CAPÍTULO 8

Una vez que recorrimos unas ciento ochenta millas romanas por el valle del Pyretus, el río dirigía bruscamente su curso hacia el Oeste; lo abandonamos para seguir en dirección norte, atravesando millas de ondulantes colinas hasta alcanzar el valle del Tyras, cuyo curso remontamos en dirección noroeste. Nos mantuvimos en la orilla oeste, no tanto por hacer caso de las advertencias, sino simplemente porque no teníamos necesidad de cruzarlo.

Estábamos ya al norte de las montañas Carpatae, mucho más al norte de lo que nunca ninguno de los tres habíamos estado, y vimos muchas cosas nuevas. Entre la fauna salvaje de aquellas tierras, vimos el que debe ser el ciervo más grande que existe: el gran alce del norte, un animal enorme que tiene cornamenta palmeada con más envergadura que algunos árboles; y también el caballo más pequeño que hay: un animal bajo color pardo, que los eslovenos de allí llaman tarpán. Como los lugares de alojamiento de viajeros eran escasos y mucho más distanciados, pasábamos muchas noches acampados al aire libre y reducidos a nuestros propios recursos para cenar; no maté ningún alce para comérnoslo porque habría sido un gran desperdicio de carne y es algo que no hace un cazador, pero sí que cenamos dos o tres veces carne de tarpán, que Genovefa asó apetitosamente; en las aguas del Tyras, Maggot pescó toda clase de peces de los que yo conocía y hasta lo hizo más fácilmente sin anzuelo y en buena cantidad, con una red improvisada, capturando pequeñas carpas plateadas y otros pececillos muy sabrosos.

Aunque Genovefa era más que capaz para guisar, no le gustaba la tarea y constantemente la hacía refunfuñando. Así, siempre que llegábamos a alguna hospedería, aunque sólo fuese un krchma esloveno, se empeñaba en que lo aprovechásemos; yo habría cedido de buena gana, de todos modos, para que Maggot y yo no tuviésemos que escuchar sus continuas quejas. Los eslovenos del Norte se alimentaban básicamente de sopas espesas, y poco más servían a los huéspedes, aparte del otro plato básico consistente en una sustancia de leche de oveja cuajada llamada kiselo mleko. Así, comíamos sopas de ingredientes raros: sopa de acedera, sopa de cerveza y sopa de centeno amargo, y hasta sopa de sangre de buey y cerezas, que, curiosamente, eran muy buenas.

En un krchma, conocimos a otro viajero que pasaba la noche allí, y yo hice complacido amistad con él, pese a que era un rugió y, por consiguiente, un futuro enemigo mío y de mi rey; me complació conocerle porque era un tratante en ámbar, el primero con el que hablaba, y venía del sur de la costa del ámbar con una acémila cargada del precioso material para venderlo en los mercados que encontrase en su ruta. El hombre me enseñó ufano muestras de su cargamento, unos trozos transparentes de ámbar de todos los colores, desde el amarillo más claro hasta algunos dorados, rojizos y broncíneos, muchos de los cuales conservaban en su interior pétalos de flores, trocitos de heléchos y libélulas, que yo admiré extasiado. Llamé a Maggot, que estaba alojado en el establo, y se lo presenté; nos sentamos los tres junto al fuego a tomar cerveza, y Maggot y el mercader seguían enfrascados en animada conversación cuando Genovefa y yo nos retiramos a dormir.

En la habitación me dijo refunfuñando:

—Creo que ya es hora de que vuelva a ser Thor; estoy harto de verme desairado.

—¿Desairado? ¿En qué sentido?

—¿Me presentas a la gente que conocemos? ¡Ni allis! ¿Y a ese armenio narigudo? ¡Ja waíla! Puede que el nombre de Genovefa no tenga resonancia, pero el de Thor sí; hace que la gente se fije. Y yo prefiero que se fijen en mí en lugar de verme tratado como un peón del gran mariscal Thorn; cuando viajamos no soy más que una servil cocinera, cuando estamos con alguien se me considera como tu puta y nadie me hace caso. Sugiero que a partir de ahora hagamos turnos y tú durante unos días seas Veleda y yo Thor y viceversa. A ver si te gusta ser la mujer y la mediocridad.

—No me gustaría —repliqué yo irritado—. Pero no porque me sienta inferior como mujer, sino porque soy el mariscal del rey y debo mantener esa identidad durante la misión. Tú haz lo que quieras; sé hombre o mujer, como más te plazca y cuando te plazca.

