CAPÍTULO 1

¡Leed esas runas! Fueron escritas por Thorn el Mannamavi, y no son dictado de ningún maestro, sino sus propias palabras.

Escuchadme, vosotros que vivís, que habéis hallado estas páginas que escribí cuando, al igual que vosotros, yo vivía. Es la historia auténtica de una época pasada. Puede que estas páginas hayan estado acumulando polvo tanto tiempo que, en vida vuestra, las viejas épocas sólo se recuerden en las canciones de juglares. Pero, ¡aj!, todo juglar cambia las historias que canta, recortándolas o elaborándolas para cautivar mejor a la audiencia o halagar a su amo, su gobernante, su dios —o para difamar a los enemigos de su amo, su gobernante, su dios—, hasta que la verdad queda oscurecida por los velos de la falsedad, la mojigata adulación o el simple mito. Por tanto, para que se sepa la verdad de los acontecimientos de mi época, me dispongo a relatarlos sin poesía, parcialidad o temor a represalias.

No obstante, es preferible que comience diciéndoos algo sobre mi persona, una verdad que pocos sabían, incluso entre mis coetáneos. Quienes leéis estas páginas, seáis hombres, mujeres o eunucos, debéis comprender que yo era completamente distinto a vosotros, pues, si no, mucho de lo que os relataré os resultará incomprensible. Bien, he discurrido largo y tendido para explicar mi naturaleza peculiar —para hallar el modo de que no os retraiga la repugnancia ni os haga reír el desdén—, pero la verdad no admite exquisiteces. Así, para haceros entender mi diferencia respecto a otros seres humanos, lo mejor que se me ocurre es explicaros cómo yo mismo llegué a advertirla.

Fue durante mi infancia en el gran valle circular llamado el Circo de la Caverna. Tendría quizá doce años y estaba haciendo mis faenas de pinche en la cocina de la abadía, en la que el encargado era el hermano Pedro, un burgundio, que en el siglo se llamaba Guillermo Robei; era de mediana edad, robusto, asmático y tan rubicundo que su tonsura blanca se habría fácilmente confundido con un solideo sobre sus grises cabellos. Como era un monje que se había incorporado hacía poco a la comunidad, era el último en la jerarquía de la abadía de San Damián Mártir y, por lo tanto, se encargaba de la cocina, dado que era la tarea que más desagradaba a los otros monjes. Sabía él que los hermanos no se aventurarían en la cocina mientras él estuviera guisando ni se arriesgarían a que les encomendase ninguna odiosa tarea relacionada con la cocina. Por eso Pedro se sentía tranquilo y sabía que no le sorprenderían ni interrumpirían cuando me alzó la camisa por detrás, acariciándome las nalgas desnudas y diciendo en el lenguaje antiguo con su acento burgundio:

—Aj, amiguito, qué trasero tan atractivo tienes. A decir verdad, también tienes una cara agradable cuando la llevas limpia.

A mí me sorprendió un tanto tal familiaridad al tocarme, pero más me ofendieron sus palabras. Por mis obligaciones en la cocina yo me ensuciaba con el hollín, la carbonilla y las cenizas, pero, de todos modos, en general —como iba con frecuencia a divertirme a las cascadas que había en las cercanías, con lo que era el único del valle que se desvestía del todo de una vez— yo estaba mucho más limpio que Pedro o cualquiera de los monjes, con excepción, quizá, del abad.

—En cualquier caso, esta parte de tu cuerpo está limpia —prosiguió Pedro, sin dejar de acariciarme las nalgas—. Ven, te voy a enseñar una cosa. Mi último muchacho, Terencio, aprendió mucho de mí. Mira esto, chico.

Me volví y vi que se había levantado la parte delantera de su hábito de harpillera. Lo que me enseñaba no era nada que yo no hubiese visto antes, porque la orina humana con seis meses de solera es el mejor abono para las vides y los frutales, y otra de mis tareas, dos veces al año, consistía en trasegar con cubos los meados de los dormitorios, por lo que había visto a los hermanos hacer aguas mientras trabajaba. Pero lo cierto es que no había visto el tubo urinario de ningún hombre tieso, hinchado y con un capullo rosáceo, como lo tenía Pedro en aquel momento. Tardaría un tiempo en enterarme de que el miembro viril en semejante estado se llama en latín fascinum, de donde procede la palabra «fascinar».

