X
—Deseo conservar a la criatura —me confió Citlali después de despertarse, de que yo le hubiera dicho algunas palabras de consuelo y ánimo y de que ella hubiera sido capaz de considerar los dos súbitos desastres de su vida con más compostura de lo que había podido hacerlo la noche anterior.
—¿Has considerado lo que vas a tener que soportar? —le pregunté—. Aparte de que tendrás que estar cuidando y vigilando a la criatura a toda hora, posiblemente hasta que sea adulta o incluso hasta que uno de vosotros dos muera, vas a sufrir el desprecio y las burlas de tu gente, especialmente de nuestros sacerdotes. ¿Y a qué clase de tonali ha sido destinada tu bebé? A una vida de abyecta dependencia de su madre. A una vida de incapacidad para enfrentarse a los acontecimientos más corrientes de cada día, y no digamos a cualquier verdadera dificultad que pueda presentarse. Apenas hay esperanza de que alguna vez haga nada en la vida para ganarse un lugar en el feliz mundo del más allá de Tonatiucan. Y ningún tonalpoqui se dignará nunca consultar su libro de augurios para darle a la criatura un nombre propicio.
—Entonces el día de su nacimiento tendrá que servir como su único nombre —murmuró Citlali con determinación—. Ayer fue el día Dos-Vientos, ¿no? De modo que Ome-Ehécatl será su nombre, y resulta bastante apropiado. El viento tampoco tiene ojos.
—Ahí lo tienes —le indiqué—. Tú lo has dicho. Ome-Ehécatl ni siquiera te verá jamás, Citlali; nunca sabrá cómo es su propia madre; nunca se casará y te dará nietos; nunca te mantendrá en tu vejez. Todavía eres joven y bonita, tienes talento en tu oficio y posees un carácter muy dulce, pero no es probable que atraigas a otro marido, al menos con un impedimento tan grande dependiendo de ti. Mientras tanto…
—Por favor, Tenamaxtli, basta —me interrumpió con tristeza—. Mientras dormía he confrontado esos obstáculos, uno tras otro, en mis sueños. Y tienes razón. Son enormes. No obstante, Ehécatl es todo lo que me queda de Netzlin y de nuestra vida juntos. Y deseo conservar lo poco que me queda.
—De acuerdo, entonces —acepté—. Si has de persistir en esta locura, yo insisto en ayudarte a hacerlo. Necesitarás a un amigo y un aliado para luchar contra esos obstáculos.
Me miró con incredulidad.
—¿Estás dispuesto a cargar con el impedimento que suponemos nosotros dos?
—Durante tanto tiempo como pueda, Citlali. Pero fíjate bien, no hablo de matrimonio ni de quedarme a tu lado para siempre. Espero que alguna vez llegue el momento oportuno en que yo pueda hacer… otras cosas.
—Ese plan del que has hablado. De echar a los hombres blancos del Único Mundo.
—Sí, eso es. Pero de momento voy a hacer algo que ya tenía decidido de antemano: marcharme del mesón y buscarme un alojamiento privado. Me quedaré a vivir aquí contigo, si estás de acuerdo, y contribuiré con mis ahorros a los gastos de la casa. Creo que ya no necesito más clases de español, y estoy seguro de que no quiero estudiar más la doctrina cristiana. Continuaré haciendo mi trabajo con el notario de la catedral para ganarme el sueldo. Y en mi tiempo libre me ocuparé de la concesión de Netzlin en el mercado. Veo que hay aún una buena provisión de cestos por vender, y cuando recuperes las fuerzas puedes hacer más. Siempre tendrás a Ehécatl a tu lado. Y por las noches me ayudarás en mis experimentos para fabricar pólvora.
—Es más de lo que yo hubiera podido esperar, y eres muy bueno al ofrecérmelo, Tenamaxtli.
Pero parecía vagamente turbada.
