XXIV

Mientras esperábamos a que se congregasen los hombres de las otras ramas yaquis, Machíhuiz, Acocotli y yo ocupamos nuestro tiempo en hacer una especie de entrenamiento de los guerreros mayos de Bakum. Es decir, hacíamos como que luchábamos contra ellos con nuestras espadas y jabalinas de hoja y punta de obsidiana respectivamente para que aprendieran a detener aquellos ataques con sus armas primitivas. No es que yo esperase que los yaquis luchasen alguna vez contra los hombres de mi propio ejército, pero estaba bastante seguro de que, cuando mi ejército entablase combate de lleno con los españoles, ellos sí añadirían a sus filas muchos de sus aliados nativos, como por ejemplo los texcaltecas, que habían ayudado a los hombres blancos en su derrota de Tenochtitlan mucho tiempo atrás. Y esos aliados no llevarían arcabuces, sino maquáhuime de hoja de obsidiana, lanzas, jabalinas y flechas.

Entrenar a aquellos yoem’sontáom sin alguien que tradujera mis órdenes, instrucciones y consejos fue un proceso más bien lento y dificultoso. Pero los guerreros de todas las razas y de todas las naciones, probablemente incluso los blancos, tienen en común un entendimiento instintivo de los movimientos y gestos de los demás guerreros. Así que los mayos no tuvieron demasiados problemas para aprender nuestras artes aztecas de acometidas, tajos, fintas y marcha atrás. En realidad, aprendieron tan bien que mis dos compañeros y yo con frecuencia recibíamos magulladuras causadas por las porras de guerra de madera dura que llevaban, y pinchazos o arañazos de sus lanzas de sílex de tres dientes. Bueno, por supuesto nosotros tres dimos tanto como recibimos, así que yo mantenía al tícitl Ualiztli siempre de servicio en nuestras sesiones de entrenamiento para aplicar sus artes siempre que fueran necesarias. Y no dediqué pensamiento alguno a la ausente G’nda Ke hasta que un día una mujer de Bakum se me acercó y me tiró del brazo tímidamente.

Me condujo, y Ualiztli nos acompañó, a la pequeña cabaña que le habían prestado a G’nda Ke. Yo entré primero, pero lo que vi me hizo volver a salir al instante y hacerle señas al tícitl para que entrase en mi lugar. Estaba claro que G’nda Ke no había estado fingiendo; parecía encontrarse tan cerca de la muerte como los aldeanos habían supuesto anteriormente.

Yacía estirada desnuda sobre un jergón de juncos y sudaba copiosamente. Y de algún modo se había puesto muy gorda, no sólo en los lugares donde suelen engordar las mujeres bien alimentadas, sino por todas partes: nariz, labios, dedos de las manos y de los pies. Hasta los párpados le habían engordado tanto que prácticamente la obligaban a tener los ojos cerrados. Como me había dicho ella misma en una ocasión, G’nda Ke tenía pecas por todo el cuerpo, y ahora, con el cuerpo tan abotargado como lo tenía, sus incontables pecas eran tan grandes y evidentes que parecía como si le hubiera salido piel de jaguar. Al echar aquella breve y única mirada me había fijado en que el tícitl mayo estaba agachado a su lado. Yo no había visto nunca la cara de aquel hombre, pero incluso el rostro terrible que representaba la máscara que llevaba puesta parecía tener ahora una expresión perpleja e impotente, y agitaba la carraca curativa de madera con apatía y sin ni siquiera un asomo de convencimiento.

Ualiztli salió de la cabaña, también con aire perplejo, y le pregunté:

—¿Qué habrán podido darle de comer para que se haya puesto tan espantosamente gorda? En esta tierra yaqui nunca he visto una mujer que no estuviera mal alimentada.

—No se ha puesto gorda, Tenamaxtzin —me respondió—. Está hinchada de fluidos pútridos.

—¿Una simple picadura de araña ha podido hacer eso? —le pregunté extrañado.

Ualiztli me miró de soslayo.

—Ella dice que fuiste tú, mi señor, quien le mordió.

¿Qué?