Luego, Pedro metió la mano en la vasija de manteca de ganso, musitando «Primero el santo crisma» y se untó con ella, haciendo que el rígido miembro se pusiera rojo brillante como si ardiera por dentro. Asombrado y pensativo, dejé que Pedro tirase de mí hasta el gran tajo de roble en el que se cortaba la carne, en donde hizo que me doblara apoyado en el estómago.

—¿Qué haces, hermano? —dije, al ver que me subía la camisa hasta la cabeza y comenzaba a separarme las nalgas con las manos.

—Chist, muchacho; te voy a enseñar una nueva manera de hacer tus devociones. Haz como si estuvieses arrodillado en un reclinatorio.

No cesaba de remover las manos y una de ellas la introdujo entre las piernas, llevándose una gran sorpresa con lo que encontró.

—¡Ah, diablo!

Y pienso que con él debe estar. Ya hace mucho que murió, y, si el Dios en quien decía creer es justo, seguro que Pedro lleva todos estos años en el infierno.

—Ah, pequeño falsario —añadió con una risotada, acercándome la boca al oído—. ¡Qué afortunada sorpresa! Así no cometeré el pecado de sodomía —siguió diciendo, guiando con mano temblorosa su fascinum hacia lo que había encontrado—. ¿Cómo es posible que ningún hermano haya sospechado la presencia en el convento de una hermanita? ¡Tenía que ser yo, jal ¡Dios santo, y aún tiene la membrana!

A pesar de que la manteca lubricaba la entrada, noté un dolor agudo y lancé un grito de protesta.

—Chist... chist... —dijo él, jadeando, ya tumbado sobre mí golpeándome sin cesar con el bajo vientre los muslos, metiéndome y sacándome aquella cosa pegajosa—. Estás aprendiendo... un modo nuevo de... comulgar...

Yo pensé que prefería muchísimo más el método tradicional.

—Hoc est enim corpus meum... —canturreaba Pedro entre jadeos—. Caro corpore Christi... ¡aaaah! ¡Toma! ¡Comulga! —añadió temblando de arriba a abajo. Yo noté el cálido chorro en mis tejidos internos y pensé que el guarro se había orinado dentro. Pero no salió agua cuando se apartó, y hasta que no estuve de pie no noté aquello húmedo por entre los muslos. Me limpié con un trapo y advertí que lo que me mojaba —aparte de un reguero de mi propia sangre— era algo viscoso y blanco, cual si el hermano Pedro hubiese realmente depositado un poco de pan eucarístico dentro de mí y éste se hubiese deshecho. Así, no tenía motivo para desconfiar de su afirmación de que me había enseñado un método nuevo de comunión, y me sorprendió un tanto cuando me recomendó que guardase el secreto.

—Ten cuidado —dijo muy serio una vez que recuperó el aliento, y después de limpiarse el tubo ya flaccido y arreglarse el hábito—. Muchacho —seguiré llamándote muchacho— te has buscado con métodos fraudulentos una buena situación entre los hermanos de San Damián. Mejor será que la mantengas oculta para que no te expulsen.

Hizo una pausa y yo asentí con la cabeza.

—Muy bien. Yo no diré una palabra de tu secreto ni de tu impostura. Si —añadió, alzando un dedo amenazador— tú no dices una sola palabra de nuestras devociones, que seguiremos practicando, pero sin que trasciendan fuera de la cocina. ¿De acuerdo, joven Thorn? Mi silencio a cambio del tuyo.

Yo no tenía una idea muy clara sobre aquel intercambio de mi silencio y mi aceptación, pero el hermano Pedro pareció quedar satisfecho al musitarle que nunca hablaba con nadie de mis devociones privadas. Y, cumpliendo mi palabra, nunca conté a ningún fraile ni al abad lo que sucedía en la cocina, dos o tres veces por semana a mediodía, cuando Pedro había terminado la comida y antes de que los dos la llevásemos para servirla en el refectorio.

Después de dos o tres veces de ser empalado, dejé de sentir dolor y al cabo de otras cuantas sólo me parecía aburrido pero soportable. Luego, advertimos los dos que no hacía falta la manteca para facilitar la penetración, y en aquella ocasión, Pedro exclamó:

—¡Aj, la pequeña gruta se humedece ella sola! ¡Me invita a entrar!

