CAPÍTULO 4

Al día siguiente acudí al bosquecillo del lago al anochecer, como habíamos convenido, debidamente vestido de mujer, con una pañoleta, algo de cosmético en la cara y algunas de las chucherías que había comprado en Basilea. Debajo del vestido, llevaba ceñido el strophion para elevar los pechos y que se me notaran, y otro fuerte ceñidor para ocultar mi miembro viril en el bajo vientre y que pasara desapercibido. Calcé sandalias femeninas, porque siempre que había estado con Gudinando —menos en las ocasiones en que íbamos descalzos— yo usaba botas de cuero, y así las sandalias de «Juhiza», a primera vista, me hacían un poquito más bajo que Thorn.

Algún resto inconsciente de mi naturaleza masculina persistía en infundirme en la mente el reproche de que lo que hacía era disfrazarme, como había hecho en Vesontio para comprobar la reacción de las prostitutas, y que yo mismo ahora actuaba simplemente como una prostituta que obtenía los favores de un joven inocente, para mis bajos propósitos; pero mi naturaleza femenina logró desechar sin ambages aquella idea. Sí, aprovechaba la oportunidad para consumar con Gudinando una unión que hacía meses anhelaba, pero no podía aceptar que fuese por bajos motivos. Al fin y al cabo, era la única hembra capaz de hacerle aquel favor para librarle de su mal y ayudarle a que a partir de ese momento llevase una vida normal, no conmigo, Juhiza, pues a finales de verano yo marcharía hacia el este, sino con una amante o una esposa que él mismo eligiera, cuando tuviese ya un trabajo mejor que la despreciable ocupación que durante tanto tiempo lo había crucificado.

En cuanto a la insistente comezón masculina de que Juhiza no era más que Thorn disfrazado... bien sabido es que tanto dioses como mortales han recurrido al atavío del sexo opuesto para sus jolgorios o travesuras. Los paganos dicen que Wotan cortejó a Rhind, reina del invierno, vistiéndose de mujer, dado que ésta despreciaba a todos sus pretendientes masculinos. Pero yo no fingía, pues era hembra y, por naturaleza, tenía derecho a mostrarme como la mujer que era y soy.

Mucho antes de que yo naciera, el poeta Terencio escribió: «Soy un hombre y nada humano me es ajeno.» No creo que fuera presuntuoso por mi parte pensar que, dado que soy hombre y mujer, estaba más cualificado que Terencio para afirmar que «nada humano me es ajeno». Por consiguiente, cuando acudí a encontrarme con Gudinando en mi condición de Juhiza, deseché toda duda e incertidumbre. Era una hembra y sería hembra, y estaba firmemente convencido de que, de estar en la piel de un hombre, habría podido enamorarme sin paliativos de la joven que yo era entonces. Pero eso lo dejaría en manos de las circunstancias; a aquel encuentro acudiría simplemente para comprobar el éxito o el fracaso que cosechaba como mujer.

Gudinando había confesado que no sabía qué decir a una desconocida, y aquel día se mostraba muy nervioso y azorado. Pero, en cuanto me vio, exclamó sin ocultar su admiración:

—Eres casi idéntica a mi amigo Thorn, tu hermano Thorn. Salvo que —añadió, ruborizándose aún más— Thorn no es más que un chico guapo y tú eres una muchacha hermosísima.

Sonreí e incliné la cabeza de un modo femenino para agradecerle el cumplido, y él siguió balbuciendo:

—Eres un poquito más baja y más delgada. Y tienes... protuberancias y curvas que no tienen los chicos.

En cuanto a protuberancias, él también tenía la suya, y bien manifiesta, en la entrepierna de los pantalones; y confieso que yo sentía ya desde la víspera esa pesadez de párpados que me producía el deseo, y ahora ya sentía palpitar mis diversos órganos femeninos, por lo que dije sin ambages:

—Gudinando, los dos sabemos a qué hemos venido. ¿No te gustaría mirar mejor mis curvas? —él se puso rojo como una amapola, pero yo proseguí—. Yo sé cómo soy sin ropa, pero a ti siempre te he visto vestido. ¿Por qué no nos desnudamos al mismo tiempo? Así nos ahorraremos las fintas y coqueterías a que recurren para conocerse los amantes que se ven por primera vez.

