XXVI

Yo había terminado de tallar y darle forma al remo, e Ixínatsi había aprovisionado mi acali con pescado seco y carne de coco, además de un sedal y un anzuelo de hueso para que pudiera pescar pescado fresco. Añadió cinco o seis cocos verdes de los cuales había cortado el tallo, de modo que permanecían cerrados sólo por una membrana fina. La gruesa cáscara mantendría fresco el contenido incluso al sol; yo sólo tenía que pinchar la membrana para beber la dulce y refrescante leche de coco.

Me dio las indicaciones que todas las mujeres habían memorizado, aunque ninguna de ellas había tenido nunca motivo o deseos de visitar el Único Mundo. Entre las islas y la tierra firme, me dijo, las corrientes siempre iban hacia el sur y eran suaves y estables. Yo había de remar directamente hacia el este cada día a un ritmo firme, pero que no resultase extenuante en exceso. Ixínatsi daba por supuesto, y tenía razón, que yo sabría mantener el rumbo hacia el este, y me dijo que las desviaciones hacia el sur que pudiera hacer mi acali mientras yo dormía de noche ya estaban previstas en las indicaciones que me daba. Al cuarto día yo vería una aldea costera. Grillo no sabía el nombre de la aldea, pero yo sí; tenía que ser Yakóreke.

Así, la noche que Kukú había dicho que sería la última que yo pasaría allí, Grillo y yo nos sentamos uno al lado del otro, apoyados en el árbol caído que servía de techo a nuestros dos refugios, y le pregunté:

—Ixínatsi, ¿quién fue tu padre?

—Nosotras no tenemos padres —respondió la mujer simplemente—. Sólo tenemos madres e hijas. Mi madre está muerta. Y a mi hija ya la conoces.

—Pero tu madre no pudo engendrarte ella sola. Ni tú a tu hija Tirípetsi. Alguna vez, como quiera que sea en cada caso, ha tenido que estar implicado un hombre.

—Ah, te refieres a eso —contestó Ixínatsi con cierta negligencia—. Akuáreni. Sí, los hombres vienen aquí una vez al año para tal fin.

—Así que a eso te referías cuando me hablaste por primera vez a mi llegada —le indiqué—. Me dijiste que había venido demasiado pronto.

—Sí, los hombres vienen de esa aldea que hay en tierra firme a la que vas tú. Vienen sólo para quedarse un día a lo largo de los dieciocho meses del año. Se presentan con canoas cargadas de mercancías, y nosotras seleccionamos lo que necesitamos y se lo cambiamos por kinuchas. Una kinú por un buen peine de hueso o de concha de tortuga, dos kinuchas por un cuchillo de obsidiana o un sedal de pescar trenzado…

¡Ayya! —la interrumpí—. ¡Os están engañando de un modo infame! Esos hombres cambian luego esas perlas por un valor mucho mayor, y los que a su vez se las compran a ellos las cambian, obteniendo aún mayor beneficio, y así sucesivamente. Y cuando por fin las perlas ya han pasado por todas las manos desde aquí hasta el mercado de alguna ciudad…

Grillo encogió los hombros desnudos que brillaban a la luz de la luna.

—Los hombres podrían obtener las ostras sin tener que pagar nada, si Xarátanga tuviera a bien permitir que aprendieran a bucear. Pero el intercambio nos trae lo que necesitamos y lo que queremos, de modo que, ¿qué más podríamos pedir? Luego, cuando el intercambio termina, Kukú reúne a las mujeres que quieran tener una hija, e incluso a aquellas que no están muy deseosas, si Kukú dice que les ha llegado la hora, y selecciona a los más robustos de entre los hombres. Las mujeres se tumban en fila en la playa, y los hombres hacen ese akuáreni que nosotras tenemos que soportar si hemos de tener hijas.

—No haces más que decir hijas. Pero también deben de nacer algunos niños.

—Sí, algunos. Pero la diosa Luna Nueva dispuso que éstas fueran las Islas de las Mujeres, y sólo hay un modo de mantenerlas así. A todos los niños varones, al estar prohibidos por la diosa, se los ahoga al nacer. —Incluso en la oscuridad, Grillo debió de ver la expresión que yo tenía en la cara, pero la malinterpretó, pues se apresuró a añadir—: No es un desperdicio, como podrías pensar. Se convierten en alimento para las ostras, y así se les da un uso muy digno.

Bien; yo mismo, como varón, difícilmente podría aplaudir aquella despiadada eliminación de los recién nacidos. Por otra parte, al igual que la mayoría de los actos realizados por mandato de los dioses, éste tenía la pureza de la más completa simplicidad: mantener las islas como una reserva de hembras alimentando a las ostras de cuyos corazones dependen las isleñas.

