XXXI
El avance de nuestro ejército a través del campo ahora era todavía más lento que antes, porque teníamos que conducir al estúpido, testarudo y recalcitrante ganado que caminaba a paso de tortuga. Como mis guerreros se iban volviendo comprensiblemente impacientes, pues yo había hecho que pasaran de ser guerreros a meros escoltas y pastores, detuve el ejército sólo una vez a lo largo del trayecto para darles oportunidad de derramar sangre, rapiñar y saquear.
Eso fue en una aldea llamada N’t Tahí, que antes había sido la aldea principal del pueblo otomí y que ahora se había convertido en una ciudad de tamaño considerable, poblada casi enteramente por españoles, los cuales le habían dado el nombre de Zelalla, y sus habituales séquitos de sirvientes y esclavos. La dejamos toda quemada, en ruinas y tan arrasada como Tonalá, y la mayoría de los desperfectos los causaron las granadas de las mujeres purepes. Y cuando la abandonamos estaba también totalmente despoblada, despoblada de todo excepto de cadáveres. Cadáveres sin cabello cortesía de los yaquis.
Me congratula informar de que mis guerreros partieron de Zelalla con mucha más dignidad y mucha menos rimbombancia que cuando lo hicieron de Tonalá: es decir, sin engalanarse y adornarse con faldas, gorros, mantillas españolas y otras cosas por el estilo. En realidad, ya hacía algún tiempo que habían ido avergonzándose, incluso las mujeres y los moros más ignorantes, de todos aquellos perifollos, chucherías y corazas de acero. Además del creciente apuro y vergüenza que suponía llevar puestos aquellos atavíos impropios de guerreros, encontraron que aquellas ropas eran un peligroso estorbo en la batalla y que resultaban incómodamente pesadas incluso para la marcha, sobre todo cuando estaban empapadas por la lluvia. Así que, pieza a pieza, todos habían ido desprendiéndose a lo largo del camino de aquellas prendas y adornos de los hombres blancos, habían acabado por deshacerse de todo excepto de las prendas cálidas de lana que podían utilizarse como mantas y mantos, por lo que de nuevo volvíamos a tener el aspecto de verdadero ejército indio que éramos.
Con el tiempo, un tiempo que se hizo largo como un tormento, llegamos de hecho a aquellas montañas Donde Acechan Los Cuguares, y eran exactamente tal como las había descrito el caballero Pixqui. Con él al frente, nos abrimos tortuosamente camino por entre un laberinto de aquellos barrancos estrechos, algunos de los cuales sólo tenían anchura suficiente para que pasasen los hombres a caballo (o una vaca), uno detrás de otro. Y por fin fuimos a parar a un valle no muy ancho pero sí bastante largo y bien provisto de agua, un valle lo bastante espacioso para que acampásemos todos cómodamente, e incluso lo suficientemente verde como para proporcionar pastos a nuestros animales.
Una vez que nos hubimos instalado y hubimos disfrutado de un gratificante descanso durante dos o tres días, convoqué ante mi presencia al iyac Pozonali y a mi querida escriba Verónica y les dije:
—Tengo una misión para vosotros dos. No creo que sea una misión arriesgada, aunque llevará consigo un arduo viaje. —Sonreí—. Sin embargo, he pensado también que no os importará hacer un largo viaje juntos en íntima compañía. —Tú te ruborizaste, Verónica, y también Pozonali. Continué hablando—: Es cierto que todo el mundo en la Ciudad de México, desde el virrey Mendoza hasta el último esclavo de los mercados, está al corriente de nuestra insurrección y de nuestros saqueos. Pero me gustaría saber cuántas cosas conocen de nosotros y qué medidas están tomando para defender la ciudad de nuestros ataques o para salir a encontrarnos y luchar a campo abierto. Lo que quiero que hagáis es lo siguiente: id a caballo lo más rápidamente que os sea posible y lo más al sureste que podáis, deteniéndoos sólo cuando comprendáis que os estáis acercando demasiado, hasta el punto de resultar peligroso, a cualquier puesto de vigilancia español. Según mis cálculos eso sucederá probablemente en la parte oriental de Michoacán, donde limita con las tierras mexicas. Dejad los caballos al cuidado de cualquier nativo hospitalario que pueda atenderlos. Desde allí continuad a pie y vestid con atuendos toscos de campesinos. Llevad con vosotros bolsas de alguna clase de mercancía que se pueda vender en los mercados: fruta, verdura, cualquier cosa que podáis procuraros. Puede que encontréis la ciudad sólidamente rodeada, pero seguro que permiten la entrada y salida de mercancías y bienes. Y creo que los guardias difícilmente sospecharán de un joven granjero campesino y… ¿cómo diríamos…? pongamos que su primita, que se dirigen al mercado. —Los dos volvisteis a ruborizaros. Seguí adelante—: Y sobre todo, Verónica, no hables en español. No hables nada de nada. Confío en que tú, Pozonali, puedas convencer a cualquier guardia para que te deje pasar o a cualquier otro que te pregunte algo a base de parlotear en náhuatl, de decir las pocas palabras de español que sabes y de gesticular como un torpe patán.
