CAPÍTULO 3

Cuando volvió el buen tiempo a principios de primavera, reanudamos la marcha hacia el Oeste. Pero no sería fácil, como habíamos esperado, hasta el linde de Venetia; a unas sesenta millas aguas arriba de Sirmium, en un lugar llamado Vadum, nos tendieron una emboscada fuerzas enemigas. Vadum no es ciudad, pueblo o asentamiento de ninguna clase; su nombre sólo significa vado, pues la ruta cruza desde la orilla elevada norte a la contraria en que el terreno está más llano. Y, naturalmente, nuestro numeroso ejército de hombres, caballos y carros, era más vulnerable al ataque en aquel punto, tanto más cuanto que el agua era tan fría que caballos y hombres se resistían a entrar en ella.

Los enemigos ocultos aguardaron a que hubiesen cruzado a la otra orilla buen número de tropas, mojadas, tiritando y poco prestas al combate, la cuarta parte seguíamos vadeando el río y el otro cuarto se ocupaba de los preparativos para hacerlo. Y fue en ese momento cuando desde los bosques cayó sobre nosotros una lluvia de flechas, que en sus primeras andanadas tumbó a muchos hombres y caballos; pensamos que serían los legionarios de Odoacro que habían efectuado una marcha forzada sin saberlo nosotros, pero cuando los atacantes salieron del bosque —arqueros y soldados de a pie con espada y jinetes con lanza, dando gritos de guerra— vimos que llevaban coraza y casco muy parecidos a los nuestros y nos sorprendió más que la emboscada ver que se trataba de compatriotas godos. Luego, supimos que era una tribu de gépidos al mando de un reyezuelo llamado Thrausila. En cualquier caso, los guerreros de una sola tribu no podían ser lo bastante numerosos para alimentar esperanza alguna de vencer a un ejército de la envergadura del nuestro, pese a la ventaja de la emboscada. La retaguardia, que aún se hallaba en la otra orilla, y, por consiguiente, seca y en buena disposición, la constituían los rugios del rey Feletheus, gentes que, desde que habían salido de Pomore, ansiaban entrar en combate y llevaban todo aquel tiempo desanimados por la poca acción. Teodorico no había podido asignarles otras tareas que las de guarnición defensiva, servicios de escolta y algunas escaramuzas contra bandidos de los caminos y piratas del río; aquellos guerreros se hallaban aburridos, inquietos y ansiando pelear, y aquélla era su oportunidad, por lo que todos, desde Feletheus hasta el joven Frido y el más humilde escudero, entraron en combate con gran denuedo y detuvieron a los gépidos que atacaban, haciéndoles retroceder.

Yo estaba con la tropa en medio del río y no participé aquel día en el combate, pero Teodorico e Ibba, que ya habían cruzado el río, acudieron en seguida a repeler el ataque, y, aunque nuestros ostrogodos estaban mojados y ateridos, superaban en tal número a los gépidos que los rechazaron sin dificultad y los vencieron sin tardanza. Al contar las bajas, vimos que ambos bandos habían perdido un centenar de hombres entre muertos y heridos y unos cuarenta caballos; en cuanto a los gépidos supervivientes, una vez cercados, desarmados y hechos prisioneros, supimos por qué nos habían atacado.

Su rey, Thrausila, dijeron los prisioneros, nutría ambiciones para engrandecer su pequeño reino y, del mismo modo que el rey Feletheus, se habría aliado a Teodorico, pero, considerando que ningún ejército extranjero sería capaz de vencer a Roma y a las legiones de Odoacro, había optado por unir su suerte a quien juzgaba el bando vencedor; sabía muy bien que no podía vencer a nuestro ejército, pero creía poder diezmarlo, al menos para retrasar el avance y así ganarse la complacencia de Odoacro y recibir las mercedes tras la inevitable victoria de nuestros enemigos. Empero, aunque el tiempo hubiese dado la razón a Thrausila, nunca habría podido beneficiarse ni saberlo, pues él fue uno de los dos reyes que cayeron en Vadum. El otro fue el presumido y vanidoso (pero innegablemente valiente) rey Feletheus de los rugios.