—Tú siempre te has comportado muy bien conmigo, Citlali, desde el mismo momento en que nos conocimos. Y ya me has ayudado, creo yo, en el asunto ese de la pólvora. ¿Tienes algo que objetar a mi ofrecimiento?
—Sólo que yo tampoco tengo intención de casarme con nadie. Ni de ser la mujer de nadie. Ni aunque ése sea el precio de la supervivencia.
—No he sugerido tal cosa —le indiqué con frialdad—. Y tampoco esperaba que lo entendieras así.
—Perdóname, querido amigo. —Tendió una mano y cogió la mía—. Estoy segura de que tú y yo podríamos ponernos de acuerdo fácilmente, y conozco la raíz en polvo que evita aunque no siempre previene, los accidentes… Ayya, Tenamaxtli, lo que intento decir es que muy bien podría ser que algún día yo anhelase tenerte… pero no quiero arriesgarme a dar a luz otro hijo deforme como…
—Comprendo, Citlali. Viviremos juntos tan castamente como hermanos, como solteros, te lo prometo.
Y eso es lo que hicimos, y durante bastante tiempo, a lo largo del cual ocurrieron muchas cosas que intentaré narrar en orden cronológico.
Aquel mismo día saqué mis pertenencias, junto con el chapoteante orinal axixcali, del Mesón de San José con intención de no volver allí nunca más. También le pedí al artífice Pochotl que me acompañara; lo conduje hasta la catedral, se lo presenté al notario Alonso y se lo recomendé encarecidamente como el hombre mejor cualificado, el único, para idear todas aquellas chucherías sacramentales que querían. Antes de que Alonso, a su vez, se lo llevase a conocer a los clérigos que lo instruirían y lo supervisarían, le dije a Pochotl dónde pensaba vivir yo a partir de entonces, y luego le susurré en voz baja:
—Desde luego, te veré a menudo aquí, en la catedral, y me interesaré en gran manera por los progresos que hagas en este trabajo. Pero confío en que irás a informarme a mi nueva morada acerca de tu progreso en el otro trabajo.
—Claro, puedes estar seguro de que lo haré. Si las cosas me van bien aquí, me sentiré en deuda contigo de un modo inmensurable, cuatl Tenamaxtli.
Y aquella misma noche empecé mis intentos de fabricar pólvora. A pesar de todo el ajetreo que el axixcali había soportado, no se habían disuelto ni alterado los pequeños cristales blanquecinos que, tal como había dicho Citlali, se habían formado en el fondo del orinal. Con mucho tiento los extraje del xitli y los puse a secar en una hoja de papel de corteza. Luego; simplemente por empezar a la ventura por algún sitio, puse el orinal al fuego del hogar hasta que la orina que quedaba dentro en ebullición. Produjo un hedor espantoso e hizo que Citlali exclamase, con horror fingido, que lamentaba haber permitido que me fuese a vivir a su casa. Sin embargo, resultó que mi empresa valió la pena; cuando todo el xitli se hubo evaporado, en el fondo quedaron aún más de aquellos pequeños cristales.
Mientras se secaban me fui al mercado; allí encontré con facilidad algunos pedazos de carbón vegetal y de azufre amarillo que estaban a la venta y me llevé a casa cierta cantidad de cada uno de los dos elementos. Mientras apisonaba aquellos pedazos con el tacón de mi bota española hasta convertirlos en polvo, Citlali, aunque permanecía en cama, molió los cristales de xitli sobre una piedra metlatl. Luego, sobre un pedazo de papel de corteza, mezclé a conciencia los granos negros, los amarillos y los blancos en igual proporción. Para evitar cualquier riesgo de accidente, me llevé el papel al callejón fangoso en el que estaba la casa. Varios niños de la vecindad, atraídos por el olor que yo había producido por los alrededores, me miraron con curiosidad mientras yo aplicaba una ascua del hogar a aquella mezcla de polvos. Y luego comenzaron a vitorearme, aunque el resultado de mi experimento no fue un trueno ni un relámpago, sino tan sólo una pequeña efervescencia chisporroteante y una nube de humo.