—Muy bien. Esta noche quiero ser Thor y nada más. Mira, pon aquí la mano y verás como soy Thor.

Así, aquella noche yo fui Veleda y nada más. Thor me cabalgó con ganas para castigarme con rencor, haciéndome receptáculo de todas las maneras que puede serlo una mujer, repetidas veces. Pero por mucho que porfiara por hacerme sentir inferior, no lo consiguió; una mujer puede ser blanda y sumisa sin sentirse humillada y gozar de la experiencia plenamente y, ¡aj!, estremecida.

Aquella noche, en las pausas, mientras Thor descansaba y se recuperaba, yo reflexionaba. Ya de joven había reconocido en mí los diversos rasgos de la personalidad masculina y femenina, y después me había esforzado por cultivar los mejores atributos de ambos sexos, prescindiendo de los más bajos; pero, igual que una imagen especular, en la que todo se ve igual pero invertido, era como si aquel doble mío hiciese todo lo contrario: Thor era lo más reprehensible en un varón; insensible, despótico, egoísta, exigente y codicioso. Y Genovefa, lo más odioso de una mujer: liviana, suspicaz, rencorosa, exigente y codiciosa. Los dos seres eran hermosos físicamente y altamente satisfactorios en el comercio sexual, pero no se puede estar siempre contemplando y abrazando al mellizo de uno. Si yo hubiese sido mujer, no habría aguantado mucho como marido al grosero Thor; y de haber sido hombre, no habría soportado a la regañona Genovefa como esposa. Pero allí estaba, encadenado a los dos.

Aprendía lo que mi juika–bloth había aprendido cuando le alimentaba con entrañas crudas de jabalí: que un rapaz puede verse devorado por su presa desde dentro. Del mismo modo, cual si mis intestinos estuviesen sangrando sin que lo supiera, perdía fuerzas, voluntad y disminuía mi propio ser; para recobrar mi independencia y mi individualismo, quizá, incluso, para sobrevivir, debía vomitar aquella presa y abandonar aquella dieta mortal. Pero ¿cómo iba a hacerlo si era tan irresistible y sabrosa que me había habituado?

Bien, me gustaría creer que habría podido hacerlo por propia voluntad, pero Genovefa me ahorró el esfuerzo. Desde entonces, he pensado muchas veces si su homónima, esposa del gran rey visigodo Alareikhs, Alaricus o Arthurus, no habría sido como mi Genovefa; si así fue y si las viejas canciones dicen verdad —explicando que la reina fue sorprendida en adulterio con Landedrif, el mejor guerrero del rey— he dado en pensar si Alareikhs sentiría como yo cierto alivio mezclado a la cólera al descubrir la traición. En honor a la verdad, mi rabia estaba mezclada con una especie de alegría mordaz, porque mi Genovefa concedió sus favores a una persona mucho menos meritoria que un guerrero.

Después de que Thor actuase estrictamente como tal durante aquella noche, mi consorte pareció quedar saciado en sus deseo de cambio, y no volvió a hablar de alternar nuestras respectivas identidades de hombre y mujer. Genovefa siguió siendo Genovefa, yo mantuve mi papel de Thorn y así continuamos vistiéndonos mientras remontábamos el Tyras. Llegamos a otra región carente de albergues y Genovefa tuvo que hacer la cena cada noche, pero lo hizo con poca desgana y sin refunfuñar. Para pescar, Maggot y yo no teníamos más que apartarnos un poco del camino y llegarnos a la orilla del río para echar un sedal; pero para conseguir carne, yo tenía que internarme en el bosque y apartarme del río. Aunque el camino que discurría por su lindero no era una ruta muy transitada, siempre había alguien y eso mantenía alejados a los animales.

Una tarde, conduje a Velox al bosque para hacer una incursión, pero hasta dar con un buen auths–hana que abatí, tuve que alejarme y ya había caído el sol cuando regresé al campamento. Maggot cogió las riendas de Velox sin comentarme que hubiese sucedido nada inhabitual durante mi ausencia, y Genovefa tampoco hizo comentario alguno cuando acerqué al fuego la gruesa ave que había cazado. Pero yo en seguida noté algo extraño.

Aun allí, al aire libre, y pese al penetrante olor del humo, notaba que Genovefa había tenido algún tipo de relación sexual. Naturalmente que ello en sí no era nada excepcional, pues apenas había una noche que no la tuviésemos los dos, pero yo me había habituado a sus aromas íntimos tanto como a los míos, y esta vez había un efluvio raro, acre y no lechoso, de origen masculino y no femenino, pero no procedía de Thor ni de Thorn.

