VII
Aquel día, y todos los demás a partir de entonces excepto los días llamados domingo, cuando hube terminado mis dos clases en el colegio me presenté ante Alonso de Molina en la catedral. Allí nos sentábamos entre montones de libros de papel corteza, de fibra de metí o de piel de cervatillo y comentábamos la interpretación de esta o aquella página o pasaje, o a veces de un único símbolo representado en una imagen.
Desde luego el notario estaba bien familiarizado con los temas básicos tales como el método azteca y mexica de contar números, así como con los diferentes métodos empleados por otros pueblos, por ejemplo en las lenguas zapoteca y mixteca, y con los que empleaban naciones más antiguas que ya no existían, pero que habían dejado constancia de sus épocas, entre ellos los antiguos mayas y los olmecas. También sabía que en cualquier libro dibujado por cualquier escriba de cualquier nación, una persona representada con una náhuatl —es decir, con una lengua— cerca de la cabeza significaba que la persona estaba hablando. Y si la lengua dibujada estaba enroscada significaba que la persona estaba cantando o recitando poesía. Y si la lengua dibujada estaba perforada por un espino significaba que la persona estaba mintiendo. Alonso sabía reconocer los símbolos que nuestros pueblos empleaban para indicar las montañas, los ríos y cosas así. Conocía muchos rasgos de nuestra escritura en imágenes. Pero yo de vez en cuando lo corregía en alguna apreciación equivocada.
—No —le dije en alguna ocasión—, los habitantes de las regiones situadas al sur del Único Mundo, los denominados pueblos de Quautemalan, no conocen al dios Quetzalcóatl por ese nombre. Yo nunca he tenido ocasión de visitar esas tierras, pero según mis maestros calmécac, en aquellas lenguas del sur el dios siempre ha sido conocido como Gúkumatz.
O en otra ocasión le indicaba:
—No, cuatl Alonso, estás llamando con nombres equivocados a los dioses que aparecen aquí. Estos son los itzceliuqui, los dioses ciegos. Por eso siempre los encontrarás representados, como aquí, con la cara negra.
Recuerdo que este comentario mío en particular me indujo a preguntarle a Alonso por qué algunos de los discípulos más jóvenes del colegio tenían la piel tan oscura que eran casi negros. El notario me lo aclaró. Existían ciertos hombres y mujeres, me explicó, a los que en español llamaban moros o negros, que eran miembros de una raza lamentablemente inferior que habitaba en cierto lugar llamado África. Eran seres brutos y salvajes, y sólo con gran dificultad se los podía civilizar y domesticar. Pero aquellos a los que se podía domar, los españoles los convertían en esclavos, y a unos cuantos de aquellos hombres moros, a los más favorecidos, incluso se les había permitido alistarse como soldados españoles. Algunos de ellos habían formado parte de las primeras tropas que habían conquistado el Único Mundo, y a ésos se los recompensó, al igual que a sus camaradas blancos, con concesiones de lealtad aquí, en Nueva España, y con esclavos propios, «indios» prisioneros de guerra, aquellos hombres que yo había visto con la figura «G» marcada en el rostro.
—También había dos o tres de esos hombres negros por la calle —le comenté—. Parecen ser muy aficionados a los atavíos ricos. Se visten con ropas aún más llamativas que los hombres blancos de clase alta. Quizá sea porque son feísimos de cara. Con esas narices tan anchas, desparramadas e inmensas que tienen, con los labios vueltos hacia afuera y con ese cabello de rizos tan apretados. Sin embargo, no he visto a ninguna mujer negra.
—Pues son igual de feas, créeme —me dijo Alonso—. La mayoría de los conquistadores moros a los que se les dieron concesiones se asentaron en la costa este, alrededor de Villa Rica de Vera Cruz. Y algunos de ellos han importado esposas negras para sí mismos. No obstante, en general prefieren a las mujeres nativas, que son más claras y mucho más guapas.