—Está sufriendo de una manera atroz. Y por mucho que todos hayamos odiado a esta mujer, estoy seguro de que desearías ser un poco misericordioso con ella. Si haces el favor de decirme qué veneno te aplicaste en los dientes, quizá pueda procurarle una muerte más suave.

¡Por todos los dioses! —exclamé furioso—. Sé desde hace mucho tiempo que G’nda Ke tiene demencia criminal, pero… ¿es que acaso tú también la tienes?

Se apartó de mi acobardado, y tartamudeó:

—T-tiene una espantosa herida abierta y supurante en el tobillo…

—Te lo confieso, a menudo he pensado cómo podría matar de forma ingeniosa a G’nda Ke cuando ya no me fuera útil —le indiqué apretando los dientes—. Pero… ¿mordería para matarla? En tus fantasías más descabelladas, hombre, ¿crees que yo pondría mi boca sobre ese reptil? ¡Si alguna vez lo hiciera, sería yo quien se envenenaría, sufriría, supuraría y moriría! Fue una araña lo que le mordió. Mientras recogía leña. Pregúntale a cualquiera de esos que la atendieron primero.

Hice ademán de alcanzar a la mujer mayo que había ido a buscarnos, que nos miraba con los ojos desencajados a causa del susto. Pero desistí al comprender que no podía entendernos ni contestar a pregunta alguna. Me limité a agitar los brazos lleno de una repugnancia inútil mientras Ualiztli decía con ánimo de aplacarme:

—Sí, sí, Tenamaxtzin. Una araña. Te creo. Debería haber comprendido que esa mujer mentiría siempre, incluso en el lecho de muerte.

Respiré varias veces para calmarme y luego dije:

—Sin duda tiene la esperanza de que la acusación llegue a oídos de los yo’otuí. Por poco que consideren a las mujeres, ésta es una mayo. Si hacen caso de su perjurio podrían negarme, en venganza, el apoyo que me han prometido. Deja que se muera.

—Y, además, lo mejor será que se muera de prisa —dijo Ualiztli.

Y entró de nuevo en la cabaña.

Reprimí la repulsión y lo seguí al interior, aunque sólo fue para sentirme más repelido al verla y, ahora lo noté, al percibir el hedor a carne corrompida que emanaba.

Ualiztli se arrodilló al lado del jergón y le preguntó:

—La araña que te picó en el tobillo… ¿era una de esas enormes y peludas?

G’nda Ke movió de un lado a otro la cabeza gorda y moteada, me señaló con un gordo dedo y graznó:

—Fue él.

Hasta la máscara de madera del tícitl mayo se meneó con escepticismo al oír aquello.

—Entonces dime dónde te duele —quiso saber Ualiztli.

—Toda G’nda Ke —murmuró la mujer.

—¿Y dónde es donde más te duele?

—En el vientre —volvió a murmurar.

Y justo entonces debió de darle allí un espasmo de dolor. Hizo una mueca, lanzó un grito, se dio bruscamente la vuelta hasta ponerse de lado, se dobló sobre sí misma… por lo menos todo lo que pudo, y el estómago distendido le formó unos rollos gruesos.

Ualiztli esperó a que pasara el espasmo y luego le preguntó:

—¿Te duelen las plantas de los pies?

G’nda Ke no se había recuperado lo suficiente como para hablar, pero movió la bulbosa cabeza con mucho énfasis en señal de asentimiento.

—Ah —exclamó Ualiztli con satisfacción; y a continuación se levantó.

—¿Eso te dice algo? ¿Lo de las plantas de los pies? —quise saber, maravillado.

—Ese dolor es el síntoma que sirve para diagnosticar la mordedura de una araña concreta. Rara vez encontramos a ese animal en nuestras tierras del sur. Nos es más familiar la grande y peluda, que parece más espantosa de lo que es en realidad. Pero en los climas del norte se encuentra una araña verdaderamente letal que no es grande y no parece muy peligrosa. Es negra, con una mancha roja en la parte inferior.

—La amplitud de tus conocimientos me asombra, Ualiztli —le comenté.

