CAPÍTULO 2
Un día de verano, cuando ya se había puesto el sol, llegaba con una reducida escolta a las afueras norte de Roma por la vía Nomentana. Hicimos alto en una taberna del camino en la que había un gran patio y establos para pasar la noche. Al entrar en la sala de la taberna, me sorprendió el saludo jovial del caupo:
— ¡Háils, saio Thorn!
Mi sorpresa fue mayor cuando vi que se me echaba encima, tendiéndome la mano y diciendo:
—¡Ya hacía tiempo que me decía cuándo empezarían a llegar más compañeros!
Y en aquel momento le reconocí, pese a que estaba mucho más grueso. Era el soldado de caballería Ewig a quien no había vuelto a ver desde que le envié a seguir a Tufa cuando salió de Bononia hacia el sur. Y me quedé de una pieza, porque en aquel entonces él me había conocido como Veleda; pero en seguida comprendí que, naturalmente, el joven conocía de vista al mariscal Thorn desde mucho antes.
Nos dimos la mano a la manera romana y él siguió charlando animadamente.
—Me alegré mucho al enterarme de que el maldito Tufa había muerto, y sé que fue obra vuestra, tal como dijo la señora Veleda. Por cierto, ¿cómo se encuentra esa bella dama?
Le dije que estaba bien, y añadí que yo también le encontraba a él muy bien, para ser un soldado raso, que, probablemente, seguía en el servicio de speculator.
—Ja, la señora Veleda me ordenó quedarme por estos pagos y estar vigilante. Y desde entonces me ha ido muy bien, pero también me he dedicado a otras empresas. Al morir el caupo de este establecimiento, me apresuré a cortejar a la viuda y me casé con ella. Y, como veis, ella, la taberna y yo... hemos prosperado de lo lindo —añadió, dándose gozoso unas palmaditas en la barriga.
Así, la taberna se convirtió provisionalmente en residencia mía y de la modesta escolta, y Ewig, que ya había aprendido bien latín y conocía la ciudad —o al menos las partes más accesibles al pueblo llano—, se convirtió en mi entusiasta guía de Roma; un guía instructivo y locuaz. Con él recorrí los principales monumentos y cosas memorables que todo forastero visita en la ciudad, y vi buen número de cosas que imagino pocos visitantes conocen, como fue el barrio del Subura en el que están concentrados todos los lupanares conforme a la ley.
—Como veréis —me dijo—, todas las casas tienen el número de su licencia bien expuesto y todas las ipsitillas son rubias, como también estipula la ley. Tienen que teñirse el pelo o llevar peluca; y nadie hace reparos, ni las mujeres ni los clientes. Como casi todos los romanos son de pelo oscuro, les gusta esa diferencia. Algunas putas se tiñen la melena y el conejo; y perdonad mi lenguaje.
No me tomaré la molestia de describir las innumerables vistas y rincones de Roma que todo el mundo conoce, incluso gentes que no han estado allí. Por ejemplo, en todo el universo es conocido el anfiteatro Flavio, popularmente llamado Coliseo por la gigantesca estatua de Nerón que hay junto a él, y en el que se celebran juegos, exhibiciones, espectáculos y competiciones de luchadores y púgiles y combates entre hombres armados y fieras. Pero dudo mucho que cualquier viajero que se contente con acercarse a aquella magnífica fábrica para admirarla, se percate de algo que me dijo el grosero Ewig.
—Observad, saio Thorn, cuántas mujeres rubias acechan junto a las puertas cuando sale el público. Putas, claro, y siempre está lleno a la salida del espectáculo, que es cuando hacen más negocio al irse con los hombres que se han puesto lúbricos viendo todos esos ejercicios llenos de sudor y sangre.
