náhuatl. Ésos, a su vez, tienen que traducir a su lengua las palabras y decírselas a sus hombres. Y luego las palabras deben pasarse a la tribu siguiente, que quizá hablen un dialecto diferente de la misma lengua, pero a los que por lo menos se les puede hacer entender. A su vez, ellos, de la mejor manera posible, transmiten las palabras a otra tribu. Probablemente un hombre de cada cien de todos ellos pasa buena parte de su tiempo actuando como intérprete. Y, desde luego, con frecuencia, las órdenes se distorsionan en el curso de ese largo proceso, lo que ha dado lugar a algunos malentendidos bastante llamativos. Todavía no ha llegado a pasar, pero uno de estos días, cuando tenga un contingente de nuestros hombres formados y les dé la orden a los de la primera fila de «¡Presenten armas!», los hombres de la última fila van a entender que se tumben a dormir. En cuanto a esos yaquis que enviaste, ninguno de nosotros puede comunicarse con ellos. No me entenderían ni aunque les ordenase realmente que se durmieran.

Tuve que reprimir una sonrisa ante aquel desbordamiento de exasperación de Nocheztli. Pero estaba orgulloso y admiraba el modo como había manejado aquel vasto ejército bajo unas condiciones tan difíciles, y así se lo dije.

—Bueno —me indicó—, hasta el momento he sido capaz de evitar que hubiera hombres demasiado ociosos y que se peleasen entre sí; les he dado las órdenes que pudieran transmitírseles, incluso a los yaquis, con gestos y demostraciones en vez de palabras, y así los he mantenido ocupados en diversas tareas. A unos grupos les he asignado que se encarguen de la caza, de la pesca y de la recogida de comida, por ejemplo, y he hecho que otros se ocupen de quemar carbón vegetal, de mezclar la pólvora, de hacer el moldeado de las bolas de plomo, y así sucesivamente. Esos correos que enviaste a Tzebóruko y a Aztlán regresaron con amplias provisiones de polvo amarillo y de ese salitre amargo. Así que ahora tenemos tanta pólvora y tantas bolas como podamos transportar cuando nos marchemos de aquí. Me complace informarte, además, de que tenemos muchos más palos de trueno que antes. Las mujeres purepes trajeron una gran cantidad de los que capturaron a los españoles de Nueva Galicia, y lo mismo hicieron numerosos guerreros de las tribus del norte, que los robaron de los puestos avanzados del ejército español según venían hacia aquí atravesando la Tierra Disputable. Ahora casi tenemos cien de esas armas, y aproximadamente el doble de esa cantidad de hombres que se han convertido en expertos en su utilización. Además hemos adquirido un buen arsenal de cuchillos y espadas de acero.

—Es muy gratificante oír todo eso —le dije—. ¿Tienes algo no tan gratificante de lo que informarme?

—Sólo que estamos mejor abastecidos de armamento que de comida. Dado que hay un centenar de cientos de bocas que alimentar… bien, ya te puedes imaginar. Nuestros cazadores y los que buscan comida ya han matado hasta el último animal, han arrancado todos los frutos, nueces y verduras comestibles de estas montañas y han vaciado las aguas, en las que ya no queda ni un pez. Tuve que ponerles unos límites geográficos para ir a buscar comida, ya ves, a fin de evitar que se alejaran demasiado, no fuera que la noticia de su actividad llegase a oídos no convenientes. Pero quizá tú desees dar una contraorden, Tenamaxtzin, porque ahora nos tenemos que conformar con raciones verdaderamente escasas: raíces, tubérculos, ranas e insectos. Tal privación es, desde luego, beneficiosa para los guerreros. Eso los hace estar magros, duros y ansiosos por sacar beneficio de las tierras de abundancia que invadiremos. No obstante, además de las mujeres purepes que están ahora entre nosotros, un buen número de esos esclavos fugados que han venido aquí huyendo son mujeres y niños. Odio hablar yo mismo como una mujer, pero de verdad me dan lástima esos seres débiles que han venido confiando en que nosotros cuidaríamos de ellos. Espero, mi señor, que darás al instante orden de que todos marchemos de aquí a tierras de mayor abundancia.

