XXV
Lo que hice no fue dormir exactamente. La combinación de estar indeciblemente cansado, debilitado por el hambre, lleno de ampollas por el sol, apergaminado a causa de la sed y, por añadidura, demasiado desanimado para que me importase, sencillamente me hundió en una insensibilidad que sólo me aliviaba en las contadas ocasiones en que caía en un ataque de delirio. Durante uno de esos ataques levanté la cabeza y me pareció ver una mancha de tierra a lo lejos, en el punto donde el mar se encuentra con el cielo. Pero yo sabía que eso no podía ser, porque se encontraba al sur en el horizonte, y no hay ninguna masa de tierra en las extensiones meridionales del mar Occidental. No había sido más que una aparición nacida de mi delirio, así que me sentí agradecido cuando de nuevo cedí a la tentación de la insensibilidad.
El siguiente suceso fue que sentí que el agua me salpicaba la cara. Mi mente adormecida no reaccionó con alarma, sino que aceptó sosegadamente que una ola había inundado mi acali, y que en breve estaría por completo debajo del agua, ahogado y muerto. Pero el agua continuó salpicándome la cara del mismo modo, me tapaba los orificios de la nariz, así que de manera involuntaria abrí los labios secos, agrietados y pegados. Mis adormecidos sentidos tardaron unos instantes en comprender que el agua era dulce, no salada. Al darme cuenta, mi mente adormecida empezó a luchar abriéndose camino hacia arriba entre las capas de insensibilidad. Con gran esfuerzo conseguí abrir los párpados, que estaban pegados.
Mis ojos, incluso adormecidos y apagados, pudieron discernir que estaban viendo dos manos humanas que exprimían una esponja ante mi; y detrás de las manos aparecía el rostro extraordinariamente bello de una joven. El agua era tan fresca, pura y dulce como aquel rostro. Atontado como estaba, supuse que había realmente alcanzado Tonatiucan, Tlálocan o algún otro de los gozosos mundos del más allá, y que aquél era uno de los espíritus ayudantes de los dioses que me despertaba para darme la bienvenida. Y si era así, me alegraba muchísimo de estar muerto.
De todos modos, muerto o no, estaba recuperando de forma lenta la visión, y también la capacidad de mover la cabeza ligeramente para ver mejor al espíritu. La joven estaba arrodillada cerca de mí y no llevaba puesto nada más que su largo cabello negro y un máxtlatl, un taparrabos de hombre. No estaba sola; otros espíritus habían acudido a darme la bienvenida. Detrás de ella, ahora lo vi con claridad, había de pie varios espíritus hembra de diversos tamaños y al parecer también de edades variadas, todas vistiendo el mismo atuendo… o la falta del mismo.
Medio atontado, me pregunté: ¿estaban en realidad dándome la bienvenida? Aunque aquel encantador espíritu me estaba despertando con suavidad y me iba refrescando con agua, me contemplaba con una expresión no demasiado bondadosa, y cuando se dirigió a mí lo hizo en un tono de suave contrariedad. Curiosamente, el espíritu no hablaba náhuatl, mi lengua nativa, como yo habría esperado en la otra vida, organizada por uno de los dioses aztecas. Hablaba el poré de los purepechas, aunque en un dialecto que resultaba nuevo para mí, y a mi apagado cerebro le costó un rato comprender lo que repetía una y otra vez.
—Has venido demasiado pronto. Tienes que regresar.
Me eché a reír, o al menos tuve intención de hacerlo. Lo más probable es que graznara como una gaviota. Y mi voz sonó tosca y rasposa cuando por fin logré reunir suficientes palabras de poré para decir:
—Como puedes ver… no he venido por mi gusto. Pero ¿adónde he llegado… de un modo tan providencial?
—¿De verdad que no lo sabes? —me preguntó la joven, ahora con menos severidad.
Hice un débil movimiento negativo con la cabeza, pero en seguida comprendí que no debía haberlo hecho porque ello hizo que volviera a sumirme en la insensibilidad. Sin embargo, mientras mi propia mente se alejaba de mi tambaleante y se desvanecía en la oscuridad, oí que la joven decía:
—Iyá omekuácheni uarichéhuari.
Que significa: «Éstas son las Islas de las Mujeres».
