CAPÍTULO 9

El año 523 apareció en el cielo, durante más de dos semanas y visible en todo el mundo aun de día, esa clase de estrella que algunos llaman estrella de rabo y otros dicen cometa. En consecuencia, todos los sacerdotes cristianos y judíos, todos los augures y adivinos paganos clamaron «¡Ay de nos!», pensando que Dios y los otros dioses nos avisaban de alguna calamidad terrible.

Bien, sí que aparecieron muchos signos premonitorios aquel año, pero yo no vi en ellos la mano de Dios o de los dioses, pues eran todos actos de hombres y mujeres mortales. Me explicaré: Justiniano y su concubina Teodora, con la connivencia de la Iglesia, lograron por fin promulgar la ley de «notorio arrepentimiento» por la que se les permitía casarse; luego, al no tener ya que concentrar sus energías en adecentar su situación personal, Justiniano se dedicó a lo que consideró era su gran misión en esta vida: adecentar el resto del mundo para que cumpliera los preceptos establecidos por la Iglesia cristiana. Aún, empero, los edictos los firmaba el emperador Justino, pero el contenido era de Justiniano. Por ejemplo, al decretar que a partir de entonces no se permitía que ningún pagano, infiel o hereje tuviera cargos ni militares ni civiles en el imperio de Oriente, añadió: «Ahora todos comprenderán que a aquellos que no adoran debidamente al verdadero Dios les están vedados, además de la salvación de la vida eterna, los bienes materiales de ésta.»

El decreto no se extendió —de momento— hacia el Oeste más allá de la provincia de Panonia, pero Teodorico, lógicamente, lo consideró de mal augurio. Conforme a las cláusulas de su antiguo acuerdo con Zenón, seguía siendo, al menos nominalmente, «delegado y vicario» occidental del emperador de Oriente; si Justino con tan siniestro decreto apuntaba a la población de los dominios de Teodorico, él tendría que ceder o declararse en abierta rebeldía contra su señor. Y Teodorico y sus subditos arríanos no eran los únicos que vieron las consecuencias que podía acarrear, pues también los cristianos católicos más sensatos y los senadores de Roma mostraron preocupación; al fin y al cabo, los senadores se consideraban depositarios de lo que quedaba del imperio romano de Occidente, y Oriente y Occidente llevaban dos siglos compitiendo por mantener la hegemonía de su autoridad e influencia.

E igual había sucedido entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla. Quizá se piense que a todos los católicos devotos les encantó aquel edicto imperial que —en todo el mundo— perjudicaba a judíos, paganos y herejes; pero no se olvide que todos los patriarcas obispos del cristianismo hacía mucho tiempo que luchaban denodadamente por el reconocimiento de un patriarca, el primus inter pares, el soberano pontífice, el papa. Casi simultáneamente al edicto de Justino, murió Hormisdas, obispo de Roma, y fue sustituido por uno llamado Juan. Como puede imaginarse, Juan se sintió profundamente disgustado al ver que tenía que asumir un obispado que se hallaba claramente eclipsado por el de Constantinopla; el complaciente emperador Justino había permitido una notable medra de poder y prestigio a su patriarca Ibas, y Juan no podía esperar lo propio de Teodorico. Por lo tanto, Juan, sus clérigos y sus fieles achacaron un nuevo agravio al rey, pero es que, además, eran sus más acérrimos adversarios, pues si había algo que unía a la hermandad cristiana que acataba el credo de Anastasio —la Iglesia ortodoxa del imperio de Oriente, la católica de África y la Galia y del reino godo— era su determinación a acabar con Teodorico, los arrianos y la abominable tolerancia arriana de paganos, judíos, herejes y toda religión no cristiana.

Empero, las nubes que se avecinaban en el horizonte del reino godo no eran aún tan negras como las que sobre él se cernían. Los que éramos más allegados a Teodorico llevábamos ya un tiempo temiéndonos que uno de sus arrebatos de irracionalidad marrase o trastornase desastrosamente los logros de su reinado; pero aunque Teodorico hubiera estado en el cenit de su poder mental y físico, no podía negarse el hecho de la edad que tenía; no tardaría mucho en morir, e incluso si, por fortuna, eso sucedía antes de que su senilidad cada vez más acentuada perjudicase al reino, ¿quién iba a sucederle? ¿Quién sería capaz de continuar la gran obra que él había realizado? ¿Había alguien, y dónde, dotado para revestir el manto de un rey, justamente llamado «el Grande»?

El heredero, por supuesto, era el nieto de Teodorico en Ravena, Atalarico. Pero en este año del que hablo, el príncipe heredero no tenía más que siete años, y si subía pronto al trono, el reino habría de ser regido durante unos años por su madre y —como creo que he señalado— Amalasunta era tan mal vista en el reino godo como Teodora en el imperio de Oriente; aun suponiendo que el reino se mantuviese intacto durante su regencia hasta que Atalarico fuese mayor de edad, ¿qué clase de rey sería?