—No —le contesté—. No voy a dar todavía esa orden, y tampoco contradiré ninguna de tus órdenes, aunque todos tengamos que vivir durante algún tiempo mascando el cuero de nuestras propias sandalias. Y te diré por qué. —A continuación le repetí a Nocheztli lo que el obispo Quiroga me había confiado, y añadí—: Ésta, pues, es mi primera orden. Envía hacia el oeste a hombres con ojos agudos y pies ligeros. Tiene que haber uno apostado, bien oculto, junto a cada camino, cada sendero, cada vereda de ciervos que vaya hacia el norte desde Compostela. Cuando pase el gobernador Coronado con su comitiva, quiero un recuento de sus hombres, de las armas, de los caballos, de las mulas, de los porteadores, de los bultos… de todo lo que lleve consigo. No atacaremos esa comitiva, porque el muy tonto nos está haciendo un favor inmenso. Cuando me llegue el informe de que el gobernador y sus compañeros han pasado, y cuando estime que se han alejado lo suficiente hacia el norte, entonces, pero no antes, nos moveremos. ¿Estás de acuerdo, caballero Nocheztli?

—Naturalmente, mi señor —respondió al tiempo que movía la cabeza lleno de admiración—. Es asombroso, qué buena fortuna para nosotros y qué conducta más tonta por parte de Coronado. Nos deja el campo abierto de par en par.

Resultó un poco inmodesto por mi parte, pero no pude evitar decir:

—Me alabo a mí mismo al decir que tuve algo que ver, hace mucho, al organizar tanto esa buena fortuna como la conducta tonta. Durante años he estado intentando descubrir un punto débil en la aparente invulnerabilidad de los hombres blancos. Y lo he encontrado: es la avaricia.

—Eso me recuerda algo —dijo Nocheztli—. Casi se me olvidaba mencionar una cosa bastante asombrosa. Entre los fugitivos que vinieron hasta nosotros en busca de asilo se encuentran dos hombres blancos.

—¿Qué? —pregunté, incrédulo—. ¿Españoles que huyen de su propia gente? ¿Qué se vuelven contra su propia gente? Nocheztli se encogió de hombros.

—No sé. Parecen unos españoles muy raros. Ni siquiera los pocos aztecas que sabemos alguna palabra de español podemos entender el español que intentan hablar con nosotros.

Pero los dos farfullan entre ellos con unos ruidos parecidos a siseos y a graznidos de ganso. —Hizo una pausa y luego añadió—: He oído decir que a los españoles su religión les prohíbe deshacerse de los niños que nacen con alguna deficiencia en el cerebro. Quizá se trate de dos personas con algún defecto que han llegado a hombres sin saber lo que hacen.

—Si es así, seremos nosotros quienes nos deshagamos de ellos para no tener que darles de comer. Iré a echarles un vistazo más tarde. Mientras tanto, y hablando de comer, ¿podría solicitar que se me diera una comida… o los gusanos y espinos que constituyan el menú de hoy?

Nocheztli sonrió.

—Seríamos tan tontos como los hombres blancos si hiciéramos pasar hambre y debilitásemos a nuestro jefe y señor. Tengo reservadas unas piezas de ciervo ahumado.

—Te doy las gracias. Y mientras me doy un festín con esas viandas, mándame a quienquiera que sea el oficial que has nombrado líder de esas mujeres purepes.

—Tienen su propio líder, una mujer. Se negaron a que les diese órdenes ningún hombre.

Tendría que haberlo supuesto. El líder era la misma mujer con cara de cóyotl que tenía el inapropiado nombre de Mariposa. Para anticiparme a que se pusiera mandona conmigo, la felicité por seguir con vida y por los numerosos éxitos en los saqueos que había encabezado contra los blancos de Nueva Galicia, y le agradecí que hubiera respetado las comunidades de Utopía, tal como yo le había pedido. Mariposa se enorgulleció al ser alabada de aquella manera y pareció aún más agradecida cuando dije:

—Quiero armar a tu valiente contingente de mujeres guerreras con una arma especial que será sólo vuestra. Además, es una arma que quienes mejor pueden fabricarla son las mujeres, cuyos dedos son más delicados, ágiles y precisos que los de ningún hombre.