Hace mucho tiempo, cuando describí cómo era Aztlán en los días de mi infancia, comenté que nuestros pescadores sacaban del mar Occidental toda clase de cosas comestibles, útiles y valiosas excepto aquellas que se llaman, en todas las lenguas del Único Mundo, «los corazones de ostras». Debido a una antigua tradición, la recolección de las perlas, que son el corazón de las ostras del mar Occidental, siempre la han llevado a cabo de forma exclusiva los pescadores de Yakóreke, la comunidad costera situada a doce carreras largas al sur de Aztlán.
Claro que de vez en cuando algún pescador aztécatl de cualquier otra parte, al sacar del mar moluscos para venderlos como alimento, tenía la buena fortuna de encontrar en una de sus ostras aquel hermoso canto rodado que era su corazón. Nadie lo obligaba a volver a arrojarlo al mar, ni le prohibía conservarlo o venderlo, porque una perla perfecta es tan preciada como una cuenta de oro macizo del mismo tamaño. Pero eran los hombres de Yakóreke quienes sabían cómo encontrar esos corazones de ostra en cantidad, y guardaban en secreto esa sabiduría, transmitiéndola entre pescadores de padres a hijos, y ninguno de ellos le había confiado ni le confiaría nunca ese secreto a un forastero.
No obstante, a través de los haces de años, los forasteros habían aprendido unas cuantas cosas tentadoras acerca de ese proceso de recoger perlas. Algo que todo el mundo sabía era que, tan sólo una vez cada año, los pescadores de Yakóreke se hacían a la mar en sus acaltin, cada canoa llena con una carga de alguna clase cuya naturaleza se ocultaba cubriéndola con esteras y mantas. Lo natural habría sido suponer que aquellos hombres transportaban algún tipo de cebo para ostras. Sea lo que fuese, lo transportaban lejos para que no se viera desde tierra. Eso, en sí mismo, era un hecho tan descarado que ningún pescador envidioso de otro lugar, en todos esos haces de años, se había atrevido nunca a seguirlos a los terrenos de ostras secretos.
Esto sí que se sabía: los yakórekes permanecían allí, dondequiera que fuesen, por espacio de nueve días. Al noveno día las familias iban a esperarlos, junto con mercaderes pochtecas que se congregaban allí procedentes de todo el Único Mundo, hasta que divisaban la flota de acaltin que se dirigía a tierra desde el horizonte. Y las canoas no venían ya llenas de carga, ni siquiera traían ostras. Cada hombre llevaba a casa sólo una bolsa de cuero llena de corazones de ostras. Los mercaderes que aguardaban para comprar aquellas perlas sabían bien que no había que preguntar ni dónde ni cómo las habían conseguido. Y lo mismo las mujeres de los pescadores.
Eso era todo lo que se sabía; los forasteros tenían que hacer conjeturas acerca del resto, e inventaron varias leyendas que encajaban bien con las circunstancias. La suposición más creíble era que tenía que haber una tierra allá afuera, al oeste de Yakóreke, quizá algunas islas rodeadas de aguas poco profundas, porque sería imposible para cualquier pescador sacar a la superficie ostras de las grandes profundidades del mar abierto. Pero ¿por qué iban los hombres sólo una vez al año? Quizá tuvieran esclavos en aquellas tierras, los cuales recogían ostras durante todo el año y las guardaban hasta que sus amos venían en una época señalada y llevaban consigo mercancías que intercambiar por las perlas.
Y el hecho de que los pescadores sólo les contasen el secreto a sus hijos, y no a las mujeres de Yakóreke, inspiraba otro toque a la leyenda. Aquellos supuestos esclavos de aquellas supuestas islas debían de ser mujeres, y las mujeres de Yakóreke no debían saberlo nunca a fin de que, movidas por los celos, no impidieran que los hombres fueran allí. Así nació la leyenda de las Islas de las Mujeres. Durante toda mi juventud yo había oído aquella leyenda y algunas variantes de la misma; pero como todas las personas con sentido común, siempre había menospreciado aquellos cuentos por míticos y absurdos. Para empezar, era tonto creer que un pequeño pueblo aislado y compuesto sólo por hembras hubiera podido perpetuarse durante tantas generaciones. Pero ahora, por pura casualidad, yo había descubierto que aquellas islas existían y existen en realidad. Yo no habría podido sobrevivir de no haber sido por eso.