Haré un bosquejo:

Estábamos yo y tres generales en la antecámara de palacio aguardando audiencia con Teodorico, y nos entreteníamos contando hazañas de guerra, cuando se abrió una puerta y apareció el príncipe Atalarico andando morosamente; era evidente que había venido a palacio con su madre, quien seguramente abrumaba a Teodorico con otra de sus exigencias. Bien, el príncipe lloriqueaba entre sollozos, frotándose los ojos enrojecidos y la nariz con una mano y con la otra el trasero.

—Muchacho, ven aquí —dijo bronco el general Tulum—. ¿Qué te sucede?

—Es que Ama... —gimió el niño entre sollozos— Ama me ha pegado con la sandalia.

Tulum se quedó sorprendido, pero no dio muestra de simpatizar con el pequeño.

—Atalarico —rezongó el general Witigis—, supongo que habrás hecho algo rematadamente malo para merecértelo.

—Lo ú... lo único que he hecho —contestó el pequeño, babeando y sorbiéndose los mocos— es llevarme una reprimenda... de mi tutor de griego... por escribir mal la palabra «andreía»... y Ama lo ha oído...

Sin dejar de sollozar, el príncipe salió de la antecámara. Se hizo un silencio y los generales se miraron unos a otros. Y fue Thulwin quien me sorprendió diciendo:

—¡Por las gruesas pelotas de cuero de nuestro padre Wotan! No acabo de creerme que haya visto a un ostrogodo amalo, a un ostrogodo varón, gimiendo y lloriqueando.

—¡Porque le ha pegado una mujer! —añadió el general Tulum, tan atónito como él—. ¡Sí, después de dejarse pegar por una mujer!

—Ne, ne, zurrado con una sandalia de mujer —añadió pensativo Witigis—. Por la Estigia, cuando el bruto de mi padre me zurraba con el cinturón, gracias daba yo de que no me atizara con la hebilla.

—A la edad que tiene él, ya estaba yo deslomando mi primer caballo —dijo Thulwin—, y rompiéndole la nariz a mi maestro de armas.

—Ja —gruñó Tulum—, los hombrecitos deben derramar sangre, no lágrimas.

—Pero este hombrecito —añadió Witigis con despecho— tiene un tutor. De griego. Y le da reprimendas. Un griego.

—Bueno, ¿y qué quiere decir eso de «andreía»? —inquirió Thulwin.

—Significa virilidad —dije yo.

—¡Liufs Guth! ¡Y ni siquiera sabe cómo se escribe!

Teodorico tenía otro nieto: Amalarico, hijo del difunto rey visigodo Alarico y de su hija Thiudagotha. Aquel príncipe, que tenía dieciséis años, habría podido ser considerado una aceptable alternativa al afeminado Atalarico, pero aún no se sabía con certeza si había de suceder a su padre como rey de los visigodos, y —lamentable es decirlo— eso fue también por culpa del exceso de tutela y de consentimiento de Teodorico con su hija, pues desde la muerte del rey Alarico en combate, Thiudagotha era regente del reino, y ella había cedido la regencia a su padre, que era quien había gobernado todos aquellos años el país mediante delegados que nombraba en Aquitania e Hispania. En otras palabras, el príncipe Amalarico de Tolosa se había criado sin conciencia de las responsabilidades de un monarca, carente de experiencia y, al parecer, sin la mínima ambición de ser rey. En definitiva, en cuanto posible cabeza del reino godo, había que considerarle tan inadecuado como su primo de Ravena.

Pero había otro candidato: Teodoato, hijo de Amalafrida, hija de Teodorico y de su primer esposo, que había sido un herizogo ostrogodo; cierto que Teodoato habría podido reclamar su derecho prioritario a la sucesión, fundamentado en la consanguinidad amala; además, tenía suficiente edad para ser rey, pues era ya un hombre de mediana edad. Empero, además de carecer de experiencia, Teodoato carecía de cualidades morales para ocupar un cargo que no fuese el de avaricioso comerciante; era el Teodoato que no me había gustado nada cuando era un jovenzuelo hosco y lleno de granos, el Teodoato a quien su tío el rey había reprobado públicamente por el asunto de la transacción abusiva de tierras, el Teodoato que, desde entonces, había realizado muchos otros negocios cuestionables por mor de engrandecimiento personal, ganándose con ello bastante desprestigio.

Sólo había una persona en los altos círculos que pensaba que Teodoato podía tener una leve posibilidad de obtener el favor de la Fortuna, y era —por inverosímil que parezca— la propia hija de Teodorico e incuestionable heredera directa, la princesa Amalasunta; no podía ignorar la animadversión que causaba en la corte —y en todo el reino— e incluso por muy cegada que estuviera como madre con su hijo Atalarico, debía darse cuenta de que él tampoco era muy querido. Así, buscó la amistad de su primo Teodoato, que ella, del mismo modo que toda persona respetable, había dado de lado hacía mucho tiempo; con ello Amalasunta pensaba que como ella, su hijo y el primo eran los familiares más cercanos de Teodorico y los pretendientes más viables al trono, uniéndose los tres tendrían más posibilidades de rechazar a pretendientes más lejanos, pues el reino godo tendría que aceptar a uno de ellos como sucesor de Teodorico y quien fuese el elegido compartiría con los otros dos el poder.