—Mi hija ya casi tiene edad de empezar a bucear —continuó diciendo Grillo—. Así que supongo que Kukú me ordenará que lleve a cabo el akuáreni con alguno de los hombres cuando vengan la próxima vez.

Al oír esto, le comenté:

—Lo dices como si te pareciera tan agradable como ser atacada por un monstruo marino. ¿Es que ninguna de vosotras se acuesta nunca con un hombre sólo por placer?

—¿Placer? —exclamó—. ¿Qué placer puede haber en que le metan a una dentro con brusquedad una estaca de carne, la muevan dolorosamente en un mete y saca unas cuantas veces y luego la saquen también dolorosamente? La impresión que se tiene en ese rato es como si estuvieras estreñida por el otro lado.

—Hay que ver qué hombres más galantes y corteses invitáis vosotras las mujeres para que sean vuestros consortes —mascullé. Luego añadí en voz alta—: Mi querida Ixínatsi, lo que me describes es violación, no es el acto amoroso tal como debería ser. Cuando se hace con amor, y tú misma has hablado del corazón amoroso, puede ser un placer exquisito.

—¿Hecho con amor? —me preguntó en tono que parecía no exento de interés.

—Bien… el amor puede empezar mucho antes de que una estaca de carne esté implicada. Tú sabes que tienes un corazón amoroso, pero puede que no sepas que también tienes una kinú. Y que es infinitamente más capaz de ser amada que la de la ostra más emocional. Está ahí.

Le señalé el lugar, y Grillo dio la impresión de perder interés en ello inmediatamente.

—Ah, eso —volvió a decir. Se desenrolló la única prenda que vestía y se removió para poner el abdomen a la luz de un rayo de luna; con los dedos se apartó los pétalos de su tipili, se miró sin curiosidad el xacapili, parecido a una perla, y añadió—: Un juguete de niñas.

—¿Qué?

—Una niña aprende desde muy joven que esa pequeña parte que tiene ahí es sensible y excitable, y hace mucho uso de ella. Sí… igual que tú estás haciendo ahora con la punta de tu dedo, Tenamaxtli. Pero a medida que una niña madura, se aburre de esa práctica infantil y la encuentra poco femenina. Además, nuestra Kukú nos ha enseñado que esa actividad despoja a cualquiera de fuerza y aguante. Oh, una mujer adulta lo hace de vez en cuando. Yo misma lo hago… exactamente como tú me lo estás haciendo en este momento… pero sólo para aliviarme cuando me siento tensa o de mal humor. Es como «rascarse una picazón».

Suspiré.

—Picazón, mete y saca y estreñimiento. Qué palabras más horribles empleas para hablar de un sentimiento que puede ser el más sublime de todos. Y vuestra anciana Kukú se equivoca. Hacer el amor puede vigorizarte y darte mucha más fuerza y satisfacción en todas las demás cosas que hagas. Pero dejemos eso ahora. Dime una cosa. Cuando yo te acaricio ahí, ¿es igual que cuando tú misma te rascas una picazón?

—N-no —admitió ella con voz entrecortada—. Siento… sea lo que sea lo que siento… es muy diferente…

Intentando refrenar mi propia excitación para poder hablar con tanta seriedad como un tícitl que hace un reconocimiento, le pregunté:

—Pero ¿es una sensación buena?

—Sí —repuso ella en voz baja.

Mientras yo le besaba todo aquel cuerpo cubierto de piel lustrosa que resplandecía a la luz de la luna, Grillo repitió casi de manera inaudible:

—Sí.

La besé en el lugar donde estaba mi mano y luego la quité para que no me estorbase.

Ixínatsi se sobresaltó y ahogó un grito.

¡No! No puedes… así no es como… ¡oh, sí, es así! ¡Sí, puedes! Y yo… oh, ¡yo también puedo!

Grillo tardó un rato en recuperarse; respiraba como si acabase de salir de las profundidades del mar cuando dijo:

¡Uiikíiki! Nunca… cuando lo hago yo misma… ¡Nunca ha sido así!

—Pues reparemos ese descuido tan largo —le sugerí.

Y comencé a hacerle cosas que la transportaron a esas profundidades, o a esas alturas, dos veces de nuevo antes de dejar que supiera que yo tenía un mástil de carne disponible para cuando hiciera falta. Y cuando así fue, me vi abrazado, envuelto y engullido por una criatura tan ágil, sinuosa, adaptable y diestra como cualquier cuguar marino que hiciera ruidosas cabriolas en su propio elemento.

Entonces fue cuando descubrí algo absolutamente novedoso sobre Ixínatsi, y eso que yo habría jurado que ninguna mujer podría sorprenderme nunca más en ningún sentido. No fue hasta que yacimos juntos que lo descubrí, porque su deliciosa diferencia de todas las demás mujeres residía en sus partes más íntimas. Manifiestamente, cuando Grillo aún no había nacido y los dioses le estaban dando forma en el seno de su madre, la bondadosa diosa del amor, de las flores y de la felicidad conyugal debió de decir: «Dotemos a esta niña, Ixínatsi, de una peculiaridad única en sus órganos femeninos, para que cuando llegue a mujer adulta pueda realizar akuáreni con los hombres mortales con tanto gozo y voluptuosidad como podría hacerlo yo misma».