El único espectáculo excitante que vi (aunque no provocó mi lubricidad) fue cómo combatían un incendio nocturno las brigadas de vigilancia especiales; bien sabe Dios que otras ciudades padecen incendios devastadores, pero un fuego tan horrorífico sólo puede producirse en Roma, porque sólo en Roma y en la colina Celia hay tantos edificios de cinco y seis pisos, y fue uno de ellos el que se prendió fuego. La brigada de incendios lo rodeó inmediatamente con colchones de trapos embebidos en vino peleón a guisa de escudos para entrar a rescatar a los vecinos, mientras otros lanzaban al tejado cuerdas con garfios para que los de los pisos altos pudiesen deslizarse por ellas hasta mullidos colchones que pusieron abajo; entretanto, otro equipo de vigilantes luchaba contra el fuego con unas máquinas montadas en carros que llaman sifones de Ctesibio; dos hombres a ambos lados del carro se turnan dando vueltas a un manubrio que acciona un agua que sale con fuerza de un depósito conectado a una tobera que un tercer hombre dirige contra las llamas. Con aquellas máquinas que lanzan el agua hasta el tejado y los colchones mojados con vino, los vigilantes apagaron el fuego del edificio casi tan enteramente y rápido como se apaga un fuego de campamento orinando.
Ewig me llevó varias veces con él cuando iba al mercado con un carrito tirado por un asno para comprar lo que necesitaba para la taberna; empero, casi nunca nos llegábamos a las plazas de mercado, y en seguida me di cuenta de que las personas que me presentaba no eran precisamente de las más respetables. íbamos muchas veces a la calle de Jano, en donde están todos los usureros y prestamistas, y también al barrio de los almacenes, llamado el granero de Pimienta, aunque en ellos hay muchos otros productos además de pimienta; de vez en cuando íbamos también a la vía Nova, en donde están las mejores tiendas de Roma de mercancías más caras; pero allí, Ewig siempre hacía sus tratos por la puerta trasera. No pocas veces fuimos también a los muelles Emporium, a la orilla del río. Cierto día en que Ewig entró en un tinglado y salió furtivamente con unas bolsas de cuero que cargó en el carro, le comenté sin severidad:
—Caupo, ¿es que únicamente aprovisionas la taberna robando?
—Ne, saio Thorn, yo jamás robo. Es que compro a los que roban. Estos pellejos tan estupendos de aceite de Campania y de vino se los compro a un marinero de un barco que trae barriles llenos de Neapolis, y durante la travesía el hombre desplaza un poquito uno de los aros y hace un agujerito con una barrena en una duela y va sacándolo de cada barril, y luego, a la entrega de la mercancía, esas mermas se achacan a «escapes». Espero que no hagáis objeción, mariscal... del mismo modo que no la hacéis al beber el vino de mi taberna ni al pagar los modestos precios a que estoy autorizado.
—Ne, ne —contesté, riendo—. Siempre he admirado la iniciativa comercial.
Siempre que nuestras andanzas nos conducían al centro de la urbe, no dejaba de acercarme a la parte del Foro que mira a la colina capitolina para leer el Diurnal que exponían en el templo de Concordia. Ewig no ponía mucho empeño en acompañarme porque no sabía leer. El Diurnal, que clava en el muro del templo cada mediodía el accensus del Foro (quien, al mismo tiempo, vocea «¡Meridies!» para que se enteren los viandantes que no saben la hora que es), es un resumen escrito de todos los sucesos importantes del día anterior ocurridos en Roma y sus cercanías. En él aparecen las listas de nacimientos y muertes de las familias distinguidas, transacciones comerciales importantes, accidentes y desastres —como el fuego que he mencionado de la colina Cecilia—, avisos de esclavos fugados, y anuncios de próximos juegos, competiciones y cosas así.
En otras ocasiones deambulaba solo por lugares sin atractivo (o interés lucrativo) para Ewig, como el Argiletum o calle en donde se venden los libros; me gustaba tratar con esos vendedores, que suelen ser hombres muy excitables y malhumorados; me enteré de que actualmente sufren un acoso por parte del obispo de Roma, o, mejor dicho, por parte de sus consultores inquisitionis o sacerdotes que van a las tiendas a saquear los anaqueles y ver lo que venden. Aunque los consultores no tienen autoridad para incautarse de los libros prohibidos en el Index Vetitae de Gelasio, se empeñan en colocar marbetes en los ejemplares para que los clientes cristianos, al mirar la mercancía de códices y rollos, vean claramente los permisibles y los «perniciosos» según la apreciación doctrinal o moral.