Miré a Genovefa mientras desplumaba el auths–hana y no dije nada; repasaba mentalmente las personas con quienes nos habíamos cruzado aquel día en el camino. Eran cinco: dos hombres a caballo con su respectivo bagaje; un hombre y una mujer en una mula; un anciano carbonero a pie, andando trabajosamente bajo la carga de leña; y todos los hombres habían mirado más o menos intensamente a mi guapo compañero. Pero podían haber pasado más mientras yo estaba cazando.

Genovefa estaba empalando al ave en una rama recta pelada, cuando le pregunté sonriente:

—¿Quién era?

—¿Quién era, quién? —replicó, sin levantar la vista, colocando la rama sobre dos estacas con extremo en forma de horca.

—Has fornicado hace poco con otro hombre.

Ella me miró desafiante y burlona a la vez.

—¿Es que me has estado espiando? ¿Me lo has visto hacer?

—No me hace falta. Huelo eyaculación de ser humano.

—Vái. Pensaba yo que mis sentidos eran finos, pero tú debes tener olfato de hurón. Sí, he estado con un hombre —añadió, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? Había un hombre, se presentaba la ocasión y tú no estabas. Fingí que a mi caballo se le había clavado una piedra en el casco y ordené a Maggot que siguiera cabalgando. No fue mucho rato, pero me bastó —añadió con toda frialdad.

—Genovefa, ¿por qué hacer una cosa tan sórdida, cuando entre nosotros dos podemos hacer todo lo que posiblemente por separado...? —dije yo con sentimiento.

—No sigas —replicó ella, poniendo los ojos en blanco como si estuviera agotando su paciencia—. ¿Es que vas a predicarme fidelidad y constancia? Ya te dije que estaba harta de ser tu peón. Quiero que la gente se fije en mí, y ese hombre lo hizo.

—¿Quién? ¿Qué hombre? —bramé yo, cogiéndola por los hombros y zarandeándola violentamente—. He estado repasando todos los hombres con los que nos hemos cruzado. ¿Con cuál de ellos ha sido?

El zarandeo la había hecho castañetear los dientes y contestó balbuciente.

—Con... el... con el... carbonero...

—¿Quéee? —vociferé, tan perplejo que la solté—. ¿De todos los hombres con que nos hemos cruzado, con ese desgraciado y sucio campesino esloveno...?

—Aj —replicó ella burlona—, ya lo había hecho con eslovenos, pero nunca con uno tan viejo. Ni tan sucio. Aparte de la novedad, admito que ha sido decepcionante.

—¡Mientes! Sabes que iré a matar al culpable, y encubres al autor real.

—Ni allis. No me importa a quien mates, mientras a mí no me molestes.

—¡Maggot! —grité—. No desensilles a Velox. Tráelo aquí.

Sin duda, Maggot había oído la discusión y llegó casi escondiéndose detrás del caballo.

—Cuida la comida y da la vuelta al asador. Volveremos antes de que se haga —le dije.

Luego, casi subí a Genovefa como un fardo a la silla, monté detrás de ella y puse a Velox al galope. No tuvimos que retroceder mucho para dar con el viejo. Estaba acurrucado junto a un modesto fuego de carbón, asando setas ensartadas en unas varas. Levantó la vista sorprendido, mientras yo bajaba a Genovefa del caballo y la arrastraba hasta él. Luego, desenvainé la espada, le acerqué el filo a la garganta y dije con un gruñido a Genovefa:

—Dile que confiese. Quiero que lo diga él.

—Prosím... prosím —balbucía el viejo suplicante, con los ojos desorbitados de terror.

De pronto, en lugar de palabras, por su boca salió un borbotón de sangre, que salpicó su barba y la guarda de mi espada; se derrumbó a mis pies y en su espalda vi clavado el puñal de Genovefa.

—Ahí tienes —dijo, con sonrisa cautivadora—, en prueba de arrepentimiento.

—No he sabido si era él.

—Sí que puedes saberlo. Mira la expresión de serenidad de su rostro: la de un hombre que ha muerto feliz.

Se agachó a arrancar el puñal, lo limpió con toda naturalidad en la capa astrosa del muerto y se lo enfundó.

—Si quiero creerte —dije con frialdad—, será la segunda vez que me traicionas con el mismo hombre. Quería haberlo matado yo —añadí, poniéndole la punta de la espada bajo la barbilla, agarrándola de la túnica y acercando su rostro al mío—. Quería que te convencieras de que haré igual contigo si vuelves a engañarme.