Era desde luego sólo una pequeña alteración la que los dioses efectuaron en el cuerpo de Grillo, pero… ¡ayyo! Puedo atestiguar que añadió una increíble nota picante y una gran exuberancia cuando ella y yo nos unimos en el acto conyugal.

La diosa del amor entre nosotros los aztecas se llama Xochiquetzal, pero los purepechas la conocen como Petsíkuri, y es así como también la conocen las mujeres isleñas. Sea cual sea su nombre, lo que había hecho era lo siguiente: había situado la apertura del tipili de Grillo sólo un poco más atrás entre sus muslos que en el resto de las mujeres. De ese modo el hueco interior de su tipili no simplemente se extendía recto hacia arriba en el interior de su cuerpo, sino hacia arriba y hacia adelante. Cuando ella y yo copulamos cara a cara y deslicé mi tepuli dentro de ella, éste se dobló con suavidad para adaptarse a aquella curva. De modo que, cuando estuvo completamente envainado dentro de ella, la corona de mi tepuli volvía a estar apuntando hacia mi o, mejor dicho, hacia la parte de atrás del ombligo del vientre de Grillo.

En nuestro idioma náhuatl a menudo nos referimos con respeto al cuerpo de una mujer llamándolo xóchitl, «flor», y a su ombligo lo llamamos yoloxóchitl, o «centro del capullo». Cuando estuve dentro de Ixínatsi mi tepuli se convirtió literalmente en el «tallo» de ese capullo, de esa flor. Sólo el hecho de percatarme de que ella y yo estábamos tan íntimamente unidos, por no mencionar las intensas sensaciones implicadas en ello, elevaron mi ardor hasta un grado que nunca hubiera creído posible.

Y al organizar las partes femeninas de Ixínatsi, la diosa había proporcionado, tanto para Grillo como para mi, todavía un refuerzo más del gozo que llega en el acto del amor. Ese emplazamiento ligeramente más atrás del orificio de su tipili hizo que, cuando mi tepuli la penetró hasta la empuñadura, mi hueso púbico quedara por fuerza apretado y duro contra su sensible perla xacapili, mucho más apretado de lo que lo habría estado con mujeres corrientes. Así, mientras Ixínatsi y yo nos apretábamos, nos mecíamos y nos retorcíamos juntos, su pequeña kinú rosada resultaba al mismo tiempo acariciada, frotada, sobada… hasta que se puso erecta; empezó a latirle con ansia y luego alcanzó paroxismos de éxtasis. Y la respuesta de Grillo era cada vez más fogosa, cosa que, naturalmente, me producía a mi el mismo efecto, de modo que estábamos igual, gozosa, atontada y casi desmayadamente exultantes cuando alcanzamos juntos el clímax.

Cuando acabó, Ixínatsi, la de los pulmones prodigiosos, recuperó el aliento antes que yo, desde luego. Mientras yo todavía yacía flojo, Grillo se deslizó en su guarida debajo del árbol, salió de ella y me puso algo con fuerza en la mano. El objeto brillaba a la luz de la luna como un pedazo de la misma luna.

—Una kinú significa un corazón amoroso —me indicó; y luego me besó.

—Esta perla únicamente —le dije en voz baja— podría comprarte muchas cosas. Una casa como es debido, por ejemplo. Una realmente buena.

—No sabría qué hacer con una casa. Pero ahora sí que sé cómo disfrutar del akuáreni. La kinú es para darte las gracias por enseñármelo.

Antes de que yo pudiera reunir el aliento necesario para volver a hablar, Grillo se había puesto en pie de un brinco y estaba llamando al otro lado del tronco.

—¡Marúuani! —le decía a la joven que vivía en el refugio del otro lado. Pensé que Grillo iba a pedirle disculpas por los ruidos sin duda extraños que habíamos estado haciendo. Pero en cambio le pidió con urgencia—: ¡Ven aquí! ¡He descubierto una cosa de lo más maravillosa!

Marúuani dio la vuelta a la raíz del árbol mientras se peinaba descuidadamente el largo cabello fingiendo no sentir curiosidad alguna, pero alzó las cejas cuando nos vio desnudos a ambos. Le dijo a Ixínatsi:

—Por el ruido que hacíais daba la impresión… de que lo estabais pasando bien.

—Sí —le contestó Grillo con deleite—. Lo pasábamos muy bien. ¡Escucha!