Yo tomé nota de éstos y de informaciones que recogí del Diurnal que pensé podrían serle útiles a Teodorico, y escribí, además, unas observaciones sobre el estado de Roma, que enviaba periódicamente con un emisario a caballo hasta Ravena. Sabía que una de aquellas observaciones le sería de especial interés.
Los dos habíamos visto lo mal que había quedado la ciudad de Verona por la vanidad de los últimos emperadores al erigir sus monumentos triunfales en lugar de buenas murallas de defensas; habíamos observado otras muchas ciudades en las que los gobernantes indolentes y los funcionarios habían permitido la ruina de los vitales acueductos y sabíamos el estado de deterioro en que se encontraban la vía Popilia y tantas otras, así como puentes, avenidas y canales; ahora me competía el triste deber de informarle de que la propia Roma, la Ciudad Eterna, se hallaba hacía tiempo en lamentable estado y pronto no merecería ya ese título de eterna.
Durante la mejor parte de aquel milenio y un cuarto, Roma había sido una hermosa urbe en continua expansión llena de elocuentes monumentos de su grandeza, pero en determinado momento no muy lejano se había detenido ese auge; ello no habría importado en demasía —porque una ciudad tiene un límite— si esos bellos logros se hubiesen mantenido y conservado, pero tanto gobernantes y administradores como los ciudadanos parecían haber caído en la indolencia. No sólo no se hacía nada por preservar sus tesoros arquitectónicos de los estragos del tiempo y los elementos, sino que muchos de aquellos irreemplazables recuerdos del pasado de Roma se estaban desmoronando o, lo que era peor, se desmontaban y demolían poco a poco; algunos de los impresionantes edificios, arcos y pórticos eran ya simples canteras, y quienquiera que lo desease podía abastecerse de materiales para la más baladí empresa; ricos mármoles, sillares, columnas y frisos, labrados y pulimentados, estaban a merced de quien quisiera llevárselos.
En algunos lugares de la ciudad, las depredaciones permitían ver en retrospectiva los doce siglos y medio de existencia de aquella Roma; se podía observar cómo determinadas estructuras, sencillas y modestas en su origen, habían sido mejoradas y ampliadas conforme había crecido la prosperidad de la urbe y se perfeccionaban las técnicas constructivas. Pero era un espectáculo triste y lamentable.
Debo mencionar un caso, el del modesto pero encantador templo de Eos próximo a la plaza del mercado de hortalizas. De haberlo podido ver cuando Roma estaba en su apogeo, aquel templito a la aurora habría debido ser un paradigma exquisito —en el más puro mármol de Paros— de la perfección arquitectónica. Pero ahora había perdido casi todo el mármol, por deterioro o por sustracción, y quizá adornara la fachada de la villa de algún nuevo rico o quién sabe si las placas estaban amontonadas formando un cobertizo para el vigilante de noche del mercado; en el templo de Eos se aprecia dónde estaba el mármol por el material artificial llamado piedra de hierro, hecho seguramente en una época en que la ciudad no podía permitirse el lujo de acarrear buenos mármoles; pero hay porciones de esa piedra de hierro que se han desprendido o se han arrancado, tal vez para rellenar el socavón de alguna calle cercana, y bajo ella aparece un templo aún más antiguo construido con piedra local de toba gris, sin duda levantado en los tiempos anteriores al invento de la técnica de la piedra de hierro. Pero también se han arrancado bloques de toba —quién sabe si para apoyar las mesas de venta del mercado de hortalizas— y bajo los restos de la toba aún subsiste lo que debió ser el templo primitivo, construido con modestos ladrillos marrones de suma perfección, que tal vez daten de los tiempos en que los rasna aún llamaban al lugar Ruma y a la aurora la decían Thesan.