Teodorico habría podido invitar a los gépidos supervivientes a unirse a nosotros, pues era una práctica común y eminentemente práctica tras las batallas entre naciones no romanas, pero se abstuvo de hacerlo en este caso, pues que habían tratado de entorpecer un propósito que iba a beneficiarlos a ellos tanto como a los otros godos. Dejó en libertad a los prisioneros y los devolvió a sus tribus —con el deshonor de haber sido desarmados y rechazados— y les hizo una sugerencia antes de despedirlos:

—Tomad algunas esposas más entre las viudas de vuestros compañeros muertos y asentaos para llevar una vida tranquila y cómoda de padres de familia, que es lo único para lo que valéis.

Nos detuvimos en Vadum el tiempo suficiente para sepultar a los caídos de ambos bandos; los cadáveres de los rugios y otros paganos muertos, como los ostrogodos arrianos gépidos, fueron quemados con la cabeza hacia el Oeste, tradición de los pueblos germánicos —mucho más antigua que la arriana, la católica u otra variedad cristiana— por creer que así los muertos siguen viendo «salir el sol». La Iglesia ansiaba abolir esa costumbre pagana de adorar el sol, pero, al no lograrlo, había decretado hipócritamente que a los cristianos se les enterrara con los pies dirigidos al Este, porque «allí es donde los cristianos deben acudir el día del Juicio Final».

Mientras enterrábamos a los muertos y los físicos y capellanes atendían a los heridos, Teodorico nos dijo a sus oficiales:

—Ahora que nuestros aliados rugios se han quedado sin rey, ¿qué pensáis? ¿Nombro a un hombre mayor y experimentado para que los mande? El muchacho no debe tener más de quince o dieciséis años...

—He visto al joven Frido esgrimiendo la espada en lo más arduo del combate —dijo Herduico— y creo que aún no es lo bastante fuerte para descargar bien los golpes, pero ataca con ganas con estocadas y tajos.

—Ja —dijo Pitzias—, rechazaba bien al anemigo y se defendía bien.

—Yo no le he visto luchar —tercié—, pero puedo afirmar que en otros aspectos se conduce como un adulto.

—Y tened en cuenta, Teodorico —añadió Soas—, que Alejandro, a quien tanto admiráis, mandaba el ejército en Macedonia a la edad de dieciséis años.

—Pues hecho está —dijo Teodorico de buen humor—. Que el muchacho demuestre su valía. Habái ita swe.

Así, antes de partir de Vadum celebramos otra ceremonia de jura de auths y el joven rey juró por Wotan que reinaría con prudencia y benignidad a su pueblo, y las tropas rugias juraron obedecerle y seguirle con valentía a donde las condujera. Empero, al comenzar el ritual, el joven Frido hizo una advertencia: «Quiero anunciar a todos los presentes que al asumir el reino de los rugios también asumo un nuevo nombre.» Sus palabras causaron cierto estupor, pues su actitud se semejaba a la de su pretencioso padre.

Pero el muchacho nos dirigió a Teodorico y a mí una mirada tranquilizadora y continuó diciendo:

—No deseo adoptar un nombre romanizado afeminado, sino que en el venerable estilo germánico, a partir de ahora seré Freidereikhs, rey de los Hombre Libres.

Al oír lo cual, todos los rugios se pusieron en pie aclamándole, e igual hicimos Teodorico y yo, los demás ostrogodos y nuestros aliados.

El joven Freidereikhs tuvo su primera experiencia de mando en el combate —o, mejor dicho, la primera lección de ese arte— en Siscia, la siguiente ciudad con que nos encontramos en el curso del Savus en la provincia de Savia. Los habitantes de Siscia, igual que los de Sirmium, no vieron con mucha complacencia la llegada de nuestro ejército y no escatimaron medios de hacernos ver que no éramos bienvenidos; la ciudad no tenía guarnición que pudiera resistirnos ni fuertes murallas que impidieran el asalto —y tampoco contaban con el olor repelente de Sirmium para ahuyentarnos— y sus habitantes adoptaron la táctica defensiva del caracol o la tortuga. En efecto, Siscia se encerró en un caparazón y nos desafió a que la hiciésemos salir de él.