—Sólo tienes que mandarnos, Tenamaxtzin.

—Es una arma que inventé yo mismo, aunque los españoles tienen algo parecido; lo llaman granada.

Les expliqué cómo envolver con arcilla pólvora prensada e insertar en ella un poquíetl delgado a modo de mecha para luego cocerlo todo al sol a fin de que se endureciera.

—Luego, cuando entremos en combate, mi señora Mariposa y lleve consigo varias de esas granadas. Que cada una de tus mujeres vaya fumando un poquíetl siempre que se presente la oportunidad, prendedle fuego a la mecha de una granada y arrojadla contra el enemigo o, mejor aún, dentro de sus casas, puestos avanzados o fortalezas. Veréis cómo se produce un daño espectacular.

—Suena delicioso, mi señor. Nos pondremos a fabricarlas ahora mismo.

Cuando acabé de roer la carne de ciervo, de beber un poco de octli y de fumarme yo mismo un poquíetl, mandé que llevasen ante mi a aquellos dos blancos «raros».

Pues bien, resultó que no eran españoles ni defectuosos, aunque me costó un rato de malentendidos averiguarlo. Uno de los hombres era bastante mayor que yo, y el otro un poco más joven. Ambos eran tan blancos y tan peludos como los españoles, pero, como los demás esclavos que había entonces en nuestro campamento, iban descalzos y vestidos con harapos. Evidentemente, de algún modo, los habían puesto al corriente de que yo era el jefe de todas las personas que estaban congregadas allí, así que se acercaron a mi con respeto. Como había dicho Nocheztli, hablaban un español muy imperfecto, pero nos las arreglamos para entendernos la mayor parte de las veces. Sin embargo, salpicaban su conversación con palabras que sólo espero aproximar aquí, porque de verdad que sonaban como el cotorreo de un ganso.

Me presenté en un español lo bastante simple como para que me entendiera incluso un retrasado.

—Vuestra gente española me llama Juan Británico. ¿Qué sois vosotros…?

Pero el más viejo me interrumpió.

¿John British?

Y ambos se quedaron mirándome con los ojos abiertos de par en par, y luego se pusieron a graznar con excitación el uno con el otro. Solamente alcancé a captar que aquella palabra, «british», la repetían varias veces.

—Por favor —les pedí—, hablad en español si sabéis.

Y así lo hicieron, en gran parte, de entonces en adelante. Pero para relatar aquella conversación tengo que hacer que parezca que hablaban con mucha más fluidez de lo que lo hacían, y también yo hago todo lo que puedo con tal de pronunciar las frecuentes palabras de ganso.

—Te pido perdón, John British —comenzó a decir el mayor de los dos—. Le decía a Miles, aquí presente, que, voto a bríos, por fin tenemos una racha de… una racha de lo que nosotros llamamos suerte… una racha de buena suerte. Tú debes de ser un náufrago, como nosotros. Pero Miles ha dicho, y yo también… por Dios, capitán, que no pareces ser british.

—Sea eso lo que sea, no lo soy —le contesté—. Soy azteca… vosotros diríais indio… y mi verdadero nombre es Téotl-Tenamaxtli. —Ambos hombres me miraron con caras tan inexpresivas como pueden serlo las caras de los hombres blancos—. Nadie más que los españoles me llama por el nombre cristiano de Juan Británico.

Cruzaron entre ellos más graznidos y siseos, y la palabra «christian» se oyó varias veces. El mayor de los dos se dirigió de nuevo a mi.

—Bueno, por lo menos eres un indio cristiano, capitán. Pero ¿acaso eres uno de esos dichosos y puñeteros papistas? ¿O perteneces a la buena Iglesia de Inglaterra del Libro del Obispo?

—¡No soy cristiano de ninguna clase! —le respondí con brusquedad—. Y soy yo quien hace aquí las preguntas. ¿Quiénes sois vosotros?

Me lo dijo, y entonces fui yo quien puso la expresión en blanco. Los nombres lo mismo hubieran podido ser de yaquis que de gansos. Pero desde luego no eran españoles.