Se acercó a ella y comenzó a susurrarle algo al oído, y la otra mujer continuó contemplándome, al tiempo que los ojos se le agrandaban cada vez más. Y tumbado allí, mientras me describían y hacían comentarios sobre mi, me sentí como una criatura marina hasta entonces desconocida que acabara de llegar a la orilla empujada por las olas y estuviera causando sensación. Le oí decir a Marúuani con voz apagada:

—¿Eso hizo? —le preguntó, y luego, tras más cuchicheos—: ¿Querría hacerlo?

—Claro que sí —respondió Ixínatsi—. ¿Verdad, Tenamaxtli? ¿Verdad que querrás hacer el akuáreni con mi amiga Marúuani?

Me aclaré la garganta y dije:

—Tienes que comprender una cosa acerca de los hombres, queridísima: que han de descansar por lo menos un rato entre una vez y otra para que el mástil vuelva a ponerse duro.

—¿Ah, si? Oh, bueno, qué pena, porque Marúuani está deseando aprender.

Me quedé pensando un poco y luego comenté:

—Bueno, Grillo, te he enseñado algunas cosas que no requieren mi participación. Mientras recupero mis facultades, podrías mostrarle tú misma los preliminares a tu amiga.

—Tienes razón —convino Grillo muy animada—. Al fin y al cabo no siempre tenemos hombres con estacas de carne a nuestra disposición. Marúuani, quítate el taparrabos y túmbate aquí.

Con cierto recelo Marúuani obedeció e Ixínatsi se tendió junto a ella, ambas un poco apartadas de mí. Marúuani se encogió y dio un pequeño gritito al primer toque íntimo.

—Estáte quieta —le ordenó Grillo con esa confianza que proporciona la experiencia—. Así es como se hace. Dentro de un momento lo comprobarás.

Y no pasó mucho rato antes de que yo estuviera mirando a dos cuguares de mar, flexibles y brillantes, mientras hacían las contorsiones de la copulación de un modo muy parecido a como lo hacen los animales auténticos, sólo que las dos mujeres eran mucho más gráciles, puesto que tenían brazos y piernas largos y torneados para entrelazarse. Y el hecho de mirarlas aceleró mi disponibilidad, así que estuve dispuesto para Marúuani cuando ella a su vez estuvo dispuesta para mí.

Repito, yo estaba enamorado de Ixínatsi incluso antes de que hiciéramos el amor. Y ya había decidido, aquella misma noche, llevármelas a ella y a su hija conmigo cuando me marchase de la isla. Lo haría mediante la persuasión, si era posible. Si no, como un bruto yaqui, las raptaría y me las llevaría por la fuerza. Y ahora, después de descubrir el modo único y maravilloso como estaba construida Grillo para el acto del amor, estaba todavía más determinado a ello que antes.

Pero soy humano. Y varón. Por consiguiente, soy incurable e insaciablemente curioso. No pude evitar preguntarme si aquellas isleñas poseerían las mismas propiedades físicas de Grillo. Aunque la joven Marúuani era linda y atractiva, yo nunca había sentido deseo alguno por ella, desde luego no el deseo que había experimentado y aún experimentaba por Ixínatsi. No obstante, después de observar lo que acababa de ocurrir, y puesto que ello me había excitado hasta lanzarme a una lujuria indiscriminada, y como además Ixínatsi me animaba generosamente…

Bien, así es como mi permanencia en las islas se prolongó indefinidamente. Ixínatsi y Marúuani corrieron la voz de que en la vida había algo más que trabajar, dormir y jugar con una misma de vez en cuando… y las demás mujeres de la isla clamaron por ser iniciadas en ello. Las escandalizadas protestas de la Abuela fueron acalladas a voces, probablemente por primera vez en su reinado, pero se resignó al nuevo estado de las cosas cuando observó un perceptible incremento en el buen ánimo y productividad de las trabajadoras. Kukú impuso sólo una condición: que todo akuáreni se realizase únicamente en las horas nocturnas, cosa que no me importaba porque me dejaba los días para dormir y recuperar mi existencia.

Permítaseme decir aquí que yo no habría complacido a ninguna de las demás mujeres si Grillo hubiera puesto de manifiesto la menor muestra de celos o de posesión. Lo hice principalmente porque ella parecía alegrarse mucho de que sus hermanas fueran instruidas así, y parecía enorgullecerse de que fuera «su hombre» quien lo hacía. A decir verdad, yo habría preferido restringir mis atenciones sólo a ella, porque era ella a quien yo amaba profundamente, la única, entonces y siempre, y sé que ella también me amaba. Hasta Tirípetsi, que al principio se había mostrado tímida e inquieta al tener en casa a un hombre, llegó a tenerme cariño, igual que las niñas se lo tienen en todas las demás partes a sus padres.