—Uno intenta mantenerse bien informado en su profesión intercambiando retazos de sabiduría con otros tíciltin —repuso con modestia—. Me han dicho que el veneno de esa araña negra del norte realmente derrite la carne de su presa para comérsela con más facilidad. De ahí esa espantosa herida abierta en la pierna de la mujer. Pero en este caso el proceso se ha extendido ya por el interior de todo el cuerpo. Está literalmente licuándose por dentro. Es curioso. Nunca me habría esperado una putrefacción tan extensa excepto en un niño pequeño o en una persona que fuera ya vieja y enfermiza.

—¿Y qué harás al respecto?

—Acelerar el proceso —murmuró Ualiztli en un susurro para que sólo yo pudiera oírlo.

Los ojos de G’nda Ke, entre aquellos abultados párpados, también preguntaban con ansiedad: «¿Qué vais a hacer por mi?» De manera que Ualiztli dijo en voz alta:

—Te traeré unos medicamentos especiales.

Y salió de la cabaña.

Me quedé de pie contemplando a la mujer, pero sin compadecerla. G’nda Ke había recobrado suficiente aliento para hablar, pero sus palabras resultaban desarticuladas, su voz era sólo graznidos y carraspeos.

—G’nda Ke no debe… morir aquí.

—Aquí está tan bien como en cualquier parte —dije yo con Maldad—. Al parecer tu tonali te ha traído al final de tus caminos y de tus días justo aquí. Los dioses son mucho más ingeniosos de lo que podría serlo yo al idear deshacerse como le corresponde de alguien que siempre ha vivido en medio de la maldad y que además ya ha vivido demasiado tiempo.

La mujer volvió a decir, pero esta vez haciendo énfasis en una palabra:

—G’nda Ke no debe… morir… aquí. Entre estos patanes.

Me encogí de hombros.

—Estos patanes son tu propia gente. Ésta es tu tierra. Fue una araña nativa de esta tierra la que te envenenó. Me parece apropiado que hayas sido abatida no por una mano humana enojada, sino por una de las criaturas más diminutas que habitan la tierra.

—G’nda Ke no debe… morir aquí —volvió a repetir, aunque parecía que se dirigía a sí misma más que a mí—. A G’nda Ke no se la… recordará aquí. Y G’nda Ke estaba destinada a que la recordasen. G’nda Ke estaba destinada a ser… a formar parte de… la realeza… en algún lugar. Y a llevar el -tzin al final de su nombre…

—Te equivocas. Olvidas que he conocido a mujeres que verdaderamente merecían el -tzin. Pero tú, hasta el mismísimo fin, te has afanado en dejar tu marca en el mundo a base únicamente de hacer daño. Y a pesar de tus ideas de grandeza acerca de la importancia que crees merecer no obstante tus mentiras, duplicidades e iniquidades, estás destinada por tu tonali a no ser nada más que lo que fuiste y lo que eres ahora: tan venenosa como la araña y, por dentro, igual de pequeña.

Ualiztli regresó entonces y se arrodilló para rociarle a G’nda Ke en la herida abierta de la pierna simple picíetl.

—Esto te mitigará el dolor local, mi señora. Y toma, bébete esto otro. —Acercó un cucharón de calabaza a los protuberantes labios de la mujer—. Hará que dejes de sentir los demás dolores internos.

Cuando volvió a incorporarse para ponerse de pie junto a mí, yo gruñí:

—No te he dado permiso para aliviarle el sufrimiento. Bastante les ha infligido ella a otras personas.

—No te he pedido permiso, Tenamaxtzin, y no te pediré perdón por ello. Soy tícitl. Mi fidelidad a mi vocación tiene prioridad incluso sobre mi lealtad a ti. Ningún tícitl puede impedir la muerte, pero sí puede negarse a prolongarla. La mujer se dormirá y, dormida, morirá.

Así que contuve mi lengua, y nos quedamos contemplando cómo se cerraban los párpados hinchados de G’nda Ke. Lo que sucedió a continuación sé que le sorprendió a Ualiztli tanto como a mí y al otro tícitl.