Las islas son cuatro y están puestas en una fila, pero sólo las dos del medio, las más grandes, tienen la suficiente agua dulce para estar habitadas, y lo están enteramente por mujeres. En aquella ocasión conté ciento doce. Para ser más exactos, debería decir hembras en lugar de mujeres, puesto que se incluían niñas menores de un año, niñas pequeñas, muchachas núbiles, jóvenes, mujeres maduras y mujeres viejas. La más vieja era a la que llamaban Kukú, o abuela, a la que todas obedecían como si se tratase de su Portavoz Venerado. Me propuse mirar a las niñas; ni siquiera llevaban máxtlatl, y hasta las más jóvenes, las recién nacidas, eran del sexo femenino.
Una vez que hube convencido a las mujeres de que verdaderamente había llegado a su isla por casualidad, sin conocer siquiera su existencia y sin ni siquiera creer que existieran, la Kukú me dio permiso para quedarme allí algún tiempo, sólo lo suficiente para recuperar mis fuerzas y tallarme por mi cuenta un remo nuevo para la canoa, cosas ambas que me resultaban imprescindibles para regresar a tierra firme. A la mujer joven que había sido la primera en prestarme ayuda con una esponja empapada de agua se le encargó que se ocupase de mantenerme y que velase para que me comportase como era debido, y ella rara vez me perdió de vista durante los primeros días de mi estancia.
Se llamaba Ixínatsi, que es la palabra poré que designa a ese diminuto insecto chirriante que se llama grillo. El nombre era adecuado, porque la mujer era tan alegre, tan viva y tenía tan buen humor como ese pequeño animal. Si la mirabas sólo de pasada, Ixínatsi parecía una mujer purepe como las demás, aunque tenía un semblante inusualmente hermoso y un porte muy vivaz. Cualquier observador podía admirar aquellos ojos chispeantes, el pelo lustroso, el cutis luminoso, los pechos y las nalgas hermosamente redondeados y firmes, las piernas y los brazos torneados, las manos delicadas. Pero sólo los dioses que la crearon y yo llegaríamos a saber alguna vez que Grillo en realidad era muy diferente, amorosa y deliciosamente diferente, a las demás mujeres. Pero estoy adelantando acontecimientos en mi crónica.
Como le había mandado la vieja Kukú, Grillo cocinaba para mí toda clase de pescado, y adornaba los platos con una flor amarilla llamada tirípetsi; esa flor, aseguraba ella, poseía propiedades curativas. Entre comidas me agasajaba con ostras, mejillones y vieiras crudos, sobrealimentándome de un modo muy parecido a como sobrealimentan a la fuerza muchos pueblos de tierra firme a los perros techichi antes de matarlos para comérselos. Cuando se me ocurrió esa comparación, me inquieté. Me pregunté si aquellas mujeres no tenían hombres porque eran devoradoras de hombres, y así se lo pregunté, lo que hizo reír a Ixínatsi.
—No tenemos hombres ni para comer ni para ninguna otra cosa —me contestó en el dialecto poré que aprendía muy de prisa—. Te alimento, Tenamaxtli, para que te recuperes. Cuanto antes te pongas fuerte, antes podrás marcharte.
Sin embargo, antes de marcharme quise conocer más aquellas islas legendarias, una vez que se me había hecho evidente que no eran una leyenda sin base. Deduje por mi cuenta que las mujeres habían tenido antepasados purepechas, pero que aquellos antepasados habían partido de Michoacán muchísimo tiempo atrás. El idioma alterado de aquellas mujeres era prueba de ello. Y también lo era el hecho de que no seguían la antigua costumbre de los purepechas de afeitarse por completo la cabeza. Cuando Grillo no estaba atareada en atiborrarme de comida, no tenía reparos en contestar a mis muchas preguntas. Lo primero que le pregunté fue acerca de las casas de las mujeres, que no eran casas en absoluto.