Los guerreros, claro, sienten inclinación y se espera de ellos que violen a las mujeres de sus enemigos derrotados, los conquistadores españoles blancos, naturalmente, habían hecho eso en abundancia. En el caso de los soldados moros, según Alonso, se inclinaban de manera mucho más lasciva a apresar y violar a cualquier cosa hembra que fuera más débil que ellos. Y si aquello había tenido como consecuencia el nacimiento de criaturas tales como niños tapir o niños caimán, eso Alonso no lo podía asegurar. Pero me dijo que en Nueva España, y también en las colonias españolas más antiguas, los patronos, tanto españoles como moros, todavía hacían uso, a su capricho, de las esclavas. Además, aunque no se hablaba mucho de ello, había amplias evidencias de que algunas mujeres españolas habían hecho lo mismo; y no sólo se trataba de las guarras importadas de España para trabajar como putas de alquiler, sino de las esposas e hijas de los españoles de más alta cuna. Bien fuera por perversidad, lascivia o simple curiosidad, de vez en cuando copulaban con hombres de cualquier color o clase, incluso con sus propios esclavos. Todo lo cual, me explicó Alonso, y teniendo en cuenta aquella abundancia de cruce licencioso de razas, tuvo como consecuencia una gran abundancia de niños cuya piel iba desde casi el negro hasta casi el blanco.
—Siempre, desde que Velázquez tomó Cuba —me contó—, nos ha parecido conveniente aplicar nombres diferentes para clasificar a los retoños de distintos colores. El producto de un acoplamiento entre un varón o una hembra de raza india y un varón o una hembra de raza blanca lo llamamos mestizo. El producto de un acoplamiento entre moro y blanco lo llamamos mulato, que significa «terco», como las mulas. El producto de un acoplamiento entre indio y moro lo llamamos pardo, un tipo de «gris». En el caso de que un mulato o un pardo y una persona blanca se emparejen, su hijo es un cuarterón, y un niño con sólo ese cuarto de sangre india o mora a veces puede dar la impresión de ser blanco puro.
—Entonces, ¿por qué molestarse con unas especificaciones tan minuciosas del grado de mezcla? —le pregunté.
—¡Oh, venga, Juan Británico! Puede darse el caso de que el padre o la madre de un bastardo de sangre mezclada pueda llegar a sentir cierta responsabilidad por él o a encariñarse verdaderamente con él. Como habrás observado ya, a veces matriculan a esos mestizos para que reciban educación. Y también a veces el progenitor puede legar al hijo un título o propiedad familiar. No hay nada que prohíba hacer eso. Pero las autoridades, especialmente la Santa Iglesia, deben llevar unos registros precisos para impedir la adulteración de la pura sangre española. Imagínate por un momento que un cuarterón se hiciera pasar por blanco o blanca, y por tanto engañase a algún incauto español auténtico para contraer matrimonio… Pues bien… eso ha sucedido.
—¿Y cómo iba alguien a enterarse? —quise saber.
—Hace poco, en Cuba, un hombre y una mujer en apariencia blancos tuvieron un… lo que nosotros llamamos un salto atrás… un bebé inconfundiblemente negro. La mujer, desde luego, aseguró que era inocente, que provenía de un inmaculado linaje castellano y que su fidelidad conyugal era intachable. Más tarde las habladurías locales empezaron a decir que si se hubiera llevado un registro como Dios manda desde que los primeros españoles llegaron a Cuba, el marido blanco bien hubiera podido resultar ser el culpable poseedor de la sangre negra. Pero por entonces la Iglesia, claro está, ya había enviado a la hoguera a la mujer y a su hijo. De ahí nuestra puntillosa atención a llevarlo todo registrado. Porque el más leve trazo de sangre no blanca, evidente o no, contamina al que la lleva y lo hace inferior.
—Inferior —repetí—. Sí, claro.