Además, y esto es importante, las demás mujeres de la isla no estaban construidas físicamente igual que Ixínatsi. Eran tan corrientes a ese respecto como todas las mujeres con las que yo había copulado a lo largo de mi vida. En resumen, yo estaba tan encaprichado con Grillo que ninguna otra mujer habría estado a la altura, no habría alcanzado los niveles que ella había establecido. Sólo porque ella lo deseaba, prestaba yo mis servicios a las otras mujeres. Lo hacía más como un deber que como un deseo, e incluso instituí una especie de programa: las mujeres podían solicitar mis servicios una noche sí y otra no, y así las noches intermedias se las dedicaba sólo a Grillo. Y ésas eran noches de amor, no sólo de hacer el amor.

Puede ser que, como rara vez a mi me habían escaseado las mujeres, y ciertamente no me escaseaban ahora, en algún modo me hastiaban las comunes y corrientes, y era precisamente la novedad de Ixínatsi lo que tanto me llenaba de energía. Sólo sé que las sensaciones que ella y yo compartimos encendieron en mí fuegos que nunca había experimentado, ni siquiera en mi juventud más libidinosa. En cuanto a la querida Grillo, estoy seguro de que no tenía ni idea de que era físicamente superior a las mujeres corrientes. Nada habría podido nunca hacerle sospechar que los dioses la habían bendecido al nacer. Y desde luego es posible que ella no fuera la única hembra en la historia de la humanidad a la que una diosa había dotado así. Probablemente alguna comadrona anciana, después de innumerables años de asistir a una innumerable multitud de hembras, hubiera podido contar que alguna vez había encontrado otra joven que estuviera hecha del mismo modo.

Pero me daba igual. De aquel momento en adelante nunca necesitaría, buscaría ni querría ninguna otra amante, por extraordinaria que fuese, pues ahora poseía a la más excepcional de todas. Y si Ixínatsi se percataba o no de que en nuestros frecuentes y fervientes abrazos ella disfrutaba unos éxtasis que sobrepasaban aquellos que la diosa del amor concede a las demás mujeres del mundo… bien, el hecho era que los disfrutaba. Y yo también, yo también. ¡Yyo ayyo, cómo los disfrutábamos!

Mientras tanto yací por lo menos una vez con cada una de las mujeres y muchachas de la isla que fuera lo bastante madura como para apreciar la experiencia. Aunque nuestro akuáreni siempre se llevaba a cabo en la oscuridad, sé que también copulé con algunas que estaban bastante más allá de la madurez… aunque ninguna de ellas era realmente vieja, como Kukú, cosa que agradecí sobremanera. Bien habría podido perder la cuenta de las mujeres a las que complací con mis enseñanzas si no fuera porque me recompensaron por mis servicios. Al final reuní exactamente sesenta y cinco perlas, las mayores y las más perfectas de todo aquel año. Y aquello fue obra de Grillo; insistió en que era lo justo que mis pupilas me pagasen con una perla cada una.

Al principio había tal entusiasmo que se produjo un constante tráfico de hembras que se trasladaban en balsa e iban y venían de una isla a la otra de las dos que estaban habitadas. Pero yo sólo era uno, y las mujeres podían estar un día de cada dos conmigo, el otro era para Ixínatsi, así que durante ese tiempo muchas de ellas intentaron seriamente aprender por imitación, como Ixínatsi le había enseñado a Marúuani. A veces se daba la circunstancia de que yo yacía con una mujer, con la que pasaba por toda la ceremonia desde las primeras caricias hasta la consumación final, y otras dos hembras, la hermana y la hija, por ejemplo, se tumbaban justo a nuestro lado, mirando a ratos lo que hacíamos y luego haciéndoselo la una a la otra en la medida de lo posible.

Después de servir personalmente a todas las muchachas y mujeres deseables por lo menos una vez, y cuando ya no se me requería de forma tan imperiosa, las mujeres continuaron ellas solas descubriendo las numerosas maneras como podían proporcionarse placer unas a otras; se intercambiaban las parejas libremente e incluso aprendieron a hacerlo en grupos de tres o cuatro… todo ello sin tener en cuenta cualquier consanguinidad existente entre ellas. Ixínatsi y yo, en nuestros intervalos de descanso a lo largo de la noche, a menudo oíamos, entre los demás ruidos del bosque, el sonido de los maravillosos pechos de aquellas mujeres al chocar rítmicamente entre unas y otras.

Durante aquella temporada estuve cortejando de forma ardiente a Ixínatsi… aunque no para hacer que me amase; sabíamos que nos amábamos. Intentaba convencerla de que se viniera conmigo al Único Mundo y de que se trajera a la hija a la que yo ahora consideraba como hija mía. La asedié con todos los argumentos que conseguí reunir. Le dije, sinceramente, que yo era el equivalente de Kukú en mis dominios, que Tirípetsi y ella vivirían en un auténtico palacio, donde no les faltaría nada que pudiesen necesitar o querer, que no tendrían que bucear nunca más para buscar ostras, y tampoco desollar cuguares de mar por sus pieles, ni temer las tormentas que asolaban las islas, ni tumbarse en el suelo para emparejarse con extraños.

