CAPÍTULO 1
Por así decir, vimos Constantinopla antes de que se nos apareciera a la vista. Nuestra columna estaba aún a dos días de distancia de la ciudad y nos disponíamos a acampar para pasar la noche en unos pastos de cabras junto a la carretera, cuando gente del séquito lanzó una exclamación al ver una luz amarillenta en el cielo hacia el este.
—Los grandes rebaños de cabras no han dejado monte bajo ni árboles que puedan incendiarse —comenté yo—. ¿De qué será esa luz? ¿Fuegos de Géminis de una tormenta? ¿Los draco volans de unas marismas?
—Ne, salo Thorn —dijo uno de los soldados—. Es el pháros de Constantinopla. Yo he estado antes y lo he visto. El pháros es una hoguera en lo alto de una gran torre, que sirve de guía a los barcos para entrar al puerto. Está encendido de noche y por el día deja escapar humo, como veréis mañana.
—Debemos estar aún a unas treinta millas de la ciudad —terció Amalamena—. Una columna de humo se vería. ¿Pero cómo es posible que se vea un fuego de leña a tal distancia?
—Es que está aumentado, princesa —contestó el soldado—. El pháros posee un ingenioso artilugio, parecido a un speculum curvado. El fuego lo hacen sobre un inmenso cuenco de metal recubierto de yeso y la concavidad de yeso lleva empotrados muchísimos trocitos de cristal cocido con una hojuela de plata en el interior, igual que las piedras preciosas que se engarzan en las alhajas para que brillen más. Así relumbra más el fuego.
—Sí que es ingenioso —musitó Amalamena.
—En tiempos de guerra u otras situaciones de peligro —continuó el soldado—, los que cuidan del fuego pueden hacer parpadear la luz tapando y destapando el cuenco reflector con un cobertor de cuero y así se envían mensajes que leen los centinelas de puestos de vigía lejanos, quienes a su vez encienden fanales y los hacen parpadear también para repetir el mensaje y hacerlo llegar a otros puestos, y así sucesivamente ordenan a un ejército desviarse o lo que fuere necesario. Y del mismo modo, los centinelas pueden comunicar a la ciudad la alarma si se aproxima el enemigo o cualquier noticia urgente.
La siguiente novedad que llamó nuestra atención no se veía, pues era un olor, pero tan horroroso y tan insoportable que casi me hizo tambalearme en la silla. Tosí y eructé y los ojos se me llenaron de lágrimas, pero a través de ellas vi que a otros viajeros no les parecía tan agobiante. Todos los que no tenían las manos ocupadas se las llevaban simultánea o alternativamente a la nariz y hacían el signo de la cruz en la frente.
—Gudisks Himins —balbucí a Daila—, este miasma convierte a cualquier mortal en un taciturno esloveno. Llama al soldado que estaba antes aquí para que nos diga si es que en Constantinopla huele siempre a putrefacto.
—Ja, saio Thorn —dijo el soldado, con cara divertida, aunque se tapaba la nariz—. Lo que oléis es el aroma de la santidad, y en Constantinopla están muy ufanos de dar la bienvenida con él a los que llegan. De hecho, el aroma atrae a muchos peregrinos.
—En el nombre del dios que adoren, ¿por qué?
—Acuden a adorar a Daniel el Estilita. Mirad.
Me señalaba a través de los campos de la izquierda de la calzada, a lo lejos, y atisbé una especie de columna con una guisa de nido astroso de cigüeña en lo alto, rodeada por una multitud, en la que algunos iban y venían, aunque la mayoría estaba de rodillas.
—Ese Daniel —dijo el soldado— hace eso emulando a Simeón de Siria, que fue san Simeón por haber vivido en lo alto de una gran columna durante treinta años. Daniel sólo lleva en ese pilar unos quince años, pero me han dicho que ese ejemplo de sufrimiento voluntario ha servido para convertir a muchos paganos.
—¿Convertirlos a qué? —farfulló Daila—. Ni los hombres convertidos en cerdos por Circe se complacerían en un lugar tan nauseabundo.
—En devotos cristianos —contestó el soldado, encogiéndose de hombros—. Los que hallan placer en la humillación y la mortificación, supongo. Por lo visto consideran una bendición ese olor de quince años de acumulación de los excrementos de Daniel.
—Pues que sigan reunidos; parecen ser tal para cual —dije yo.
Finalmente, dejamos atrás el hedor y a las pocas horas avistamos las murallas de Constantinopla en el horizonte. Me volví y dije a uno de los arqueros:
—La princesa tenía muchas ganas de contemplar de lejos la ciudad. Cabalgad hasta la carruca a decirla que ya se avista, y preguntad si desea que le ensillen la mula para montarla.