Así, en aquel año del cometa, anno domini 523, ab urbe condita 1276, quinto año del reinado del emperador Justino y trigésimo del reinado del rey Teodorico el Grande, la situación era la siguiente:

Nosotros, amigos y consejeros más allegados, buscábamos desesperadamente alguien capaz de suceder a nuestro querido monarca para que gobernase el reino que él había conquistado y engrandecido. El sustituto ideal, un ostrogodo de valía del linaje amalo, no existía. Los militares propusieron una atrayente alternativa: el general Tulum. No era de linaje real, pero era ostrogodo y todos conveníamos en que poseía atributos de rey, pero grande fue nuestra decepción cuando rehusó hoscamente el honor alegando que tanto él como sus antepasados habían servido fielmente a los reyes amalos y que no pensaba romper la tradición.

Entretanto, el imperio oriental —es decir, la trinidad formada por Justino, Justiniano y Teodora— no es que amenazase al reino godo, pero comenzaba a dar muestras de afianzar su poder y autoridad en el orbe; sus conatos no parecían ir destinados a provocar la belicosidad de Teodorico, sino a dar a sus subditos señales inequívocas de que una vez desaparecida su augusta figura, Constantinopla podía anexionarse fácilmente el reino. Sin duda que los monarcas de los países de nuestro entorno abrigaban iguales ideas, e incluso no tenían por qué preocuparse por disputarse el botín del reino godo. Teniendo en cuenta que muchos de los países vecinos estaban unidos ahora por el vínculo de la religión católica o la ortodoxa, quizá ya habrían convenido pacíficamente el reparto. Mientras Teodorico viviese y no sucumbiese de un modo notorio a la senilidad absoluta, esos vecinos no tendrían valor para apropiárselo, pero aguardaban con avidez de aves carroñeras.

Mientras, también la Iglesia de Roma, tras treinta años de intentar en vano inferir un grave daño a Teodorico, continuaba sin reducir un ápice su odio hacia él; casi todos los católicos del reino, desde el obispo de Roma Juan hasta los eremitas que vivían en cuevas, habrían visto con alborozo que un no arriano usurpara el trono. Digo «casi» todos porque había, naturalmente, hombres y mujeres de alta y baja condición que, a pesar de hallarse vinculados a la Iglesia que les impedía razonar por sí mismos, seguían conservando el buen sentido y vislumbraban el desastre que supondría para el país el ascenso de un usurpador.

Los senadores de Roma también lo consideraban, y, aunque muchos de ellos eran católicos, y por consiguiente inducidos a detestar a los arrianos —y, aunque en su mayoría fuesen itálicos y ciudadanos romanos, lógicamente más predispuestos a ser gobernados por un romano—, eran hombres pragmáticos y reconocían que Roma, Italia y todo lo que otrora fuese el imperio de Occidente, había conocido bajo la égida de Teodorico un alivio temporal de la decadencia a que se encaminaba, seguido de una seguridad, paz y prosperidad constantes sin igual en más de cuatro siglos. También se daban cuenta de la amenaza que representaban los francos y vándalos que lo rodeaban, e incluso la que podían representar otros pueblos menos importantes, que anterioremente se hallaban sometidos, eran aliados o no constituían peligro, como era el caso de los gépidos, rugios y lombardos, si el reino godo era gobernado por alguien que no estuviera a la altura de Teodorico; los senadores adoptaban la actitud de «mejor los bárbaros conocidos que los bárbaros por conocer», y, como nosotros en la corte, debatían y argüían los méritos de uno u otro candidato a la sucesión, y no consideraban un defecto que el candidato fuese de nacionalidad goda y religión arriana. Pero, igual que nosotros, los senadores no encontraban un candidato adecuado.

Empero, mientras que aquellos senadores recelaban con razón de cualquier nación extranjera, se mostraban muy temerosos en particular de una nación que no era bárbara: su antiguo rival y adversario por la supremacía: el imperio romano de Oriente. Y aquella actitud timorata del senado fue la causa del más lamentable de todos los acontecimientos que sucedieron aquel año del cometa.

Un senador llamado Cyprianus acusó a otro, llamado Albinus, de haber entrado en correspondencia con Constantinopla para traicionar al país; ello habría podido tratarse de simple calumnia, pues no era nada nuevo que un senador imputase a otro las peores depravaciones, ya que siempre había constituido un método para buscar relevancia política. Pero, por lo que yo sé, el senador Albinus había estado, efectivamente, conspirando con los enemigos del estado, aunque eso apenas importa ahora.

Lo que acarreó tan graves consecuencias fue que el acusado Albinus era amigo íntimo del magister officiorum Boecio. Quizá si Boecio se hubiese mantenido al margen de los hechos, nada habría sucedido; pero él era un buen hombre que no se inhibía cuando a un amigo le difamaban, y más cuando se trataba de traición, que es un delito que tiene por castigo la pena capital. Así, cuando el senado nombró un tribunal para juzgar a Albinus, Boecio se personó ante los jueces y asumió la defensa de su amigo, concluyendo con estas palabras:

—Si Albinus es culpable, también lo soy yo.