—Te creo —respondió ella en tono sincero, con un brillo de terror en sus ojos azules.

Pero su aliento desprendía aquel olor a avellana de la eyección masculina y la aparté asqueado de mí, diciendo:

—Y créeme que lo digo tanto a Thor como a Genovefa. No pienso compartirte con otras mujeres del mismo modo que no lo consiento con otros hombres.

—Te creo, te creo. ¿No ves cómo sigo arrepintiéndome? —había recogido un saco del muerto y lo llenaba de carbón—. Estoy compensando la leña que se ha malgastado en nuestro fuego. Vamos a arrojar el cadáver al río y volvemos al campamento, que tanta excitación me ha dado hambre.

Y comió con todas sus ganas, sin dejar de hablar, muy femenina, de cosas intrascendentes, tan alegre como si hubiese sido una jornada de viaje sin incidentes. Maggot no hizo más que mordisquear la carcasa del auths–hana, como si quisiera pasar desapercibido al extremo de hacerse invisible. Yo sólo comí dos bocados. Había perdido el apetito.

Antes de acostarnos, llevé a Maggot a cierta distancia para que Genovefa no nos oyera y le di ciertas instrucciones a seguir a partir de aquel momento.

—Pero, fráuja —gimió—, ¿quién soy yo para espiar a la fráujin y para desobedecer sus órdenes? Yo en este viaje soy un simple bagaje.

—Lo harás porque te lo mando yo, que soy el jefe de la expedición. Si alguna otra vez tengo que alejarme, tú serás mis oídos y mis ojos. Ojalá tu narizota fuese capaz de... —añadí, a guisa de broma siniestra.

—¿Mi nariz? —exclamó él, pasmado, como si hubiera amenazado con cortársela—. ¿Qué decís de mi nariz, fráuja Thorn?

—Nada, nada. Consérvala para olfatear el ámbar. Tú limítate a ser mis ojos y mis oídos y no vuelvas a dejar que la señora Genovefa se quede sola.

—Pero no me habéis dicho lo que tengo que ver y escuchar...

—Da igual —farfullé, rabioso por tener que admitir que me habían puesto los cuernos y tenía que tragarme los celos—. Tú cuéntame los detalles más mínimos y yo ya juzgaré. Anda, vamos a dormir.

Al menos aquella noche, también había perdido el apetito sexual y fue una de las pocas en que ni Tor o Thorn y Veleda o Genovefa se entregaron al placer.

Aproximadamente en la semana que siguió no hubo más que tres días en que mis incursiones de caza me mantuvieron alejado lo bastante de Genovefa como para que incurriera en falta; y esos tres días, cuando regresé al campamento, Genovefa mostraba aspecto de inocencia, sin que oliera a nada extraño, y Maggot no me dijo nada, simplemente arqueaba las cejas y abría las manos, dándome a entender que nada tenía que contarme. Así que no desperdiciamos ninguna noche. Tanto en el papel de Thorn como en el de Veleda, me esforcé por premiar la casta conducta de Genovefa y Thor, y ellos me devolvieron las atenciones con la suficiente fruición como para demostrar que ningún desconocido había mermado sus energías.

El río Tyras se había ido torciendo cada vez más hacia el Oeste y haciéndose más estrecho, y comprendimos que nos aproximábamos a su nacimiento. En el último krchma en que nos alojamos, le pregunté al posadero y éste me indicó que lo mejor era cruzar el Tyras por un vado fácil que había allí, y seguir hacia el Norte, dejándolo atrás. Añadió que a unas cuarenta millas romanas nos encontraríamos con el curso superior de otro río llamado Buk en esloveno —que sería la primera corriente de agua que nosotros encontramos que discurría de Sur a Norte—, y que siguiéndolo aguas abajo llegaríamos a la costa del ámbar.

Llevábamos recorridas casi la mitad de las cuarenta millas por un buen camino con bastante tráfico rodado, cuando llegamos al pueblo llamado Lviv. A pesar de su impronunciable nombre esloveno, Lviv era un lugar agradable para hacer un alto. Situado a medio camino entre el Tyras y el Buk, podía casi considerarse ciudad por su tamaño y era mercado y centro comercial para todos los campesinos, pastores y artesanos de la región, que allí llevaban sus productos para enviarlos por uno u otro río; hallamos un hospitium frecuentado por los mercaderes más ricos, por lo que tenía muy buen servicio y hasta contaba con termas separadas para hombres y mujeres.