Yo no estaba tan decepcionado como para no hacer una elegante reverencia a los niños para agradecerles los aplausos. Ya me había dado cuenta, al estudiar el pellizco de pólvora que le había cogido al joven soldado cazador de aves, que la mezcla no se componía por igual de negro, blanco y amarillo. Pero tenía que empezar por alguna parte, y aquel primer intento había sido un éxito al menos en un aspecto importante. La nube de humo azul olía exactamente igual que el humo que había salido de los arcabuces colocados en la orilla del lago. De modo que aquel cristal derivado de la orina femenina debía de ser el tercer elemento necesario para fabricar pólvora. Ahora sólo tenía que probar diversas proporciones de aquellos ingredientes hasta conseguir el equilibrio apropiado. Mi principal problema, evidentemente, sería procurarme la cantidad suficiente de aquellos cristales de xitli. Hasta se me pasó por la cabeza pedirles a aquellos niños que me trajeran los axixcaltin de sus madres. Pero deseché la idea, ya que originaría muchas preguntas por parte de los vecinos… la primera de ellas por qué un demente andaba suelto por sus calles.
Pasaron varios meses durante los cuales continué hirviendo orina a la menor oportunidad, hasta el punto de que se podría decir que el vecindario ya se había acostumbrado al olor, pero a mí personalmente me ponía enfermo de asco. De todos modos, aquellas penalidades daban realmente como fruto los cristales, aunque aún en cantidades diminutas, por lo que se me hacía difícil probar las diferentes medidas del polvo blanco y de los otros dos colores. Guardaba un registro de los experimentos que llevaba a cabo, apuntándolos en un pedazo de papel que tenía mucho cuidado de no extraviar. Hice la siguiente lista: dos partes de negro, dos de amarillo y una de blanco; tres partes de negro, dos de amarillo y una de blanco; y así sucesivamente. Pero ninguna de las mezclas que probaba daba resultado más alentador que la primera vez, en la que las porciones habían sido una, una y una. Es decir, que la mayor parte de las mezclas sólo proporcionaban una chispa, una efervescencia y un poco de humo, y algunas de ellas no dieron resultado alguno.
Mientras tanto yo le había explicado al notario Alonso por qué dejaba de asistir a las clases del colegio. Él convino conmigo en que mi fluidez en español mejoraría convenientemente, de allí en adelante, si, más que estudiar las normas, me dedicaba a hablarlo y oírlo. No obstante, no se mostró tan conforme con el hecho de que quisiese retirarme de las enseñanzas de tete Diego acerca del cristianismo.
—Podrías estar poniendo en peligro la salvación de tu alma inmortal, Juan Británico —me advirtió de forma solemne.
—¿No contaría Dios como una buena obra que arriesgue mi salvación para mantener a una indefensa viuda? —me atreví a preguntarle.
—Bueno… —repuso inseguro—. Pero sólo hasta que ella sea capaz de mantenerse sola, cuatl Juan. Luego debes reanudar tu preparación para la confirmación.
Después de aquello Alonso me preguntaba de vez en cuando por la salud y las condiciones en que se encontraba la viuda, y en cada ocasión le contesté, con sinceridad, que todavía estaba confinada en la casa, pues tenía que cuidar a aquella criatura suya lisiada. Y creo que a partir de entonces Alonso me tuvo empleado mucho más tiempo del que realmente le era de utilidad, pues siempre encontraba páginas muy oscuras, incluso aburridas y sin valor alguno, de palabras imágenes hechas muy lejos y mucho tiempo atrás, y me pedía que le ayudase a traducirlas sólo porque sabía que mi salario se dedicaba en su mayor parte a mantener a aquella pequeña familia que yo tenía ahora.