—De pequeño me hicieron estudiar retórica —le dije a Livia, meneando entristecido la cabeza—. Ese discurso de Boecio está extraído de los textos clásicos, y cualquier estudiante se habría encogido de hombros por su simpleza; no era más que una argumentación aristotélica sobre la probabilidad razonable, pero el tribunal...

—Seguro que son hombres razonables —dijo ella, más a guisa de pregunta que de afirmación.

—Se puede razonar por los hechos expuestos —dije con un suspiro— o se puede razonar con arreglo a lo testimoniado. Yo no conozco los hechos y no he asistido al juicio, pero se han presentado como prueba unas cartas, que pueden ser o no auténticas. No lo sé. En cualquier caso, parece ser que es basándose en los hechos como los jueces han considerado culpable a Albinus. Luego como Boecio ha dicho que él también lo era, los jueces le han tomado la palabra.

—¡Eso es absurdo! ¿Traidor el jefe de consejo del rey?

—Él atestiguó voluntariamente; un testimonio retórico, pero ahí queda —añadí, con otro suspiro—. Para ser comprensivo con los jueces y evitar ser injusto con ellos, te diré que ellos conocen perfectamente el estado de Teodorico y su presente tendencia a dudar y sospechar de cuantos le rodean, por lo que difícilmente pueden hallarse inmunes a igual sospecha. Si las pruebas les han convencido de la culpabilidad de Albinus...

—¡Pero se trata de Boecio! ¡Si Roma le enalteció como consul ordinarius cuando sólo tenía treinta años! Es uno de los que más jóvenes han sido...

—Y ahora ya pasa de los cuarenta y por sus propias palabras es culpable de traición a Roma.

—Inconcebible. Absurdo.

—El tribunal convino en que lo había admitido. Ése ha sido el veredicto.

—¿Y la sentencia?

—Livia, por alta traición sólo hay una sentencia.

—La muerte... —dijo ella, ahogando un grito.

—La sentencia debe ratificarla el senado en pleno y, luego, confirmarla el rey. Confío de todo corazón en que no prospere. El suegro de Boecio, el senador Símaco, sigue siendo princeps senatus, y seguramente usará de su influencia a la hora del voto. Mientras tanto, en Ravena, es Casiodoro hijo quien ha sustituido a Boecio en el cargo, y como ellos dos son amigos, Casiodoro mediará ante Teodorico. Y no hay nadie con mayor capacidad de palabra que Casiodoro.

—Tú también deberías intervenir.

—De todos modos tenía que emprender viaje al Norte —contesté entristecido— porque, como mariscal del rey, me han encomendado una misión: la de acompañar al pobre Boecio con una nutrida escolta hasta la prisión de Calventanius en Ticinum. Al menos no se pudrirá aquí en el Tullianum. He conseguido que tenga un encarcelamiento más cómodo mientras aguarda la libertad.

—Siempre has sido benigno con tus cautivos —musitó Livia con una sonrisa equívoca.

Fue durante aquellos doce meses cuando Boecio languideció en el Calventianus, y en los que todos los hombres razonables suplicaron su libertad, en los que él escribió el libro titulado Consolación de la filosofía, y creo que el libro fue consecuencia de todas las súplicas para que se le perdonase. Recordaré siempre el siguiente párrafo:

«Mortal, fuiste tú y sólo tú quien eligió tu suerte con la Fortuna y no con la seguridad. No te alboroces en exceso si te conduce a grandes victorias ni te quejes si te lleva a terrible adversidad.»

Mientras los procesos legales se eternizaban en Roma, Teodorico en Ravena nos escuchó atentamente a mí, a Casiodoro, a Símaco y a la valiente esposa de Boecio, Rusticiana, y a otros muchos que a él recurrieron en nombre del preso; pero a ninguno dejó traslucir Teodorico sus sentimientos en aquel asunto. Yo pensaba que sin duda comprendería que se había producido una monstruosidad legal y que tendría en cuenta todos los años de irreprochable servicio de Boecio; no podía ignorar que era inocente, intachable, que no se le podía reprochar nada y que su encarcelamiento era injusto, una crueldad tenerle angustiado en espera de una sentencia que pendía sobre su cabeza como la espada de Damocles; y que, probablemente, se hallaría aún más cruelmente atormentado por su impotencia para paliar la angustia de su esposa e hijos. De todos modos, Teodorico era el rey y tenía que dar ejemplo de que acataba las leyes del reino. Así, a mí y a todos los que intercedían, nos dijo:

—No puedo anticiparme al senado de Roma. Tengo que aguardar su voto a ver si se ratifica la sentencia o no, para abordar la posibilidad de la clemencia.