Desde que los hunos la habían saqueado y devastado aproximadamente cincuenta años atrás, la ciudad no había vuelto a recobrar su importancia y prosperidad de antaño; pero en la época anterior a la llegada de Atila, Siscia había sido una de las principales cecas del imperio romano. Entre sus antiguos e imponentes edificios el de la acuñación de moneda seguía intacto, pero ya no se usaba para eso; imponente construcción de piedra, con grandes puertas de roble y hierro, tejado de bronce ignífugo y dotada de ventanas de tronera, la casa de la moneda había sido inexpugnable incluso durante el asedio de los hunos. Y ahora, al saber nuestra llegada, los habitantes de Siscia habían guardado en ella todo lo que habríamos podido confiscarles, y la guardia interior había atrancado las puertas. Por ello, el edificio, en sus cuatro lados, nos presentaba un muro impenetrable, similar a la faz de los habitantes que circulaban por las calles; todos ellos demasiado viejos, mutilados o feos para correr el riesgo de la leva forzosa o del estupro. En la casa de la moneda habían confinado a los varones de edad para la guerra o el trabajo, a sus castas esposas, doncellas nubiles y muchachos vírgenes, junto con los objetos valiosos, las armas, las herramientas, las provisiones y todo lo que acumulaban en sus almacenes.

Con Teodorico, Freidereikhs y otros oficiales, di una vuelta al imponente edificio, examinando los posibles puntos vulnerables, pero no vimos ninguno. Cuando hubimos completado el recorrido nos salieron al encuentro cuatro ancianos, los padres de la ciudad, que se nos acercaron con la sonrisa blandengue y presuntuosa de que hacen gala muchos sacerdotes.

—No somos hunos —les dijo Teodorico— y no hemos venido a arrasar la ciudad; sólo queremos aprovisionarnos para proseguir la marcha. Abrid el edificio y dejadnos coger lo que necesitemos. Os aseguro que no tocaremos el oro, las doncellas y las pertenencias de valor.

—Oh, vái —musitó uno de ellos, sin dejar de sonreír—, si hubiésemos sabido vuestra magnanimidad, habríamos tomado nuestras disposiciones, pero ahora los guardianes tienen órdenes estrictas y no pueden abrir las puertas hasta que vean por las troneras que los invasores han abandonado la ciudad.

—Te sugiero que deis contraórdenes.

—No puedo; ni yo ni nadie.

—Aj, me imagino que alguien podrá —replicó Teodorico sin alterarse— cuando os abrase los pies.

—De nada serviría. Los guardianes han jurado no obedecer orden alguna ni ceder a ruegos ni presiones, aunque mandaseis quemar a sus madres.

Teodorico asintió con la cabeza, como admirando tal terquedad, pero replicó:

—No os lo pediré otra vez. Si tenemos que abrir nosotros el edificio, mis hombres querrán recompensa por el esfuerzo y les dejaré apoderarse de todo lo que haya dentro, incluidas las doncellas.

—Oh, vái —respondió el anciano sin inmutarse—. Simplemente rogaremos por que no podáis penetrar.

—Pues vuestra será la responsabilidad —dijo Teodorico— cuando rompamos la cascara y nos comamos la almendra. Id a rezar a otro sitio.

Los cuatro ancianos se alejaron complacidos y saio Soas nos musitó:

—El orgullo y el honor nos impiden aceptar semejante intransigencia. Pero es que, además, necesitamos lo que hay ahí dentro. Nos hemos quedado sin provisiones y a partir de aquí ya no tenemos depósitos, porque en el Savus ya no hay calado para nuestras barcas.

—Dejad que mis hombres utilicen las máquinas de asedio —dijo Freidereikhs animoso— y les lanzaremos gruesas piedras...

—Ne —gruñó Ibba—. La anchura de esos muros es mayor que tu altura, joven rey. No los abatiríamos en todo el verano. —Bien, pues entonces tengo arqueros que pueden lanzar flechas encendidas por las troneras —dijo Freidereikhs con entusiasmo—. Una auténtica lluvia que los defensores no podrán apagar. Los abrasaremos vivos.