Era lo único que él notaba, que aquello se ponía húmedo antes de ser corneado; supongo que era una cosa que había aprendido mi cuerpo para compensar la molestia. Pero me di cuenta de que las devociones también ejercían en mí otro efecto, y el hecho acrecentaba mi asombro y perplejidad.

Ahora, las devociones también hacían que se me alzara la misma parte de mi anatomía que la que empleaba el hermano Pedro, aparte de que notaba una nueva sensación, una especie de ansia no dolorosa sino condolida, algo parecido al hambre, pero no de comida.

Pero Pedro no se daba cuenta de aquello; se limitaba a efectuar el acto obligándome a inclinarme sobre el tajo de madera y apresurándose a penetrarme por detrás. Nunca miraba ni me tocaba, y jamás advirtió que entre las piernas tenía algo más que aquella raja. Durante toda una primavera y casi todo el verano compartí —o soporté— aquellas devociones. Luego, a finales de verano, el abad en persona nos sorprendió en pleno acto.

Un día, don Clemente entró en la cocina antes de ir al refectorio y se encontró con Pedro espatarrándome y penetrándome. El hombre exclamó: «¡Liufs Guth!», que significa «¡Dios mío!» en el antiguo lenguaje, al tiempo que Pedro sacaba su miembro y se apartaba a toda prisa. Luego, el abad dijo en un gemido: «¡Invisan unsar heiva gudeü», que quiere decir «¡En nuestra santa casa!», para añadir con un auténtico bramido: «¡Kalkinassus Sodomita!», que por entonces yo no entendí, aunque recordaba que en cierta ocasión Pedro había utilizado una de esas palabras. Yo, maravillado porque el abad se mostrara tan apenado por vernos entregados a nuestras devociones, me quedé tumbado con la camisa levantada hasta el cuello.

—¡Ne, ne! —gritó aterrado el hermano Pedro—. ¡Nist, onnus Clement, nist Sodomita! ¡Ni allis!

—¿Im ik blinka, niu? —replicó el abad.

—Ne, don Clement —gimoteo Pedro—. Puesto que no sois ciego, os ruego que miréis lo que os señalo. No es sodomía, nonnus. Aj, he hecho mal, ja. He sucumbido vergonzosamente a la tentación, ja. Pero mirad vos, nonnus Clement, la cosa pérfida y oculta que me ha tentado.

El abad le dirigió una mirada colérica, pero se me acercó sin que yo le viera, aunque me imaginé lo que Pedro le señalaba, pues Clemente contuvo un grito y farfulló otra vez: «¡Liufs Guth!»

—Ja —dijo Pedro—. Y doy gracias a liufs Guth de que haya sido sólo yo, un humilde recién llegado y un simple pedisequus (Lacayo, criado (N. del. t.) a quien este espúreo hombre–niño, esta Eva furtiva, ha seducido con su fruto prohibido. Doy gracias a liufs Guth porque no haya hecho caer en sus redes a otro hermano de más valía o...

—¡Slaváith! ¡Calla! —le interrumpió el abad, al tiempo que me bajaba la camisa, tapándome, ya que sus gritos habían hecho que acudiesen otros monjes, que fisgaban desde la puerta de la cocina—. Pedro, ve a tu sitio en el dormitorio y quédate en tu camastro. Luego hablaremos. Hermano Babylas, hermano Stephanos, pasad y llevad estos platos y jarros a las mesas de los hermanos. Thorn —añadió, dirigiéndose a mí—, hijo... ven conmigo, muchacho.

Las dependencias de don Clemente eran una sola pieza aparte del dormitorio de la comunidad, pero igual de desnuda y austera. El hombre parecía no saber lo que había de decirme y estuvo un buen rato rezando, sin duda en espera de que le viniera la inspiración. Luego levantó sus viejas rodillas del suelo y me hizo signo de que me levantara; me estuvo interrogando y me dijo lo que tendría que hacer conmigo, dado que se había descubierto mi «secreto». La decisión nos causó a los dos mucha tristeza, pues el abad y yo nos queríamos mucho.

Al día siguiente me llevaron al otro extremo del valle —don Clemente mismo me condujo y me ayudó a recoger mis pocas pertenencias— a un convento para monjas dependiente de San Damián, la abadía de Santa Pelagia Penitente, una comunidad de vírgenes y viudas que se habían retirado a la vida monástica.