Yo visité a Boecio en alguna ocasión y pude ver que durante aquel año su cabello había encanecido; pero él lo soportaba todo, gracias a su inquebrantable capacidad mental. Como he dicho, había escrito muchos libros anteriormente, sobre variados temas, pero éstos los habían apreciado principalmente las personas relacionadas con los temas en cuestión, aritméticos, astrónomos, músicos y otros. Su De Consolatione Philosophiae tuvo mayor resonancia universal porque trata el tema de la desesperación y el modo de superarla, y pocas personas hay en el mundo que no sepan lo que es la desesperación; pocas que no puedan repetir las palabras de resignación de Boecio:

«Recuerda, mortal, que si la Fortuna fuese invariable, ya no sería Fortuna.»

Cuando concluyó el libro, el alcaide de la prisión no sabía si consentir la publicación, y yo le ordené que se encargase de hacerlo llegar intacto a manos de la esposa de Boecio; la valiente Rusticiana lo hizo llegar a todos cuantos podían leerlo y que tuvieran deseos de hacer una copia; los ejemplares se multiplicaron y proliferaron y fue un libro muy discutido, elogiado y cotejado, que finalmente —de modo inevitable— atrajo la atención de la Iglesia.

Quiero advertir que Boecio podía haber utilizado el libro como alegato para suplicar el perdón, pero no lo hizo; en él se limita a deplorar concisamente la triste situación en que se halla su autor, pero no hace un solo reproche en ningún párrafo a persona alguna; presenta a la Filosofía como una especie de diosa que visita al autor en la celda de la cárcel cada vez que su espíritu cae en la melancolía y le aconseja una u otra fuente de consuelo. Entre ellas, se cita la teología natural, los conceptos platónicos y estoicos, la meditación y muy repetidas veces la gracia de Dios.

Pero ni la Filosofía, ni Boecio, ni el libro dicen que se pueda hallar solaz en la religión cristiana, por lo que la Iglesia desacreditó el libro, lo calificó de «pernicioso» y, mediante el Decretum Gelasianum, prohibió su lectura a los fieles. En tal tesitura, difícilmente pudo ser coincidencia que el senado votase, por un plurimum que reflejaba casi con exactitud la mayoría católica de sus miembros, la ratificación de la sentencia de muerte de Boecio, dejando en manos del rey la última decisión.

Yo me atrevería a decir que el libro de Boecio sobrevivirá largo tiempo, a pesar de la condena de la Iglesia. Boecio no sobrevivió.

—Tu fuerte mano derecha, Teodorico —dije amargamente—, ha cortado a tu mano izquierda. ¿Cómo has podido permitirlo?

—El tribunal del senado dictaminó culpable y el senado en pleno confirmó el veredicto.

—Por una mayoría de viejos afeminados —repliqué, con desprecio—, timoratos ante el imperio de Oriente, presuntuosos de autoridad e intimidados por la Iglesia. Tú sabes que Boecio no era culpable de nada.

A lo que Teodorico respondió, enunciando las palabras despacio, como para convencerse a sí mismo:

—Si se sospechó que Boecio había cometido traición, se le acusó de traición y se ha dictaminado traición, es evidente que era capaz de cometer traición. Por consiguiente...

—¡Por la Estigia! —le interrumpí temerariamente—. Estás razonando como un clérigo cristiano. Sólo en un tribunal eclesiástico se acepta la difamación como prueba, acusación y convicción.

—Ten cuidado, saio Thorn —bramó él—. Recuerda que he tenido motivo de cuestionarme la lealtad de Boecio desde el asunto de Segismundo.

—Me han dicho que Boecio ha muerto con una cuerda prieta en el cuello —continué yo, sin amilanarme—. Dicen que estuvo con los ojos salidos de las órbitas hasta morir. Una ejecución de tamaña crueldad debe haber sido obra de un verdugo cristiano, me imagino.

—Tranquilízate. Sabes que a mí me son indiferentes todas la religiones, y por supuesto que no siento simpatía alguna por los cristianos de Atanasio. Y menos ahora. Acaba de llegar este documento de Constantinopla. Léelo y verás que los senadores quizá no eran tan pusilánimes ante el imperio de Oriente.

Estaba escrito en griego y en latín y estaba firmado por el burdo monograma del emperador Justino y la rúbrica más culta del patriarca obispo Ibas. Como era costumbre, el texto era prolijo en exagerados saludos y parabienes, pero el contenido podía resumirse en una sola frase. Decretaba que todas las iglesias arrianas del imperio fuesen confiscadas inmediatamente y consagradas al culto católico.

—Esto es una pretensión inadmisible y un insulto flagrante a tu persona —dije, atónito—. Justino y los que en él influyen deben saber que no vas a obedecer... y que están provocando una guerra. ¿Piensas complacerles?

—Todavía no. Tengo otra guerra primero, para lavar un agravio más personal... El tratamiento que los vándalos han dado a mi hermana. La flota de Lentinus está casi a punto en los puertos del sur de Italia para que embarquen las tropas y zarpen hacia Cartago.

—¿Es prudente en este momento comprometer tantas tropas tan lejos...? —atiné a decir.

—Ya me he comprometido —replicó él tajante—. Un rey no puede desdecirse.

Lancé un suspiro y no dije nada. Teodorico, en el pasado, jamás habría adoptado una altanería tan inflexible.