—Mira —me dijo—. Sé escribir. —Se puso a buscar a su alrededor una piedra afilada mientras decía—: Soy un artista marinero de barco, eso soy. Lo que los españoles llaman un navegador. Miles sólo es un ignorante. —Con la piedra comenzó a escribir en la tierra, a mis pies, que es por lo que puedo dar exactamente los nombres aquí—. JOB HORTOP… ése soy yo… y MILES PHILIPS… que es él.

Había hablado de barcos y del mar, así que le pregunté:

—¿Estáis al servicio del rey Carlos?

¿El rey Carlos? —bramaron a la vez.

Y el más joven añadió con indignación:

—Nosotros servimos al buen rey Henry de Inglaterra, benditas sean sus pelotas de latón. ¡Y por eso, maldita sea, es por lo que estamos donde estamos!

—Perdónale, John British —dijo el mayor—. Los marineros vulgares no tienen modales.

—He oído hablar de Inglaterra —les comenté al recordar lo que el padre Vasco me dijera en una ocasión—. ¿Conocéis acaso a don Tomás Moro? —Otra vez la expresión de sus caras mostraba que se habían quedado en blanco—. ¿O su libro acerca de Utopía?

El artista marinero suspiró y dijo:

—Pido otra vez tu perdón, capitán. Sé leer y escribir un poco. Pero nunca he leído libros.

Yo también suspiré y les pregunté:

—Por favor, decidme sólo cómo es que estáis aquí.

—Sí, sí, señor. Verás, lo que ocurrió es que embarcamos en un buque mercante de Hawkins que partía de Brístol y que navegaba bajo bandera genovesa para llevar un cargamento de ébano, ya sabes a qué me refiero, en la travesía intermedia desde Guinea hasta Hispaniola. Bien, llegamos hasta la isla de la Tortuga. Una tormenta nos hizo naufragar contra los arrecifes, y Miles y yo fuimos los únicos de la tripulación blanca que llegamos vivos a la costa, adonde nos lanzó el mar, junto con numerosos seres de color ébano. Los condenados piratas de Jack Napes nos convirtieron en esclavos, lo mismo que hicieron con los negros. Desde entonces hemos ido pasando de mano en mano… Hispaniola, Cuba… y finalmente acabamos recogiendo estopa en un muelle de Veracruz. Cuando un puñado de esclavos negros se escapó, nos vinimos con ellos. No teníamos dónde ir, pero los negros se enteraron de que algunos rebeldes se estaban congregando en estas montañas. De manera que aquí estamos, capitán. Maldita sea, si nos aceptas, nosotros nos rebelaremos contra los puñeteros españoles. Y contentos estaremos, Miles y yo, de matar a cualquier Jack Napes hijo de puta que tú nos señales. Sólo tienes que darnos un alfanje a cada uno.

Todo aquello no tenía demasiado sentido para mi, excepto la última parte, a la que respondí:

—Si lo que quieres decir es que deseáis luchar a nuestro lado, muy bien. Se os darán armas. Pero puesto que yo soy la única persona en este ejército que puede, aunque sea con mucho trabajo, entenderos y hacer que vosotros me entendáis…

—Te pido perdón otra vez, John British. Una buena cantidad de los esclavos de allí… negros, indios y también mestizos… hablan el español mejor que nosotros. Hay una mocita mestiza que hasta lo sabe leer y escribir.

—Gracias por decírmelo. Puede serme útil cuando quiera enviar alguna declaración de asedio a alguna ciudad española, o dictar las condiciones de rendición. Mientras tanto, puesto que yo soy el único de los que mandan este ejército que puede hablar con vosotros, sugiero que, cuando entremos en combate, los dos permanezcáis cerca de mí. Además, como a mi lengua le resulta difícil pronunciar vuestros nombres, y en la batalla quizá tenga necesidad de pronunciarlos con urgencia, os llamaré Uno y Dos.

—Cosas peores nos han llamado —intervino Dos—. Y por favor, señor, ¿podemos llamarte capitán John? Nos hace sentirnos en casa, por así decir.