Las islas, además de estar bordeadas de cocoteros, están densamente pobladas de árboles de hoja caduca en las laderas superiores. Pero las mujeres viven todo el día al aire libre y, por la noche, para dormir, entran a gatas en toscos refugios debajo de los muchos árboles caídos. Habían excavado pequeñas cuevas debajo de ellos; también, donde un tronco se inclinaba formando un ángulo, habían construido paredes con hojas de palmera o con pedazos grandes de corteza de árbol. Me prestaron uno de aquellos escondrijos improvisados para mí solo junto al que ocupaba Ixínatsi y su hija de cuatro años, que se llamaba Tirípetsi, como la flor amarilla del mismo nombre.
—¿Por qué, ya que tenéis todos estos árboles, no los cortáis en tablones y construís casas decentes? —le pregunté—. ¿O por qué no utilizáis al menos los árboles nuevos, que no hay que cortarlos en láminas?
—No serviría de nada, Tenamaxtli —me respondió—. Con demasiada frecuencia la estación lluviosa trae unas tormentas tan terribles que asolan estas islas y las despojan de todo aquello que se puede mover. Incluso muchos de los árboles más fuertes caen cada año. Así que construimos nuestros refugios debajo de los árboles caídos para que no se nos lleve el viento. No construimos nada que no se pueda reconstruir fácilmente. Por eso es también por lo que no intentamos cultivar nada. Pero el mar nos proporciona comida abundante, tenemos buenos arroyos para beber, y cocos a modo de dulces. Nuestra única cosecha son las kinuchas, y las intercambiamos por las demás cosas que necesitamos. Que son pocas —concluyó; y, como para ilustrarlo, se pasó la mano por el cuerpo casi desnudo.
La palabra «kinucha» significa perla, por supuesto. Y había un buen motivo por el cual las mujeres de la isla necesitaban poco del mundo que estaba al otro lado del mar. Todas ellas, excepto las más jóvenes, se pasaban el día trabajando con afán, lo que las cansaba tanto que pasaban las noches sumidas en un sueño profundo. Aparte de los breves intervalos que se permitían para comer y para las funciones obligatorias, o bien estaban trabajando o bien durmiendo, y no podían imaginar otras actividades. Eran tan indiferentes a las ideas de diversión y ocio como lo eran para la carencia de compañeros e hijos varones.
Su trabajo, ciertamente, es exigente y único entre los oficios femeninos. En cuanto el día clarea lo suficiente, la mayor parte de las muchachas y de las mujeres salen a la mar nadando o empujando balsas hechas de ramas de árboles atadas con zarcillos de vid. Cada mujer lleva colgado del brazo un cesto hecho de mimbre. Desde entonces hasta que la luz se va apagando en el crepúsculo, esas mujeres se zambullen repetidamente hasta el fondo del mar para buscar las ostras que abundan allí. Emergen a la superficie con un cesto lleno de esas cosas, las vacían sobre la playa o sobre la balsa y luego vuelven a zambullirse para llenarlo otra vez. Mientras tanto las niñas demasiado jóvenes y las mujeres demasiado viejas para bucear realizan la monótona tarea de abrir las ostras… y de desechar la mayor parte de ellas.
Las mujeres no quieren las ostras, excepto las pocas, en comparación, que se comen. Lo que buscan son las kinuchas de las ostras, los corazones, las perlas. Durante mi permanencia en las islas vi suficientes perlas como para pagar la construcción de una ciudad moderna, si hubieran querido una ciudad allí. La mayoría de las perlas eran perfectamente redondas y suaves, aunque algunas eran irregularmente bulbosas; otras eran tan pequeñas como ojos de mosca y algunas, pocas, tan grandes como el final de un pulgar; la mayoría eran de un tamaño que oscilaba entre ambos extremos. Además casi todas eran de un color blanco resplandeciente, aunque las había de color rosa, de tonos azules pálidos, e incluso, de vez en cuando, se veía una perla del color gris plateado de una nube de tormenta. Lo que hace a las perlas tan apreciadas y tan valiosas es su rareza y la dificultad de su adquisición, aunque uno supondría que, si una ostra tiene corazón, todas habrían de tenerlo.
—Todas lo tienen —dijo Grillo—. Pero sólo unas cuantas tienen la clase adecuada de corazón. —Ladeó la linda cabeza y se quedó mirándome—. Tu corazón, Tenamaxtli, es para sentir emociones, ¿no? ¿Cómo el amor?
—Eso parece —repuse; y me eché a reír—. Late con más fuerza cuando amo a alguien.
Ella asintió.