Regresó al poco, con una leve sonrisa, para decirme:
—La princesa da las gracias al mariscal por su atención, pero ha decidido admirar la ciudad desde la carruca, de la cual ha descorrido las cortinas. Considera que sería impropio de una hermana e hija de reyes entrar en Constantinopla cabalgando a horcajadas como una mujer bárbara.
Me pareció una reacción poco en consonancia con la Amalamena de espíritu animoso que hasta entonces había renunciado entre risas a las inhibiciones «femeninas» y parecidas actitudes. Era evidente que se trataba de una excusa para no tener que admitir que no estaba en condiciones de montar, y me recordé buscarle un médico a la primera ocasión.
Las murallas a las que nos aproximábamos eran las levantadas por el emperador Teodosio II; el primer recinto, construido por el fundador de la ciudad, sólo encerraba cinco colinas de la elevación de Byzantium, y ya incluso por aquello a Constantino se le tildó de arrogante por haber superado con creces la extensión de las mayores ciudades. Pero no resultó una idea desaforada, pues en vida de él la Nueva Roma se había extendido fuera de las murallas y, ahora, como la antigua Roma, comprendía siete colinas.
La muralla de Teodosio, que separaba Constantinopla del resto del continente de Europa, era la defensa más imponente jamás vista en una ciudad. Con sus casi tres millas romanas tendidas entre las aguas que flanquean el promontorio, consta realmente de dos muros separados por veinte pasos y un ancho foso dotado de parapetos de ladrillo. La doble muralla tiene la altura de cinco hombres y la coronan noventa y seis torres aún más elevadas; torres alternativamente redondas y cuadradas con paños intermedios en zig–zag para la defensa concertada.
Ahora veía a los viajeros que nos precedían en la vía Egnatia —gente a pie, a caballo, transportistas, carreteros, pastores con rebaños y palanquines y carruajes de personas importantes— apartándose a un lado para dejar paso a una procesión que salía de la ciudad. Daila me miró con ojos interrogantes y yo meneé la cabeza.
—Ne, optio. Somos ostrogodos y delegados reales, no griegos y mestizos de la localidad. Continuaremos nuestro camino, al menos hasta que veamos de qué se trata.
Tuve razón en proseguir la marcha, pero no había ningún peligro, pues resultó ser una comitiva imperial que salía a recibirnos. Era un grupo de hombres en caballos espléndidamente engualdrapados; el que los encabezaba, un hombre mayor y mejor ataviado que los demás, alzó las manos saludando y sus primeras palabras, aunque cordiales, me dejaron atónito.
—¡Khaire, Presbeutés Akantha! —lo que en griego simplemente significaba «¡Salve, embajador Thorn!», y me sorprendió que supiera mi nombre—. ¡Basileús Zeno éíhe par ámmi philéseai! —añadió.
La segunda frase quería decir «El emperador Zenón te da la bienvenida».
Una vez más tuve la prevención de no decir una bobada como «¿Quién es Zenón? Yo vengo a ver al emperador León», pero mi rostro debió acusar la sorpresa, y mientras permanecía sin saber qué decir, el anciano continuó:
—El emperador Zenón envía estos regalos en muestra de amistad —a cuyas palabras, se adelantaron dos sirvientes muy cargados que iban en la comitiva, y yo hice seña a mis arqueros para que recogieran los obsequios, al tiempo que me sobreponía a la sorpresa y respondía:
—Teodorico, rey de los ostrogodos, saluda a su primo Zenón, y también traemos regalos de amistad.
—Traéis también a lo que parece a la hermana del rey —añadió el hombre, señalando con la cabeza hacia la carruca—. Soy Myros, el oikónomos del emperador, su chambelán. ¿Puedo escoltaros? Hay una casa preparada para vos, la princesa Amalamena y la servidumbre, y alojamiento adecuado para vuestros guerreros.
Hice gesto al chambelán para que cabalgase a mi lado y el resto de la delegación se uniese a nuestro séquito y así continuamos hacia la ciudad.
Conforme cabalgábamos juntos, fingiendo charla insustancial, pero realmente para sonsacarle, pregunté al hombre:
—No tengo muchos años, oikónomos Myros, pero si fuese a enumerar los emperadores de Oriente y Occidente que se han sucedido en mi corta vida, tendría que contarlos con los dedos.
—Naí —contestó él, asintiendo, y volvió a sorprenderme—. Y ahora dos han desaparecido en un plazo de dos meses. —¿Dos? —exclamé, sin poder contenerme. —Naí. El joven León que ha muerto aquí y Julius Nepos, que ha sido depuesto en Roma. ¿No lo sabíais?