Don Clemente me presentó a la anciana abadesa, doña Aetherea, quien se quedó atónita, ya que me había visto a menudo trabajando en los campos de San Damián. El abad la pidió que me llevase a un aposento cerrado, en donde me hizo inclinarme del mismo modo que el hermano Pedro solía hacerlo y, apartando la vista, me levantó la camisa para mostrarle mi anatomía inferior. La mujer exclamó también en gótico: «¡Liufs Guth!», y se apresuró a bajarme la camisa. Luego, los dos sostuvieron una acalorada conversación en latín, pero en voz tan baja que no pude entenderles. Finalmente, me recibieron en el convento con igual condición de que gozaba en el monasterio: oblato y novicio apto para todos los trabajos, o, mejor dicho, oblata y novicia.

De mi época en Santa Pelagia hablaré más adelante. Baste con decir que estuve muchas semanas trabajando, rezando y recibiendo instrucciones en el convento hasta que un día caluroso de principios de otoño alguien me acosó igual que el hermano Pedro.

Pero esta vez quien introdujo la mano por la camisa y me acarició las nalgas, comentando elogiosamente mi figura, no era un corpulento monje burgundio. Sí, la hermana Deidamia era también burgundia, pero se trataba de una novicia bonita y encantadora, tan sólo unos años mayor que yo, a quien ya hacía tiempo que admiraba secretamente. Por eso no me importó que Deidamia me sobara e hiciera como si por casualidad su mano iba a dar con la abertura que había utilizado Pedro y en ella introducía melindrosamente el dedo. De modo muy parecido a él, dijo con deleite: «Oooh, ¿tienes ganas de afecto, hermanita? Lo tienes caliente, húmedo y palpitante.»

Estábamos en la vaquería del convento, adonde yo acababa de llevar las cuatro vacas al regreso de pastar para ordeñarlas, y la hermana Deidamia había venido con el balde. Yo no la pregunté si la habían mandado ir a ayudarme a ordeñar, porque me pareció que lo traía tan sólo para justificar su presencia allí y poderme acosar a cubierto.

Tras las primeras caricias, se fue colocando delante de mí y comenzó a levantarme con remilgos el hábito, como pidiéndome permiso.

—Nunca he visto a otra mujer desnuda —dijo.

—Yo tampoco —contesté con voz ronca.

—Tú primero —añadió coqueta, alzándome un poquito más la ropa.

Ya he mencionado que las atenciones de Pedro a veces me causaban un cambio físico desconcertante. Ahora debo decir que los tocamientos de la mano de la hermana Deidamia igualmente me producían aquella hinchazón y erección, y me sentía un tanto azorado, sin saber por qué, de que ella lo viera. Pero antes de que pudiera hacerle ninguna objeción, ella ya me había levantado la falda.

—¡Gudisk Himins! —exclamó, ahogando un grito, con los ojos muy abiertos. Esas palabras en el antiguo lenguaje significaban «¡Santo cielo!», y, vista su turbación, pensé que mis reparos estaban más que justificados. También yo estaba turbado, pero por un motivo que no podía entender—. ¡Oh, vái! Yo, que siempre había sospechado que era poco mujer, ahora sé por qué.

—¿Cómo? —inquirí yo.

—Tenía la esperanza de que... tú y yo pudiésemos... pasarlo bien, igual que he visto que hacen la hermana Inés y la hermana Thais, por la noche, ¿sabes? Las he estado espiando y se besan en los labios, se manosean y se restriegan el... bueno, sus partes, y jadean riéndose y sollozando como si les diera mucho placer. Pero nunca se lo he visto porque no se desvisten del todo.

—La hermana Thais es mucho más atractiva que yo —atiné a contestar, con la garganta seca—. ¿Por qué no te has acercado a ella en vez de a mí?

Yo procuraba dominarme con todas mis fuerzas, pero me resultaba difícil porque Deidamia seguía levantándome el hábito sin dejar de mirarme en aquel sitio. Sentía frío en mi cuerpo desnudo, pero lo que más sentía era el calor y la tumescencia en lo que ella miraba.

—¡Oh, vái! —exclamó ella—. ¿Mostrarme impúdica con la hermana Thais? ¡Ne, no podría! Es mayor... y le han dado ya el velo... yo no soy más que una pobre novicia. Pero ahora que te veo, ya me imagino lo que hace ella con la hermana Inés por las noches. Si todas las mujeres tienen una cosa como ésta...

—¿Tú no la tienes? —inquirí con voz enronquecida.