—Incluso los españoles observamos algunas distinciones entre nosotros mismos. A los niños españoles indiscutiblemente blancos que ves en las aulas de tu colegio los llamamos criollos, que significa que han nacido a este lado del mar Océano. Los niños mayores y sus padres, aquellos que como yo nacimos en la Madre España, nos llamamos gachupines, que es como decir «los que llevamos el acicate», los españoles más españoles de todos. Y me atrevo a decir que con el tiempo los gachupines mirarán a los criollos como inferiores, como si el haber nacido bajo cielos diferentes supusiera alguna diferencia en su condición social. Para mi lo único que eso significa es que se me ordena que lo ponga así en la lista de mi censo y archivos catastrales.
Asentí para indicar que seguía su explicación, aunque yo no tenía la menor idea de lo que significaban las palabras «acicate» y «censo».
—Sin embargo —continuó diciendo Alonso—, de los otros, los mestizos, sólo he mencionado unas cuantas de las clasificaciones que indican fracción. Si, por ejemplo, un cuarterón se empareja con un blanco, el hijo de ambos es un octavo. Las clasificaciones llegan hasta el decimosexto, que sería un niño al que probablemente no se le distinguiría de un blanco, aunque Nueva España es una colonia demasiado joven aún para haber producido ninguno. Y hay otros nombres para designar a aquellos que son fruto de las combinaciones posibles de sangre blanca, india y mora. Coyotes, barcinos, bajunos, los desafortunados pintojos de piel moteada y muchos más. Llevar sus registros puede resultar engorrosamente complicado, pero debemos llevar esos registros, y lo hacemos, para distinguir la calidad de cada persona, desde los más nobles hasta los más bajos.
—Desde luego —repetí.
Con el tiempo llegaría a ser evidente en cualquier calle de la ciudad, y sin ambigüedad alguna, que muchos de mi propia gente llegaron a aceptar e incluso a estar de acuerdo con aquella idea impuesta por los españoles de que eran menos que seres humanos. Esa aceptación de ser inherentemente inferiores la expresaron nada menos que con el pelo.
Los españoles saben desde hace mucho tiempo que la mayoría de nuestros pueblos del Único Mundo son bastante menos peludos que ellos. Nosotros, los «indios», tenemos abundante pelo en la cabeza, pero excepto la gente de una o dos tribus anómalas, no tenemos más que un indicio de vello en la cara o en el cuerpo. A nuestros hijos varones, desde su nacimiento y durante la infancia, sus madres les lavan la cara repetidamente con agua de lima hirviendo, de modo que, en la adolescencia, ni siquiera les sale pelusa en la barba. Las niñas, desde luego, no tienen que soportar ese tratamiento preventivo. Pero, varones o hembras, a nosotros no nos crece vello en el pecho ni en las axilas, y sólo unos cuantos de nosotros tienen si acaso el más leve asomo de ymaxtli en la zona genital.
Muy bien. Los españoles blancos son peludos, y los españoles blancos, por propia definición, son muy superiores a los indios. Y deduzco que la sangre de un antepasado blanco, por mucho que se diluya al transcurrir las generaciones, confiere a los descendientes una tendencia a ser velludo. Así que, con el tiempo, nuestros hombres dejaron de estar orgullosos de tener el rostro suave y limpio. Las madres ya no les escaldaban la cara a sus hijos varones mientras éstos eran pequeños. Los adolescentes que encontraban el más mínimo asomo de pelusilla en las mejillas se la dejaban crecer y hacían todo lo posible para conseguir que se les convirtiera en una barba completa. Y aquellos a quienes les brotaba vello en el pecho o debajo de los brazos se guardaban muy bien de arrancárselo o afeitárselo.
Y lo que era peor aún, las mujeres jóvenes, incluso aquellas que por lo demás eran guapas, no se avergonzaban si descubrían que les crecía vello en las piernas o debajo de los brazos. En realidad incluso empezaron a llevar la falda más corta para mostrar aquellas piernas peludas, y cortaban las mangas de las blusas para poder exhibir así las pequeñas matas de las axilas.