Empero, pese a su lamentable abandono, Roma no había perdido su magnificencia; buena parte de ella está muy bien construida —y lo sigue estando— para sucumbir a manos de seres menos firmes y artísticos que los dioses. Gran parte de la ciudad era tan esplendorosa, y lo sigue siendo, que yo creo que hasta a los bestiales hunos les habría avergonzado derruirla; subsistían indemnes tantos edificios públicos sublimes y tantos palacios, que yo —aunque ya conocía Constantinopla— no pude por menos de sentir asombro y alborozo. No ya en aquella primera visita, sino cada vez que volvía a Roma, me era imposible adoptar la actitud del viajero indiferente que ya ha visto mucho mundo; por muchas veces que entrara en una inmensa basílica de altas bóvedas, en unas termas o en un templo —sobre todo en el impresionante Panteón— siempre me sentía empequeñecido como una hormiga y al mismo tiempo enaltecido de admiración y orgullo porque unos simples mortales hubiesen sido capaces de hacer aquello.
Siempre preferí Roma a Ravena, aun después de que Teodorico efectuara la drástica transformación de ésta. Y, aunque no puedo negar que Constantinopla es una metrópolis suntuosa, a mi parecer —incluso en este momento en que Roma se acerca a su segundo milenio— es un simple cachorro comparado con la venerable antigüedad del original, la eterna y única Roma. Desde luego, debe tenerse en cuenta que vi por primera vez Constantinopla cuando era muy joven y Roma no la conocí hasta cuando ya mi vida iniciaba su declive.
Cuando Ewig me hubo mostrado todas las partes de la ciudad que mejor conocía, presentándome a toda suerte de personas del pueblo llano, desde marineros ladrones hasta prestamistas y lenae de lupanar, decidí que había llegado el momento de conocer las clases altas romanas; pregunté dónde podía encontrar al senador Festus y me dijeron que vivía en una de las fastuosas villas de la vía Flaminia. Y allí fui a visitarle. La palabra «villa» significa en puridad finca campestre, y quizá la mansión de Festus tuviese un terreno en derredor cuando se construyó, pero ya hacía tiempo que Roma en su expansión había rebasado las murallas y la casa se alzaba en lo que aún llamaban campos de Marte, aunque el terreno que quedaba entre la vía Flaminia y el río ya no eran campos, sino viviendas de lujo muy juntas.
El senador me recibió afablemente —llamándome «Torn», naturalmente— y no paró mientes en enviar a sus esclavos a por dulces y bebida; él mismo me sirvió vino de Massicus, que mezcló con canela de Mosylon, la variedad mejor de esa especia, un polvo rojizo que no había probado desde que era niño. La villa estaba lujosamente amueblada, al estilo de un palacio; abundaban las estatuas, muchas colgaduras de seda y las ventanas eran de celosía en mármol y los innumerables orificios estaban cubiertos por vidrio cerámico azul, verde y violeta. El salón en que conversábamos tenía mosaicos en las cuatro paredes representando las estaciones: las flores de la primavera, la siega del verano, la vendimia del otoño y el vareo invernal de la oliva. Pero tampoco faltaban detalles más corrientes y, como la más humilde choza del barrio bajo de los muelles, la villa contaba con cortinas humedecidas en las puertas para refrescar el cálido aire estival.
Festus se ofreció amablemente a ayudarme a buscar una residencia adecuada a mi condición de mariscal y embajador del rey, cosa que hizo al cabo de unos días. Era una casa en la ciudad, en el vicus Jugarius, que había sido la calle de las embajadas antes de su traslado a Ravena; no era un palacio ni una villa, pero sí lo bastante lujosa para mi gusto, y disponía de vivienda aparte para los esclavos domésticos, quienes también me ayudó a comprar el senador. (Poco después, y sin ayuda de Festus ni de Ewig, compré también una casa más modesta en el barrio residencial del Transtíber, al otro lado del puente Aureliano, que sería la residencia romana de Veleda.)