Estoy seguro de que si Gudinando hubiese tenido en su vida una relación social normal con una muchacha o una mujer, se habría escandalizado de mi desparpajo, pero debió dar por sentado que yo era una mujer mundana que sabía cómo se trata a un hombre. Muy obediente, aunque con torpeza, comenzó a desvestirse. Yo hice igual, no con torpeza, sino con lentitud y provocativa gracia; conforme descubría más y más de mi cuerpo, a Gudinando se le salían los ojos de las órbitas y la boca se le abría y cerraba, al tiempo que se le aceleraba la respiración. Yo procuraba mostrarme en pleno dominio de mi ser, reprimiendo mi reacción al verle totalmente desnudo por primera vez, pero era difícil. Nada más ver su fascinum —tan rojo, grande y tieso como el del hermano Pedro— sentí que de mis partes femeninas surgía algo húmedo, cálido y pegajoso y me llevé una mano allí, comprobando que se habían abierto, incitantes, y que tanto había aumentado su sensibilidad que el menor roce me hacía estremecer de emoción.

La mirada profunda y soñadora de Gudinando se recreaba en mi persona, yendo desde mi rostro a los senos y a la vulva, y el rubor que al principio llenaba su cara se le había difundido hasta el pecho; abrió los labios varias veces y se los humedeció con la lengua para poder hablar. (He de decir que ya todo mi cuerpo temblaba cual si me hubiera lamido; si bien al mismo tiempo temía que se conturbara tanto que pudiera sobrevenirle un ataque.) Pero se limitó a decir:

—¿Por qué no te quitas eso que te queda; ese cintillo?

Yo, muy pudibunda, repetí lo que en cierta ocasión me había dicho Wyrd:

—Una mujer cristiana decente debe siempre conservar una prenda de ropa interior. No nos entorpecerá el placer, Gudinando. Anda, vamos a darnos gusto mutuamente —añadí, abriendo los brazos.

—Yo... es que... no sé —musitó, con la vista gacha—. No sé... cómo se hace.

—No te turbes. Ya me lo ha advertido Thorn. Ya verás como todo sucede fácilmente de un modo natural. Primero... —Le abracé y suavemente nos tumbamos en la tierna hierba, de costado y muy apretados.

Y, cosa curiosa, inmediatamente, con la simple excitación de estar tan cerca, Gudinando experimentó lo que debió ser su primer alivio sexual. No me quedó otro remedio que pensar que nunca había caído en lo que los monjes de San Damián execraban como «el vicio solitario» ni tampoco había tenido ningún sueño inspirado por un súcubo que le produjera la polución, pues su fascinum golpeó con fuerza mi vientre y me salpicó casi los senos con un chorro increíble de líquido caliente casi ardiente, al tiempo que emitía un fuerte y prolongado grito de sorpresa, alivio e innegable gozo.

Pero es que, además, yo también grité sin necesidad de ningún otro estímulo —por el simple hecho de comprobar que era una hembra y que había dado semejante placer a aquel joven— y mi cuerpo replicó a su manera a la reacción que él sentía; noté dentro de mí un indescriptible y poderoso frenesí, y sacudió todo mi cuerpo una convulsión parecida a un ataque de epilepsia, secundada por aquella especie de aullido que arrancó de mí. Yo no había estado tanto tiempo privado de gozo sexual como Gudinando, pero era la primera vez desde el último retozo con Deidamia.

A esto siguió una pausa larga y plácida, en la que permanecimos tumbados sin movernos y fuertemente abrazados —a decir verdad, casi pegados mutuamente por el sudor— hasta que poco a poco cesó el estremecimiento de nuestros cuerpos y nuestro jadeante respirar. Finalmente, Gudinando musitó en mi oído:

—Así es como se hace, ¿eh?