—Entraremos en la ciudad, Tenamaxtzin, beso la tierra para jurarlo —me aseguró él—. ¿Tienes órdenes especificas para nosotros, una vez que estemos allí?
—Sobre todo quiero que los dos abráis bien los ojos y los oídos. Tú, iyac, has demostrado ser un militar competente. Por lo tanto no deberías tener problemas en reconocer cualquier defensa que la ciudad esté preparando para protegerse o cualesquiera otros preparativos que esté haciendo con vistas a una ofensiva contra nuestras fuerzas. Mientras tanto id por las calles y los mercados y entablad conversación con la gente corriente. Deseo conocer qué estado de ánimo tienen, y cuál es su disposición y su opinión acerca de nuestra insurrección, porque sé por experiencia que algunos, quizá muchos, se pondrán de parte de los españoles de los que ahora dependen. Y también hay un hombre aztécatl, un orfebre, ya anciano, que has de ir a visitar personalmente. —Le di las señas—. Fue el primer aliado que tuve en esta campaña, así que quiero advertirle de lo que se avecina. Puede ser que desee esconder el oro que tenga o incluso abandonar la ciudad y llevárselo. Y, por supuesto, dale mis más cariñosos saludos.
—Todo se hará como dices, Tenamaxtzin. ¿Y Verónica? ¿Tengo que permanecer cerca de ella para protegerla?
—No hará falta, creo yo. Verónica, tú eres una muchacha llena de recursos. Sencillamente quiero que te acerques a cualquier grupo de dos o más españoles que estén conversando, donde puedas oír lo que digan, en las calles, en los mercados, donde sea, y escuches, sobre todo si van de uniforme o parecen personas importantes del tipo que sea. Será muy difícil que sospechen que puedes entender lo que dicen, y a lo mejor incluso lleguen a tus oídos más cosas que las que el iyac Pozonali recoja acerca de las respuestas que los españoles piensan dar a nuestro planeado asalto.
—Sí, mi señor.
—Además tengo instrucciones específicas para ti. En toda la ciudad no hay más que un solo hombre blanco a quien, se lo debo, tengo que darle el mismo aviso que Pozonali le dará al orfebre. Se llama Alonso de Molina, recuérdalo, y es un alto cargo en la catedral.
—Sé dónde está, mi señor.
—No vayas a darle el aviso a él directamente. Al fin y al cabo es español. Quizá se apoderase de ti y te retuviera como rehén. Y con toda certeza así lo haría si supiera que eres mi… mi escriba personal. Así que escribe el aviso en un pedazo de papel, dóblalo, pon el nombre de Alonso en la parte de fuera y, sin hablar, sólo con gestos, entrégaselo a cualquier clérigo humilde que encuentres holgazaneando por la catedral. Luego márchate de allí lo más aprisa que puedas. Y mantente alejada.
—Sí, mi señor. ¿Algo más?
—Sólo esto. Es la orden más importante que puedo daros a ambos. Cuando os parezca que os habéis enterado de todo lo que podéis, salid de la ciudad, volved a salvo a donde estén vuestros caballos y regresad aquí. Los dos. Si tú, iyac, osases volver aquí sin Verónica… bueno…
—Regresaremos a salvo, Tenamaxtzin, beso la tierra para jurarlo. Y si acaeciera algún mal imprevisto y solamente regresase uno de nosotros, será Verónica. ¡Y para jurar eso, beso la tierra cuatrocientas veces!
Cuando se hubieron ido, el resto de nosotros nos dimos a la buena vida en nuestro nuevo entorno. Ciertamente vivíamos bien. Había carne de vaca más que suficiente para comer, desde luego, pero de todos modos nuestros cazadores recorrían el valle sólo para proporcionar variedad: ciervos, conejos, codornices, patos y otras piezas de caza. Incluso mataron dos o tres cuguares de los que daban nombre a aquellas montañas, aunque la carne de cuguar es dura de masticar y no muy sabrosa. Nuestros pescadores encontraron que en las aguas de los torrentes de las montañas abundaba un pez cuyo nombre desconozco que constituía un delicioso cambio en nuestra alimentación, que consistía mayormente de carne. Los que se encargaban de buscar alimentos encontraron toda clase de frutas, verduras, raíces y cosas por el estilo. Las tinajas de octli, chápari y vinos españoles que habíamos saqueado se reservaban para mis caballeros y para mí, pero ahora sólo bebíamos de ellas de vez en cuando. Lo que nos faltaba era algo que fuese dulce, como los cocos de mi tierra. En realidad creo que gran parte de nuestra gente, en particular las numerosas familias de esclavos que habíamos liberado y habían venido con nosotros, habrían estado contentos de quedarse a vivir en aquel valle el resto de sus vidas. Y probablemente hubieran podido hacerlo sin que los hombres blancos los molestasen, incluso sin que los hombres blancos supieran de su existencia, hasta el fin de los tiempos.