—En cuanto a esto —dijo con desdén, dando un papirotazo al documento—, de momento me contentaré con que los clérigos luchen entre sí. He enviado tropas a Roma para que arresten a nuestro obispo, y lo escolten con toda dignidad o lo arrastren por la tonsura, lo que él prefiera. Y le enviaré a Constantinopla en un dromo rápido a que exija la derogación del decreto.

—¿Qué? ¿Enviar al altanero obispo de Roma a que se humille ante el obispo de Constantinopla? ¿Enviar a quien se dice sumo pontífice a suplicar en nombre de los herejes? Si Juan tiene el menor resto de virilidad y el más mínimo apego a la fe que profesa, antes preferirá sufrir martirio.

—Lo que él prefiera —repitió Teodorico, taciturno—. Supongo que el papa Juan recordará, ya que él intervino en el asunto, lo cruelmente que murió Boecio. Si es necesario, se desorbitarán cuantos ojos sean necesarios —los de Juan y los de sus sucesores— hasta que haya un soberano pontífice que haga lo que quiero.

—No hizo falta desorbitar ojos, y bastó con un solo pontífice —le dije a Livia—. El papa Juan no iría de muy buen grado, pero fue. Teodorico actúa irracionalmente a veces, pero sí que tuvo suficiente lucidez para comprender que los obispos, como el común de los mortales, prefieren vivir en este mundo antes que probar el otro. Y Juan, no sólo fue a Constantinopla, sino que hizo lo que el rey le encomendó. ¿Me sirves un poco más de vino?

Estaba cansado, lleno de polvo y seco, pues acababa de regresar a Roma. Mientras la criada me llenaba el vaso, Livia dijo:

—¿El papa realmente ha pedido que las iglesias arrianas de Italia no se entreguen a los católicos? Si habrían sido para él... Le habrían llovido del cielo.

—Eso fue lo que le exigió Teodorico y eso es lo que Juan pidió. Y se lo concedieron, pues trajo a Ravena otro documento, firmado por Justino y el patriarca Ibas, que corrige el anterior decreto. La confiscación se llevará a cabo sólo en el territorio del imperio de Oriente, y por dispensa del emperador, todas las propiedades arrianas en el reino godo quedan exentas.

—Es casi increíble... que un obispo se avenga a llevar a cabo tal misión. Y menos que lo logre. Pero no pareces muy contento.

—Ni Juan. Casi inmediatamente de su regreso a Ravena, Teodorico le ha hecho encarcelar.

—¿Qué? ¿Por qué, si ha hecho exactamente lo que le pidió...?

—Livia, tú misma has dicho que es increíble. Y es lo mismo que piensa el rey. Ahora sufre otro de esos ataques de negras sospechas. El documento está autentificado, y los templos arríanos no corren ningún peligro, pero Teodorico sospecha que el papa Juan habrá negociado algo para obtener la exención. Quizá la promesa de que la Iglesia de Roma y sus fieles ayuden al imperio de Oriente si estalla la guerra. Juan, naturalmente, jura por la Biblia que no ha hecho nada de eso, pero Teodorico considera que metiéndole un tiempo en la celda de Boecio en Ticinum le ayudará a recordar.

—¿Y tú qué crees?

—Iésus —contesté, encogiéndome de hombros—. Yo pensé que el rey había perdido el juicio enviando al obispo a semejante misión, y pienso que ha perdido el juicio con su última decisión, pero podría equivocarme. En cualquier caso, yo sería el último en confiar en la palabra de un clérigo. Ni de Justino, Justiniano y Teodora, que no son más que un ignorante débil, sombra de lo que ha de ser un emperador, una puta arrepentida y Justiniano, que será el próximo emperador, un hombre que no come carne ni bebe vino. ¿Qué se puede pensar de una persona así?

—Pero, de todos modos... eso de que Teodorico encarcele al obispo de Roma... Juan será menos poderoso e influyente de lo que él se cree, pero muchos miles de personas le consideran el papa santo. Y esos innumerables subditos de Teodorico se enfurecerán al saber lo que ha hecho.

—Ya sé... ya sé... —dije con un suspiro—. Por eso he vuelto a Roma. He venido a recabar consejo de hombres más sabios que yo; sólo me he detenido aquí a descansar un instante después de tan largo viaje, y a apoyar mi dolorida cabeza en tu blando hombro, por así decir —añadí, poniéndome en pie y sacudiéndome el polvo—. Ahora voy a ver al anciano senador Símaco; el más indicado para hallar alguna solución para aplacar...

—No le encontrarás —dijo Livia, meneando la cabeza.

—Oh, vái. ¿No está en Roma?

—Ni en el mundo. Hace unos días que el mayordomo se lo encontró muerto en el jardín, junto a la horrible estatua de Bacchus. Me lo ha contado el guardián de la puerta.

Yo proferí un gruñido de decepción, y Livia añadió:

—Los guardianes tampoco tienen con quién hablar y a veces conversamos.

—Supongo que Símaco ha muerto de viejo —dije, aunque sin creérmelo.

—No. Murió de varias puñaladas —hizo una pausa—. Por orden de Teodorico, dicen los rumores.