Siempre que yo no estaba ocupado con esto, aprovechaba para visitar los varios talleres que la catedral le había proporcionado a Pochotl. Los jefes del clero que tenía habían puesto a prueba primero su habilidad dándole una cantidad muy pequeña para ver qué podía hacer con ello. Se me ha olvidado qué fue lo que hizo, pero dejó extasiados a los sacerdotes. Y a partir de entonces le proporcionaron cantidades cada vez más grandes de oro y plata, le dieron instrucciones acerca de lo que tenía que hacer —candelabros, incensarios y urnas variadas— y le dejaban que diseñase él mismo aquellas cosas. Quedaron muy complacidos con cada una de ellas.
De manera que ahora Pochotl era maestro de un taller y disponía del horno de fundición donde los metales se fundían y se refinaban; de una fragua donde a los metales más toscos —hierro, acero o latón— se les daba forma con el martillo; de una sala con morteros y crisoles en los cuales se licuaban los metales preciosos; de otra sala con bancos de trabajo, sembrados de herramientas para los trabajos delicados. Y desde luego tenía muchos ayudantes, algunos de los cuales también habían sido anteriormente artesanos en Tenochtitlan. Pero casi todos los que le ayudaban eran esclavos, en su mayor parte moros, porque estas personas son inmunes al calor más caliente, que hacían aquellos trabajos pesados que no requerían demasiada habilidad.
Como es natural, Pochotl se sentía feliz, tan feliz como si hubiera sido transportado en vida al más allá lleno de dicha de Tonatiucan.
—¿Te has fijado, Tenamaxtli, en que estoy engordando de manera envidiable otra vez, ahora que estoy bien pagado y me alimento como es debido?
Y disfrutaba enseñándome todas y cada una de sus producciones nuevas, y obtenía placer en el hecho de que yo las admirase igual que las admiraban los sacerdotes. Pero allí, en la catedral, él y yo nunca hablábamos del otro trabajo que Pochotl llevaba a cabo; ese proyecto sólo lo comentábamos cuando él venía a casa y me hacía preguntas acerca de las distintas partes del arcabuz que yo le había dibujado.
—¿Se supone que esta pieza ha de moverse así o así?
Y con el tiempo empezó a llevar auténticas piezas de metal para enseñármelas a fin de que yo diera mi aprobación o hiciese comentarios.
—Ha sido una gran cosa —me dijo— que consiguieras que me diesen el trabajo en la catedral al mismo tiempo que me pediste que fabricase esta arma. Sólo hacer el largo tubo hueco del arcabuz habría sido imposible sin las herramientas que tengo ahora. Y precisamente hoy estaba intentando doblar una tira delgada de metal para convertirla en esa espiral que tú llamas muelle, cuando de manera inesperada me interrumpió un tal padre Diego. Me sobresaltó al hablarme en náhuatl.
—Conozco a ese hombre —le indiqué—. Te sorprendió, ¿eh? Y difícilmente creería que un muelle fuese ninguna clase de decoración para la iglesia. ¿Te regañó por descuidar tu trabajo?
—No. Pero sí que me preguntó con qué estaba jugueteando. Con astucia, le dije que había tenido una idea para un invento y que me estaba esforzando para hacerlo realidad.
—Un invento, ¿eh?
—Eso mismo me dijo el padre Diego, y luego se echó a reír, burlándose. Me dijo: «Eso no es ningún invento, maestro. Es un artilugio que hace muchos siglos que a nosotros, la gente civilizada, nos es familiar». Y luego… ¿a que no adivinas lo que hizo, Tenamaxtli?
—Lo reconoció como una pieza del arcabuz —dije con un gemido—. Han descubierto y frustrado nuestro proyecto secreto.
—No, no. Nada de eso. Se fue y al poco rato volvió con un puñado entero de diferentes clases de muelles. El rollo espiral que me hace falta para hacer girar la rueda dentada. —Me enseñó el muelle—. Y además otro del tipo plano que se dobla hacia atrás y hacia adelante, el que necesito para hacer que se suelte lo que tú llamas garra de gato. —También me enseñó aquel otro—. En resumen, ahora que sé hacer estas cosas no necesito hacerlas. El buen sacerdote me las regala.