Como Lviv era un lugar apacible y parecía prometedor para mis indagaciones históricas, y como no íbamos a encontrar un lugar parecido en mucho tiempo, decidí quedarnos más de una noche y estarnos tal vez unos días. Al llevar los bagajes a la habitación, Genovefa me dijo:

—Bueno, Thorn, tú no puedes o no quieres dejar tu augusta identidad de mariscal y herizogo, pero yo pienso cambiar la mía a voluntad y voy a ser unas veces Thor y otras Genovefa para recorrer las diversas tiendas y herrerías del pueblo y ver las mercancías que hay para hombres y mujeres y comprar alguna cosa. Además, como sabes, me crié acostumbrada a cosas delicadas y hace mucho tiempo que no me he bañado más que en agua de río. Así que quiero disfrutar de las termas de hombres y de mujeres. Hay mucha gente por las calles y muchos huéspedes en este establecimiento y no creo que nadie advierta mi doble identidad, y, en cualquier caso, ¿qué más da? Lo que puedan comentar esos villanos en este lugar perdido, poco puede perjudicarte o turbarte.

Habría podido indignarme por el carácter de ultimátum de lo que decía, pero me divirtió oír a una persona como aquélla —ladrón de caballos, fornicatrix, asesina de un campesino viejo— denominarse delicada y melindrosa y accedí, diciéndole:

—Como quieras.

No obstante, fui al establo a ver a Maggot y le dije que, de nuevo «por razones de estado», la fráujin Genovefa volvería a disfrazarse a veces de Thor.

—Indistintamente de como vaya vestida, quiero que estés discretamente sobre sus pasos y me informes cuando yo te lo diga —añadí.

—Haré lo que pueda —contestó él, cariacontecido—. Hay sitios en que la fráujin puede entrar y yo no.

—Pues aguardas y observas cuando entra y cuando sale —repliqué, exasperado, no ya por su aversión a espiar sino por mi innoble instigación.

A partir de entonces, sólo cuando Genovefa cenaba conmigo en el deversorium hospitium fingía ser mi consorte y una o dos veces paseamos juntos por la calle; casi todo el tiempo actuó como Thor, y yo me bañaba solo como Thorn en las termas para hombres y, cuando me tropezaba con él allí, o en otros lugares del pueblo, los dos nos guardábamos mucho de saludarnos. Confiaba en Maggot para la vigilancia cuando yo no estaba y, como nunca me comunicó nada sospechoso, pensaba contento que tanto Thor como Genovefa se comportaban decentemente. Yo pasaba la mayor parte del tiempo conociendo a los ancianos del lugar que pasaban por el deversorium, las tabernas o las cervecerías de la plaza del mercado para hacerles preguntas sobre la historia de sus antepasados.

Pero hallé muy pocos habitantes de ascendencia germánica; la mayoría eran eslovenos de nariz chata que no sabían el origen ni la historia de su propio pueblo, y que, con sus modales morosos y melancólicos, lo único que sabían decirme era que los eslovenos procedían de algún lugar lejano del Noreste y que con el tiempo se habían dirigido al Sur y al Oeste.

Le pregunté a un anciano en una taberna de la plaza del mercado, mientras tomábamos unos cuencos de kiselo mleko:

—¿Fueron los hunos los que expulsaron a vuestros antepasados de sus tierras de origen?

—¿Quién sabe? —me dijo, despreocupado—. Pudieron ser las pozorzhenas.

—¿Quiénes? —inquirí yo, pues ya hacía tiempo que no oía el vocablo.

El hombre se esforzó por explicármelo con otras palabras, y comprendí que quería decir las «mujeres de cuidado».

—Iésus —balbucí—. He oído hablar de ellas en aldeas remotas de los bosques por boca de patanes supersticiosos, pero me cuesta creer que los habitantes civilizados de Lviv teman a esa tribu de mujeres y den crédito al mito.

—Pues creemos —añadió él—, y buen cuidado tenemos de no provocarlas cuando vienen.

—¿Es que vienen aquí?

—Todas las primaveras —contestó él—. Pero pocas; vienen a Lviv a comprar cosas que necesitan y que no pueden producir en las tierras salvajes del Este en donde habita la tribu. Es fácil distinguirlas de las otras mujeres que acuden al mercado, pues vienen muy armadas y van desnudas hasta la cintura, como si fuesen bárbaros de piel curtida, y se pavonean y contonean con todo descaro, meneando sus tetas.

—¿Y en qué comercian?

