CAPÍTULO 5

—¡Imposible! —exclamé, conteniendo un grito, cuando Teodorico, a la mañana siguiente, me dijo lo que rae encomendaba—. ¿Hablar con un emperador? ¡Me quedaría mudo como un pez!

—Lo dudo —replicó él—. De acuerdo en que yo sólo soy un rey, pero en mi presencia bien que hablas. E incluso me contestas con frescura. ¿Se atreve a eso algún subdito?

—Es muy distinto. Como has dicho, no eras rey cuando nos conocimos y tenemos casi la misma edad. Por favor, Teodorico, ten en cuenta que no soy más que un mocoso que se ha criado en un monasterio, un patán sin modales. No he estado nunca en una capital ni en la corte de un imperio...

—Balgs–daddja —replicó él, sin que eso animara mi espíritu, pues desde que estaba en la abadía siempre había oído motejar las cosas que decía de «absurdas».

Él se inclinó sobre la mesa y añadió:

—Este León de ahora es un mocoso también. Thorn, tú mismo me dijiste que fuiste exceptor del abad y llevabas la correspondencia que mantenía con personajes de relieve. Así que conoces vocabulario, maneras y ardides para tratar a gente importante. En Vindobona desempeñaste perfectamente un falso papel entre las clases altas; lo que vas a encontrar en la corte imperial no es muy distinto del ambiente social en que se mueven los dignatarios de provincia. Y en esta ocasión no tendrás que fingir prestigio, sino que lo tendrás de verdad. Irás con irreprochables credenciales de mariscal del rey de los ostrogodos. Sé que hablas griego bastante bien y podrás conversar con el emperador León segundo y sus asesores de gobierno. Por eso envío a saio Soas ante el emperador Julius Nepos en Ravena, porque Soas sólo habla gótico y latín. Y por el mismo motivo envío a saio Thorn ante el emperador del imperio oriental. ¡Que así sea!

Asentí con la cabeza, obediente, y hasta esbocé un saludo, aunque estábamos sentados —Teodorico, Soas y yo— y no suele saludarse estando sentado; celebrábamos consejo en la misma casita de las afueras de Singidunum en que me había recibido Teodorico la primera vez; él podía haber confiscado para praitoñaún la mejor mansión de la ciudad, pero había preferido seguir en la humilde morada de Aurora y sus padres.

Soas era un hombre de pelo y barba grises, casi tan viejo como Wyrd, y se le parecía mucho. Pero ahí acababa todo, pues el mariscal era un hombre parco en palabras; no hacía objeciones a la misión que se le encomendaba, ni mostraba celos ni disgusto por mi inopinado nombramiento, por el que compartía con él el mariscalato; en las pocas ocasiones en que hablábamos, nos tratábamos respetuosamente de «saio», a pesar de la gran diferencia de edad.

Yo había protestado con toda franqueza, considerándome indigno de la misión, pues la veía con cierta turbación; aunque también diré con toda franqueza que me apasionaba la idea, pues en mi vida había pensado poder ver la Nueva Roma que decían era Constantinopla, y menos presentarme en la corte imperial y ser recibido en audiencia por el propio emperador; me sentía igual que cuando me expulsaron del monasterio para meterme en el convento de monjas: reacio y a la vez ilusionado por la perspectiva de imprevisibles aventuras.

—No tengo el menor empeño en quedarme en esta ciudad —prosiguió Teodorico—. Como cualquier otro godo libre, no me gustan las ciudades amuralladas. Prefiero la ciudad amala de Novae en la planicie, a orillas del Danuvius. Pero vosotros no debéis comentárselo a los emperadores, sino hacerles creer que codicio Singidunum y que porfío quedarme en ella para convertirla en capital y dejar Novae. Aquí me quedaré hasta que obtenga lo que quiero a cambio. Ó, mejor dicho, conservaré esta ciudad cuanto pueda. Así pues, presentad mis demandas a Ravena y Constantinopla antes de que pueda perderla por un contraataque sármata.