—Ah, Tenamaxtli —me decía ella esbozando una sonrisa cariñosa—, pero si esto ya es un palacio suficiente… —E indicaba con un gesto el refugio bajo el tronco de árbol—. Siempre que tú lo compartas con nosotras.

Ya no con tanta honradez, omití hacerle mención de que los españoles habían ocupado la mayor parte del Único Mundo. Aquellas mujeres isleñas todavía no sabían que existieran cosas como los hombres blancos. Era evidente que los hombres de Yakóreke también se habían abstenido de hablarles de los españoles, posiblemente preocupados por la posibilidad de que las mujeres retirasen las kinuchas con la esperanza de entablar nuevo comercio con otros mercaderes más ricos. En cuanto a esa cuestión, me recordé a mí mismo, no podía estar seguro de que los españoles no hubieran ya sometido a Aztlán, en cuyo caso yo ya no tenía reino, por así decir, con que tentar a Grillo. Pero creía firmemente que Tirípetsi, ella y yo podíamos construirnos una nueva vida en algún lugar, y la agasajé con relatos de los muchos lugares preciosos, exuberantes y serenos que había hallado en mis viajes y donde los tres podríamos establecernos juntos.

—Pero este lugar, Tenamaxtli, estas islas, son mi hogar. Haz de ellas tu hogar también. Abuela ya se ha acostumbrado a tenerte aquí. Ya no te exigirá que te marches. ¿No es ésta una vida tan agradable como la que podríamos encontrar en cualquier otra parte? No hace falta temer a las tormentas ni a los extraños. Tirípetsi y yo hemos sobrevivido a todas las tormentas y tú también sobrevivirás. Y en cuanto a los forasteros, tú sabes que nunca más me acostaré con ellos. Soy tuya.

En vano traté de hacerle imaginar una vida más variada que podía vivirse en la tierra firme: la abundancia de comida, bebida y distracciones, de viajes, de educación para nuestra hija, de oportunidades de conocer a nuevas personas completamente diferentes a las que ella estaba acostumbrada.

—Pero Grillo —le dije—, tú y yo podemos tener otros hijos allí para que acompañen a la pequeña Tirípetsi. Incluso hermanos para ella. Aquí nunca podrá tenerlos.

Ixínatsi suspiró, como si se estuviera cansando de que la importunase, y dijo:

—Tirípetsi nunca podrá echar de menos aquello que no ha tenido jamás.

—¿Te he hecho enfadar? —le pregunté con ansiedad.

—Sí, estoy enfadada —me contestó, aunque al mismo tiempo se echó a reír de aquella alegre manera suya de grillo—. Toma… te devuelvo todos tus besos.

Y empezó a besarme, y siguió besándome cada vez que yo intentaba decir algo más.

Pero siempre, con dulce testarudez, rechazaba o contrarrestaba todos mis argumentos, y un día lo hizo aludiendo a la envidiable situación que yo disfrutaba entonces.

—¿No ves, Tenamaxtli, que cualquier hombre de tierra firme daría lo que tuviera por cambiar su puesto contigo? Aquí no sólo me tienes a mí para que te ame y me acueste contigo, y también a Tirípetsi cuando tenga suficiente edad; tienes, además, cuando lo desees, a cualquier otra mujer de estas islas. A todas las mujeres. Y con el tiempo, a sus hijas.

No era yo quién para empezar a predicar moralidad. Sólo pude protestar, aunque con completa sinceridad.

—¡Pero tú eres lo único que quiero!

Y ahora debo confesar algo vergonzoso. Aquel mismo día me fui a los bosques a pensar y me dije a mí mismo: «Ella es lo único que quiero. Me tiene cautivado, obsesionado, loco. Si la sacase de aquí arrastrándola en contra de su voluntad, nunca volvería a amarme. Y de todos modos, ¿adónde la llevaría? ¿Qué me aguarda allá? Sólo una guerra sangrienta… matar o que me maten. ¿Por qué no hacer lo que ella dice? Quedarme aquí, en estas hermosas islas».

Allí yo tenía paz, amor, felicidad. Las demás mujeres cada vez me exigían menos, ahora que había pasado la novedad. Ixínatsi, Tirípetsi y yo podríamos ser una familia independiente y autosuficiente. Puesto que yo había roto una de las tradiciones sagradas de las islas al vivir allí como ningún hombre lo había hecho antes, me parecía que podría romper otras. A la vieja Abuela no la habían escuchado en ese asunto, y, de todos modos, no viviría eternamente. Yo tenía muchas esperanzas de que podría apartar a las mujeres de su diosa Luna Nueva, que odiaba a los hombres, y convertirlas para que rindieran culto a la más bondadosa Coyolxauqui, diosa de la luna llena, la del corazón pleno. Ya no habría más niños recién nacidos que sirvieran de alimento a las ostras. Grillo y yo y todas las demás podrían tener hijos varones. Y yo, con el tiempo, me convertiría en el patriarca de aquel dominio insular y lo gobernaría con benevolencia.