Yo iba pensando en que, aparte de que no iba a ver al emperador que me habían encomendado, el saio Soas tampoco. —Es que he estado en la guerra, alejado de las comunicaciones y las noticias.
Myros me dirigió una mirada que imagino dirigen a menudo los griegos romanizados a los bárbaros.
—¿Y aproximándoos aquí, mariscal, no habéis leído los fuegos y humos del pháros? Es casi la única noticia que han difundido estos meses; con excepción, naturalmente, del aviso de vuestra inminente llegada.
Un tanto vejado, confesé que no sabía leer esos mensajes en el cielo y añadí:
—Sí que me habría gustado leer mi propio nombre en el cielo. ¿Cómo supisteis de nuestra llegada?
Sonrió malicioso, como diciendo «los griegos somos omniscientes», pero se limitó a contestar:
—Por todas partes tenemos hatáskopoi, soldados sin uniforme que patrullan y vigilan, y sin duda alguno de ellos debió saber que erais el saio Thorn cuando os detuvisteis con la princesa en Beroea o algún otro lugar.
—Ya —comenté yo con frialdad, no muy complacido de que nos hubieran estado espiando sin darnos cuenta.
En aquel momento cruzábamos la más espléndida de las diez puertas de Constantinopla, la Puerta Dorada de triple arco. En su marco de mármol blanco con vetas negras, las imponentes puertas de bronce se hallaban hospitalariamente abiertas de par en par y abrillantadas de tal modo que parecían de oro. Dos de los arcos seguidos constituyen el pasaje bajo las gruesas murallas, y el tercero y más interno es distinto, ya que conduce al viajero que llega a la ciudad a través de los cimientos de la iglesia de San Diómedes, construida dentro de las murallas, por encima del camino; allí en la iglesia concluye la vía Egnatia, o, más bien, cambia de nombre, convirtiéndose en la Mése, la igualmente amplia y bien pavimentada avenida principal de Constantinopla.
No quise volverme en la silla para admirar la iglesia edificada en lo alto, al cruzar aquel último arco, y para hacerle ver al oikónomos que no me impresionaba en absoluto la magnificencia de la ciudad imperial, le comenté como quien no quiere la cosa:
—Bien, chambelán, explicadme un poco esos cambios de emperador que me decíais. Os juro que nunca se habían visto tantos cambios en el imperio como últimamente.
—Dépou, dépou, papaí —contestó Myros entristecido—. Ay, cierto, cierto. ¿Qué decir del difunto León? En sus seis años en el trono fue siempre un niño enfermizo; su abuelo no debería haberle designado sucesor. Pobrecito León, aun con la ayuda de su padre como regente, apenas supo apechar con semejante responsabilidad. De todos modos, ahora que los dos Leones, el abuelo y el nieto, han muerto, es el padre–regente quien ha asumido la púrpura. —Así, ¿Zenón era el padre y regente? —Claro. ¿No sabíais que era yerno del primer León? Está casado con Ariadna, la hija del emperador. El difunto León segundo era hijo de Ariadna y su esposo, ahora llamado Zenón.
—¿Qué queréis decir, ahora llamado Zenón? —Ha adoptado ese nombre al ascender al trono, en honor del famoso filósofo estoico de la antigüedad.
—Yo pensaba que sólo los obispos más ostentosos y pretenciosos adoptaban nombres.
—Comprenderíais y simpatizaríais con Zenón si supierais que es del linaje isáurico y que los isaurios hablan un horrendo y complicado dialecto griego, y el verdadero nombre del emperador era Tarásikodisa Rusumbladeótes.
—¡Papaí! —exclamé—. Lo comprendo. Gracias por decírmelo.
Aún cabalgábamos por la Mese y no cesaba de ver maravillas y cosas desconocidas. La amplia avenida estaba flanqueada por árboles e innumerables estatuas en bronce y mármol de dioses, héroes, sabios y poetas y en ella se alineaban otras tantas mansiones palaciegas de piedra o ladrillo, si bien, por las bocacalles, atisbé edificios mucho más plebeyos. La Mése nos condujo abajo a través de la Puerta Dorada menor en la primera muralla de Constantino no tan impresionante. A partir de allí, la avenida se ensanchaba a tramos, convirtiéndose en espaciosas plazas enlosadas de mármol; desde el Forum de Bous, una plaza cual gigantesca plataforma de mármol, como suspendida entre las faldas de dos colinas, veíamos a nuestros pies un pequeño río que discurría por debajo, el Lúkos, en el que vierten las aguas residuales de la ciudad. En el Forum de Theodosius alzamos la vista hacia un río artificial, uno de los acueductos de Constantinopla, sobre airosos y elevados arcos de piedra que salvan otras dos colinas; en el Forum de Constantino, vi la más grandiosa estatua de la ciudad, la efigie de su fundador situada sobre una altísima columna de mármol y porfirio. La estatua de bronce representa a Constantino con una corona de rayos, a guisa de Apolo con su halo solar, o de Jesucristo con la corona de espinas; los actuales habitantes de la ciudad no se inclinan con certeza por ninguna de las dos posibilidades.