Alargó el brazo por encima de la mesa para entregarnos una hoja de piel de oveja con numerosas líneas escritas por su propio puño y sellada con el monograma en lacre rojo.

—Me he pasado casi toda la noche en vela redactándolas —dijo—. En latín la tuya, saio Soas, y en griego la que llevas tú, saio Thorn.

—Hablo algo de griego, Teodorico, pero no sé leerlo —musité excusándome.

—No hace falta. En Constantinopla todos los funcionarios saben griego. De todos modos, tú y Soas sabéis lo que quiero, que los emperadores me muestren su gratitud por haber reconquistado Singidunum a los sármatas, y me envíen un vadimonium —un pactum— renovando y ratificando los tratados concertados entre el imperio y mi difunto padre. A saber: que a los ostrogodos se nos garantiza la propiedad permanente de las tierras de Moesia Secunda que nos concedió León primero. Queremos, además, que se restablezca la consueta dona por nuestros servicios como guardianes de la frontera del imperio mediante el pago de trescientas libras de oro anuales, como antes. Una vez que tenga ese pacto en mis manos, entregaré la ciudad a la fuerza de guarnición que el imperio estime enviar. Pero no lo haré mientras no tenga el pactum y quede satisfecho de su buena fe y validez y conste que ningún emperador que suceda a Julius Nepos y a León puede abrogarlo, rechazarlo o modificarlo.

—¿Y cómo demostramos saio Soas y yo a los respectivos emperadores que has conquistado Singidunum? —inquirí.

Los dos me dirigieron una mirada de exasperación, pero Teodorico contestó:

—La palabra de rey debe bastar. No obstante, igual que tú has planteado imprudentemente la pregunta, otros pueden hacerlo. Por consiguiente, tú y saio Soas llevaréis una prueba irrefutable. ¡Aurora —exclamó, alzando la voz—, trae la carne!

A tan curiosa orden, yo esperaba que la muchacha trajese fuentes o tajaderos, pero vino de la cocina con dos bolsas de cuero como las que yo había visto antes, y se las entregó al rey, quien abrió una, miró dentro y se la entregó a Soas, dándome a mí la otra y diciendo sin darle importancia:

—Aurora también se ha pasado en vela casi toda la noche, ahumándolas para que no se pudran y no huelan cuando las entreguéis; la cabeza de Camundus a Julius Nepos y la del rey Babai a León segundo. ¿Te parece prueba bastante, saio Thorn?

Volví a asentir con la cabeza, escarmentado.

—Saio Soas, tu viaje hasta Ravena es el más largo; mejor será que salgas cuanto antes.

—¡Inmediatamente, Teodorico! —vociferó el anciano, poniéndose enérgicamente en pie, saludando y abandonando la casa.

Antes de que pudiera preguntar cómo iría a Constantinopla, Teodorico dijo:

—En el río te espera una barcaza bien aprovisionada y con una tripulación de confianza; descenderás por el Danuvius hasta mi ciudad de Novae en Moesia. Como ya conoces al optio Daila, será él quien te acompañe con dos arqueros, por si os tropezáis con piratas u os sucede algún contratiempo en el río. La barcaza puede cargar perfectamente vuestros cuatro caballos, pero quiero que tengáis un séquito de criados más importante cuando lleguéis a Constantinopla. Por eso, llevarás esta otra carta a Novae para mi hermana Amalamena, con instrucciones para que os provea de más guerreros y monturas. Y es posible que quiera acompañarte con su servidumbre, pues, igual que tú, no conoce Constantinopla. Ya verás cómo te gusta; es atractiva, encantadora y se hace querer por todos. Además, ella se encargará de vestir y equipar con el debido boato a tu séquito y preparar las provisiones para el viaje por tierra desde Novae. ¡Y eso es todo! ¿Aún te parece imposible, Thorn? ¿Te sigue atemorizando ir de mariscal mío a la corte imperial?