—¿Y lo que hay dentro, niu? —replicó Pitzias nervioso—. No queremos destruir lo que hay sino apoderarnos de ello. —¿No podríamos probar con tus trompetas de Jericó, saio Thorn? —inquirió Soas.

—Podríamos —contesté, meneando la cabeza—, pero creo que sería inútil. Esas puertas no son dobles como las de Singidunum, sino pequeñas y muy sólidas, sin fisuras que puedan ceder. Dudo que las trompetas las rompieran.

—Y aunque las derribemos —añadió Herduico—, la abertura es pequeña para lanzar un asalto y los del interior abatirían a los pocos que pudieran cruzarlas.

Teodorico había callado cortésmente mientras descartábamos las posibilidades, pero ahora se dirigió a Freidereikhs: —Joven, si quieres dar trabajo a tus hombres, manda que empiecen a excavar. ¿Ves esa esquina del edificio que se asienta sobre una roca? Que tus rugios hagan un túnel por debajo de los cimientos.

—¿Para socavarlos? —inquirió Freidereikhs indeciso—. ¿No es una misión suicida, Teodorico? Si los cimientos ceden, las piedras aplastarán a los excavadores.

—Que corten maderos y apuntalen los cimientos conforme vayan excavando; pero no de troncos verdes que se doblen, sino de madera bien seca.

—No lo entiendo —replicó el muchacho—. ¿Para qué socavar el edificio y dejarlo en pie?

—Sé buen chico y ordena eso que te digo —respondió Teodorico con un suspiro—. Y di a los excavadores que ellos serán los primeros en probar las vírgenes que hay dentro. Cuanto más prisa se den, antes gozarán de ellas. Habái ita swe. —Habái ita swe —repitió Freidereikhs, sin entenderlo, alejándose a dar las órdenes.

—Pitzias, Ibba, Herduico —añadió Teodorico—, que vuestros oficiales distribuyan a la tropa entre la población y que esta gente inhospitalaria les dé alojamiento. No vamos a acampar en tiendas al aire libre pudiendo hacerlo cómodamente mientras esperamos.

La excavación fue trabajosa, pero se realizó sin peligro. Los hombres de Freidereikhs no tuvieron que soportar lluvia de flechas, piedras ni líquidos hirvientes y, como excavaban junto a una roca no tenían que acarraear la tierra a distancia y la iban apartando a un lado; no obstante, los muros eran muy gruesos y los hombres estaba excavando, más que un túnel, una cueva para que los que no cavaban fuesen apuntalando la cavidad con las vigas de madera que iban cortando.

Al iniciarse el trabajo, se acercaron los mismos cuatro ancianos a ver lo que hacíamos, pero observé que mostraban la misma indiferencia que cuando habían conversado con Teodorico, y me imaginé que sabrían que el suelo del edificio era tan impenetrable como los muros y el tejado y no les angustiaba que pudiésemos perforarlo.

—¿Cuánto quieres que profundicemos, Teodorico? —preguntó Freidereikhs el quinto o sexto día de la excavación—. Ahora debe tener un cuarto de estadio de largo y de ancho y ya nos está costando encontrar madera resistente para apuntalarlo.

—Nos bastará con esas dimensiones —contestó Teodorico—. Ahora, envía hombres a que recojan todo el aceite de oliva que encuentren.

—¿Aceite de oliva?

—Baña con él la madera y préndele fuego. Y que tus hombres se aparten a una distancia prudente.

—Aaah —exclamó Freidereikhs, al comprender de lo que se trataba, alejándose presuroso.

También los de Siscia comenzaron a comprender cuando vieron salir humo del socavón, y los cuatro ancianos volvieron junto a Teodorico, ya no tan impasibles, sino bastante inquietos.

—¿Es que intentáis asar a nuestros jóvenes en un horno de piedra? —gimió uno de ellos—. Los guardianes y los hombres capaces para el combate... sería aceptable, según las reglas de la guerra. Pero las mujeres, las doncellas y los niños...

—No hemos prendido fuego para asar a nadie —replicó Teodorico—, aunque sí que sudarán un poco antes de que se quemen los maderos. Luego, la esquina se desmoronará y...