Hasta el día de hoy, cualquiera de nuestra raza, sea hombre o mujer, que desarrolla un rostro o un cuerpo hirsutos, bien sea unos cuantos pelos ralos o algo parecido a un vello poblado, se vanagloria de ello. Desde luego los marca como poseedores de una mancha de bastardía en algún punto de su linaje, pero eso no les importa porque están proclamando al resto de nosotros: «Vosotros, personas de piel lampiña, puede que tengáis el mismo color de piel que yo, pero vosotros y yo ya no somos de la misma raza inferior y despreciable. Yo tengo un exceso de vello, lo cual significa que tengo sangre española en las venas. Sólo con mirarme ya sabéis que soy superior a vosotros».
Pero me estoy adelantando a mi crónica. En la época en que me asenté en la Ciudad de México no había tantos mestizos, mulatos y otras personas mezcladas a la vista. Hacia algún tiempo que había pasado mi decimoctavo cumpleaños, aunque exactamente cuándo, según el calendario cristiano, no lo sabría decir, puesto que yo entonces no estaba demasiado familiarizado con dicho calendario. De todos modos los conquistadores blancos y negros no llevaban todavía entre nosotros el tiempo suficiente como para haber producido más que algunos retoños muy jóvenes, como los que vi en mis clases del colegio.
Sin embargo, lo que sí vi en las calles, tanto a mi llegada como siempre después, fue un número mucho mayor de borrachos de los que yo hubiera visto nunca, ni siquiera en las celebraciones más licenciosas de festividades en Aztlán. A todas horas, de día o de noche, se podía ver, tambaleándose o incluso cayendo inconscientes en lugares donde los transeúntes sobrios tenían que saltar por encima de ellos, a muchos hombres, y a no pocas mujeres, borrachos. Nuestra gente, incluso nuestros sacerdotes, nunca habían sido totalmente abstemios, pero tampoco habían abusado demasiado a menudo, excepto en algunas festividades, de las bebidas embriagadoras, como la leche de coco fermentada de Aztlán, el chápari que los purepechas hacían de miel de abeja o el octli, conocido en todas partes y al que los españoles llaman pulque, el cual se hacía de planta de metí, que los españoles conocen como maguey.
Sólo me cupo suponer que los ciudadanos mexicas se habían dado en exceso a la bebida para olvidar durante un rato su completa derrota y desesperación, pero cuatl Alonso no estaba de acuerdo con esa apreciación mía.
—Se ha puesto en evidencia —me explicó— que la raza de los pueblos indios es susceptible de sufrir los groseros efectos de la bebida, que les gustan esos efectos y que están deseosos de obtener dichos efectos a la menor oportunidad.
—Yo no puedo hablar por los habitantes de esta ciudad, pero nunca he visto que los indios de otros lugares sean como tú dices —le indiqué.
—Bueno, nosotros los españoles hemos sometido a muchos otros pueblos —dijo—. Bereberes, mahometanos, judíos, turcos, franceses. Ni siquiera los franceses se dieron masivamente a la bebida como resultado de su derrota. No, Juan Británico, desde nuestro desembarco en Cuba hace años hasta los más alejados confines adonde hemos llegado en esta Nueva España, hemos comprobado que los nativos son unos borrachines innatos. De León informó lo mismo acerca de los hombres rojos de Florida. Parece que se trata de un defecto físico que es inherente a tu pueblo, lo mismo que el hecho de que mueran con tanta facilidad de enfermedades triviales como el sarampión y la varicela.
—No puedo negar que enferman y mueren —le dije.