—Ne, ne, ni allis. ¿Alguna recomendación más? —contesté.

¿Qué iba a decir si él mismo me señalaba que una simple mujer estaba decidida a emprender el viaje para ver al augusto emperador León?

—Ne, únicamente esperar que regreses pronto con el pactum que te he encargado. ¡Que así sea!

El canoso Daila, aunque sólo me conocía del día anterior como el recluta más nuevo, más pequeño y más bajo (en estatura y categoría) de la turma bajo su mando, me saludó ya formalmente al subir a Velox a la barcaza; y lo hizo sin sorna ni mueca alguna —igual que los dos arqueros, veteranos como él—, y yo me contenté con devolverles tímidamente el saludo, absteniéndome después de darles órdenes que les exigieran saludarme. En cualquier caso, no tuve necesidad de dar ninguna orden, pues el viaje transcurrió sin contratiempos y no hubo que enfrentarse a piratas ni repeler emboscadas desde la orilla; tampoco tuve que dar órdenes a la tripulación, porque conocían su obligación y los caprichos del Danuvius mejor que yo.

Hasta entonces, el Danuvius por el que yo había navegado no había sido más que una corriente de agua rápida, ancha y marrón; pero con la confluencia del río Savus por encima de Singidunum, se había hecho más ancha —tendría más de media milla romana— y apenas se veían los bosques de la otra orilla. No obstante, a un día de navegación aguas abajo, el río cambiaba completamente de carácter; ahora tenía que abrirse paso entre dos importantes cadenas montañosas, los Carpatae al norte y los Haemus al sur, y, como discurría por un desfiladero, de paredes de piedra gris cortadas a pico, la ancha corriente de agua se reducía a un canal de blanca espuma rugiente como la de una cascada, de menos de un estadio de ancho. Los caballos se afirmaron bien sobre sus cuatro patas y Daila y los arqueros se asieron con fuerza a la barca que daba banzados y sacudidas, cabeceando y dando virajes; pero la tripulación se mantuvo impasible durante aquel peligroso tramo, manejando con gran habilidad pértigas y timón para mantenerla en medio de la corriente y lejos de las paredes rocosas que habrían podido hacerla astillas.

Como ya conocía lo que es el combate, puedo afirmar que enaltece todos los sentidos, emociones y reacciones; pero ahora he de añadir que, hallarse en el centro de esa pugna de dos elementos tales, el agua y la tierra, es tan estimulante como verse en pleno combate. Navegaba por un río que se había abierto camino a través de la roca y seguía haciéndolo triunfalmente, y, cual si me encontrara en el fragor del combate, sentía cómo se habían acrecentado mi percepción y mi celo. Aunque había una diferencia, y no muy agradable: cuando te ves en medio del combate entre dos elementos muy poderosos, creo que no se puede adoptar partido ni puedes aliarte con ninguno de los dos, ni puedes dar golpes y pararlos, y lo único que puedes hacer es aguardar encogido y esperar salir con vida.

Yo diría que por esto los paganos de la antigüedad reverenciaban a los dioses de la tierra aún más que a los de la creación, el amor y la guerra.

Aquella etapa del viaje entre furiosos y turbulentos elementos duró casi todo un día, que me pareció una semana, pero concluyó tan de repente como había comenzado, al salir el río del estrechamiento montañoso y ensancharse, desapareciendo también los Carpatae y los Haemus para dar paso a bosques, prados y terreno de malezas; el Danuvius, como agradecido por verse libre de constricciones, cambió su rugido por una especie de suspirar contenido, aminoró su ritmo de furioso galope a paso plácido, recuperó su color marrón y retornó a su anchura. La tripulación condujo la barca a un prado de la orilla en el que los caballos pastaron y nosotros nos tomamos un descanso en tierra firme cenando tranquilamente.