No quiero decir que lo único que hiciéramos allí fuese el vago y vegetar. Aunque por la noche yo dormía entre sábanas de seda y bajo una manta de lana fina españoles, lo que me hacía sentirme como un marqués o un virrey español, estaba ocupado todo el día. Mantenía a mis exploradores patrullando por el campo más allá de las montañas y los obligaba a mantenerme informado constantemente. Yo caminaba majestuosamente por el valle, como una especie de general que pasase revista, porque les había ordenado a Nocheztli y a los demás caballeros que enseñasen a otros muchos de nuestros guerreros a montar los numerosos caballos que habíamos adquirido y a emplear como es debido los nuevos arcabuces, muy numerosos, por cierto.
Cuando uno de mis exploradores llegó para informarme de que, no muy lejos al oeste de nuestras montañas, había un puesto comercial español en una encrucijada de caminos parecido al que anteriormente habíamos derrotado, decidí intentar un experimento. Cogí un grupo mediano de guerreros sobaípuris, porque ellos todavía no habían tenido el placer de participar en ninguna de nuestras batallas y también porque habían adquirido un verdadero dominio tanto en montar a caballo como en el empleo de los arcabuces, le pedí al caballero Pixqui que me acompañase y nos pusimos a cabalgar hacia el oeste, en dirección al puesto comercial.
Yo no tenía intención de librar una verdadera batalla, sino de fingirla solamente. Galopamos al tiempo que aullábamos, ululábamos y descargábamos nuestros arcabuces, y finalmente salimos de los bosques al terreno abierto que se extendía ante el puesto, que estaba rodeado por una empalizada. Y, como la vez anterior, de las troneras de aquella empalizada, los tubos de trueno escupieron una rociada de fragmentos letales, pero yo tuve buen cuidado de que todos estuviéramos fuera de su alcance, y sólo uno de nuestros hombres sufrió una herida de poca importancia en el hombro. Permanecimos allí fuera haciendo danzar a nuestros caballos adelante y atrás, lanzando nuestros amenazadores gritos de guerra y haciendo extravagantes gestos de amenaza, hasta que se abrió la puerta de la fortaleza y una tropa de soldados montados salió al galope. Luego, fingiéndonos intimidados, dimos todos media vuelta y volvimos al galope por el mismo camino por el que habíamos venido. Los soldados nos persiguieron, y me aseguré de sacarles siempre cierta ventaja, pero sin que nos perdieran de vista ni un instante. Los guiamos todo el camino de regreso hasta el barranco por el que habíamos salido de nuestro valle.
Procurando todavía que los soldados no nos perdieran de vista en aquellos laberintos, les hicimos picar el anzuelo y pasaron por un corte muy estrecho donde yo había apostado arcabuceros a ambos lados. Justo como había predicho el caballero Pixqui, las primeras descargas de aquellos arcabuces abatieron a suficientes soldados y caballos como para bloquear el paso a los que iban detrás. Y éstos, arremolinados en desorden, cayeron abatidos en poco tiempo por lanzas, flechas y cantos lanzados por otros guerreros que yo había apostado más arriba, en las alturas. Los sobaípuris estuvieron contentos de confiscar las armas de todos aquellos españoles muertos y los caballos supervivientes. Pero a mí me complació sobre todo comprobar que nuestro escondite era verdaderamente invulnerable. Podríamos resistir allí para siempre, si hacía falta, contra cualquier fuerza que se enviara para atacarnos.
Llegó el día en que varios de mis exploradores vinieron a decirme, con verdadero júbilo, que habían descubierto un blanco nuevo y más importante para que lo atacásemos.
—A unos tres días al este de aquí, Tenamaxtzin, un pueblo casi tan grande como una ciudad. Hubiéramos podido no saber nunca de su existencia de no ser porque divisamos a un soldado montado y lo seguimos. Uno de nosotros que entiende un poco de español se metió a escondidas en la ciudad detrás de él y se enteró de que es una ciudad rica, bien edificada, a la que los hombres blancos llaman Aguascalientes.
—Manantiales Calientes —dije.
—Sí, mi señor. De hecho es un lugar al que los hombres y mujeres blancos vienen para tomar baños curativos y para recreos de otros tipos. Hombres y mujeres españoles ricos. Así que puedes imaginar el botín que podemos sacar de ella. Por no hablar de mujeres blancas limpias, para variar. Debo informar, sin embargo, que la ciudad está muy fortificada, defendida por muchos hombres y bien armada. No hay manera de que podamos tomarla sin emplear todos nuestros guerreros, tanto montados como de a pie.