—Bueno... —contesté con una risita—, es una manera de hacerlo. Pero se puede hacer mucho más agradable, Gudinando. Como era la primera vez, has sido demasiado, digamos... impulsivo. Ahora necesitamos descansar un poco antes de volver a hacerlo, pero te prometo que la segunda vez será mejor que la primera. Mientras tanto, vamos a juguetear... mira... déjame que te enseñe, y tú me haces a mí lo mismo más o menos.

Y así, le enseñé todas las clases de estimulación sexual que habíamos aprendido Deidamia y yo —y las innumerables variantes y graduaciones que habíamos descubierto—, aunque en esta ocasión mi papel era el contrario: yo era la hermana Deidamia, por así decir, y él era el hermano Thorn. Para mí, aquel encuentro fue un verdadero gozo, por el simple hecho de ser la primera vez que actuaba como mujer, pero creo que la posibilidad latente de que Gudinando y yo intercambiásemos nuestra identidad en la abigarrada relación —al menos en mi imaginación— procuró un acicate más a mi éxtasis.

Tras un buen rato de dedicarnos a hacerlo todo menos la cópula convencional entre hombre y mujer, le aparté con los los brazos y le dije:

—Tu fuente es inagotable, pero guárdate algo para otra cosa que voy a enseñarte. Estas variantes son muy placenteras, sí, pero...

—Placenteras... —musitó, jadeante— es poco decir.

—Sí, pero no dejan de ser variantes. Según lo que le contaste a Thorn y me ha explicado él, tu enfermedad sólo se curará con tu iniciación sexual; lo que yo interpreto por lo que los esposos cristianos y los sacerdotes consideran como la única modalidad normal, ortodoxa, decente y permisible de cópula sexual. Si esa modalidad convencional es la única necesaria para librarte de tu mal, tenemos que probarla al menos una vez.

—Ja, Juhiza. ¿Cómo se hace?

—Mira —dije, señalando—. Esto mío, en donde tú ahora tienes puesto el dedo... Cuando tu miembro se haya hinchado como un fascinum, lo metes ahí, pero despacio, con suavidad, hasta el fondo. Y luego... bueno... aj, Gudinando, seguro que has visto a perros y aninales hacerlo.

—Claro, claro. Bien... a ver... te pondrás de rodillas y yo...

—¡Ne, ni allis! —repliqué, bastante enojado, por ser la postura a que me había obligado el vicioso hermano Pedro—. ¡No somos perros callejeros! Aj, claro que, con el tiempo, si seguimos acostándonos, probaremos también esa variante. Pero, de momento, voy a enseñarte cómo lo hacen los hombres y mujeres que son devotos cristianos, en cuanto estés otra vez preparado.

—En seguida —dijo, sonriendo como un bendito—. Con sólo pensarlo... mira ya se me pone y... \Aj, Juhiza!

Lanzó aquella exclamación porque le había obligado con un brazo a echarse sobre mí, mientras el otro orientaba su miembro tumescente que se iba endureciendo.

—¡Liufs Guth! —exclamó cuando se lo introduje, enderezándose aún más.

Yo también lancé varias exclamaciones enardecidas, aunque no recuerdo si eran palabras coherentes; sentí un profundo bienestar con toda mi alma al tenerlo dentro, y no sé decir si experimenté semejante placer por sentir tanto afecto y deseo por él o si era simplemente porque ya sabía lo que estaba haciendo y quería hacerlo.