Los marineros se echaron a reír al ver que nosotros, los cuatro guerreros, y los caballos andábamos tambaleantes, y los arqueros refunfuñaban que no se habían alistado en el ejército de Teodorico para ser marineros de agua dulce. Estoy seguro de que la tripulación tenía los músculos tan entumecidos y los huesos tan cansados como nosotros, y que sólo hacían buena cara al mal tiempo para burlarse de nosotros; mientras comíamos y bebíamos, nos dijeron que disfrutásemos de los siguientes días de navegación, y comentaron que el tramo que acabábamos de dejar atrás se llamaba el desfiladero de Kazan y que comparado con los rápidos de más adelante, de la Puerta de Hierro, era como el plácido tepidarium de unas termas romanas.

Los días que siguieron pudimos por fin desentumecer los músculos y recuperarnos de los dolores y contusiones; el Danuvius fue haciéndose poco a poco tan ancho como un lago entre montañas, sin auténticas orillas, sino una serie de marismas y ciénagas, con una corriente central tan lenta que los marineros tenían que emplearse a fondo con las pértigas para avanzar más rápido que ella. De todos modos, a nosotros nos parecía un paso insoportable, porque ahora a los dolores habían sucedido los picores, acosados como estábamos por mosquitos, moscas y toda clase de insectos voladores que llegaban en densas nubes desde las marismas para saciarse en nosotros y atormentarnos indeciblemente.

A los marineros —supongo que por estar bien acostumbrados— no parecían preocuparles y solamente de vez en cuando despejaban el aire con la mano delante del rostro para poder ver bien; pero nosotros cuatro no hacíamos más que rascarnos y sangrar, incapaces de dormir, y estábamos al borde de la locura; teníamos toda la piel enrojecida de rascarnos; los tres guerreros barbudos se habían arrancado pelos de la barba y las picaduras eran tan numerosas que teníamos cara y manos hinchadas y abotargadas, los párpados medio cerrados y los labios inflados y en carne viva. Los caballos, pese a su piel más gruesa, tenían la desventaja de no poderse rascar y se estremecían, moviéndose de un lado para otro y dando coces de tal modo que temíamos no abriesen un agujero en la barca, haciéndonos perecer en el maldito lugar.

Fue un auténtico alivio cuando, tras lo que se nos antojó una eternidad, el Danuvius volvió a correr más de prisa y con la velocidad disminuyó el número de insectos; desaparecieron, finalmente, al entrar el río y la barca en otro tramo encajonado entre farallones. En él, el zarandeo fue, como habían dicho los marineros, mucho peor que en el desfiladero de Kazan y mucho más prolongado. Pero a Daila, a los arqueros y a mí —e imagino que también a los caballos— nos pareció una tortura más soportable que la de los insectos.

Comprendí por qué a aquel estrecho se llamaba de Hierro, pues allí los acantilados rocosos no eran grises, sino de un color oscuro de herrumbre, y entendí también que lo llamasen la Puerta, pues al hallarse tan próximas las alturas, una tropa situada allá habría podido lanzar una lluvia de flechas, fuego, piedras o troncos de árbol capaz de impedir el paso de cualquier embarcación o hasta de la flota de dromos de toda la marina romana. Pero no surgió fuerza alguna que hiciera tal cosa y nuestra embarcación avanzó sin sorpresas por aquel descenso espumoso, dando tumbos y bandazos sin fin. Lo cruzamos sin ningún contratiempo, aunque salimos del tormento más maltratados, cansados y mareados que del paso de Kazan. Esta vez, los marineros se apiadaron de los pasajeros y dirigieron la barca hacia la orilla izquierda, donde nos recuperamos durante dos días.