—Ni allis —contestó ella entristecida—. No me extraña que siempre me haya sentido inferior.

—Déjame ver —añadí.

Ahora era ella quien se mostraba reticente, pero le recordé lo dicho.

—Tú dijiste que yo primero, hermana. Ahora tienes que enseñármelo tú.

Deidamia soltó mi hábito y, con dedos temblorosos, se soltó el cíngulo y dejó caer la harpillera. Si mi engrasamiento físico hubiera podido acentuarse, seguro que lo habría hecho en aquel momento.

—Mira, toca —dijo tímidamente cogiéndome la mano—, aquí al menos soy normal; lo tengo caliente, húmedo y abierto como tú, hermana Thorn. Y cuando me meto un calabacín o una salchicha, hasta siento algo de placer. Pero no tengo más que este bultito que se levanta como el tuyo, ¿lo notas?, y me da gusto jugar con él. Pero es poca cosa, apenas más grande que la verruga que tiene en la barbilla la hermana Aetherea. No es como el tuyo; el mío casi no se ve —añadió con desdén.

—Bueno —dije para consolarla—, yo no tengo pelo, ni tampoco esas cosas —añadí, señalando sus senos, que eran también unos bultitos frescos y rosados.

—Aj —respondió ella desdeñosa—, eso es porque todavía eres niña, hermana Thorn. Seguro que aún no has tenido la primera menstruación. Comenzarás a sororiare antes que yo. —¿Eso qué quiere decir?

—¿Sororiare? Cuando empiezan a salir los pechos. La menstruación la advertirás cuando te venga. Pero tú ya tienes eso —añadió tocándolo y haciéndome dar un fuerte respingo— que yo nunca tendré. Ya sospechaba yo que no era una mujer completa.

—Me gustaría restregarlo contra el tuyo —dije—, si piensas que te dará gusto como les sucede a las otras hermanas. —¿De verdad, cariñosa hermana? —inquirió ansiosa—. Quizá pueda obtener placer aunque sea incapaz de darlo. Ven, ven aquí a esta paja limpia. Vamos a tumbarnos; así es como lo hacen Thais y Inés.

Y nos tumbamos las dos y, tras torpes intentos de diversas posturas, juntamos nuestros cuerpos desnudos y yo comencé a frotar aquella parte mía contra la suya.

—Oooh —balbució ella jadeante como Pedro—. Me da... mucho gusto.

—Ja —dije yo con voz desmayada. —Prueba... prueba a metérmelo. —Ja.

No tuve que recurrir a ninguna manipulación. Entró con toda naturalidad. Deidamia profirió toda clase de extraños sonidos y su cuerpo se pegó al mío como una lapa, mientras sus manos me acariciaban ansiosas por todas partes. Luego, dentro de ella, dentro de mí, al mismo tiempo, se produjo una especie de arrebato y un estallido sordo y las dos gritamos gozosas, hasta que la agradable sensación fue convirtiéndose en una radiante placidez también muy deleitable. Aunque mi agrandamiento había satisfecho sus ansias y recobraba su tamaño normal, no lo extraje de Deidamia; la membrana de su gruta fue replegándose en suaves espasmos como si tragara y me sujetaba con fuerza. Y yo, por mi parte, sentía las mismas convulsiones internas, aunque mi gruta nada tenía que asir. Hasta que las dos no nos quedamos perfectamente tranquilas interiormente, Deidamia no volvió a decir nada.

—Oooh... thags. Thags izvis, leitils svisíar. Ha sido increíblemente maravilloso —dijo ella con voz temblorosa.

—Ne, ne... thags izvis, svistar Deidamia —dije—. Para mí también ha sido maravilloso. Me alegra mucho de que se te haya ocurrido hacerlo conmigo.

—¡Liufs Guth! —exclamó ella de pronto riéndose—. Ahora me siento mucho mejor aquí —añadió tocándose y tocándome a mí en el mismo sitio—. Tú no estás tan húmeda como yo. ¿Qué es esto que me chorrea?

—Hermana —contesté con timidez—, creo que eso hay que interpretarlo como el pan eucarístico, sólo que licuado. Y me han dicho que lo que acabamos de hacer no es más que un modo íntimo de santa comunión.

—¿Ah, sí? ¡Qué estupendo! Mucho mejor que pan duro y vino agrio. No me extraña que las hermanas Thais y Inés lo hagan tan a menudo. Son muy devotas. Y esa maravillosa sustancia ha salido de ti, hermanita. Yo eso no puedo hacerlo —añadió entristecida—. Soy deficiente. Para ti el placer habrá sido el doble...