—¡Oh, vái, peor aún! —dijo el anciano, retorciéndose las manos—. ¡El único edificio decente que queda en la otrora gloriosa Siscia! Incluso Atila nos lo dejó. Poderoso conquistador, os ruego que apaguéis el fuego. Os abriremos las puertas. Vamos a acercanos más para hacer una señal convenida a los guardianes.

—Ya me lo imaginaba yo —dijo Teodorico con sequedad—. Pero ya os di una oportunidad y yo no me desdigo fácilmente. Nuestros hombres han trabajado mucho por culpa de vuestra terquedad y ahora tienen que recibir su recompensa. Las mujeres, doncellas y niños lamentarán no haber perecido asados.

Los ancianos clamaron ¡aj! y ¡aj! y profirieron otros gritos de consternación, pero, tras breve conciliábulo, uno de ellos dijo:

—No derrumbéis el edificio y os entregaremos todo lo que hay dentro.

—Supongo que no sois más que los padres de la ciudad —dijo Teodorico, mirándoles airadamente—, y no los padres de nadie de los que hay dentro. No cabe duda de que habéis mirado por la ciudad a expensas de la gente, pero ¿qué tenéis para negociar? ¿Qué podéis entregarme si ya voy a arrebatároslo?

— ¡Os rogamos que os apiadéis! La ceca es lo único que da a Siscia dignidad de ciudad.

—Cierto. Y yo también tengo respeto por la ciudad. Cuando el imperio de Occidente sea mío, también lo será Siscia, y no debo atentar contra mis propiedades. Bien, acepto vuestro ofrecimiento. Conservamos la cascara y nos quedamos con la almendra. Da la señal.

Mientras lo hacían, vigilados estrechamente, Teodorico llamó a un mensajero.

—Di al rey Freidereikhs que rodee el edificio y cuando se abran las puertas que apague el fuego; que deje a los hombres abandonar sin armas el edificio. Luego, como he prometido, que sus guerreros hagan lo que quieran con las otras personas.

—Me parece bien que hayáis salvado el edificio, Teodorico —dijo Soas—, pero esos cuatro viejos que primero han cacareado y luego se han arrastrado, yo no los perdonaría.

—No voy a hacerlo. Soas, da la orden de que todos los habitantes de Siscia salgan a la calle y sean testigos de lo que sucede cuando abran el edificio. Luego, anuncias que de la orgía son culpables los padres de la ciudad, y creo que los verdaderos padres, esposos y hermanos de la ciudad les darán a esos cuatro el castigo que merecen; y probablemente más horrible que el que hubiésemos aplicado nosotros.

Así, proseguimos el avance aprovisionados y recorrimos unas cincuenta millas rio arriba antes de dar con otro tropiezo. Esta vez era un ejército de sármatas y estirios con cascos cónicos y lorigas, no preparándonos una emboscada, sino dispuestos en línea de combate y aguardando a que los divisaran nuestros vigías. Digo que era un ejército sólo porque alcanzaría unos cuatro o cinco mil jinetes, aunque en realidad era un conglomerado de guerreros de distintas tribus sármatas y estirias, incluidos los veteranos y supervivientes de otras victorias de los ostrogodos, la de Teodorico en Singidunum, y la anterior a ésa del padre y el tío de Teodorico. Aquellas gentes tenían dos motivos para movilizarse contra nosotros; habiendo sido tantas veces vencidos y escindidos, se veían obligados a llevar una desgraciada existencia nómada, y ahora esperaban —igual que el desventurado rey Thrausila de los gépidos— retrasar nuestro avance hacia Venetia para obtener del agradecido Odoacro territorios y una mejora de su condición de nómadas. Además, como había muchos guerreros que aún se resentían de los antiguos fracasos, querían sinceramente vengarse de los ostrogodos.

Empero, tenían pocas posibilidades de vengarse y aún menos posibilidades de causarnos graves bajas o retraso como el rey Thrausila. Éste al menos había sido el único rey y comandante de una tropa gépida unida, mientras que aquella tropa dirigida por pequeños jefes de tribus, que, como pronto veríamos, se habían negado a obedecer a un solo mando, era un conjunto sin experiencia ni conocimiento de tácticas integradas; lo que nos hacía frente no era más que una bandada valiente y belicosa, pero incapaz de actuar como una sola fuerza. Lo comprobamos en la primera escaramuza.