Allí estaba la primera población que veíamos en nuestro viaje; era una simple aldea, pero ostentaba el distinguido nombre de Turris Severi, derivado de un monumento local, la torre de piedra edificada, más de dos siglos atrás, por el emperador Severo para conmemorar su victoria sobre las tribus bárbaras de los cuados y los marcomanos. Desde luego, una de las condiciones que Severo impuso a los vencidos fue que se asentasen allí para dedicarse a socorrer a los viajeros que sufrieran accidentes en la Puerta de Hierro o que, como nosotros, saliesen del paso en lamentables condiciones. Bien, los aldeanos descendían de los supervivientes de aquellas tribus y nos trataron con gran hospitalidad; nos dieron ungüento de verbena azul para curar las picaduras de insectos y nos ayudaron mucho a paliar las hinchazones y los picores, y nos ofrecieron una bebida de tintura de raíz de valeriana que nos apaciguó los nervios y nos sentó el estómago; y cuando ya pudimos comer, nos obsequiaron con pescado fresco del río y verdura de sus huertos.

Durante el resto del viaje no hubo más trechos de aguas turbulentas y disminuyó la posibilidad de que nos tropezásemos con piratas; a partir de Turris Severi seguimos plácidamente corriente abajo, pero había más tráfico, además de las embarcaciones de patrulla de la flota de Moesia. De nuevo el cauce era ancho, marrón y lento, y el paisaje que atravesábamos árido y monótono hasta que llegamos a nuestro destino, Novae, en la orilla derecha.

Personalmente, pensé que Teodorico había exagerado mucho al llamar a Novae «ciudad». Yo ya había visto varias ciudades y realmente Novae era un pueblo; sus casas eran casi todas de un piso, no había anfiteatro, la única iglesia no tenía nada de majestuosa, las dos o tres termas no podían compararse para nada a las romanas, y lo que Daila me señaló como «palacio real con jardines» era una finca mucho más modesta que, por ejemplo, la del herizogo Sunnja de Vindobona. No obstante, Novae era bonita; se extendía desde el río sobre una ladera de suave inclinación y tenía muchas plazas de mercado con árboles y flores; carecía de murallas, tal como me había dicho Teodorico, pero Daila me explicó que no le complacía que no estuviese amurallada.

—Saio Thorn —me dijo al desembarcar—, fíjate cómo todas las casas, tiendas y gast–azn tienen la puerta de manera que no se halle enfrente de la de la casa opuesta. Así, si atacan la ciudad y suena la alarma, los habitantes pueden coger las armas y salir a toda prisa sin tropezarse unos con otros.

—Ja —dije—, está bien planificado. Semejante precaución no la he visto yo ni en ciudades. En ciudades grandes —me apresuré a añadir prudentemente—. Optio, dime una cosa. ¿Qué haremos aquí? ¿Nos alojaremos todos en una gasts–razn.

—Aj, ne. Yo iré con los arqueros al campamento militar detrás de la colina, y a ti te recibirá la princesa Amalamena en el palacio real.

—Ya sabes que soy nuevo en mi cargo de mariscal —dije yo—. ¿Crees que debo presentarme con armadura completa ante la princesa?

—Hummm —contestó Daila, discretamente también—, teniendo en cuenta que aún no tienes la armadura hecha a medida, saio Thorn, yo creo que lo mejor es que te presentes con la vestidura normal.

Decidí ponerme ropa limpia, al menos. Para hacerlo en la intimidad, llevé mi bagaje a un cobertizo de los muelles, pero vi que todas las prendas estaban húmedas y enmohecidas del paso por los rápidos y, como no tenía tiempo de ponerlas a secar al sol, húmedas como estaban, me puse las mejores que había comprado y lucido como Thornareikhs en Vindobona. La toga no, naturalmente, pero sí una fina túnica, camisa y calzones, los zapatos con hebilla escita; y en las hombreras prendí las fíbulas de granates. Una vez vestido, advertí que olía a moho —a pesar de que había recurrido al frasquito de esencia de rosa— y, al andar, los zapatos me sonaban, pero creo que tenía buen aspecto y podía pasar por mariscal del rey.