—Las autoridades, especialmente la Madre Iglesia —continuó diciendo Alonso—, han tratado piadosamente de disminuir la tentación que la bebida encierra para los débiles indios. Hemos intentado hacer que cambien de gusto y prueben a beber nuestros brandys y vinos españoles con la esperanza de que esas bebidas, que son embriagadoras en mayor grado, lleven a la gente a beber menos. Pero claro, sólo los nobles y los ricos se las podían permitir. Así que el gobernador fundó una fábrica de cerveza en San Antonio de Padua, que antes se llamaba Texcoco, con la esperanza de acostumbrar a los indios a la cerveza, que es más barata y tiene menos poder embriagador, pero fue inútil. El pulque sigue siendo el licor que se consigue con más facilidad, es casi regalado, pues cualquiera puede hacerlo hasta en su casa, de ahí que para los indios siga siendo la manera favorita de emborracharse. El único recurso que les ha quedado a las autoridades ha sido hacer una ley contra el hecho de que cualquier nativo beba en exceso y encarcelar a todo aquel que lo haga. No obstante, incluso la ley es impracticable. Tendríamos que encerrar a casi toda la población india.
O matarlos, pensé yo. Hacía poco que había tenido ocasión de presenciar cómo tres soldados de la guarnición que patrullaba regularmente por la ciudad capturaban a una mujer de mediana edad que, muy borracha, se tambaleaba y voceaba de forma incoherente. No se habían molestado en encarcelarla. Se habían lanzado sobre ella y, con aparente júbilo, habían empezado a golpearla con las culatas de aquellas armas suyas que eran palos que tronaban hasta que la dejaron inconsciente de la paliza. Luego utilizaron las espadas, no para apuñalarla y matarla, sino sólo para hacerle repetidos cortes en forma de zigzag por todo el cuerpo, de modo que cuando la mujer despertase de la paliza, si es que llegaba a hacerlo, únicamente estaría consciente el tiempo necesario para darse cuenta de que se estaba muriendo desangrada.
—Hablando de pulque —le dije para cambiar de tema—, se hace de metí o maguey. Y mientras traducíamos este texto último, cuatl Alonso, te he oído hablar del maguey como un cactus. No lo es. El maguey tiene resinas, sí, pero todos los cactus tienen también un esqueleto interno de madera, y el maguey no. Es una planta, lo mismo que cualquier arbusto o hierba.
—Gracias, cuatl Juan. Tomo nota de ello. Así pues… continuemos con nuestro trabajo.
Yo seguía durmiendo cada noche y tomando la comida de la mañana y la de la noche en el Mesón de San José, mientras que los domingos, que los tenía libres, me los pasaba recorriendo los diferentes mercados de la ciudad y preguntando a las personas que se encargaban de los puestos y a los transeúntes si conocían a unas personas llamadas Netzlin y Citlali, que eran oriundos del poblado de Tépiz. Durante una buena temporada mi búsqueda resultó infructuosa. Pero el tiempo que empleé en aquella tarea o en el mesón no fue tiempo perdido.
Mezclarme con la gente de la ciudad en los mercados me ayudó a refinar mi anticuada manera de hablar náhuatl y a adquirir el vocabulario más moderno de los mexicas. Además me relacioné todo lo que pude con aquellos prósperos y muy viajados pochtecas que habían traído mercancías desde el sur para venderlas en la ciudad, y con los fornidos tamémimes, que en realidad eran quienes habían acarreado aquellas mercancías, y de ellos aprendí un útil número de palabras y expresiones de las lenguas sureñas: el idioma mixteca del pueblo que se hace llamar Hombres de la Tierra, el zapoteca de los que se hacen llamar Pueblo Nube e incluso muchas palabras de las lenguas que se hablan en las tierras de Chiapa y Quautemalan.
Y, como ya he dicho, en el mesón cada noche estaba en compañía de extranjeros del norte. De ellos, como ya he dicho también, los huéspedes chichimecas hablaban un náhuatl más o menos tan arcaico como el mío, pero comprensible. Así que me relacioné principalmente con otomíes y purepechas, y con los llamados Pueblo Corredor, aprendiendo de este modo útiles fragmentos de los idiomas otomite, poré y rarámuri. Nunca antes había tenido ocasión, ni en mi casa ni en mi propia tierra, de descubrir la considerable facilidad que yo tenía para aprender otras lenguas, pero ahora se me hacía evidente. Y supuse que debía de haber heredado esa facilidad de mi difunto padre, quien la habría adquirido durante sus extensos viajes por el Único Mundo. Diré una cosa, sin embargo: ninguna de las lenguas de nuestros pueblos, aunque pudieran ser muy diferentes del náhuatl y a veces me resultasen difíciles de pronunciar, era tan diferente y tan difícil como el español, ni me costó tanto llegar a hablarlas con fluidez como me costó el español.