Del agujero de la pierna de G’nda Ke empezó a salir un reguero de líquido, que no era sangre, tan transparente y fluido como el agua. Luego salieron otros fluidos más viscosos pero aún incoloros, y tan malolientes como la herida. El reguero se convirtió en un pequeño torrente cada vez más fétido, y la misma sustancia nociva empezó a manarle también de la boca, de las orejas y de los orificios que hay entre las piernas.

La hinchazón del cuerpo empezó a disminuir de forma lenta pero visible; y al ceder la piel tan tensamente estirada, también se redujeron las manchas de jaguar hasta convertirse en una profusión de pecas corrientes. Luego incluso éstas empezaron a desaparecer a medida que la piel se aflojaba y formaba surcos, pliegues y arrugas. El flujo de líquidos aumentó hasta convertirse en un borbotón; parte de él empapó el suelo de tierra, y otra parte se quedó allí en forma de baba espesa de la cual nos apartamos con gran cautela los tres observadores.

El rostro de G’nda Ke se fue transformando hasta convertirse sólo en una piel arrugada sin facciones que le envolvía la calavera, y luego todo el pelo se le fue desprendiendo a mechones. El fluido de líquidos se redujo a un rezumar, y por fin toda aquella bolsa de piel que había sido una mujer quedó vacía. Cuando la bolsa empezó a abrirse, a rasgarse, a deslizarse hacia abajo y a disolverse en la baba del suelo, el tícitl enmascarado lanzó un aullido de puro horror y salió disparado de la cabaña.

Ualiztli y yo continuamos contemplando aquello hasta que no hubo nada que ver más que el esqueleto de G’nda Ke en medio de una viscosidad reluciente y de color gris blanquecino, algunos mechones de cabello y las uñas de los dedos de los pies y de las manos dispersas por todas partes. Luego nos miramos fijamente el uno al otro.

—Esta mujer quería que se la recordase —dije esforzándome por mantener la voz firme—. Y ciertamente que ese mayo de la máscara la recordará mientras viva. En nombre de Huitzli, ¿qué era esa poción que le diste a beber?

Con una voz casi tan temblorosa como la mía, Ualiztli me respondió:

—Eso no ha sido obra mía. Y tampoco de la araña. Es una cosa todavía más prodigiosa que lo que le pasó a aquella muchacha, Pakápeti. Me atrevo a decir que ningún otro tícitl ha visto nunca nada parecido.

Pisando con mucha cautela entre el charco apestoso y resbaladizo, se acercó y se inclinó para tocar una costilla del esqueleto. Al instante la costilla se soltó del lugar donde estaba sujeta. La recogió con mucho cuidado y se puso a examinarla; luego se acercó a mí para enseñármela.

—Pero algo parecido a esto yo sí que lo he visto antes —dijo—. Mira. —Sin ningún esfuerzo la rompió entre los dedos—. Cuando los guerreros y los obreros mexicas vinieron de Tenochtitlan con tu tío Mixtzin, quizá lo recuerdes, drenaron y secaron los pantanos más desagradables de alrededor de Aztlán. Y al hacerlo desenterraron fragmentos de numerosos esqueletos… tanto humanos como de animales. Llamaron al tícitl más sabio de Aztlán. Examinó los huesos y declaró que eran viejos, increíblemente viejos, de haces y haces de años de edad. Supuso que eran restos de personas y animales que habían sido absorbidos por arenas movedizas que, en alguna época remota, habían existido en aquel lugar. Yo conocí a aquel tícitl antes de que muriera y todavía tenía algunos de aquellos huesos. Eran tan quebradizos y frágiles como esta costilla. —Los dos nos volvimos para mirar otra vez el esqueleto de G’nda Ke, que ahora se estaba haciendo pedazos silenciosamente mientras yacía allí. Ualiztli, con voz de respetuoso pavor, añadió—: Ni la araña ni yo le hemos dado muerte a esa mujer. Llevaba muerta, Tenamaxtzin, haces y haces de años antes de que tú o yo naciéramos.