Sin otra arma que mi espada corta, para señalar que a veces era guerrero, subí por la colina hacia palacio, y advertí que casi todos los que me cruzaba y la gente que estaba en las plazas de mercado —y hasta los que trabajaban en forjas y alfares y en las tiendas— eran mujeres o varones muy viejos o muy jóvenes, por lo que supuse que los hombres de la ciudad que no estuviesen en Singidunum con Teodorico, se hallarían en el convoy de pertrechos y refuerzos o acampados detrás de la colina, a donde Daila se había encaminado.

Tampoco rodeaba el recinto del palacio ninguna tapia, sino un espeso seto con una verja de hierro forjado, guardada por dos centinelas —los godos más musculosos y barbudos que he visto en mi vida— provistos de armadura completa con casco y lanza. Me dirigí a ellos, les dije quién era, que deseaba entrar y les mostré la carta que me había dado Teodorico para su hermana. Dudo mucho que supieran leer, pero pensé que sí que reconocerían el sello, como así fue. Uno de ellos le dijo al otro «ve a buscar al faúragagga», haciéndome aguardar al chambelán que debía acompañarme. Mientras esperaba, fuera de la puerta, el centinela me estuvo mirando de arriba a abajo, más con aire de incredulidad que de suspicacia.

Llegó el chambelán por el camino que conducía a palacio, apoyándose en un cayado, pues era un anciano de luenga barba blanca con una túnica que le llegaba a los tobillos y muy gruesa para ser verano. Me dijo que era el faúragagga Costula, me hizo una reverencia al entregarle la carta a través de la verja, rompió el sello de lacre, desplegó el vellón y la leyó de arriba a abajo, alzando a veces hacia mí la mirada con las blancas cejas muy arqueadas. Finalmente, volvió a hacerme una reverencia, me devolvió la carta y ordenó a los centinelas:

—Guardias, abrid la puerta y alzad las lanzas en saludo a saio Thorn, mariscal de nuestro rey Teodorico.

Así lo hicieron y pasé entre ambos lo más erguido posible, pero aun así me parecieron tan altos como los acantilados de la Puerta de Hierro. El anciano camarlengo me tomó cortésmente del brazo mientras nos dirigíamos al palacio, pero, con gesto sorprendido, apartó la mano de mi manga y se la secó en la túnica.

—Perdonad la humedad, Costula —dije yo turbado—. Había mucha en el río —el hombre me miró de soslayo y comprendí que estaba diciendo tonterías impropias de un mariscal, por lo que opté por cambiar de tema—. ¿Cuál es el modo correcto de saludar y dirigirse a la princesa Amalamena?

—Basta con una reverencia digna, saio Thorn, y podéis hacerlo con el simple trato de princesa hasta que os dé permiso para llamarla Amalamena, que es lo más probable. Ella no exige ninguno de esos títulos pretenciosos de augusta o máxima como las romanas. Sin embargo, os suplico me disculpéis y aguardéis un rato en la antecámara, saio Thorn, pues he de anunciar vuestra llegada y la princesa habrá de levantarse y vestirse para recibiros.

—¿Levantarse? Si estamos a media tarde...

—Oh, vái, no es que sea perezosa, sino que ha estado enferma y al cuidado de los lekeis. Pero no le digáis que os lo he dicho, porque Amalamena, como buena hija de su padre y hermana de Teodorico, del mismo modo que rehusa cualquier debilidad, rechazaría con desdén cualquier muestra de simpatía o compasión por vuestra parte.

Musité torpemente cuánto lo sentía y le aseguré que no haría comentario alguno sobre su salud. El hombre me hizo cruzar la doble puerta de palacio, designándome un diván en el vestíbulo, y otro criado me trajo un refrigerio. Así pues, me senté y fui bebiendo un pichel de excelente cerveza negra mientras examinaba la sala.