Por lo que yo sabía, los españoles ya habían conquistado todo el Único Mundo, de manera que era inútil tener esperanzas de conseguir nada volviendo allí. Aquí tendría mi propio Único Mundo, y quizá pasaran haces y haces de años antes de que ningún explorador español se tropezase con él. Aunque los hombres blancos hubieran subyugado una parte tan grande de tierra firme, o lo hicieran más tarde, como para que los pescadores de Yakóreke no pudieran seguir visitando las islas, yo estaba seguro de que no revelarían la posición de las mismas. Y si ya no venían más… bueno, yo conocía el rumbo de ida y de vuelta. Yo y, con el tiempo, mis hijos podríamos remar a escondidas hacia aquella orilla para procurarnos aquellas cosas necesarias en la vida, cuchillos, peines y todas esas cosas, que había que comprar con las perlas…

De ese modo tan vergonzoso consideré la idea de abandonar la empresa que había perseguido durante aquellos años desde que viera morir a mi padre quemado en la hoguera, la que me había llevado por derroteros tan distintos, la que me había metido en tantos peligros y me había hecho correr tantas aventuras. De ese modo tan vergonzoso traté de buscar una justificación para descartar los planes de vengar a mi padre y a todos los demás de mi pueblo que habían sufrido a manos de los hombres blancos. Así, de esa manera tan vergonzosa traté de idear excusas para olvidar a todos aquellos, Citlali, el niño Ehécatl, la intrépida Pakápeti, el cuáchic Comitl, el tícitl Ualiztli y los demás, que habían perecido mientras me ayudaban en mis propósitos de venganza. De ese modo tan vergonzoso me esforcé en buscar motivos plausibles para abandonar al caballero Nocheztli y al ejército que con tantas penalidades había reunido y, en realidad, para abandonar al mismo tiempo a todos los pueblos del Único Mundo…

Desde aquel día siempre me he sentido avergonzado de haber siquiera pensado en buscarme la desgracia a mí mismo. Habría perdido una carrera en la que nunca tomé parte. De haber hecho aquello realmente, de haber sucumbido al amor de Ixínatsi y a las comodidades de las islas, dudo de que hubiera podido seguir viviendo con aquella vergüenza. Habría llegado a odiarme a mí mismo y luego habría vuelto aquel odio contra Grillo por ser la causante de que me odiase a mí mismo. Lo que quizá hubiera hecho por amor, habría acabado por destruir ese amor.

Y para mayor vergüenza, ni siquiera puedo afirmar con convicción que no hubiera acabado por decidir abandonar mi empresa, y con ello mi honor, porque ocurrió que fueron los dioses los que tomaron la decisión por mi.

Hacia el crepúsculo regresé a la orilla del mar, donde las buceadoras estaban vadeando hacia la playa con los últimos cestos del día. Ixínatsi iba entre ellas y, cuando vio que la estaba esperando, me llamó de manera alegre, traviesamente, con una sonrisa significativa.

—Me parece, querido Tenamaxtli, que ya te debo por lo menos otra kinú. En este momento me zambulliré y te traeré la Kukú de todas las kinuchas.

Dio la vuelta y se fue nadando hasta el promontorio más cercano de rocas, donde algunos indolentes cuguares marinos estaban tomando el sol; resplandecían bajo los últimos rayos de sol.

—Vuelve, Grillo —le grité—. Quiero hablar contigo.

Al parecer no me oyó. Estaba de pie en una de las rocas, brillando con un color tan dorado como el de los animales que la rodeaban, radiante y bella, dispuesta a tirarse al agua. Me saludó con la mano, se zambulló en el mar y nunca volvió a salir.

Cuando por fin comprendí que ni siquiera la mujer con los pulmones más resistentes habría podido permanecer tanto tiempo bajo el agua, lancé un grito de alarma. Las demás buceadoras que todavía estaban en las aguas poco profundas de la orilla salieron chapoteando a la playa, probablemente asustadas porque pensaron que yo había divisado la aleta de un tiburón. Luego, tras alguna vacilación, las más intrépidas entre ellas fueron nadando hasta la zona hacia donde yo señalaba, allí donde había visto sumergirse a Ixínatsi, y se pusieron a hacer inmersiones una y otra vez hasta que estuvieron exhaustas, pero sin encontrar a Ixínatsi ni ningún indicio de qué le había ocurrido.