Además, en el mesón podía entablar conversación cualquier noche con aquel hombre que llevaba tanto tiempo en la ciudad, el antes joyero Pochotl, que obviamente había determinado pasar el resto de su vida viviendo a costa de la hospitalidad de los frailes de San José. Algunas de nuestras charlas consistían en que yo me limitaba a escuchar, esforzándome por no bostezar, mientras él recitaba sus innumerables quejas y penas contra los españoles, contra los tonalis que desde su nacimiento habían predestinado aquella su actual desgracia y contra los dioses que le habían echado encima a los tonalis. Pero con frecuencia yo lo escuchaba atentamente, porque de hecho tenía cosas que contar que me resultaban muy útiles. Por ejemplo, Pochotl me proporcionó el primer conocimiento que tuve de las órdenes, los rangos y las autoridades que regían y gobernaban Nueva España.
—El personaje más alto de todos —me explicó— es un hombre llamado Carlos que reside allá en lo que los españoles llaman Viejo Mundo. A menudo se refieren a él como «rey», a veces como «emperador» y otras veces como «la corona» o «la corte». Pero está claro que es el equivalente al Portavoz Venerado que en otro tiempo tuvimos los mexicas. Hace muchos años ese rey envió barcos llenos de guerreros a conquistar y colonizar un lugar llamado Cuba, que es una isla muy grande situada en el mar Oriental, en un lugar que está más allá del horizonte.
—He oído hablar de ese sitio —le indiqué—. Ahora está poblado por bastardos de razas mezcladas de diversos colores.
Pochotl parpadeó y dijo:
—¿Qué?
—No importa. Sigue, por favor, cuatl Pochotl.
—Hace aproximadamente doce o trece años que desde ese lugar llamado Cuba llegó Hernán Cortés, el capitán general de Carlos, para dirigir la conquista de nuestro Único Mundo. Cortés, naturalmente, esperaba que el rey lo haría señor y amo de todo lo que conquistase. No obstante, ahora es del dominio público que hubo muchos dignatarios en España, e incluso bastantes de sus propios oficiales, que tuvieron celos de la presunción de Cortés. Convencieron al rey para que pusiera sobre él una firme mano restrictiva. De modo que ahora Cortés sólo ostenta el grandioso pero vacío título de marqués del Valle, de este Valle de México, y los auténticos gobernantes son los miembros de lo que ellos llaman la Audiencia, o lo que en los viejos tiempos habría sido el Consejo de Portavoces del Portavoz Venerado. Cortés, asqueado, se ha retirado a sus propiedades de Quaunáhuac, un lugar situado al sur de aquí…
—Tengo entendido que ese lugar ya no se llama Quaunáhuac —le interrumpí.
—Pues sí y no. Nuestro nombre para ese lugar, Rodeado de Bosque, los españoles lo pronuncian «Cuernavaca» que resulta ridículo. Significa Cuerno de Vaca en su idioma. De todas maneras, Cortés ahora reside malhumorado en la magnífica propiedad que tiene allí. No sé por qué ha de estar de mal humor. Sus rebaños de ovejas, las plantaciones de la caña que da azúcar y los tributos que todavía recibe de numerosas tribus y naciones… le han convertido en el hombre más rico de Nueva España. Quizá de todos los dominios de España.
—No me interesan demasiado las intrigas y explotaciones que los hombres blancos traman y se infligen entre sí —le hice saber—. Ni las riquezas que han acumulado. Cuéntame con detalle el poder que tienen sobre nosotros.