Solté el aliento y dejé escapar un suspiro de alivio.
—¡Maravilloso! —exclamé—. Por una vez los dioses amantes de las coincidencias han sido magnánimos. Debo decir, Pochotl, que tú estás teniendo más éxito que yo.
Y le estuve hablando de mis desalentadores experimentos con la pólvora.
Pochotl se quedó pensando durante unos instantes y luego me sugirió:
—Quizá no estés experimentando en las condiciones adecuadas. Por la descripción que me has hecho del funcionamiento del arcabuz, creo que no puedes juzgar la eficacia de la pólvora hasta que la embutas bien apretada en un espacio reducido antes de aplicarle fuego.
—Es posible —convine—. Pero es que sólo dispongo de unos cuantos pellizcos de pólvora con los que trabajar. Pasará mucho tiempo antes de que pueda fabricar la suficiente como para embutirla en ninguna parte.
Sin embargo, precisamente al día siguiente los dioses de la coincidencia organizaron otro avance feliz en mi proyecto. Como le había prometido a Citlali, yo cada día pasaba un rato en el puesto que Netzlin tenía en el mercado. Eso requería poco esfuerzo por mi parte, excepto estar allí de pie, entre los cestos, esperando a que un cliente desease comprar uno. Citlali me había dicho el precio que esperaba que pagasen por cada uno en granos de cacao, en retazos de hojalata o en monedas maravedíes, y el cliente podía juzgar la calidad sin que hiciera falta que yo se la señalase. Los clientes incluso podían verter agua en cualquiera de los cestos de Citlali para probarlo; todos estaban tan bien tejidos que el agua no se salía, y no digamos si dentro se ponían semillas, harina o cualquier otra cosa que pudieran contener. Puesto que no tenía otra cosa que hacer, entre un cliente y otro me pasaba el tiempo conversando con los transeúntes, fumando picíetl con los vendedores de otros puestos o, como estaba haciendo el día en que ocurrió lo que voy a contar, vertiendo sobre el mostrador de mi puesto montoncitos de polvo de carbón, azufre y xitli para poder meditar reposadamente sobre ellos y el infinito número de sus posibles combinaciones.
—¡Ayya, cuatl Tenamaxtli! —bramó una voz campechana, fingiendo estar llena de consternación—. ¿Es que vas a hacerle la competencia a mis mercancías?
Levanté la vista. Era un hombre llamado Peloloá, un mercader pochtécatl a quien yo conocía de encuentros anteriores. Venía regularmente a la Ciudad de México para traer los dos productos principales de su Xoconochco natal, esa costera Tierra Caliente situada muy al sur, de donde procedía la mayor parte de nuestro algodón y de nuestra sal desde mucho antes de que los hombres blancos pusieran los pies en el Único Mundo.
—¡Por Iztocíuatl! —exclamó, invocando a la diosa de la sal al tiempo que apuntaba hacia mi patético montón de granos blancos que estaban extendidos sobre el mostrador—. ¿Es que intentas derrotarme en mi propio negocio?
—No, cuatl Peloloá —le contesté sonriendo con tristeza—. Ésta no es una sal que alguien quiera comprar.
—Tienes razón —reconoció tras llevarse unos granos a la lengua antes de que yo pudiera detenerle y decirle que era puramente esencia de orina. Pero luego, cosa que me sorprendió, añadió—: No es más que la primera cosecha amarga, lo que los españoles llaman salitre. Se vende tan barata que apenas te daría para vivir.
—Ayyo —resollé—. ¿Reconoces esta sustancia?
—Pues claro. ¿Y quién que fuera del Xoconochco no la reconocería?
—Entonces, ¿en el Xoconochco hervís la orina de las mujeres?
Aquel hombre pareció no comprender.
—¿Qué?
—Nada. No importa. Has llamado a ese polvo «primera cosecha». ¿Qué significa eso?