Para impedir que empezase otra vez a lamentarse de sus defectos, cambié de tema.

—Si esta manera de comulgar te gusta tanto, hermana Deidamia, ¿por qué no lo haces con un hombre, niu? Los hombres lo tienen incluso más...

—¡Aj, ne! —me interrumpió—. Puede que hasta ahora fuese una ignorante del cuerpo de la mujer, porque no había más chicas en mi familia y mi madre murió al nacer yo y nunca jugué con niñas. Pero tenía hermanos y los he visto desnudos. ¡Ugh! Mira, hermana Thorn, en los hombres es feo; es todo pelos, tieso y correoso como el del uro salvaje. Tienes razón en decir que lo tienen de buen tamaño, pero es una cosa fea y horrible, y debajo tienen colgando una especie de horrenda bolsa de cuero arrugado. ¡Ugh!

—Es cierto —añadí—. Yo también se la he visto a los hombres y pienso si a mí me saldrá una.

—Nunca, thags Guth —dijo ella tajante—. Un poco de pelo ahí, ja, y unos pechitos aquí, ja, pero no ese horrible talego de piedras. Los eunucos, ¿sabes? —prosiguió—, igual que nosotras, tampoco tienen esa bolsa.

—No lo sabía —contesté—. ¿Qué es un eunuco?

—Un hombre al que le han cortado las piedras, generalmente en la infancia.

—¡Liufs Guth! —exclamé—. ¿Se las cortan? ¿Para qué?

—Para que no puedan funcionar como hombres, en ese aspecto. Algunos se lo hacen ellos mismos, cuando ya son hombres crecidos. Se dice que Orígenes, el gran maestro de la Iglesia, se emasculó voluntariamente para que no le distrajera la femineidad de mujeres y monjas cuando les predicaba. A muchos esclavos sus amos los hacen eunucos para que sirvan a las mujeres de la casa sin que peligre su castidad.

—¿Una mujer no yace con un eunuco?

—Claro que no. ¿Para qué? Yo, aunque viviera rodeada de sirvientes que fuesen hombres hechos y derechos nunca, nunca yacería con uno de ellos. Aunque pudiese dominar las náuseas que me dan con simplemente pensarlo, no podría hacerlo. Yaciendo contigo, hermanita, hago la santa comunión, pero yaciendo con un hombre ensuciaría la castidad que he dedicado exclusivamente a Dios para que me den el velo cuando tenga edad. No, nunca yaceré con un hombre.

—Pues me alegro ser mujer —dije yo—, porque, si no, no te habría conocido.

—Y menos aún habríamos yacido juntas —añadió ella, sonriendo feliz—. Y tenemos que hacerlo a menudo, hermana Thorn.

Y lo hicimos, ya lo creo, y nos enseñamos mutuamente diversas maneras de hacer nuestras devociones, y mucho hay que contar de aquellos encuentros; pero también de esto hablaré más adelante. Entretanto, Deidamia y yo estábamos tan entontecidas una con otra que caímos torpemente en descuidos, y un día, poco antes de que comenzase el invierno, nos hallábamos tan arrobadas en nuestro éxtasis, que no nos percatamos de que se acercaba la entrometida hermana Elissa, ni advertimos que, después de contemplarnos boquiabierta durante un rato, se marchó y volvió con la abadesa cuando aún estábamos enlazadas.

—¿No veis, nonna? —dijo la hermana Elissa con regocijo.

—¡Liufs Guth! —chilló domina Aetherea—. ¡Kalkinassus!

Yo ya había aprendido que la palabra quería decir fornicación y era pecado mortal. Me apresuré a ponerme el hábito, angustiada; pero Deidamia se cubrió tranquilamente con la ropa y replicó:

—No era kalkinassus, nonna Aetherea. Tal vez haya estado mal hacer la santa comunión en horas de trabajo, pero...

—¿La santa comunión?

—...pero no hemos cometido pecado. No se mancilla la castidad entre dos mujeres que yacen juntas. Soy tan virgen como siempre, e igualmente la hermana Thorn.

—¡Slaváith! —bramó domina Aetherea—. ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? ¿Él es virgen?

—¿Él? —repitió Deidamia perpleja.