Entretanto, el senador se aprestó a presentarme a romanos de su alcurnia y durante las semanas que siguieron conocí a muchas personas; también me llevó un día a la Curia para que asistiera a una sesión del senado, diciéndome que sería una ocasión única. Supongo que acudí, como un provinciano pasmado, esperándome una sesión solemne y espectacular; sin embargo, salvo por un aspecto, la encontré aburridísima. Los discursos trataban de asuntos que para mí no tenían la menor transcendencia, y hasta las más fatuas y enrevesadas peroratas eran acogidas con exclamaciones de «¡Bien dicho!» («¡Veré diserte!» «¡Nove diserte!») desde todas las gradas y escaños.
Una de las cosas que impidieron que me aburriese del todo en la sesión fue el momento en que el senador Festus se puso en pie para hacer una propuesta:
—Solicito el acuerdo de vosotros, quintes, y de los dioses...
Por supuesto, la verborrea preliminar era interminable, como en los otros discursos que había escuchado, pero culminó con la propuesta de una votación para reconocer el gobierno de Roma de Flavius «Theodoricus» Rex. El discurso recibió las aclamaciones de rigor «¡Nove diserte!» «¡Veré diserte!» de todos los presentes, e incluso de algunos senadores que luego votaron en contra de la propuesta cuando Festus reclamó que se mostrase «la voluntad de los senadores y de los dioses». No obstante, la propuesta se aprobó por un cómodo plurimum (aunque sólo de senadores, ya que los dioses no votaron). Por poco que valiese la sanción del senado, a mí me complació porque fastidiaba al obispo de Roma, como supe cuando otro día Festus me preparó una audiencia con el personaje.
Al llegar a la catedral de Gelasio, la basílica de San Juan de Letrán, me recibió uno de los diáconos cardenalicios que conocía de Ravena, quien, mientras me acompañaba al salón de audiencias del obispo, me dijo muy serio:
—Dirigios al soberano pontífice con la cortesía de «gloriosissimus patricius».
—No lo haré —contesté.
El cardenal contuvo un grito y farfulló algo, de lo que hice caso omiso. Cuando de niño era exceptor de don Clemente, había escrito muchas cartas a patriarcas y obispos y conocía la fórmula tradicional de «Vuestra autoridad», que sería la única cortesía que pensaba dispensarle.
—Auctoritas —le dije—, os traigo saludos de mi soberano, Flavius Theodoricus Rex. Tengo el honor de ser su representante en la ciudad, y os ofrezco mis servicios para hacerle llegar cualquier comunicado que deseéis...
—Devolvedle mis saludos —me interrumpió con frialdad, y comenzó a recogerse las haldas como dando fin a la conversación.
Gelasio era un anciano alto y esquelético, con faz apergaminada y de mirada ascética, pero su atavío no era de austeridad en consonancia; llevaba unas vestiduras nuevas y ampulosas de ricas sedas con profusos bordados, muy distintas a la sencilla arpillera de campesino que vestían los hombres de la Iglesia cristiana que yo conocía, desde el monje más humilde hasta el patriarca de Constantinopla.
Y al pensar en aquel patriarca, me vino a las mientes la polémica entre él y Gelasio, por lo que repliqué:
—Auctoritas, mi rey quedaría sumamente satisfecho si le llegaran nuevas de que vos y el obispo Akakiós habéis resuelto vuestras diferencias.
—No lo dudo —contestó Gelasio entre dientes—. Eso facilitaría su reconocimiento por parte del emperador. Eheu, ¿para qué necesita eso Teodorico? ¿No ha recibido ya el reconocimiento del pusilánime, rastrero y servil senado? Debería lanzar mi anatema sobre todos los senadores cristianos de ese organismo. No obstante, si Teodorico desea complacerme, no tiene más que denunciar conmigo a Akakiós por su negligencia en el asunto de los nocivos monofisitas.
—Auctoritas, sabéis que Teodorico se niega a inmiscuirse en asuntos de religión.