El palacio estaba construido con aquella misma piedra rojiza que había visto al pasar por la Puerta de Hierro y tenía dos plantas; se hallaba situado en el centro de unos prados muy bien cuidados con caminos de grava y arriates de flores, todo ello rodeado por el seto espinoso. Y no era más ostentoso por dentro que por fuera, pues no tenía excesivos adornos como cualquier villa al estilo romano, y la mayor parte del mobiliario eran trofeos de caza, cosa que no me sorprendió; el diván en el que me sentaba estaba forrado de piel de uro, el suelo de mosaico lo cubrían unas pieles de oso y en las paredes había soberbias cornamentas y cuernas. No faltaban obras de arte singulares que yo nunca había visto: unos jarrones inmensos de elegante forma y de cerámica negra y color cinabrio, decorada con gráciles figuras de dioses y diosas, y ágiles jóvenes de los dos sexos entregados a juegos atléticos y escenas de caza. Costula me dijo después que eran jarrones griegos y que aquel estilo tan parco de amueblar un salón —para que cada adorno se aprecie debidamente— era también a la manera griega.

En aquel momento se abrió otra puerta al fondo del vestíbulo y desde ella me hizo señas Costula. Dejé el pichel para llegarme allí y el camarlengo me hizo pasar al salón contiguo, que era espacioso y de techos altos y recibía luz por numerosas ventanas abiertas por las que entraba el cálido día estival. Tenía también suelo de mosaico y estaba igualmente ornamentado con trofeos de caza y jarrones griegos, y tan solo un mueble: un sillón elevado semejante a un trono en la pared del fondo, a considerable distancia de la puerta, y en él se sentaba una mujer vestida de blanco. Tenía en la mano la carta de Teodorico abierta, cual si estuviera leyéndola ella misma; cosa que me sorprendió, al pensar en que siendo «bárbara» y mujer supiese leer. Pero después me enteré de que la princesa no sólo sabía leer, además de escribir, sino que era una joven muy culta.

Me aproximé a ella con paso discreto y majestuoso, pero la distancia era grande y toda la dignidad que trataba de asumir se vino abajo por el chup–chup que hacían mis zapatos mojados y que resonaba horriblemente en aquellos altos techos. Me sentía más como una sabandija chapoteante que como un auténtico mariscal o herizogo.

La princesa Amalamena debió pensar algo parecido, pues no quitó ojo de mis zapatos en todo el rato que tardé en acercarme, y cuando por fin cesó el molesto chapoteo ante el trono, alzó lánguidamente la cabeza. Sonreía de un modo bastante agradable, pero el rictus que se advertía en la comisura de los labios daba a entender que habría preferido soltar la carcajada. Sé que debí ruborizarme más que la Aurora de Teodorico, pero hice un profunda inclinación para ocultar el rostro y no lo alcé hasta que Amalamena dijo:

—Bienvenido, saio Thorn —lo había dicho muy seria, pero ahora esgrimía una sonrisa inquisitiva y aspiró delicadamente—. ¿Has venido por el valle de las Rosas?

—Ne, princesa —contesté entre dientes, reprimiendo mis deseos de comentar que desde luego su indisposición no era un catarro que la hubiese privado del sentido del olfato—. Es un perfume de esencia de rosas que me he puesto.

—¡Ah! ¿Es eso? ¡Qué original! —de nuevo se notaba que contenía la risa—. Casi todos los emisarios de mi hermano llegan oliendo a sudor y sangre.