Cuando nuestras columnas de vanguardia alcanzaron el límite del campo en que el enemigo nos esperaba, a unos tres estadios de distancia, nuestras tropas iniciaron inmediatamente el despliegue a derecha e izquierda para formar una línea de combate similar. Nuestros adversarios continuaron sentados en los caballos, aguardando —conforme a la costumbre cortés del combate— mientras llegaban al lugar más tropas nuestras y tomaban las posiciones previstas; nuestros dos reyes y los oficiales superiores, yo entre ellos, cabalgamos hasta un altozano para estudiar la situación y, tras un breve examen, Teodorico ordenó que una sola turma de caballería dirigiera una finta sobre la primera línea del enemigo para juzgar la disposición y reacción de esas tropas. Si los jinetes adversarios hubieran estado bien entrenados y bien mandados, no se habrían movido del sitio, contentándose con levantar los escudos y bajar las lanzas cual un erizo que se enrolla. Pero no lo hicieron, sino que unos cuantos rompieron la formación para atacar a los nuestros, que, por supuesto, en seguida volvieron grupas y galoparon hacia el flanco.

—Mirad eso —gruñó Pitzias en tono despreciativo—. Excitados e indisciplinados. Han roto filas antes de que los nuestros estuvieran a su alcance.

—¡Qué necios! —exclamó entusiasmado Freidereikhs—. Teodorico, sé que no vas a ordenar el ataque hasta que no tengas la infantería y la caballería dispuesta a tu entera satisfacción. Deja que entretanto vaya con mis rugios a la retaguardia enemiga y...

—Calla, muchacho, y aprende —replicó Teodorico hosco pero sin enfurecerse, volviéndose en su caballo a dar órdenes a Pitzias, Ibba y Herduico para que situaran sus centurias, cohortes y turmae aquí y allá; el joven rey apenas podía contener su impaciencia y retenía a su inquieto corcel, mientras los generales saludaban uno tras otro y se dirigían a su puesto. Finalmente, Teodorico se volvió hacia el muchacho.

—Voy a explicarte lo que hago y por qué para que...

— ¡Si ya lo he entendido, Teodorico! —le interrumpió el muchacho excitado—. Una vez que los generales hayan reunido, desplegado y dado las órdenes a sus tropas y comiencen el avance, ordenarás el ataque principal a la caballería de Ibba, cabalgando en manada de jabalíes, la formación triangular creada por el dios Wotan cuando en la antigüedad bajó a la tierra a divertirse un poco haciendo de Jalk el matador de gigantes y vio cómo una manada de jabalíes galopando así por el bosque arrasaba cuanto se le ponía por delante —tras aquel torrente de palabras, el muchacho tuvo que hacer una pausa para respirar—. Además, has situado fuerzas para proteger los flancos de la caballería de Ibba y otras tropas para rechazar cualquier contraataque, y más tropas de reserva y, por descontado, tropas de diversión para acosar al enemigo y distraerle del ataque en punta de lanza de la caballería —el joven volvió a quedarse sin aliento y tuvo que hacer otra pausa—. ¡Ahí está! ¿No he descrito perfectamente el plan de batalla?

—No —replicó Teodorico tajante, y el muchacho puso cara larga—. La caballería en formación de jabalí, ja. Pero será la fuerza de diversión, la que lleve a cabo el ataque principal. —¿Cómo? ¿Por qué?

—Porque la formación en manada de jabalíes es tradicionalmente para atacar, y así el enemigo creerá que eso es lo que hace. Mira, yo siempre procuro hacer lo más inesperado... salvo cuando creo que el enemigo espera que haga lo inesperado. En este caso, creo que no se lo esperan y, por consiguiente, mientras se disponen a repeler el ataque de la caballería de Ibba, le atacaré con la infantería de Herduico. —¿Con soldados de a pie?

—Observa, joven príncipe. Las fuerzas enemigas constan totalmente de hombres a caballo, pero han elegido mal el campo de batalla, pues aquí el terreno es áspero y pedregoso, mucho más apropiado para combatir a pie que a caballo. Observa, además, el cielo, las condiciones atmosféricas y la hora del día.