Era lo que yo me temía, pero me puse a discutirlo como si convencer a Livia sirviera de algo.

—Teodorico y ese noble anciano se tenían el máximo respeto mutuo.

—Cierto. Hasta que Teodorico dejó matar a Boecio.

No necesitaba recordarme que Símaco había criado, enseñado y querido a Boecio como si fuera un hijo; durante aquellos últimos meses, el anciano había estado sumido en amargo dolor y corría el rumor de que podría haber provocado una sublevación.

—Así pues, Teodorico lo ha eliminado —musité—. ¡Eheu! Cierto o no, es un desastre. Me preocupaba por que Teodorico hubiese agraviado a los católicos aquí y en todo el mundo, pero esto pondrá en contra suya al senado, a sus familias y a la plebecula, y hasta sus godos más fieles sentirán la cabeza insegura sobre los hombros —añadí, dirigiéndome moroso a la puerta—. Voy a ver lo que dice la gente de la calle. Volveré, Livia. Seguramente precisaré de nuevo de tu amable hombro.

—¿Comentarios? —exclamó Ewig—. Claro que se hacen comentarios, saio Thorn, y poco más. La gente piensa que el rey Teodorico se ha vuelto loco de remate. Os habréis dado cuenta de que el menor detalle de su locura se sabe en todo el país. Y los campesinos, sobre todo, tienen medios de comunicación mucho más rápidos que los caballos de posta y los dromos. Yo mismo os podría contar cualquier suceso de ayer en el palacio de Ravena.

—¿Es que ha sucedido algo? —inquirí con aprehensión.

—El rey cenó un buen pescado del Padus a la parrilla y...

—¡Liufs Guth! ¿Es que se sabe hasta lo que come? ¿Pero qué interés puede tener...?

—Aguardad, aguardad. El rey apartó el plato horrorizado, pues no veía una cabeza de pez, sino el rostro de un muerto. La cara de su viejo amigo y consejero Símaco, que le miraba, acusador, con expresión de reproche. Dicen que Teodorico salió dando gritos del comedor.

—Dicen. ¿Y la gente lo cree?

—Lamento deciros que sí —contestó Ewig, con un fuerte resoplido—. Saio Thorn, a nuestro querido rey y compañero ya no le llaman «el Grande». Ya no es Theodoricus Magnus, sino Madidus, borracho perdido.

—No será por esas historias del pescado.

—Claro que no, sino por las muchas pruebas. Este mediodía llegó al galope un emisario del rey con un nuevo decreto. ¿No habéis estado en el Forum?

—Aún no. Sabía que tendrías mejor información que cualquier senador y...

—¿Recordáis cuando íbamos al templo de Concordia para que vos leyeseis el Diurnal? Bueno, yo sigo sin saber leer, pero allí está expuesto el decreto; no para de llegar gente de todos los rincones de la ciudad y cada vez se enfurecen más. Espero saber pronto de qué mala noticia se trata...

—No podemos esperar —dije, cogiéndole de la manga—. ¡Vamos!

Como Ewig era algo más joven que yo y mucho más gordo, hizo de ariete para abrirnos paso por la muchedumbre congregada alrededor del templo; la gente murmuraba y gruñía, y no por nuestra expeditiva manera de abrirnos paso, sino sorprendida y consternada, o perpleja, al leer el Diurnal. El decreto público constaba de numerosas hojas de papiro, por supuesto, pues lo había redactado el prolífico Casiodoro, pero, dada mi experiencia, hice caso omiso de la paja y fui entresacando la esencia. Di un codazo a Ewig y él volvió a abrirse paso entre la multitud.

Cuando ya, bastante desarreglados, nos detuvimos en un espacio sin gente del Foro, dije con firmeza:

—Esto no puede seguir, Ewig. Hay que salvar de sí mismo a nuestro rey y compañero. Teodorico debe ser conocido para siempre como «el Grande».

—A vuestras órdenes, saio Thorn.

—Aquí nada puede hacerse. Tengo que regresar a Ravena, junto a Teodorico. Y puede que no vuelva a Roma, pero tal vez haya algunas cosas que...

—Decid lo que mandáis, saio Thorn. Enviad un mensaje y haré lo que digáis. Si podéis conservar el buen nombre de nuestro rey, tendréis la gratitud de todos los que le aman.

—Esto no puede seguir —le dije también a Livia—. A Teodorico hay que salvarle de sí mismo. El Diurnal anuncia que el obispo de Roma ha muerto en la prisión de Ticinum; no sé si el desgraciado ha muerto de causa natural o como Boecio, pero deduzco que lo ha hecho sin confesar nada que pueda paliar las disparatadas sospechas del rey, pues es evidente que su muerte ha enfurecido a Teodorico. El rey ha vuelto a cometer una locura y ha publicado un decreto tan abominable como el que Justino quiso imponer. En el templo de Concordia está expuesto al público y dice que todas las iglesias católicas del reino quedan confiscadas, convertidas en templos arríanos y que el culto católico queda prohibido a partir de ahora.

Vacié el vaso de vino de un trago, y Livia no dijo nada, pero su mirada era sombría.