Cuando salimos de la cabaña vimos a aquel tícitl mayo que recorría la aldea como una centella hablando atropelladamente y a voz en grito. Con aquella inmensa máscara supuestamente majestuosa tenía un aspecto muy tonto, y los otros mayos lo contemplaban con incredulidad. Se me ocurrió que, si toda la aldea se alborotaba por la poco corriente manera en que G’nda Ke se había disuelto, quizá los ancianos tuvieran motivo para sospechar de mí. Decidí borrar todas las pruebas de la muerte de aquella mujer. Que fuera aún más misteriosa, de manera que el fantástico relato del tícitl resultase imposible de probar. Le dije a Ualiztli:

—Me has dicho que llevas algo combustible en ese saco. —Él asintió y sacó una bolsa de cuero llena de líquido—. Salpica toda la cabaña por encima.

Luego, en lugar de ir a coger una tea de la hoguera donde se cocinaba, hoguera que permanecía siempre encendida en el centro de la aldea, empleé subrepticiamente mi cristal de quemar, y al cabo de unos momentos la cabaña de cañas y juncos ardía en llamas. Todos miraron con asombro aquello, y Ualiztli y yo fingimos hacer lo mismo, mientras la cabaña y su contenido ardían hasta quedar reducidos a cenizas.

Quizá yo arruinase para siempre la reputación de veracidad del tícitl local, pero los ancianos nunca me llamaron para exigirme una explicación de aquellos extraños hechos. Y durante los días siguientes los guerreros de otras aldeas acudieron en desorden procedentes de diversas direcciones, bien armados y al parecer ansiosos por empezar la guerra. Cuando me informaron, mediante gestos, de que habían reunido a todos los hombres disponibles, los envié al sur con Machíhuiz, y Acocotli partió hacia el norte con otro yaqui para correr la voz entre el Pueblo del Desierto.

Yo ya había decidido que Ualiztli y yo no haríamos el arduo viaje entre las montañas que había hacia Chicomóztotl, sino que tomaríamos un rumbo más fácil y más rápido. Abandonamos Bakum y nos dirigimos al oeste siguiendo el río; atravesamos las aldeas de Torim, Vikam, Potam y algunas más, nombres que, al estilo poco imaginativo de los yaquis, significan «lugares de», respectivamente, ratas de la madera, puntas de flecha, ardillas de tierra, hasta que llegamos a la aldea costera de Be’ene, que significa «lugar en declive». Bajo otras circunstancias habría sido suicida que dos extranjeros intentasen un viaje como aquél, pero por supuesto todos los yaquis ya habían sido informados de quiénes éramos, qué estábamos haciendo en aquellas tierras, y también de que nos avalaban los yo’otuí de Bakum.

Como he dicho, los hombres kahítas de Be’ene pescaban algo en las costas del mar Occidental. Como la mayoría de los hombres se habían ausentado para alistarse en mi guerra, y sólo habían dejado a los pescadores suficientes para que la aldea pudiera alimentarse, había muchas de sus acaltin en condiciones de navegar que no se utilizaban. Conseguí, mediante gestos, «tomar prestada» una de aquellas canoas hechas con troncos ahuecados y dos remos para la misma. (No esperaba devolver aquellas cosas nunca, y no lo hice). Ualiztli y yo aprovisionamos nuestra embarcación con abundantes víveres de atoli, carnes y pescado secos, bolsas de cuero de agua dulce, incluso una de aquellas lanzas de caña de triple diente de los pescadores para poder procurarnos pescado fresco durante nuestra travesía, y un recipiente de barro marrón lleno de carbón vegetal para cocinar los peces.

Tenía intención de ir remando hasta Aztlán, que se encontraba, según calculé, a bastante más de doscientas carreras largas de distancia, si es que puede hablarse de «carreras» en el agua. Estaba ansioso por ver cómo le iban las cosas a Améyatl, y Ualiztli estaba también ansioso por contarles a sus colegas tíciltin las dos muertes médicamente prodigiosas que había presenciado durante el tiempo en que estuvo en mi compañía. Desde Aztlán iríamos tierra adentro para volver a reunirnos con el caballero Nocheztli y nuestro ejército en Chicomóztotl, y yo confiaba en que llegaríamos allí aproximadamente al mismo tiempo que lo hicieran los guerreros yaquis y los to’onos o’otam.