—Lo que su nombre indica. Algunos creen que nosotros, sencillamente, metemos una pala en el mar y filtramos la sal directamente de allí. Pues no. Hacer sal es un proceso bastante más complicado. Nosotros ponemos diques para separar las partes menos hondas de nuestras lagunas y dejamos que se sequen, sí, pero luego hay que liberar de impurezas esos terrones, pedazos y copos de sustancia seca. Primero se tamizan en agua dulce para quitarles la arena, las conchas y las algas. Luego, también en agua dulce, se hierve la sustancia. De ese hervor inicial se obtienen unos cristales que también hay que tamizar. Ésos son los cristales de la primera cosecha, el salitre, exactamente lo que tienes aquí, Tenamaxtli, sólo que esto tuyo está pulverizado. Para llegar a obtener la auténtica y valiosísima sal de la diosa hay que llevar a cabo varias etapas más de refinamiento.
—Has dicho que este salitre se vende, y muy barato.
—Los granjeros del Xoconochco lo compran exclusivamente para esparcirlo sobre los campos de algodón. Dicen que así aumenta la fertilidad de la tierra. Los españoles emplean de algún modo el salitre para hacer sus curtidos. No sé qué uso estarás pensando en darle tú…
—¡En curtidos! —mentí—. Sí, eso es. Estoy pensando en añadir a mis existencias mercancías de cuero fino. Pero no sabía dónde conseguir el salitre.
—Con mucho gusto te traeré una carga entera de tamemi en mi próximo viaje al norte —dijo Peloloá—. Barato es, pero a ti no te cobraré nada. Tú eres un amigo.
Me fui a casa a todo correr para anunciar la buena noticia. Sin embargo, con la excitación, lo hice con poca elegancia. Me precipité por la cortina de la puerta gritando:
—¡Ya puedes dejar de orinar, Citlali!
Mi poco elegante entrada la sumió en un paroxismo de risa tal que pasó un buen rato antes de que Citlali pudiera decir con voz jadeante:
—Una vez… te llamé… absurdo. Me equivoqué. ¡Estás completamente xolopitli!
Y pasó aún un rato más antes de que yo pudiera hacer acopio de ingenio y formulase mi anuncio con otras palabras, contándole la gran fortuna que había caído sobre mi.
Citlali me dijo con timidez, y eso que ella rara vez se mostraba tímida:
—Quizá debiéramos hacer una pequeña celebración. Para mostrar agradecimiento a la diosa de la sal Iztocíuatl.
—¿Una celebración? ¿De qué clase?
Todavía con timidez, pero ahora ruborizándose ligeramente, me comunicó:
—He estado tomando la raíz en polvo tlatlaohuéhuetl desde hace un mes. Creo que no hace falta que nos preocupemos por la posibilidad de que haya un accidente si queremos probar esa tan cacareada invulnerabilidad que proporciona.
La miré, iba a decir que «con nuevos ojos», pero no sería verdad. Durante aquel tiempo en que habíamos estado durmiendo separados en jergones colocados en distintas habitaciones, yo la había deseado, pero me había comportado virtuosamente y no había dado muestras de ello. Además, había pasado tanto tiempo desde la última vez que yo había yacido con una hembra, la pequeña y marrón Rebeca, que posiblemente hubiera recurrido pronto a los servicios de una maátitl. Citlali debió de interpretar mi pequeña vacilación como reticencia, porque ahora, riéndose, y haciéndome reír a mi también, me dijo con descaro:
—Niez tlalqua ayquic axitlinema.
Que significa: «Te prometo que no orinaré».
Y así nos abrazamos, riendo los dos, cosa que entonces, aprendí por vez primera que era la mejor manera de empezar.