—Teodorico podría haber añadido ya una nota a guisa de despedida anunciando su suicidio —proseguí entre dientes—. Si esto no provoca una sublevación nacional contra él, o una desastrosa guerra civil de arríanos contra católicos, desde luego Teodorico se ha quitado la barba para que le corten el cuello por detrás.

—¿Por detrás?

—Desde fuera. En este momento, las flotas de Lentinus están a la espera de la orden del rey para atacar a los vándalos. Es una guerra justificada, ya que la hermana de Teodorico sigue prisionera del rey Hilderico, y es un conflicto que podría sernos propicio en circunstancias normales, pero se van a comprometer todas las tropas en el lado sur del Mediterráneo, mientras que al Este tenemos a los cristianos ortodoxos de Justino, al Norte están los católicos de Clodoveo, todos ellos hostiles y enfurecidos en cuanto sepan su última locura; en cuanto ataquemos a los vándalos, sus hermanos católicos, ¿que harán las otras naciones?

Livia hizo seña a la criada para que trajese más vino y dijo:

—Ya sé que tu nombre de Veleda significa reveladora, adivina. Y predices una guerra devastadora o una guerra civil. ¿Crees que eres la única que lo anticipa?

—Claro que no. Pero desde la desaparición de Símaco y Boecio, ¿quién puede hablar con Teodorico? Los principales consejeros que le quedan son sus comes de finanzas y magister officiorum, Casiodoro padre e hijo; el anciano sólo sabe de números, solidi y librae y ya tendrá trabajo de sobra contando las flechas que se vayan a gastar en una u otra guerra; y el hijo lo único que sabe es manejar palabras. Una guerra le dará buena ocasión de charlar hasta hartarse. Aparte de ellos, los únicos allegados al rey son sus generales, que emprenderán alegremente cualquier guerra por la causa que sea. ¿Quién más queda sino yo?

—Y vas a ir a Ravena, esperando encontrar al rey lúcido, y le dirás con firmeza lo que acabas de explicarme para tratar de convencerle de que derogue el decreto antes de que entre en vigor y no dé la orden de salida de la flota. ¿Y si logras convencerle, después, qué?

—Iésus, Livia, todo eso sería esperar demasiado. Aun si está lo bastante lúcido para reconocerme y llamarme por mi nombre, puede sufrir un ataque de ira y enviarme a la cárcel. ¿Qué quieres decir con eso de después qué?

—Suponiendo que el reino godo supere este período de crisis, ¿no es muy probable que Teodorico provoque otro? Y aunque el reino las superase todas, ¿qué sucederá cuando el rey ya no esté? Ya no puede tardar en morir y tú me has dicho que no hay nadie capaz para sucederle.

—Sí —dije y guardé silencio un buen rato, sin dejar de pensar mientras daba sorbos de vino—. Bueno, quizá uno de los candidatos sorprenda al mundo al resultar que es una persona de valía, o tal vez en determinado momento aparezca un candidato mejor. O quién sabe si el reino godo está condenado irremisiblemente en un futuro próximo. Si así es el deseo de la Fortuna, no podré evitar su ruina. Pero debo salvar a Teodorico haciéndoselo ver. Livia, ¿no te gustaría quedar libre?

Parpadeó sorprendida, pero en seguida me dirigió una profunda mirada sostenida, que me hizo considerar cuan luminosos y hermosos ojos azules conservaba, aunque el rostro ya no fuese el mismo. Con una voz, mezcla de sarcasmo y cansancio, me preguntó:

—Libre, ¿para hacer qué?

—Para marchar conmigo. Mañana. Tengo aquí en Roma un buen amigo ostrogodo que se encargará de venderme la casa, esclavos y pertenencias o de enviarme lo que quiera conservar. Podría hacer igual con la tuya. ¿Quieres venir?

—¿A dónde? ¿A Ravena?

—Primero a Ravena; luego, si no me mata Teodorico durante la audiencia, podemos ir a Haustaths en donde nos conocimos. Ahora en verano estará precioso. Y tengo curiosidad por ver si los nombres que grabé en el hielo han descendido montaña abajo.

—Ya somos viejos y achacosos, querido —replicó ella, riendo—, para subir sin aliento por la montaña hasta el eisflodus.

—A lo mejor los nombres han descendido para recibirnos. De verdad, Livia, hace mucho tiempo que ansio volver al Lugar de los Ecos. Cuanto más lo pienso, con más ganas lo recuerdo y más me convenzo de que pasaré allí el resto de mis días. Y creo también que me gustaría tener tu dulce hombro a mi lado para siempre. ¿Y tú? ¿Qué me dices?

—¿Quién lo pregunta, Thorn o Veleda?

—Saio Thorn, con su escolta de mariscal, te acompañará con tu sirvienta hasta Ravena. Luego, cuando haya hecho lo que espero, Thorn desaparecerá y será Veleda, sin escolta, quien te acompañe hasta el Lugar de los Ecos. Después... tú y yo... bueno... —añadí, tendiéndole los brazos—. Somos viejos y somos amigos. Seremos buenos amigos.