—Igualmente, yo me niego a aceptar una opinión doctrinal de un obispo inferior.
—¿Inferior?
Con el mayor tacto posible le dije que Akakiós era titular del patriarcado casi diez años antes de que él hubiese alcanzado el suyo.
—¡Eheu! ¿Cómo osáis compararnos? ¡El suyo no es más que de Constantinopla, y el mío el de Roma! ¡Y ésta es la Madre Iglesia de la cristiandad! —añadió, señalándome el edificio en que nos hallábamos.
—¿Habéis adoptado por eso unas vestiduras litúrgicas más ostentosas? —inquirí, moderando el tono de voz.
—¿Por qué no? —replicó enojado, cual si hubiese hecho una crítica mordaz—. Aquellos singularizados por la gracia de su virtud deben singularizarse por la riqueza de su atuendo.
Yo no contesté, y él añadió:
—También mis cardenales y sacerdotes, conforme den prueba de devoción al Papa, se verán honrados con mejores vestiduras litúrgicas.
Tampoco hice comentario alguno y él prosiguió en tono pedante:
—Hace tiempo que pienso que la cristiandad es demasiado gris comparada con el paganismo, en vestiduras, en rito y en galas eclesiásticas. No es de extrañar que el paganismo seduzca al pueblo llano, a quien le complace ese boato y ostentación que anima su pobre existencia. ¿Y cómo cabe esperar que las clases pudientes acepten consejos y admoniciones de sacerdotes vestidos como pobres campesinos? Para que el cristianismo atraiga más que el paganismo y los cultos heréticos, sus iglesias, clérigos y ceremonias deben tener mayor magnificencia. Fue el santo patrón de esta basílica quien nos lo sugirió: que los que miran comenten maravillados y admirados «Habéis conservado el buen vino hasta ahora».
Tampoco tenía nada que decir a aquello, y estaba claro que nada que yo alegase serviría para mitigar la animosidad que Gelasio sentía contra su hermano el prelado y contra el hereje Teodorico. Así, me despedí y no volví a verle más.
Ni me condolí cuando, un año después, supe que había muerto; su sustituto era un hombre menos rencoroso, y si él y Akakiós tenían alguna diferencia doctrinal se avinieron a conciliaria. Me atrevería a decir que fue tan sólo coincidencia que aquel nuevo patriarca de Roma adoptara el nombre de Anastasio II, aunque dudo que ello halagase al emperador del mismo nombre. Empero, al poco, el emperador Anastasio de Constantinopla proclamó el reconocimiento del rey Teodorico y, en prueba de ello, le envió los atributos imperiales —la diadema, la corona, el cetro, el orbe y la victoria— y los ornamenta palatii que Odoacro había rendido a Zenón trece años antes.
El reconocimiento universal de Teodorico no le causó vanagloria alguna; no adoptó más título que el de Flavius Theodoricus Rex, es decir, que nunca afirmó ser rey de nada, de ninguna tierra ni de ningún pueblo. En las monedas acuñadas durante su reinado y en las placas conmemorativas de los edificios construidos durante el mismo, nunca se le nombra rey de Roma, rey de Italia, rey del imperio de Occidente, y ni siquiera rey de los ostrogodos. Teodorico se contentaba con manifestar su condición de gobernante real con actos y obras.
Los hombres de la Iglesia, por el contrario, jamás se han abstenido ni han renunciado a ninguno de los títulos que se les han concedido, que reclaman o que se inventan. Al igual que Gelasio antes que él, Anastasio II siguió empeñado en darse el título de soberano pontífice, el honorífico de papa y la fórmula protocolaria de «muy glorioso patricio», como han hecho cuantos le han sucedido en Roma; igual que él, han vestido ostentosos atuendos, y cardenales y sacerdotes han ido adoptando cada vez más ricas vestiduras; del mismo modo, los ritos y las procesiones de la Iglesia se han ido adornando con profusión de cirios, incienso y flores, y cruces, báculos y cálices de oro.