Además, en aquella postura concreta con el varón encima de la hembra —tan nueva para mí como para Gudinando— gozaba de dos nuevos estímulos para mi excitación. Aunque él procuraba no echarme todo el peso encima. Su pecho rozaba de vez en cuando mis pezones erizados, y sentía, como nunca lo había sentido con el hermano Pedro en aquella postura a lo perro que él siempre imponía, el pesado saco escrotal de Gudinando golpeándome vuluptuosamente el frenillo debajo de mi orificio. Además, y eso era lo que más me gustaba, al tenerle encima, con sus envites rozaba su bajo vientre contra la banda en que ocultaba mi circunstancial miembro viril; en aquel momento no era varón y estaba inerte y pasivo, pero se había vuelto blando y sensible a un extremo casi intolerable, y el rítmico roce de Gudinando acrecentaba de tal manera los otros estímulos, que pronto me hallé al borde del delirio y casi pierdo el sentido.

Pero no lo perdí; comencé a sentir aquella sensación interna de una acumulación de fuerzas indescriptibles, pero esta vez inmensamente acrecentada, no ya en las zonas sexuales sino en todo mi cuerpo, y luego el delicioso arrebato de una ebriedad mareante. La funda interna de mi cavidad femenina, sin que interviniese mi voluntad, sentía aquella especie de espasmo anegante y absorbente con el que los músculos internos de Deidamia solían atenazar mi propio fascinum.

Mis muslos, abiertos sobre las caderas de Gudinando, eran presa de un espasmo también desconocido; sus músculos y tendones se estremecían convulsos e incontenibles. Y todo ello se prolongó hasta que, en mi éxtasis, alcancé el orgasmo más arrollador y maravilloso del que jamás había gozado en el acto sexual.

A Gudinando debió sucederle lo mismo, aunque yo estaba excesivamente inmersa en mi propio placer para sentir el gésier de su eyaculación dentro de mí. En cualquier caso, su explosión de alivio fue simultánea a la mía, pues juntos proferimos unos gritos tan fuertes y prolongados y unos gemidos tan extemporáneos, que debieron oírnos los que estaban en el lago pescando en sus tomi.

Cuando acabó, Gudinando se derrumbó sobre mí como si se hubiese desvanecido, pero no sentí su peso; me notaba ligera como una pluma, incorpórea, eufórica, y no me habría sorprendido que me hubiese puesto a ronronear como una gata satisfecha. Pero, de pronto, hubo algo que me sorprendió. Sin intervención alguna por parte de Gudinando —su miembro se había vuelto flaccido dentro de mí, sin que notara si realmente seguía allí— experimenté otra vez aquel arrebato y aquella fuerza incoercible de descarga placentera; era más suave, menos acuciante y no tan brutal como la de antes, pero la sentí y, dada su espontaneidad, me gustó mucho.

Reflexionaba al respecto, y me sorprendió aún más que minutos después volviera a sucederme, y más aún, cuando se produjo de nuevo al cabo de un rato. Era cada vez menos intensa, pero igual de agradable. Finalmente, aquellos inexplicables episodios disminuyeron y cesaron del todo, pero me habían enseñado algo más sobre mi naturaleza femenina. Tenía el don de sentir placer secundario tras un arrebato profundo de descarga sexual, una sensación que sólo puedo describir como el eco de un palmoteo, el reverberar continuo e intermitente, que se va apagando tras el estallido de un fuerte trueno. No sabía si aquella excelsa capacidad de gozar de aquel maravilloso bienestar era algo peculiar en mí o potestad de todas las mujeres; nunca se lo he preguntado a ninguna, pero lo que sé es que nunca lo experimenté haciendo de varón en la cópula.

Y aprendí algo más —no sólo respecto a mi naturaleza de mujer, sino de las hembras en general—: que hay una cosa que ninguna mujer puede fingir o simular.

La mujer, por el motivo que sea —por halagar a su amante, incitarle o engañarle— puede simular que experimenta toda clase de sensaciones placenteras; puede hacer que su rostro exprese falsamente arrobamiento, puede hacer que sus pezones se ericen incitantes, o pueden erizársele sin querer porque sienta frío o por el simple hecho de que se los mire el hombre; puede hacer que los labios de la vulva se abran incitantes y se humedezcan tentadores, manoseándoselos furtivamente, o ellos mismos pueden hacerlo por sí solos con arreglo a la época del mes y a la fase de la luna. Una mujer puede fingir cualquier grado de excitación sexual, desde el rubor femenino hasta los escandalosos gemidos finales, y puede hacerlo convincentemente al extremo de engañar a su propio marido o al más experto seductor.