No necesitaba decirme que hacía una bufa figura como mariscal del rey, y me habría gustado enormemente impresionarla, pues era atractiva como debe serlo una princesa; advertía el parecido con su hermano, aunque, naturalmente, de facciones más delicadas. Sí, si Teodorico era guapo, ella era hermosa; y, claro, no tenía aquel cuerpo fuerte, sino que era una mujer delicada, casi etérea, y con poco más de pechos que yo cuando hacía de Veleda. Mientras que Teodorico era rubio y de tez clara como los godos, Amalamena tenía trenzas plateadas, labios de primavera y una tez marfileña tan transparente, que se le notaban las venas azules en las sienes; bien que merecía el nombre de «luna de los Ámalos», pues habría podido ser la encarnación de la pálida y frágil luna nueva. Su palidez general hacía resaltar el azul de sus ojos tan brillantes como los fuegos de Géminis que había visto yo, y ahora me los clavaba burlona, diciéndome:

—Ah, si no serás más alto que yo, saio Thorn, y creo que tampoco de más edad, ni se te ve barba. Quizá yo también podría aspirar al mariscalato. ¿O es que ahora Teodorico, igual que Alejandro, gusta de rodearse de jovencitos? Si es así, vaya, si ha cambiado desde la última vez que le vi.

Yo debía estar ya de un granate subido, y contesté con voz ahogada por sus vejatorias palabras.

—Princesa, se me concedió el título por ayudar a Teodorico a tomar la ciudad de Singidunum, no por ninguna otra... En ese momento, sin poder aguantar más, soltó una carcajada larga y armoniosa, moviendo hacia mí su blanca mano, mientras el propio Costula contenía la risa, y yo deseaba que me tragase la tierra. Cuando cesó la hilaridad, se enjugó sus hermosos ojos y dijo con ligera sorna:

—Perdona que haya sido indecorosa, pero es que tienes un aspecto tan... tan... Y el lekeis me ha dicho que la risa es la mejor medicina para todos los males.

—Así lo espero, princesa —dije yo muy serio. —Vamos, no eres tan joven como para dirigirte a mí como si fuera una persona mayor. Llámame Amalamena y yo te llamaré Thorn. No te habrás tomado en serio mis bromas, pues habrás leído la carta de mi hermano.

—No la he leído —contesté, muy tieso—. Ha sido tu faúragagga quien rompió el sello. Pregúntale a él.

—Es igual. Deberías sentirte orgulloso de que la haya leído alguien... o todo el mundo. Mi hermano hace de ti grandes elogios y te llama su amigo, no simplemente mariscal. Claro que tiene muchos amigos, pero son amigos del rey y tú eres amigo de Teodorico.

—Procuro ser un amigo leal —tercié yo, aún no ganado por su acogida—. Y estoy cumpliendo una misión urgente, princesa... Amalamena. Si provees lo necesario para la expedición, como creo que pide tu hermano en la carta, marcharé en cuanto...

—Y yo también —me interrumpió ella—. Quiero unirme a la expedición. El propio Teodorico sugiere que lo haga.

—Creo que cuando lo escribió —dije yo— tu hermano no sabía que... —no acabé la frase porque Costula, que estaba detrás de la princesa, meneaba de tal modo la cabeza que su barba hacía un murmullo—. Quiero decir que... no conozco el camino de aquí a Constantinopla y puede ser un viaje difícil, incluso peligroso.

Me dirigió otra vez aquella sonrisa ceñida por los hoyuelos y añadió con voz persuasiva:

—Pero tengo a Thorn como guía y protector. Según esta carta, no viajaría más segura bajo la égida de Júpiter y Minerva. ¿Me negarás la oportunidad de verificarlo?

Era una pregunta que me hacía y no una orden imperiosa; y se trataba de una princesa real, hermana de mi rey y amigo, sin duda muy querida por su pueblo, una princesa que padecía un mal del que aún no sabía el nombre, y de quien me hacía responsable de lo que pudiera sucederle bajo mi protección. Así que tenía sobrados motivos para recelar y tener los peores presentimientos, y habría debido exponerlos con energía, pero, en realidad, mirando a aquella delicada y bellísima muchacha, no pensaba más que una cosa «¡Aj, quién fuera hombre!», y lo único que pude decir fue:

—Nunca te negaré nada, Amalamena.