—Igual que el mío cuando miro a mi pequeña Tirípetsi y siento amor por ella. Pero no todas las ostras tienen un corazón que conozca la emoción, como hacen los corazones humanos. La mayoría de las ostras se limitan a yacer inertes y a esperar que las corrientes de agua les traigan alimento; no aspiran a nada más que a la placidez del lecho de ostras, y no hacen nada más que existir durante tanto tiempo como pueden.
Empecé a comentar que así igual podría estar describiendo a sus propias hermanas de la isla o incluso a la mayor parte de la humanidad, pero ella continuó hablando.
—Sólo una ostra entre muchas, quizá una entre cien centenares, tiene un corazón capaz de sentir, capaz de querer ser algo más que baba dentro de una concha. Esa única ostra entre muchas, esa que tiene un corazón que siente, bueno, ése es el corazón que se convierte en una kinú, visible, bello y precioso.
Seguramente esa tontería no podía creerse en ninguna otra parte más que en las Islas de las Mujeres, pero era una fantasía tan dulce que mi propio corazón me impidió discutirla. Y ahora, al mirar hacia atrás en el tiempo, creo que ése debió de ser el momento en que me enamoré de Ixínatsi.
De cualquier modo, daba la impresión de que aquella creencia suya de que había que buscar ostras que no lo parecían sirviera para consolarla en aquellos días en los que quizá llegase a bucear cien centenares de veces entre la primera y la última luz del día y en los que sacaba naciones enteras de ostras sin que hubiera entre ellas ni una sola kinú. De manera que la mujer no llegó a maldecir ni una sola vez, como habría hecho yo, a las ostras o a los dioses; ni siquiera escupía con enojo en el mar cuando el trabajo de todo un día se hacía en vano.
Y encima ése es un trabajo condenadamente duro. Lo sé porque lo intenté un día, en secreto, en aguas donde las mujeres no estaban trabajando entonces, y logré permanecer debajo del agua el tiempo suficiente para arrancar una sola ostra de una roca allí abajo. Ése fue todo el tiempo que pude aguantar bajo el agua. Pero las mujeres empezaban a bucear cuando eran sólo unas niñas. Cuando se convierten en adultas se han desarrollado tanto en la parte superior del cuerpo que pueden aguantar la respiración y permanecer sumergidas durante un tiempo asombrosamente largo. Verdaderamente, aquellas mujeres de las islas tienen los senos más notables que yo haya visto en ninguna otra parte.
—Míralos —me dijo Grillo mientras sostenía uno de aquellos magníficos pechos suyos en cada mano—. Es a causa de éstos que las islas han llegado a ser dominio de las mujeres solamente. Ya ves, adoramos a la diosa de gran seno Xarátanga. Su nombre significa Luna Nueva, y en el arco de cada luna nueva puedes ver la curva de su amplio pecho.
Aquella similitud no se me había ocurrido nunca antes pero es así.
Grillo continuó hablando:
—Luna Nueva dispuso hace mucho tiempo que estas islas estuvieran habitadas sólo por hembras, y todos los hombres han respetado ese mandamiento porque temen que Xarátanga se lleve las ostras o por lo menos las valiosas kinuchas, si cualquiera que no fueran las mujeres intentara recogerlas. De todos modos, los hombres no podrían hacer eso. Como tú mismo me has confesado, Tenamaxtli, has experimentado tu propia ineptitud para ello. Nosotras las mujeres estamos adaptadas por Luna Nueva para ser superiores a vosotros como buceadoras. —Volvió a menearse los pechos—. Y éstos ayudan bastante para que nuestros pulmones sean capaces de almacenar mucho más aire de lo que puede hacer cualquier hombre.
Yo no podía adivinar ninguna relación entre los órganos productores de leche y los que respiran el aire, pero como no era tícitl decidí no discutir el asunto. Estaba muy ocupado en admirar. Tuvieran o no los pechos de aquellas mujeres alguna función extra que realizar, el soberbio desarrollo y la firmeza de que hacían gala a cualquier edad contribuían indudablemente al atractivo de las mujeres. Y hay otra cosa que hace a las isleñas diferentes de las mujeres de tierra firme, y que las hace atractivas de un modo sorprendente, pero para explicar ese aspecto debo desviarme un poco del tema del que estoy hablando.