—Hay muchos que no hallan tan oneroso ese dominio —me comentó Pochotl—. Me refiero a los que siempre han pertenecido a las clases más bajas: campesinos, obreros y toda esa gente. Levantan tan pocas veces la vista de sus trabajos que quizá no hayan notado todavía que sus amos han cambiado de color.
Continuó dándome detalladas explicaciones. Nueva España estaba gobernada por los consejeros de la Audiencia, pero de vez en cuando el rey Carlos enviaba por el mar a un inspector real llamado visitador para asegurarse de que la Audiencia atendía como era debido sus asuntos. Los visitadores volvían a Vieja España para informar a un Consejo, el Consejo de Indias. Ese Consejo era supuestamente responsable de proteger por igual los derechos de todos en Nueva España, tanto de los nativos como de los españoles, así que podía cambiar, enmendar o anular cualquiera de las leyes hechas por la Audiencia.
—Sin embargo, yo personalmente creo que en realidad el Consejo existe principalmente para asegurar que se pague el quinto —me dijo Pochotl.
—¿El quinto?
—La quinta parte que le corresponde al rey. Cada vez que se extrae de nuestra tierra una medida de polvo de oro, un puñado de azúcar, granos de cacao, algodón o cualquier otra cosa, se aparta una quinta parte de ello para el rey antes de que nadie coja la parte que le corresponde.
Las leyes y normas de la Audiencia hechas en la Ciudad de México, continuó explicando Pochotl, se pasaban a unos funcionarios llamados corregidores, que estaban destinados en las comunidades más importantes de toda Nueva España, para que se encargasen de ponerlas en vigor. Y esos funcionarios, a su vez, ordenaban a los encomenderos, que residían en los distritos, que se rigieran por dichas leyes y se encargasen de que la población nativa las obedeciera.
—Los encomenderos, desde luego, suelen ser españoles —me indicó Pochotl—, pero no todos ellos. Algunos son los supervivientes o los descendientes de los que antes eran nuestros señores. El hijo y dos hijas de Moctezuma, por ejemplo, en cuanto se convirtieron al cristianismo y adoptaron nombres españoles, Pedro, Isabel y Leonor, recibieron encomiendas. Lo mismo ocurrió con el príncipe Flor Negra, el hijo del difunto Nezahualpili, el tanto y tan sinceramente llorado Portavoz Venerado de Texcoco. Ese hijo luchó al lado de los hombres blancos durante la conquista, así que ahora se llama Hernando Flor Negra y es un encomendero acaudalado.
—Encomendero. Encomienda. ¿Qué es eso? —quise saber.
—Un encomendero es aquel a quien se le ha otorgado una encomienda. Y eso es un territorio de tamaño variable dentro del cual el encomendero es el amo. Las ciudades, pueblos o aldeas que queden dentro del área le pagan tributo en dinero o en bienes, todo aquel que produce o cultiva algo está obligado a darle una parte a él, todo está sujeto a su mando, ya sea construirle una mansión, labrarle los campos, cuidarle el ganado, cazar o pescar para él o incluso prestarle a la esposa o a las hijas si él así lo exige. O a sus hijos, supongo, si se trata de una encomendera de gustos lascivos. Una encomienda no incluye la tierra, sólo lo que hay sobre ella, incluidas las personas.
—Desde luego —dije yo—. ¿Cómo podría alguien poseer la tierra? ¿Poseer un pedazo del mundo? Resulta una idea inconcebible.
—Pero no para los españoles —continuó explicándome Pochotl al tiempo que levantaba una mano en señal de advertencia—. A algunos de ellos se les concedió lo que se llama una estancia, y eso sí incluye la tierra. Incluso puede legarse de una generación a otra. El marqués Cortés, por ejemplo, posee no sólo la gente y los productos de Quaunáhuac, sino también la misma tierra que hay debajo de toda ella. Y su antigua concubina malinche, esa que traicionó a su propio pueblo, ahora es llamada respetuosamente por el título de viuda de Jaramillo y posee una inmensa isla en medio de un río como su estancia.