—Vienen con acémilas cargadas con las pieles de los animales que han cazado en invierno, y con perlas de agua dulce que han recogido. Claro que la piel de nutria no es la más valiosa ni esas perlas de río valen mucho, pero, como digo, nos guardamos de provocar a esas terribles mujeres y les pagamos muy generosamente las mercancías. Por eso no nos han atacado nunca ni hacen incursiones a las granjas desde tiempos inmemoriales.

—Entonces, es simple jactancia —repliqué escéptico—, pues por muy fieras que hayan sido en tiempos pasados, ahora son débiles y dóciles como perrillos.

—Lo dudo —contestó él—. Cuando yo era joven participé con otros en detener a un caballo desmandado que llegó a galope tendido desde el Este por esta calle; ayudamos a descender al jinete, que estaba agonizando y murió en nuestros brazos sin poder hablarnos de su encuentro con las pozorzheni ni cómo había logrado escapar. No podía decírnoslo porque llevaba en la mano la lengua que le habían arrancado, pero su desesperado galopar debió ser horroroso porque estaba todo él en carne viva al haberle arrancado la piel. De hecho supimos que era hombre porque en la otra mano llevaba los genitales.

Regresé al hospitium para comer y vi que era una mala hora, pues estaba atestado. El comedor no era una sala grande con camillas bien separadas, sino que disponía de largas mesas de tablones con bancos muy juntos; me acomodé en uno de ellos, entre otros dos comensales, y vi que me había sentado justo enfrente de Thor. Al cruzarse nuestras miradas, él abrió los ojos sorprendido y estuvo a punto de levantarse de un salto, pero casi no podía moverse.

En seguida me di cuenta de que mi inesperada llegada le había cogido desprevenido, y, a pesar de los otros olores —apiñamiento de cuerpos, sopa de lentejas, el kiselo mleko y la fuerte cerveza— noté que de él emanaba el inconfundible aroma de un efluvio íntimo femenino reciente. Y era reciente —puesto que cuando ya es rancio huele a pescado— y no procedía de Veleda ni de Genovefa; quizá viera dilatarse las ventanas de mi nariz, pues volvió a mirarme francamente atemorizado y miró en derredor como buscando el modo de escapar. Pero lo que vio en el comedor debió infundirle ánimo, pues esgrimió una sonrisa insinuante y dijo en voz suficientemente alta para que le oyese por encima de la barahúnda reinante:

—Esta vez me has sorprendido antes de que tuviera ocasión y no he podido bañarme en la terma. Pero ¿vas a matarme aquí, delante de tanta gente, querido Thorn? Sería un escándalo que llegaría a oídos del rey de Thorn y de sus otros amigos.

Tenía razón. No podía hacerle nada en aquel momento.

Volví a perder el apetito, y me levanté bruscamente de entre mis dos compañeros de mesa, que lanzaron maldiciones por mi rudeza, me abrí paso entre los que entraban al comedor, que también lanzaron maldiciones, y fui a toda prisa al establo, con ganas de estrangular a Maggot.

—¡Tú, tetze tordl —vociferé, asiéndole y zarandeándole como una alforja—. ¿Es que eres un gandul, un inútil o un maldito desleal?

—Fr... fráuja —balbució suplicante—. ¿Qué... qué he hecho?

—¡Qué no has hecho! —bramé, lanzándole contra la pared de la cuadra—. Thor ha estado... Quiero decir, Genovefa disfrazada de Thor ha tenido comercio ilícito con alguien de Lviv. ¿Cómo es que te ha burlado? Tenías que haberla seguido a todas partes. ¿Dónde estabas, vagó?

—Ne, fráuja —replicó gimoteando, mientras caía desanimado al suelo—, sí que la seguí.

—Pues ¿a dónde... a dónde fue disfrazada? ¿Es que no la viste reunirse con alguien en una cita?

—Ne, fráuja —gimoteó, haciéndose un ovillo y cubriéndose la cabeza con las manos—. Sabía que la casa era un lupanar.

—¿Qué? —exclamé, perplejo—. ¿Una casa de putas? ¿Le viste entrar... le viste disfrazado de Genovefa entrar... a una mujer decente entrar en un lupanar y no viniste corriendo a decirme semejante aberración?

—No, fráuja —gimió. Pero el pobre resultó más valiente de lo que yo habría pensado, pues apartó las manos de su cara suplicante—. Sí, tenéis razón, fráuja; os he sido desleal.

Contuve el puñetazo que iba a asestarle y le dije sin poder aguantar mi indignación:

—Explícate.

—Hay muchas cosas que no os he contado.

—¡Pues hazlo inmediatamente!