Hay en esas islas otros muchos habitantes además de las mujeres. Diversas clases de tortugas de mar avanzan pesadamente desde la orilla hacia el mar y viceversa; se ven cangrejos por todas partes y, por supuesto, hay una gran multitud de aves de voz estridente y excrementos promiscuos. Pero la criatura que resulta más característica de las islas es cierto animal al que las mujeres llaman pukiitsí, y que viene a ser como la versión marina de la bestia que en náhuatl se llama cuguar. El nombre debe de haber llegado hasta ellas directamente desde sus antepasados de Michoacán, porque ninguna de las habitantes de las islas podría haber visto nunca un cuguar.
El pukiitsí se parece vagamente al cuguar que habita en las montañas, aunque su expresión no es fiera, sino más bien encantadoramente dulce e inquisitiva. El pukiitsí tiene un bigote parecido en el hocico, pero los dientes son romos, las orejas diminutas y las patas, parecidas a aletas, no tienen garras asesinas. Nosotros los habitantes de Aztlán rara vez veíamos a esos animales marinos, sólo cuando alguno, herido o muerto, llegaba hasta nuestras costas arrastrado por el mar, porque no les gustan los lugares arenosos o pantanosos, sino que prefieren los rocosos. Y nosotros los llamamos ciervos de mar simplemente porque tienen ojos de ciervo, grandes y cálidos.
A cualquier hora había cientos de cuguares de mar a la vez alrededor de las Islas de las Mujeres, pero estos animales viven de pescado y no son de temer en absoluto, al contrario que los cuguares auténticos. Retozaban en las aguas justo al lado de las buceadoras o se asoleaban perezosamente en las rocas de la orilla, incluso dormían flotando de espaldas en el mar. Las mujeres nunca los cazaban para comérselos ya que su carne no es muy sabrosa, pero de vez en cuando un cuguar de mar moría por cualquier otra causa y las mujeres se apresuraban a desollarlo. El lustroso pellejo marrón es apreciado como prenda de vestir, tanto por su belleza como por sus propiedades impermeables. (Ixínatsi me hizo un elegante sobremanto con una de esas pieles). Esa capa de pelo es lo bastante densa como para que los cuguares de mar puedan vivir en éste sin que el cuerpo se les quede nunca frío ni el agua les llegue a la piel, y la lisura de la capa de pelo les permite deslizarse como flechas por el agua tan velozmente como cualquier pez.
Las mujeres buceadoras han desarrollado una capa de pelo parecida. Ahora bien, hace mucho declaré que nuestros pueblos del Único Mundo están usualmente desprovistos de vello corporal, pero debería enmendar esa afirmación. Todo ser humano, incluso un bebé recién nacido y aparentemente lampiño, lleva un vello muy fino, casi invisible, sobre la mayor parte del cuerpo. Poned a un hombre o a una mujer desnudos entre vosotros y el sol y veréis. Pero el vello de esas mujeres isleñas ha crecido algo más, me imagino que propiciado por el hecho de haberse dedicado a bucear en el mar durante tantas generaciones.
No quiero decir que tengan un vello tosco como el de la barba de los hombres blancos. El vello es tan fino, delicado e incoloro como la pelusa de algodoncillo, pero les cubre los cuerpos cobrizos con un lustre como el de los cuguares de mar, y sirve para el mismo propósito de hacerlas más ágiles en el agua. Cuando una mujer isleña está de pie con la luz del sol detrás de ella, se la ve recortada y orlada de un color dorado brillante. A la luz de la luna el brillo es plateado. Incluso cuando está mucho tiempo fuera del mar, y por tanto seca, tiene un aspecto deliciosamente húmedo y más flexible que las demás mujeres, como si pudiera resbalar fácilmente del abrazo del hombre más fuerte…
Lo que me trae de nuevo al tema que me había ocupado en primer plano durante todo este tiempo. Ya he mencionado las muchas generaciones de mujeres buceadoras. Pero ¿cómo engendraba una generación a la siguiente?
La respuesta es tan simple que resulta ridícula, vulgar e incluso en cierto modo repugnante. Sin embargo, no logré reunir el valor suficiente para formular esa pregunta hasta la noche de mi séptimo día en las islas, día en el cual la vieja Kurú había decretado que yo tenía que partir a la mañana siguiente.