Yo no estaba familiarizado con el mar Occidental tan al norte, donde bordea las tierras yaquis, excepto que sabía, pues me lo había dicho Alonso de Molina, que los españoles lo llamaban mar de Cortés, porque el marqués del Valle lo había «descubierto» durante sus inútiles andanzas por el Único Mundo después de haber sido depuesto del gobierno de Nueva España. Cómo podía alguien afirmar presuntuosamente descubrir algo que había existido desde el comienzo de los tiempos, es algo que no sé. Sea como fuere, los pescadores be’ene me informaron, con gestos inconfundibles, de que ellos sólo pescaban muy cerca de la orilla y que más allá el mar era muy peligroso, pues la marea formaba fuertes e impredecibles corrientes y soplaban vientos caprichosos. Esta información no me preocupó demasiado, pues tenía intención de no apartarme de la línea de la costa en todo el trayecto.

Y durante muchos días y noches, eso es lo que hicimos Ualiztli y yo, remando al unísono o turnándonos para dormir mientras el otro remaba. El tiempo permaneció clemente y el mar en calma, y la travesía durante aquellos numerosos días resultó más que placentera. Con frecuencia arponeábamos peces, algunos de ellos desconocidos para nosotros, pero que eran deliciosos cuando los asábamos sobre el carbón vegetal que yo encendía con la lente. Vimos también otros peces, de esos gigantescos que llaman yeyemichtin, los cuales, aun en el supuesto de que hubiéramos logrado arponear alguno, no habríamos podido cocinar encima de ningún recipiente que fuera de tamaño inferior al cráter del Popocatépetl. Y algunas veces anudábamos nuestros mantos de tal manera que se podían arrastrar por el agua detrás de nosotros para capturar gambas y cigalas. Y estaban los peces voladores, que en modo alguno había que capturar, porque casi día sí y día no uno de ellos saltaba al interior de nuestra acali. Y había tortugas, grandes y pequeñas, pero, desde luego, con el caparazón demasiado duro para arponearlas. De vez en cuando, cuando no veíamos a nadie en la orilla a quien tuviéramos que dar explicaciones de nuestra presencia, hacíamos escala justo el tiempo suficiente para recoger las frutas, frutos secos y verduras de temporada que hubiera y para rellenar nuestras bolsas de agua. Y durante una larga temporada vivimos muy bien y disfrutamos inmensamente.

Hasta el día de hoy casi desearía que el viaje por mar hubiera continuado así. Pero, como he comentado, Ualiztli no era joven, y no voy a culpar al buen anciano de lo que sucedió y que interfirió en nuestro sereno avance hacia el sur. Desperté de uno de mis turnos de sueño, a mitad de la noche, con la sensación de que me había quedado dormido más del tiempo que me tocaba; me pregunté por qué Ualiztli no me habría despertado para empezar mi turno a los remos. La luna y las estrellas estaban ocultas por una espesa capa de nubes, la noche era tan negra que yo no veía absolutamente nada. Cuando le hablé a Ualiztli, le grité después, y él no me respondió, tuve que avanzar a tientas por la acali para comprobar que el médico y el remo habían desaparecido.

Nunca sabré qué fue de él. Quizá alguna monstruosa criatura marina surgiera de las aguas nocturnas para arrancarlo del lugar donde estaba sentado, y lo hiciera de una forma tan silenciosa que no me desperté. O a lo mejor sufriera alguno de esos ataques que no son raros en los hombres de edad, porque incluso los tíciltin mueren; y, debatiéndose presa de aquel ataque, cayera sin darse cuenta por la borda de la acali. Pero es más probable que Ualiztli simplemente se durmiera y cayese de la embarcación con el remo en la mano, y comenzase a tragar agua antes incluso de poder gritar para pedir ayuda, y así se ahogase; cuánto tiempo hacía y a qué distancia, no tenía yo ni idea.