Entre gemidos y algún que otro sollozo, el armenio comenzó diciendo:

—No sé qué clase de mujer es la fráujin Genovefa. ¿Qué mujer va a un lupanar? En Noviodunum, creí que era un hombre que se llamaba Thor; así, cuando se pensó en el viaje, temí que vos y él llegaseis en un momento u otro a las manos por la bella Swanilda, y temí por mi propia seguridad si eso ocurría. Pero nada más morir Swanilda, Thor resultó ser mujer. Yo no acababa de entender cuáles eran los celos y rivalidades, pero vos parecíais contento con...

—¡Esto no es un informe sino un galimatías!

—Y decidí no decir nada —prosiguió él— ni hacer nada durante el viaje que os causara celos o preocupación... ni ver nada de lo que no debía ver.

—¡Imbécil, yo te ordené que vieses! ¡Te dije que no quitaras de Genovefa ni ojos ni oídos!

—Pero cuando ya os había traicionado.

—Sí, lo sabía —admití yo a regañadientes—. Sabía que te había dicho de seguir adelante y que había yacido con el carbonero. Por eso te dije que a partir de entonces no la quitaras ojo.

—¿Qué carbonero? —replicó Maggot perplejo.

—Aquel hombre asqueroso que nos cruzamos por el camino —contesté, fuera de mí—. Tuviste que verle. Un esloveno viejo. Un nauthing —añadí con risa forzada—. El amante más bajo con que ha yacido.

—¡Aj, ne, uno más bajo que ese esloveno, fráuja Thorn! —exclamó Maggot, agachando la cabeza y dándose de puñetazos—. Estáis en un error a propósito del carbonero, o sufrís un engaño. El único nauthing con quien la fráujin Genovefa estuvo aquel día fue este armenio despreciable.

—¿Tú...? ¡Tú...! —balbucí sin salir de mi asombro—. ¿Cómo has osado?

—Fue ella quien osó. Yo nunca lo habría hecho —replicó el armenio, contándome atropelladamente toda la historia antes de que le hiciera pedazos; pero yo estaba demasiado atónito para desenvainar la espada—. Dijo que si me negaba daría gritos diciendo que querían violarla y me matarían, y que más valía que disfrutase de ella y únicamente corriera el riesgo de morir. Dijo que hacía mucho que pensaba si sería cierto lo que se decía de los hombres narigudos. Por eso, fráuja Thorn, me atemoricé tanto cuando hablasteis de mi nariz. Bien, yo le contesté que todos los armenios somos narigudos, pero que todos tienen un svans tan pequeño como el mío; que las mujeres armenias también tienen nariz grande y no tienen svan. Pero tampoco esas mujeres tienen... algo ahí abajo tan grande como el que tiene la fráujin Genovefa —añadió, pensativo, tras una pausa. Yo le miré sin decir nada y él se apresuró a continuar.

—Pero, por mucho que protesté, ella me dijo que quería comprobarlo. Y cuando acabamos, me dijo que tenía yo razón y se rió de lo pequeño que era. Luego, volvisteis de cazar, fráuja Thorn, y fue la segunda vez que no os dije nada. Despues, hubo una tercera, cuarta y quinta vez, porque fráujin Genovefa —a veces disfrazada de Thor— se ha divertido sin parar, al menos dos veces diarias, con hombres y mujeres desde que llegamos a Lviv, para luego ir a la terma a toda prisa a limpiarse antes de meterse en vuestra cama. A mí, incluso me ha preocupado que no contraiga una mala enfermedad de esos piojosos eslovenos y os la contagie. Pero, fráuja Thorn, ¿cómo iba a contaros todo esto sin reconocer mi culpa? Oh, vái, claro que sabía que tendría que deciros más tarde o más temprano lo que había visto, y estoy preparado para el castigo. Pero antes de que me matéis, tengo un ruego que haceros. ¿Puedo devolveros una cosa que os pertenece? Yo me hallaba tan atónito que no supe responder, y él rebuscó en algún lugar del establo y volvió con un objeto. —Lo encontré dentro de la piel de dormir de la señora Swandila, al desenrollarla —dijo—. Pensé que os habríais preguntado qué había sido de él, y como voy a morir...