Pero hay una cosa que no puede fingir por mucho que quiera: el espasmo de los tendones de la cara interna de los muslos, ese estremecimiento convulso que he dicho anteriormente. La mujer es incapaz de dominar a voluntad esa manifestación concreta; no puede ni detenerla cuando se produce ni simularla cuando no se experimenta. Sólo se da cuando está en brazos de un hombre capaz realmente de causarle ese paradisíaco arrebato final de la descarga sexual.

Ya era noche cerrada cuando Gudinando y yo dimos fin, exhaustos, a nuestros furores físicos y a nuestros juegos imaginativos, después de haberle enseñado yo todo lo que sabía sobre la cópula. Mientras nos vestíamos en la oscuridad —tarea dificultada por nuestro estado de debilidad y nuestros temblores—, Gudinando no cesaba de repetirme enardecido qué chica tan maravillosa era, lo increíblemente bien que lo había pasado y lo profundamente agradecido que estaba. Yo traté de expresarle, con la misma gratitud, pero con el natural recato de mujer, que él tanbién me había complacido enormemente. Añadí que esperaba que hubiésemos logrado la cura de su epilepsia.

Seguimos caminos distintos para volver a la ciudad y nos despedimos con un beso; yo —y él probablemente también— regresé a Constantia temblándome las piernas. Fui directamente a unas termas exclusivas para mujeres. En el apodyterium me desvestí igualmente sin quitarme la banda de las caderas; nadie hizo comentarios, pues había otras mujeres con una u otra prenda. Unas se tapaban las partes pudendas, otras los senos, y yo pensé que sería por simple modestia, pero había otras que ocultaban partes inocuas del cuerpo —un pie, el hombro o un muslo— y me imaginé que sería por velar algún defecto o antojo de nacimiento, o quizá la marca de algún mordisco de sus amantes; entre los esclavos de servicio había algunas mujeres y también eunucos, pero todos eran de una discreción ejemplar. Cuando en el unctuarium me untaron aceite y luego me lo rascaron en el sudatorium, ninguna de las sirvientas dijo nada de las diversas incrustaciones que un cuerpo humano no suele acumular normalmente durante la jornada.

En la última sala de las termas, mientras chapoteaba plácidamente en las cálidas aguas del balineum, miraba a otras mujeres que hacían lo propio; las había de todas las edades, tallas y grados de belleza o fealdad, desde niñas y doncellas en ciernes hasta viejas obesas o escuálidas, y di en pensar cuántas de ellas habrían acudido a los baños a recuperarse de una sesión de amorosas frivolidades como la que yo acababa de tener.

Había al menos una en la piscina que era lo bastante atractiva para hacerme pensar que también estaría allí por el mismo motivo, y que se dejaba flotar perezosa y lánguidamente como si viniera de lo mismo; era una mujer, quizá de edad suficiente para haber sido mi madre —o la de Gudinando—, pero era morena, de ojos negros, hermosa y con un buen cuerpo sin marcas del paso del tiempo y se mostraba orgullosa de ello. Aun allí, rodeada de otras mujeres, mostraba sus encantos como si quisiera enseñarlos a una legión de amantes, pues era una de las pocas que se bañaba desnuda.

Sin duda dejé vagar mi inquisitiva mirada un buen rato sobre ella, porque se me quedó mirando y se vino nadando sinuosa hacia mí; yo esperaba que fuera a recriminarme por haberla mirado con aquel descaro, pero no lo hizo, sino que se contentó con decir unas graciosas trivialidades, como lo agradable que resultaba ver una cara nueva allí... lo maravillosamente estimulante que era el baño para los sentidos... que se llamaba Robeya, y me preguntó cómo me llamaba yo. Luego, sin dejar de charlar, me cogió la mano y me la puso en uno de sus senos, mientras con la otra mano acariciaba uno de los míos (mucho menos desarrollados). Yo ahogué un grito ante tanta audacia y más pasmada me quedé aún cuando, inclinándose hacia mí, me susurró al oído una explícita invitación.