—Eso va contra toda razón —gruñí yo—. Contra toda naturaleza. Ninguna persona puede reclamar la posesión ni siquiera del mínimo fragmento del mundo. Los dioses lo pusieron ahí y los dioses son quienes lo rigen. En tiempos pasados los dioses lo han purgado de gente. Sólo le pertenece a los dioses.
—Pues entonces ojalá los dioses lo purgasen de nuevo de gente. De gente blanca, quiero decir —aclaró Pochotl al tiempo que dejaba escapar un suspiro.
—Pero lo de la encomienda sí que puedo entenderlo —continué yo—. No es más que lo que hacían nuestros gobernantes: cobrar tributos, reclutar obreros. No sé de ninguno que exigiera compañeros de cama, pero supongo que podrían haberlo hecho si hubieran querido. Y puedo entender por qué dices que muchas personas hoy día no perciben ninguna diferencia en el cambio de amos de…
—He dicho las clases más bajas —me recordó Pochotl—. Lo que los españoles llaman indios rústicos: patanes, paletos, sacerdotes de nuestra antigua religión y otras personas fácilmente prescindibles. Pero yo soy de la clase que llaman indios pallos, que somos personas de calidad. Y, por Huitzli, yo sí que alcanzo a percibir la diferencia. Y lo mismo les ocurre a los demás artesanos, artistas, escribas y…
—Sí, sí —le dije, porque a estas alturas yo ya sabía recitar aquellas lamentaciones suyas tan bien como él—. ¿Y qué me dices de esta ciudad, Pochotl? Debe de constituir la encomienda más rica y más grande de todas. ¿A quién se le concedió? ¿Al obispo Zumárraga, quizá?
—No, pero a veces se diría que le pertenece. Tenochtitlan, perdona, la Ciudad de México, es la encomienda de la corona. Del propio rey. De Carlos. De todas las cosas que se hacen aquí y de las cosas con las que se comercia aquí, de cualquier cosa, desde esclavos hasta sandalias. Y hasta el último maravedí de cobre de beneficio que se obtenga de ello, Carlos toma no sólo el quinto real, sino todo, incluidos el precioso oro y la preciosa plata que yo había trabajado toda mi vida para…
—Sí, sí —repetí.
—Y Además, claro está —continuó—, a cualquier ciudadano se le puede ordenar que deje la ocupación con la que se gana la vida para ir a ayudar a construir, a cavar o a pavimentar a fin de mejorar la ciudad del rey. La mayoría de los edificios de Carlos se han terminado ya. Y ésa fue la razón por la que el obispo tuvo que esperar con tanta impaciencia el comienzo de su iglesia catedral y por lo que aún sigue en construcción. Y yo creo que Zumárraga fuerza más a sus obreros de lo que lo hicieron nunca los constructores del rey.
—De manera que… por lo que veo… —dije yo pensativamente— cualquier revuelta habría de fomentarse primero entre esos hombres llamados rústicos. Agitarlos para que hagan caer a sus amos en las estancias y en las encomiendas. Y sólo entonces nosotros, las personas de clase más alta, nos volveríamos contra las clases más altas españolas. El puchero debe de empezar a hervir, como en realidad ocurre con el puchero, de abajo arriba.
—¡Ayya, Tenamaxtli! —Se tiró de los pelos con exasperación—. ¿Otra vez estás aporreando el mismo tambor flojo? Yo creía que ahora que eres tan querido para el clero cristiano habrías abandonado esa idea sin sentido de la rebelión.
—Y me alegro de serlo —dije—, porque así puedo ver y oír mucho más de lo que de otro modo podría hacer. Pero no, no he abandonado mi resolución. Con el tiempo tensaré ese tambor flojo para que pueda oírse por todas partes. Para que retumbe. Para que ensordezca con su desafío.