Teodorico aguardó a que Freidereikhs contestase: —Media tarde, sol brillante y viento del Oeste. —De lo cual se deducen otras dos ventajas. He enviado a Herduico con sus tropas a que ataque desde el Oeste de modo que el sol de la tarde dé en los ojos del enemigo y el polvo que levanten al correr a pie vaya también hacia el enemigo. Freideriekhs musitó admirado:

—Ja, entiendo. Muy inteligente y muy práctico. Thags izvis, Teodorico. He aprendido unas cuantas cosas. Pero ahora, en cuanto a mis hombres —ya que los tuyos atacan de frente y de flanco— deja que lleve mis rugios a la retaguardia y acabe de cercar al enemigo. —No deseo cercarlo.

—¿Cómo? —inquirió Freidereikhs perplejo—. ¿Por qué no? Podríamos aplastarlos.

—A un precio exorbitado e innecesario. Aprende otra cosa más, joven guerrero. Salvo en un asedio organizado y prolongado, nunca cerques totalmente al enemigo, pues si se ve atrapado, luchará con denuedo hasta el último hombre y te hará perder muchos a ti, pero si tiene una salida para huir evitará la matanza. Lo único que me interesa es quitarme este estorbo de en medio con el menor derramamiento de sangre posible.

—Entonces, ¿dónde puedo combatir? —inquirió Freidereikhs algo decepcionado.

—Aj, no voy a negar a unos buenos guerreros entrar en combate, y tampoco me importa tanto derramar la sangre del enemigo. Lleva a tus rugios hacia su retaguardia, como decías, y fuérzales a la huida. Cuando la inicien, déjales; pero hostigándoles constantemente. No les des cuartel, aterrorízalos, dispérsalos y asegúrate de que no se reagrupan para volver a atacar. ¡Ve y diviértete!

—¡Habái ita swe! —exclamó Freidereikhs y arrancó al galope.

No es preciso que explique con detalle la batalla, pues resultó tal como Teodorico había previsto, y concluyó antes de que cayera el sol. Al chocar los dos ejércitos, la mayoría de nuestros jinetes, incluidos Teodorico y yo, caímos sobre el frente y el flanco este del enemigo, mientras Ibba cargaba contra él en punta de lanza. Luego, entre las enzarzadas caballerías, los soldados de a pie de Herduico se infiltraron como una multitud de hormigas que acosan a dos escarabajos en lucha. Llegaron casi sin que se advirtiera, precedidos del polvo y con el sol a la espalda, y los jinetes enemigos, descargando golpes y lanzazos en medio de gritos de guerra, al principio casi no notaron que se infiltraban y comenzaban a clavar impunemente la espada en el vientre de los caballos, a cortar las cinchas de las sillas, a desjarretar a los corceles y a matar a los desensillados. Cuando el enemigo se dio cuenta de que le atacaban desde abajo, ya poco podía hacer. Nuestra superioridad numérica les aplastaba y la energía con que nuestros soldados manejaban la espada y la lanza les obligaba a seguir combatiendo a caballo para no verse arrollados por aquella infantería implacable. Muchos de nuestros soldados perecieron aplastados y atrapados, pero pocos por la espada.

Finalmente, el enemigo, viendo que le acosaban por el frente, por los lados y por debajo —y no por detrás—, comenzó a retroceder para huir como había previsto Teodorico. Al principio de forma ordenada, resistiendo con las armas, pero luego, poco a poco, cada vez en mayor número, volviendo grupas y huyendo al galope. Y conforme emprendían la huida se veían obligados a pasar entre las filas de los rugios que les acosaban, por lo que la retirada fue una estampida desorganizada y atroz.

Al concluir el combate, había más de dos mil cadáveres, en su mayoría sármatas y estirios. Teodorico no iba a hacer prisioneros ni a dedicar a sus lekjos a curar a los heridos enemigos, por lo que los infantes prosiguieron el exterminio de los caídos que aún vivían, y nuestro ejército sólo se detuvo lo justo para enterrar dignamente a nuestros caídos. Freidereikhs, al cabalgar hacia la retaguardia, había visto un pueblo. Era un lugar más pequeño que su nombre —Ansdautonia— con unos cien habitantes; el joven rey obligó a todos los hombres y mujeres hábiles a ir al ensangrentado campo de batalla y enterrar a los sármatas y estirios —o deshacerse de los cadáveres como estimaran conveniente— para que nuestro ejército pudiera reanudar la marcha.