—No necesitamos salir del agua —añadió—. Podemos irnos a aquel rincón oscuro para hacerlo.

Si hubiera sido Thorn, habría aceptado de buena gana, pero, siendo Juhiza, me contenté con sonreír con dulzura diciéndole:

—Gracias, Robeya, pero acabo de pasar maravillosamente la tarde con un amante muy masculino.

Me soltó como si se hubiera escaldado, farfullando algo —sin duda una exclamación helvética que yo aún no conocía—

y nadó enfurecida hacia el otro extremo de la piscina. Yo seguí sonriendo y aún sonreía cuando me vestí y salí de las termas, y seguí sonriendo hasta llegar al cuarto de mi deversorium, y creo que estuve sonriendo toda la noche, durmiendo el profundo sueño de la mujer bien satisfecha sexualmente.

Al día siguiente estaba como nuevo; ya no me temblaba el cuerpo, ni tenía a flor de piel los recuerdos sentimentales de aquellas emotivas horas pasadas con Gudinando. Habiendo ya experimentado aquella descarga tan trascendental y saciado mis deseos femeninos, creo que mi mitad hembra cayó —al menos transitoriamente— en una especie de soñolienta claudicación y mi mitad viril volvió a imponerse. Me vestí de Thorn, actué como Thorn, pensé como Thorn y era Thorn otra vez cuando acudí al bosquecillo del lago a reunirme con Gudinando después de su habitual tarea en el estanque de la peletería. Le saludé y le miré, no con sensaciones ni añoranzas femeninas, sino con la simple camaradería entre muchachos que sentía cuando nos hicimos amigos y compañeros de juegos.

A decir verdad, era de nuevo y a tal extremo el viril Thorn, que me molestó bastante oírle hablar con tanta fruición de la chica maravillosa y de las estupendas cosas que había hecho por la noche. (Menciono esto únicamente para dejar bien claro los diversos y encontrados sentimientos con que tendría que enfrentarme, en mi condición de mannamavi adolescente.) En realidad, habría debido sentirme halagado por los cumplidos y elogios que dedicaba Gudinando a mi otro ser, Juhiza, pero imagino que a cualquier muchacho normal —y en aquel momento me sentía un muchacho normal— oír a otro alardear de sus escarceos amorosos, sin poder contrarrestarlos con otros parecidos, debe suscitarle cierta envidía por la superioridad del otro. En cualquier caso, Gudinando continuó su eufórico discurso:

—\Liufs Guth, amigo Thorn, tu hermana es extraordinaria! Extraordinaria por su hermosura, su amabilidad, su audacia, su habilidad...

La verdad es que se mostró decentemente discreto en los detalles, pero yo los conocía perfectamente, y así, a mis numerosos sentimientos contradictorios, se sumó otro, no ya normal sino irracional: sentía rencor porque mi amigo Gudinando lo hubiese pasado tan bien conmigo y al mismo tiempo sin mí, por absurdo que parezca. ¡Basta!, dije para mis adentros, ¡te estás volviendo loco!, y logré interrumpir las confidencias de Gudinando, diciendo:

—Ya sé que Juhiza es una muchacha encantadora, y estoy seguro de que con ella lo pasaste bien, pero lo más importante es saber si crees que su... ayuda te ha servido para curarte la enfermedad.

—¿Cómo voy a saberlo —replicó, encogiéndose de hombros—, a menos que no vuelva a sufrir un ataque? Es la única manera —y me dirigió una débil sonrisa—. Casi puedo dar las gracias por la enfermedad, ya que por ella he conocido un remedio tan estupendo e imborrable. Ya lo creo... y bien sabe liufs Guth que no debería decir eso... Casi desearía que la cura no haya sido del todo eficaz...