Bien, ya en el momento de mi entrevista con Gelasio, yo había entendido sus motivos para desear que su Iglesia resultase más atractiva para la plebe y las clases altas. Antes de mi llegada a Roma, suponía yo que el corazón de la Iglesia Católica sería firmenente cristiano en todas las esferas; pero en seguida me di de cuenta que no era cristiano más que en el medio, tal como suena. Los fieles de la Iglesia de Roma eran casi todos personas que hacían cosas: herreros, artesanos, y todos los que (salvo los judíos, naturalmente) vendían y compraban: mercaderes, comerciantes, expendedores, tenderos, con sus respectivas esposas e hijos. Y ello me recordaba inevitablemente la afirmación del eremita gépido Galindo de que el cristianismo era una religión de comerciantes.
El caupo Ewig y muchos otros extranjeros residentes en la ciudad eran arríanos, ergo «heréticos», y casi todos los de las demás clases sociales que él me presentó, si es que profesaban alguna religión, creían en el abundante panteón romano de dioses, diosas y espíritus paganos; lo que más me sorprendió es que la gran mayoría de individuos de las clases altas que me presentó Festus, incluidos algunos colegas suyos del senado, eran también acérrimos paganos. En la época anterior a Constantino, Roma había reconocido —además de su religión amorfa y pagana— lo que se llamaban religiones licitae, es decir el culto de Isis traído de Egipto, el culto de Astarté traído de Siria, el culto de Mitra traído de Persia y el culto judío de Jehová. Y ahora, me resultaba evidente que esas religiones, aunque el estado no las viera con buenos ojos y los clérigos cristianos las reprimiesen violentamente, no habían muerto ni mucho menos ni carecían de fieles.
No es que realmente la gente creyese en ellas; igual que las clases altas que había conocido en Vindobona, éstas de Roma consideraban la religión como una diversión más con la que ocupaban sus ratos de ocio; profesaban una u otra fe de un día para otro, aprovechándolas como pretexto para fiestas y convivía. Y, al margen de la religión que profesasen, los nobles de Roma mostraban tendencia a secundar los aspectos más indolentes, groseros o indecentes de la misma. Muchas puertas exhibían estatuas de la diosa pagana Murtia y para poner de relieve que era la patrona de la pereza y la languidez, los jardineros al servicio de la casa dejaban expresamente crecer musgo en ellas. Symmachus, un senador que era además el funcionario de mayor importancia, el urbis praefectus y un patricius e illustris muy respetado, tenía a la entrada de su villa una estatua de Bacchus con un fascinum enhiesto y la leyenda «Rumpere, invidia», dando a entender que el que la mirase reventaría, muerto de envidia.
Estuve invitado a un convivium en esta villa del praefectus y senador Symmachus, durante el cual nos entregamos al simpático juego de componer palíndromos improvisadamente, por lo que difícilmente puede hacerse en el más puro latín; pero lo que más me sorprendió de tales juegos de palabras fue que tampoco eran de lo más ingenioso; el primero, obra de Boethius, el joven yerno del senador, me pareció una falta de gusto citarlo mientras comíamos: Sol medere pede, ede, perede melos. El siguiente, obra de Casiodorus, otro joven, tenía al menos el mérito de ser el más largo de aquella velada: Sí bene te tua laus taxat, sua laute tenebis; pero el tercero, In girum innus nocte et comsumimur igni, lo dijo una ilustre patricia, llamada Rusticiana e hija de Symmachus, recién casada con Boethius.
Como no era ajeno a la falta de decoro ni pudibundo, disfruté mucho en compañía de aquellos nobles libres y desenfadados. Los tres hombres que he mencionado serían altos funcionarios en el gobierno de Teodorico y consejeros allegados, principalmente por sus méritos, pero también porque yo se los recomendé.