Estábamos a mediados de julio y el calor era intenso cuando llegamos a Aemona, la principal ciudad de la provincia de Noricum Mediterraneum. Era una ciudad muy antigua —de hecho, se decía que la había fundado Jasón el Argonauta— que en primavera y otoño debía ser muy agradable. Se extiende a ambas orillas de un afluente de aguas claras del Savus, y su característica más notable es un promontorio desde el que se disfruta de una magnífica vista de los distantes Alpes Juliani y sus estribaciones más cercanas. Empero, el resto de la ciudad es plano y está rodeado por una llanura pantanosa que exhala nocivos miasmas y nubes de insectos.

El promontorio de Aemona está coronado por una fortaleza tan inmensa e inexpugnable como la ceca de Siscia, y sus habitantes habrían podido recurrir a guardar en ella todas sus pertenencias, pero algún viajero que debió adelantarse a nuestro ejército les habría advertido sin duda la inutilidad de oponerse al pillaje y no se resistieron ni entorpecieron nuestro aprovisionamiento ni nos escatimaron las diversiones, que no escaseaban —incluidas termas, lupanares, tabernas y noctilucas ambulantes—, pero no encontramos grandes tesoros de oro y joyas o cosas similares, pues la ciudad había sido saqueada tiempo atrás por nuestro antepasado, el visigodo Alareikhs, o Alarico, y después por los hunos de Atila, y no había vuelto a recuperar su riqueza y opulencia.

Teodorico y Freidereikhs y sus oficiales se alojaron en la fortaleza, que ofrecía aposentos bastante cómodos, pero los soldados tuvieron que contentarse con los aires pestilentes de la llanura, aunque Teodorico consideró que era un mal menor y, como el resto de la marcha hasta Venetia iba a ser por una llanura baja, prefirió que el ejército acampara en torno a Aemona en vez de hacerlo avanzar bajo el calor del verano. Así, estuvimos ganduleando casi un mes, en espera de que amainase aquel calor tórrido; pero no cesaba y los nocivos vapores de los pantanos comenzaron a causar enfermedades, malestar y querellas entre los soldados. Finalmente, nolens volens, Teodorico tuvo que dar la orden de partida.

Dejamos atrás el terreno pantanoso, lo cual fue una bendición, pero continuamos por una región húmeda bajo un calor agobiante; y por si no hubiera sido bastante para hacer penoso nuestro avance, no tardamos en vernos en medio de un paisaje feo y extraño. Los indígenas lo llamaban «karst», maldiciéndolo, igual que nosotros, pues es en su mayor parte piedra caliza desnuda, atroz para los pies y los cascos de los caballos. Y, además, la roca absorbe el calor del sol y refleja sus rayos, por lo que la temperatura era el doble que en otros terrenos; lo más curioso del karst es que está minado totalmente por ríos subterráneos, y en la antigüedad se han hundido muchas de las cavidades y túneles horadados por las aguas, y la superficie de la caliza está llena de hoyos, desde el tamaño de un anfiteatro derruido hasta otros de circunfereencia y tamaño suficientes para contener un salón; depresiones que, con el tiempo, han acumulado sedimentos y es en ellas donde viven los indígenas en unas casitas redondas u oblongas. En algunos de estos hoyos se puede ver desde arriba el río que lo ha excavado saliendo por un extremo y desapareciendo por el otro bajo tierra.

Thags Guth, llegamos de nuevo a un río normal, el Sontius, que cruza un paisaje más agradable con tierra de verdad, plantas y flores. Lo acogimos con auténtico alivio y alegría, a pesar de que en la orilla opuesta, donde comienza la provincia italiana de Venetia, vimos que nos aguardaban concentradas las imponentes legiones de Odoacro, dispuestas a detenernos y aplastarnos.