—No todas nuestras mujeres —dijo una voz poco firme a mi lado— viven hasta llegar a ser tan viejas como yo.

Era Kukú, que naturalmente se había apresurado a acudir a la escena de los hechos. Aunque hubiera podido censurarme por haber turbado la placidez de su reino, o por tener en parte la culpa de la pérdida de Grillo, daba la impresión de que la anciana quería consolarme.

—Bucear para buscar kinús es un trabajo que es más que riguroso —dijo—. Es un trabajo peligroso. Allá abajo acechan peces salvajes, unos con dientes afilados, otros con aguijones venenosos, algunos con tentáculos para atrapar a sus presas. Sin embargo, no creo que Ixínatsi haya sido presa de ningún animal así. Cuando hay depredadores en las cercanías, los cuguares marinos lanzan ladridos de aviso. Lo más probable es que se la hayan tragado.

—¿Tragado? —repetí, pasmado—. Kukú, ¿cómo podría el mar tragarse a una mujer que ha vivido en él media vida?

—No ha sido el mar, sino una kuchunda.

—¿Qué es una kuchunda?

—Un molusco gigante, como una ostra, una almeja o una vieira, sólo que increíblemente mucho mayor. Tan grande como ese islote rocoso de allí donde sestean los cuguares marinos. Lo bastante grande como para tragarse a uno de esos cuguares marinos. Hay varias kuchúndacha por estos contornos, y no siempre sabemos dónde, porque tienen la habilidad, como un caracol, de arrastrarse de un lugar a otro. Pero son visibles y reconocibles, pues cada kuchunda mantiene abierta de par en par la enorme concha superior a fin de poder cerrarla sobre cualquier presa poco precavida; así que nuestras mujeres saben mantenerse alejadas de ellas. Ixínatsi debía de estar concentrada en recoger las ostras de una manera desacostumbrada. Quizá viera una perla preciosa, a veces sucede, cuando una ostra está abierta, y debió de relajar la vigilancia.

—Se fue precisamente prometiéndome una kinú así —le comuniqué con gran tristeza.

La anciana se encogió de hombros y suspiró.

—La kuchunda debió de cerrar la concha de golpe, con Ixínatsi, o con la mayor parte de ella, dentro. Y como ese molusco no puede masticar, ahora la estará digiriendo lentamente con sus jugos corrosivos.

Me estremecí ante la imagen que la anciana evocaba y me alejé con pena del lugar donde había visto por última vez a mi amada Grillo. Las mujeres parecían estar también todas tristes, pero no se lamentaban ni lloraban. Parecía que consideraban aquello como un suceso que no se salía de lo corriente en un día de trabajo. A la pequeña Tirípetsi ya se lo habían dicho, y tampoco lloraba. Así que no lloré. Me limité a sufrir en silencio, y en silencio maldije a los dioses entrometidos. Si es que realmente tenían que interferir en mi vida indicándome con severidad los caminos y los días que me deparaba el futuro, bien podrían haberlo hecho sin poner fin tan espantosamente a la vida de la inocente, vivaz y maravillosa pequeña Grillo.

Sólo me despedí de Tirípetsi y de Abuela, pero no lo hice de ninguna de las demás mujeres no fuera a ser que intentaran retenerme. Ya no podía llevarme conmigo a la niña al lugar adonde iba, y sabía que estaría amorosamente atendida por sus tías y sus primas de las islas. Cuando llegó el alba me puse el elegante manto de pieles que Ixínatsi me había hecho, cogí el saco de perlas y me dirigí al extremo sur de la isla, donde mi acali me había estado aguardando durante aquel tiempo, abastecido de provisiones que había puesto allí la propia Ixínatsi. Empujé la embarcación hasta el mar y empecé a remar hacia el este.

De modo que las Islas de las Mujeres siguen siendo las Islas de las Mujeres, aunque confío en que ahora será un lugar de mayor convivencia por la noche. Y cualquier pescador de Yakóreke que las haya visitado después del tiempo que pasé en aquel lugar, no habrá tenido motivo para lamentar que yo estuviera allí. Los que llegaron justo después de mí difícilmente podrían haber engendrado hijos, pues con toda probabilidad las mujeres que pudieran ser madres ya estaban en camino de serlo, pero los hombres debieron de ser acogidos con tanto alborozo y debieron de entretenerlos de un modo tan abrumador que habrían sido muy ingratos si se hubieran quejado de que un misterioso forastero les hubiera precedido.

Pero yo pensaba, y eso esperaba mientras me alejaba, que quizá no estaría ausente para siempre. Algún día, cuando hubiera terminado de hacer lo que tenía que hacer, y si es que sobrevivía a ello… algún día, cuando Tirípetsi hubiera crecido para ser la imagen de su madre, la única mujer a la que he amado de verdad… algún día hacia el final de mis días…