Durante aquel tiempo Ome-Ehécatl había ido creciendo, había dejado de ser un niño de pecho y se había convertido en una criatura que gateaba y que, después del destete, estaba aprendiendo a dar sus primeros y vacilantes pasos. Yo siempre esperaba que el día menos pensado Ehécatl se moriría, y sin duda lo mismo le ocurría a Citlali, porque una criatura afectada al nacer de una deformidad física tan evidente suele tener otros defectos que no son visibles, por lo que es corriente que muera muy joven. Durante la infancia de Ehécatl sólo se hizo evidente otra deficiencia, y es que la criatura nunca aprendió a hablar, lo que posiblemente fuese signo también de sordera. Aquello quizá perturbase a Citlali más que a mí; a mí, francamente, me complacía que la criatura nunca llorase tampoco. Sea como fuere, parecía que el cerebro le funcionaba lo suficientemente bien. Mientras aprendía a andar, Ehécatl también aprendió a moverse con habilidad por la casa, y en seguida aprendió a virar para no acercarse al fuego del hogar. Siempre que Citlali decidía llevar a la criatura a hacer ejercicio fuera de la casa, la ponía de pie en la calle, la situaba en la dirección adecuada y le daba un suave empujón. Entonces la criatura, impávida, comenzaba a caminar insegura y en línea recta por el medio de la calle, confiada en que su madre se había cerciorado de que no hubiese ningún obstáculo en el camino. Desde luego, Citlali siempre era amable y buena con todo el mundo, pero yo creo que además tenía sentimientos maternales, incluso para un retoño como Ehécatl. Mantenía siempre limpia a la criatura, vestida con pulcritud… y bien alimentada, aunque al principio la criatura había tenido dificultad en encontrar la teta de Citlali y más tarde le había costado aprender a manejar la cuchara. Los demás niños de la vecindad me sorprendieron bastante con su actitud. Parecían considerar a Ehécatl como una especie de juguete… no un ser humano como ellos, desde luego, pero tampoco tan inerte como la paja o un muñeco de arcilla, aunque nunca se mostraron ofensivos ni se burlaron. En conjunto, al mismo tiempo que conseguía vivir más de lo que suelen semejantes monstruosidades, Ehécatl pasó aquellos años del modo más agradable que un lisiado incurable hubiera podido esperar.
Yo sabía que la principal preocupación de Citlali por la criatura era la cuestión de la otra vida, ya fuera Ehécatl a parar allí pronto o tarde. Lo más probable es que Citlali tuviese también cierta preocupación por su propia vida del más allá. Ninguna persona en el Único Mundo está necesariamente condenada a la nada de Mictlan después de la muerte —como lo están los cristianos al infierno— sólo porque haya nacido, haya vivido y haya muerto. Sin embargo, para asegurarse de que uno no va a zambullirse en Mictlan y para merecer residir después en el Tonatiucan del dios del sol o en alguno de los otros apetitosos mundos del más allá pertenecientes a otros dioses benefactores, hay que haber hecho necesariamente algo en la vida.
La única esperanza que un niño tiene de poder hacerlo es sacrificándose, es decir, que sus padres lo sacrifiquen, para apaciguar el hambre y la vanidad de un dios u otro. Pero ningún sacerdote habría aceptado un objeto inútil como Ehécatl como ofrenda ni siquiera al más insignificante de los dioses. La mejor manera que tiene un hombre adulto de alcanzar la vida del más allá que desee es muriendo en la batalla o en el altar de un dios, o llevando a cabo alguna hazaña lo bastante notable como para complacer a los dioses. Una mujer adulta también puede morir como sacrificio a un dios, y algunas han realizado hazañas tan dignas de elogio como las de cualquier hombre, pero la mayoría han merecido su lugar en Tonatiucan o en Tlálocan, o donde sea, simplemente por ser madres o hijas cuyo tonali las ha destinado a ellas a ser guerreras, ofrendas de sacrificios o bien madres. Ome-Ehécatl nunca podría ser ninguna de esas cosas, y es por ello que digo que Citlali debía de albergar cierta inquietud acerca de las perspectivas que su retoño tenía después de la muerte.