—Ahora veo por primera vez la delantera de este impostor —dijo la abadesa con voz glacial—. Pero tú, hija, por lo que veo lo conoces de sobra. ¿ Es que vas a negar que esto es un miembro masculino? —añadió, asiendo un palo para no tocarlo con la mano y alzándome el hábito, mientras las tres contemplaban mis partes con diversa expresión en sus rostros; sólo el liufs Guth sabe la expresión que desvelaría el mío. —Masculino, masculino —dijo la hermana Elissa con sonrisa bobalicona.

—Pero... —balbució Deidamia— ...Thorn no tiene... la... —¡Tiene lo bastante para ver que es un hombre! —bramó la abadesa—. Y para hacer de ti, hija del alma, una pérfida fornicadora.

—¡Oh, vái, peor que eso, nonna Aetherea! —gimió la pobre Deidamia, realmente desesperada—. ¡Soy una antropófaga! ¡Engañada por este impostor, he devorado carne de niño! Las dos la miraban perplejas. Pero antes de que Deidamia pudiera explicarse, cayó en tierra desmayada. Yo sabía lo que había querido decir, pero pese a mis temblores, tuve la suficiente prudencia de no decir nada. Al cabo de un instante, la hermana Elissa dijo:

—Si este... ser es hombre, nonna Aetherea, ¿cómo es que ha venido a Santa Pelagia?

—Eso digo yo —replicó la abadesa con gesto inexorable. Así, de nuevo me vi recogiendo mis pobres pertenencias y llevada a toda prisa a la abadía de San Damián. Una vez allí, la abadesa hizo que un monje me encerrase en una dependencia aislada para que no oyese lo que hablaba con el abad. Pero el monje tenía faenas que hacer y, al dejarme sola, me escabullí y me tumbé bajo la ventana abierta del aposento del abad a escuchar. Hablaban en voz muy alta y no en en latín esta vez, sino en el antiguo lenguaje.

—...osasteis traerme eso —bramaba la abadesa— diciendo que era una niña.

—Vos misma lo tomasteis por niña —replicaba el abad con voz más contenida—. Visteis lo que había que ver y sois mujer. ¿Se me puede reprochar que haya tomado en serio mi voto de celibato, niu? ¿Por ser un sacerdote que no haya engendrado sobrinos? ¿Porque haya visto mujeres desnudas únicamente enfermas o en su lecho de muerte?

—Bien, Clemente, ahora ya sabemos lo que eso es y lo que hay que hacer. Enviad un monje a que lo traiga.

Volví corriendo al cuarto en que me habían dejado, para que me encontran, y, en medio de mi confusión y consternación, sólo una idea tenía clara. Durante el último año, más o menos, se habían referido a mí de distintas maneras, pero ésta era la primera vez que me decían «eso».

Y así fue como fui expulsado de las dos abadías y conminado a abandonar el valle del Circo de la Cueva y a no volver nunca más por allí. Se me expulsaba por mis pecados, dijo don Clemente, durante la entrevista a solas que mantuvimos antes de marcharme, aunque admitió que le era imposible calificar eclesiásticamente tales pecados. Me permitieron llevar mis pertenencias, pero el abad me advirtió que no cogiese nada de la abadía, aunque tuvo la amabilidad de meterme en la mano una moneda, un solidus de plata.

Para finalizar, me dijo lo que era y añadió que le apenaba decírmelo. Me dijo que era un ser que, en el antiguo lenguaje, se llamaba un mannamavi, un «hombre–mujer», lo que en latín se llama androgynus y en griego arsenothélus. No era un niño ni una niña, sino ambas cosas, y, por lo tanto, ninguna de las dos. Creo que en aquel preciso momento dejé de ser niño o niña y me hice muy mayor.

Sin hacer caso de la advertencia del abad, al marcharme me llevé dos cosas que no eran realmente mías y que más adelante explicaré. En cualquier caso, de lo que me llevé, nada me sería de mayor utilidad que el convencimiento —que en aquellas circunstancias no supe valorar debidamente— de que en la vida que tenía por delante jamás sería víctima del amor por otro ser humano. Como no era varón, no podía realmente amar a una mujer; y, como no era mujer, no podría amar a ningún hombre. Estaría siempre libre de vínculos afectivos, lánguidas ternuras y degradantes servilismos amorosos.

Era Thorn el Mannamavi, y para mí cualquier hombre o mujer en este mundo no sería más que una simple presa.