Yo no había visto aquello nunca, por lo que su visión distrajo momentáneamente mi indignación y desconcierto. Era una especie de círculo hecho con hojas y zarcillos, como esas coronas que a veces hacen las mujeres en los jardines para ponérselas en la cabeza; al principio, pensé que Swandila lo habría trenzado por entretenerse, aunque nunca se lo había visto, pero luego vi que estaba hecho con hojas de roble —ya secas y quebradizas— y ramitos de florecitas de tilo, que, aunque marchitas, aún desprendían olor. Y recordé la leyenda del roble y el tilo, y me di cuenta de que habría debido hacerlo amorosamente y las razones por las que lo había guardado. Le di vueltas en mis manos y dije, entristecido, con ternura:

—La predicción que hizo el viejo Meirus... Creo que se equivocó, en definitiva; porque Swanilda debe seguir queriéndome dondequiera que se halle.

—Ja, dondequiera que se halle —repitió Maggot, con un suspiro de simpatía—, fue Thor quien la envió allí.

Alcé la vista de la rústica corona y me le quedé mirando sin necesidad de preguntarle. Él se encogió más atemorizado que antes y añadió:

—Creí que lo sabíais, fráuja. Ya he dicho que me parecíais muy contento. Fue Thor quien la impulsó a ello, puso el lazo en su cuello y la llevó de la mano hasta la viga del almacén, dejándola allí colgando y retorciéndose hasta que murió estrangulada. Creo que Thor se dio cuenta de que yo estaba allí en las sombras, y creo que le tuvo sin cuidado. Por eso creí que vos y él... y ella, quiero decir...

—Basta —dije con voz ronca—. Cállate.

Él cerró la boca y yo permanecí un instante considerándolo todo, dando vueltas en mis manos a la corona. Cuando recobré la palabra, hablé sin importarme lo que Maggot pudiera pensar.

—Tenías razón. Es cierto; he contribuido con mi silencio a todo lo malo que hizo esa mofeta asquerosa, hijo de perra. Thor y yo no somos más que las dos caras de una misma moneda, una moneda de bajo metal que debe ir al crisol para fundirse y acuñarla de nuevo. Para hacerlo, primero debo expiar, y comenzaré perdonándote la vida, Maggot. Incluso, a partir de ahora, te llamaré Maghib con respeto. Dispon los caballos, que nos marchamos. Y no iremos más que dos. Ensilla el tuyo y el mío y pon el bagaje en el otro.

Arrojé la corona, para no verme entorpecido, saqué la espada y regresé a zancadas al hospitium; entré en el comedor y lo recorrí con la vista. Thor ya no estaba en él; subí la escalera hasta nuestra habitación y me encontré la puerta abierta; había estado allí y se notaba que había salido con gran premura, pues nuestras cosas estaban desordenadas y esparcidas. Rebusqué a toda prisa en lo que había dejado y comprobé que se había vestido de Genovefa y no se había llevado más que las pertenencias de mujer y nada de Thor salvo la espada. Vi también que se había apropiado de una cosa mía: las cazoletas de filigrana de bronce que tanto le habían gustado al verlas la primera vez.

Oí un fuerte grito abajo; me llegué a la ventana y vi en el patio arremolinados al posadero, a unos criados y a los mozos de cuadra; el dueño pedía a gritos que fuesen a buscar a un lékar, un medicus. Volví corriendo al establo y hallé a Maghib tendido en la paja entre dos caballos ensillados. De su pecho sobresalía la empuñadura de un puñal que reconocí. Pero esta vez la puñalada de Genovefa había sido precipitada y el armenio aún vivía, estaba consciente y, aunque los que le atendían trataban solícitos de que no hablara, aún pudo barbotar algunas palabras con su boca ensangrentada.

—Quise detenerla... fráujin me apuñaló... cogió el caballo... camino del Este... Este...

Yo asentí con la cabeza, dándole a entender que sabía por qué repetía esa palabra.

—Ja —dije—. Ha oído las historias de esas viragines viciosas; sabe que es muy parecida a ellas y allá se dirige.

No podía creer que un ser tan delicado como Genovefa se consagrara para siempre a la vida tan rigurosa de una tribu nómada de los bosques; pero pensé que habría pensado en unirse a aquellas mujeres para ocultarse allí un tiempo, sin correr riesgos.

—Maghib, no parece que tu herida sea mortal —añadí— y aquí llega el físico. Él te la curará. Cuando estés repuesto, continúa hacia la costa del ámbar; no tienes más que alcanzar el río Buk y seguirlo aguas abajo. Yo iré detrás una vez que haya ajustado cuentas con ese traidor.

Dejé a Maghib en manos del lékar y fui a darle al posadero dinero suficiente para que le cuidase. Luego, hice el bagaje, monté en Velox y me puse en camino hacia el Este, hacia Sarmatia y las mujeres de cuidado.