No había nada que pudiera hacer sino esperar sentado las primeras luces del día. Ni siquiera podía usar el remo que quedaba, porque no sabía cuánto tiempo había ido la acali a la deriva ni en qué dirección estaba la tierra. Normalmente, de noche el viento soplaba hacia la orilla, y hasta entonces habíamos mantenido el rumbo en la oscuridad teniendo ese viento siempre en la mejilla derecha del que remaba. Pero el dios del viento Ehécatl parecía haber elegido aquella noche, que era la peor de todas, para ser caprichoso; la brisa era muy ligera y me daba en el rostro primero de un lado y luego del otro. Con un aire que se movía con tanta suavidad, yo habría tenido que poder oír las olas del mar, pero no oía nada. Y la canoa se balanceaba más de lo habitual, probablemente eso era lo que me había despertado, así que temí que la embarcación me hubiese transportado a cierta distancia lejos de la sólida y segura costa.

El primer destello del día me mostró que eso era lo que había ocurrido, y había ocurrido hasta un punto realmente inquietante. La tierra no se veía por ninguna parte. Aquella primera luz por lo menos me permitió saber dónde quedaba el este, de manera que cogí el remo y me puse a remar con furia, frenéticamente, en aquella dirección. Pero no podía mantener un rumbo firme; una de aquellas corrientes de la marea de las que habían hablado los pescadores me había atrapado. Incluso cuando conseguí fijar la proa de la acali apuntando hacia el este en dirección a tierra, aquella corriente me movía hacia un lado. Traté de consolarme por el hecho de que me arrastraba hacia el sur, no otra vez de vuelta hacia el norte o, cosa que resultaba horrible pensar, hacia el oeste, más hacia mar adentro, de donde nadie nunca había conseguido regresar.

Remé todo aquel día, luché con todas mis fuerzas para seguir avanzando hacia el este, y lo mismo hice el día siguiente, y el siguiente, hasta que perdí la cuenta de los días. Sólo me detenía para tomar un trago de agua y un bocado de comida de vez en cuando, y dejaba de remar por períodos de tiempo más largos cuando estaba absolutamente fatigado, agarrotado por los calambres o desesperado de sueño. Sin embargo, por muy a menudo que me despertase y reanudase la tarea de remar, no aparecía tierra alguna al este en el horizonte… y nunca apareció. Al final mi provisión de alimentos y de agua se agotó. Había sido poco previsor. Tenía que haber arponeado antes algún pescado que hubiera podido comer, aunque fuera crudo, y del cual hubiera podido exprimir jugos potables. Para cuando mis provisiones se acabaron, yo me encontraba demasiado débil como para desperdiciar energías pescando; dediqué las fuerzas que me quedaban a remar en vano. Y la mente me empezó a divagar, y me encontré murmurando para mí mismo:

—Esa mujer malvada, G’nda Ke, en realidad no ha muerto. ¿Por qué habría de morir después de vivir sin que se la pudiera matar todos esos haces y haces de años?

O bien:

—Una vez me amenazó y me dijo que nunca podría librarme de ella. Puesto que vivió sólo para hacer el mal, es fácil suponer que quizá viva tanto tiempo como vive el mal, y eso debe de ser hasta el fin de los tiempos.

O:

—Ahora se venga de nosotros, los que vimos su aparente muerte: una venganza rápida en Ualiztli, una venganza lenta sobre mi…

Y finalmente:

—En algún lugar se está regodeando con mi sufrimiento, con mi lamentable intento de permanecer vivo. Que se condene en Mictlan, y que yo nunca me la encuentre allí. Confiaré mi destino a los dioses del agua y del viento, y espero que habré merecido Tonatiucan cuando muera…

Y al decir aquello arrojé el remo y me estiré en la acali para dormir mientras aguardaba lo inevitable.

He dicho que hasta aquel día casi desearía que la travesía hubiera continuado tan falta de acontecimientos como había comenzado. El buen tícitl Ualiztli no se habría perdido, yo habría visto Aztlán y a mi querida Améyatl de nuevo, luego a Nocheztli y a mi ejército, y después habría llevado a cabo mi guerra. Pero si las cosas hubieran sucedido de ese modo no me habría visto impulsado a la más extraordinaria aventura de toda mi vida y no habría conocido a la extraordinaria joven que más he amado nunca.