Por un instante, la Juhiza latente se despertó en mí, haciéndome decir:

—Mira, en ciertos males el medicus prescribe un tratamiento... Mi hermana y yo —añadí inmediatamente, reprimiendo mi lascivo impulso— ya hemos desobedecido a nuestro tutor, y si lo hacemos más veces, es muy probable que llegue a enterarse por algún comentario. O quizá regrese inesperadamente y vea que ella no está en el alojamiento.

—Ja —dijo abatido—. No tengo derecho a que os arriesguéis por mí.

—Aunque tu riesgo es mayor —añadí—. Si sufres otro ataque, no me lo ocultes. Me lo dices... yo se lo digo a Juhiza... y...

Su rostro se iluminó y me sonrió encantado.

—Esperemos que esa cura haya servido. Ahora me encuentro saludable y feliz como no me había sentido en mi vida, y eso debe ser un buen augurio, ¿no? Vamos a olvidarlo; volvamos a ser el Thorn y el Gudinando de antes de que sucediera esto. ¿Qué dices? ¿Vamos a divertirnos en lo que queda de día? ¿Echamos una carrera, una lucha, vamos a pescar al lago o volvemos a la ciudad a hacerles truhanerías a los tenderos judíos?

Explicaré brevemente los acontecimientos que siguieron. Poco más de una semana después, Gudinando acudió a nuestro lugar de encuentro ojeroso y cariacontecido. Aquella tarde, me dijo, había sufrido mientras trabajaba en la balsa de la peletería una convulsión tan repentina que apenas había tenido tiempo de llegarse al borde de ella, con peligro de ahogarse. Lamentaba tener que decírmelo, pero parecía que la cura de «iniciación sexual» no había dado resultado... o era insuficiente...

Así, a la tarde siguiente, fue Juhiza quien se reunió con él en el bosquecillo del lago. Lo que sucedió fue muy parecido a lo de la anterior ocasión y no voy a repetirme; tan sólo diré que fue una cópula más larga y paradisíaca que la primera.

Y no fue la última. A intervalos de quizá una semana, Gudinando me decía avergonzado que había sufrido otro ataque y, aunque nunca fui testigo de ellos, no lo ponía en duda. Me negaba a pensar que mintiese para aprovecharse de sus amigos Thorn y Juhiza. Por lo que, cada vez, aceptaba su palabra y convenía un encuentro con Juhiza.

En uno de ellos, además de expresar su sincero agradecimiento, como siempre hacía, me dijo de pronto:

—Te amo, Juhiza. Ya sabes que soy torpe... expresando mis sentimientos a otra persona, pero te habrás dado cuenta que te considero mucho más que una simple benefactora. Te amo. Te adoro. Si alguna vez me curo de este maldito mal, me gustaría que nos...

Yo le puse un dedo en los labios y sonreí, meneando la cabeza.

—Ya sabes que no haría esto si no sintiera afecto por ti, y confieso que disfruto tanto como tú, pero he jurado que nunca me enamoraré en serio. Y aunque fuese a quebrantar mi juramento, sería en vano, porque me iré de Constantia a finales del verano...

—¡Me iré contigo!

—¿Arrastrando contigo a tu madre inválida? —repliqué—. Ne, no hablemos más de esto. Disfrutemos mientras dure, pues pensar en un mañana o en algo duradero no hará más que ensombrecer el presente. Ni una palabra más, Gudinando. Está oscureciendo y tenemos mejores cosas que hacer que estar hablando.

He contado lo que siguió en pocas palabras porque la segunda parte no puedo relatarla tan concisamente. Aquel verano de tan extraños y maravillosos acontecimientos tocó a su fin, llegó el otoño y con él la catástrofe para Gudinando, para Juhiza y —¿cómo no?— para mí.