Llamé a Nocheztli y le repetí aquel informe.
—Prepara nuestras fuerzas. Nos pondremos en marcha de hoy en dos días. Esta vez quiero que participen todos; incluso, pues sin duda los vamos a necesitar a todos, nuestros tíciltin, y también los sanitarios. Éste será el asalto más ambicioso y audaz de todos los que hemos llevado a cabo hasta ahora, de manera que constituirá una práctica perfecta para nuestro posterior ataque a la Ciudad de México.
Precisamente al día siguiente, y por casualidad, Pozonali y Verónica regresaron, juntos y a salvo; y aunque muy fatigados por su larga y difícil cabalgada, acudieron inmediatamente a informarme. Tan excitados estaban que empezaron a hablar a la vez en idiomas distintos, en náhuatl y en español.
—El orfebre te agradece el aviso, Tenamaxtzin, y te envía afectuosos saludos para corresponder…
—Ya eres famoso en la Ciudad de México, mi señor. Yo diría que famoso y temido…
—Esperad, esperad —les dije mientras me reía—. Que primero hable Verónica.
—Lo que yo traigo son buenas noticias, mi señor. Para empezar, entregué tu mensaje en la catedral y, como tú suponías, cuando tu amigo Alonso lo recibió, muchos grupos de soldados empezaron a peinar la ciudad para encontrar al mensajero que lo había llevado. Pero no pudieron descubrirme, desde luego, pues no podían distinguirme de tantas otras muchachas iguales que yo. Y, como ordenaste, escuché muchas conversaciones. Los españoles, aunque por qué medios no lo sé, ya tienen conocimiento de que nuestro ejército está acampado aquí, en las Mixtóapan. Así que llaman a nuestra insurrección «la guerra de Mixton». Y me causa regocijo informarte de que gran parte de Nueva España tiene pánico. Familias enteras de la Ciudad de México y de todos los demás lugares se apiñan en los puertos de mar, en Vera Cruz, en Tampico, en Campeche y en todos los demás, y exigen pasajes de regreso a Vieja España en cualquier clase de buque que vaya allí, en galeones, carabelas, barcos de avituallamiento… Muchos dicen temerosamente que es la reconquista del Único Mundo. Parece, mi señor, que estás logrando tu propósito de perseguir a los intrusos, por lo menos a los blancos, y echarlos de nuestras tierras.
—Pero no a todos ellos —dijo el iyac Pozonali frunciendo el entrecejo—. A pesar de que Coronado se ha llevado a muchos soldados de Nueva España en la expedición al norte, el virrey Mendoza tiene todavía fuerzas considerables en la Ciudad de México, unos cientos de soldados montados y de a pie, y el propio Mendoza se ha puesto personalmente al mando. Además, como tú esperabas, Tenamaxtzin, muchos de sus mexicas domesticados se han alistado para pelear a su lado. Y lo mismo han hecho otros pueblos traicioneros: los totonacas, los tezcaltecas y los acolhuas, que hace mucho tiempo ayudaron al conquistador Cortés en el derrocamiento de Moctezuma. Por primera vez en la historia, Mendoza permitirá que esos hombres monten a caballo y lleven palos de trueno, y ahora mismo está muy ocupado entrenándolos para ello.
—Nuestro propio pueblo —comenté con tristeza— dispuesto en contra nuestra.
—La ciudad mantendrá una fuerza defensiva suficiente —continuó diciendo Pozonali—. Tubos de trueno y esas cosas. Pero por lo que he oído, calculo que el virrey Mendoza planea una marcha ofensiva para sacarnos de aquí y destruirnos antes siquiera de que lleguemos a acercarnos a la Ciudad de México.
—Bien, buena suerte para Mendoza —dije yo bruscamente—. Por muchos que sean sus hombres, por bien armados que estén, serán aniquilados antes de que lleguen hasta este lugar. Lo he comprobado mediante un experimento; el caballero Pixqui tenía razón cuando dijo que estas montañas son inexpugnables. Mientras tanto, le daré al virrey más pruebas de nuestro poder y de nuestra determinación. Mañana marcharemos hacia el este: todos los guerreros, todos los jinetes, todos los arcabuceros, todas las granaderas purepes, hasta el último de nosotros que sea capaz de empuñar una arma. Marcharemos contra una ciudad llamada Manantiales Calientes. Y cuando la hayamos tomado, el virrey Mendoza quizá decida esconder la Ciudad de México. Y ahora, vosotros dos id a tomad algo de alimento y a descansar. Sé que tú, iyac, querrás estar en el meollo de la batalla. Y yo te querré cerca de mí, Verónica, para hacer la crónica de ésta, la más épica de todas nuestras batallas hasta el momento.