Anicius Manlius Severinus Boethius, como su nombre indica era hijo de una de las primeras familias romanas, los Anicios, y su esposa Rusticiana era una hermosa e ingeniosa mujer; aunque aquel Boecio tenía entonces la mitad de los años que yo, vi en él un prodigio de inteligencia y capacidad; lo demostró cuando se hizo cargo de la administración de Teodorico como magister officiorum, y por otras muchas cosas que hizo; tradujo al latín no menos de treinta obras griegas de ciencia y filosofía, entre ellas las de astronomía de Ptolomeo, de aritmética de Nicómaco, de geometría de Euclides, de teoría de la música de Pitágoras, así como las de Aristóteles sobre todos los ámbitos de la creación. La biblioteca de Boecio era la más completa de las que yo conocí (la sala principal estaba recubierta en sus paredes de marfil y vidrio para que fuese digna depositada de aquellos tesoros); pero Boecio no era un erudito recalcitrante apolillado, sino un ingenioso artesano. Para celebrar no recuerdo qué eventos, inventó, construyó y regaló a Teodorico una preciosa y complicada clepsidra, un ingenioso y complejo globo terráqueo y un reloj de sol en el que había una estatua del rey que, por medio de diestros mecanismos, siempre daba la cara al sol.
Puede que Boecio heredase su tendencia literaria del praefectus y senador Symmachus, ya que éste también fue autor de una historia de Roma en siete volúmenes, pues Boecio, que había quedado huérfano de niño, se crió en casa del senador, que, como he dicho, más tarde fue su padre adoptivo, suegro y amigo y mentor toda su vida. El buen Symmachus ya ocupaba el cargo de praefectus urbis de Roma en tiempos de Odoacro, pero al ser, además, de una familia noble, rica e independiente, no se sentía obligado con el gobernante, por lo que Teodorico le confirmó en el cargo, hasta que años más tarde fue nombrado princeps senatus o portavoz de aquel organismo y dedicó todo su tiempo a los asuntos senatoriales.
El Casiodoro de que hablo fue uno de los dos que ostentaron ese nombre, padre e hijo, ocupando ambos importantes cargos en el gobierno. Casiodoro pater ya tenía el cargo en tiempos de Odoacro y fue otro de los personajes a quien Teodorico mantuvo en él, por la simple razón de que era el más adecuado para ello. De hecho, ostentaba dos títulos, generalmente otorgados a personas distintas, el de comes rei privatae y el de comes sacrarum largitionum, por lo que se hallaba al frente de las finanzas del estado, de los impuestos y de los gastos.
A Casiodoro hijo, exactamente igual que a Boecio, Teodorico le dio el cargo de exceptor y quaestor y escribió toda la correspondencia del rey y sus decretos; Casiodorus filias fue el autor del más largo de aquellos palíndromos que he citado, lo cual da cierta idea de su estilo prolijo y florido; pero eso era precisamente lo que Teodorico quería. La proclama «non possumus» relativa a las creencias religiosas, que Toedorico había redactado con su estilo escueto, había sido recibida con tal frialdad por muchos, que el rey consideró necesario que sus posteriores decretos fuesen escritos en un lenguaje más elevado y fluido.
Y Casiodoro era el más indicado; recuerdo una ocasión en que Teodorico recibió una carta de unos soldados quejándose de que les habían pagado el acceptum de enero en solidi con falta de peso; Casiodoro escribió la contestación, que comenzaba así: «Los brillantes dedos argénteos de Eos, la joven aurora, comienzan a abrir trémulos las puertas de oriente en el áureo horizonte...» para a continuación esbozar unas reflexiones sobre la «naturaleza sublime de la aritmética, por la que se rigen cielo y tierra...» No recuerdo lo que decía a continuación ni si se resolvió el pleito, pero sí que me he preguntado muchas veces lo que pensarían unos soldados curtidos en la milicia al leer aquella florida misiva.
En cualquier caso, con romanos tan sabios y capaces como los que se sentaban a la mesa del consejo de Roma y Ravena (y había muchos más que esos que he nombrado), Teodorico disponía de un gobierno con más inteligencia, erudición y capacidad que cualquiera de los que había tenido el estado desde la época dorada de Marco Aurelio.