Pero yo continuaba decidido a no mirar embobado y proseguí mi conversación con el chambelán.
—Bien. Así que en el imperio oriental gobiernan el basileús Zenón y su basílissa Ariadna. ¿Y en el occidental?
—Como os he dicho, Julius Nepos fue depuesto por un tal Orestes, que se ha proclamado general de los ejércitos, y Nepos ha huido a Salona en Iliria.
—Vamos a ver. ¿No es Salona el lugar en que...?
—Naí —contestó Myros, asintiendo con la cabeza y sonriendo con malicia—. En donde el emperador Glicerio se exilió al ser depuesto por Nepos. No me preguntéis por qué Nepos fue a elegir Salona como refugio, porque allí el rencoroso Glicerio le ha hecho asesinar, cosa nada sorprendente.
—Gudisks Himins.
—Ouá, la historia no acaba ahí —añadió el chambelán con fruición femenina por los chismorreos que me confiaba, y sólo en aquel momento me di cuenta de que debía ser un eunuco—. Evidentemente, en recompensa, Glicerio ha pasado del modesto obispado de Salona al mucho más importante arzobispado de Mediolanum en Italia.
—¡Liufs Guth! Un obispo que comete regicidio y la Iglesia le premia con un destino mejor...
—Bueno —replicó Myros con gesto de disgusto—, son cosas de vuestra corrupta Iglesia Católica de Roma; nuestro buen patriarca Akakiós de la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla no consentiría una cosa así.
—Espero. Bien, ¿quién es ahora el emperador en Roma?
—El hijo de ese general Orestes, Romulus, desdeñosamente llamado Augustulus.
—¿ Desdeñosamente ?
—No Augustus, sino Augustulus. Pequeño Augustus. Pequeño y no muy augusto. Así que su padre, igual que en el caso de León, es quien realmente gobierna. Pero nadie espera que Orestes ni Romulus Augustulus duren mucho.
—No sé yo —dije con un suspiro— si no habrá alguien que piense, como yo, que en el imperio romano reina un lamentable desbarajuste mayor que nunca. Emperadores de quita y pon, efímeros como mariposas; obispos asesinos que se convierten en arzobispos, santos que se sientan en lo alto de una columna y dejan caer skeit en sus devotos...
—Ésta es vuestra residencia, Presbeutés Akantha —dijo en aquel momento el chambelán—. El mejor xenodokhoeíon de la ciudad. Espero que vos y vuestro séquito lo encontréis bien instalado y cómodo. ¿Tendréis la bondad de desmontar y entrar?
El edificio de mármol con su recinto tapiado tenía un suntuoso aspecto, pero no dejé que Myros notara mi admiración. Permanecí en el caballo y dije:
—No soy más que el mariscal del rey, responsable del alojamiento de su real hermana. Escoltad hasta aquí a la princesa —dije, volviéndome hacia mis arqueros— para que diga si este humilde acomodo le parece adecuado.
El oikonómos adoptó una expresión molesta, pero desmontó del caballo para saludar a Amalamena, que ya se llegaba tranquilamente hacia nosotros en la carruca, y pude atisbar que había revestido sus mejores galas, adornándose con joyas y cosméticos. Como si yo le hubiese dado instrucciones, se limitó a dirigir una fría inclinación de cabeza a Myros que la obsequiaba con una profunda reverencia, pasó regia e inmutable por su lado con Swanilda y mis arqueros, y entró en el patio del edificio.
El eunuco, ahora con gesto ofendido, siguió haciéndome las alabanzas del xenodokhoeíon:
—Tiene unas lujosas termas privadas para mujeres en el ala izquierda, y vuestra residencia y la de vuestros ayudantes está a la derecha. Disponéis de numerosa servidumbre... incluidas esclavas de Khazar, especialmente escogidas por su belleza, y que os complacerán en lo que... ejem... necesitéis, a la par que pueden ponerse al servicio de la princesa.
Hice caso omiso de lo que me decía y dirigí una mirada castrense en derredor; la tapia que rodeaba el edificio no era muy alta y las puertas me parecieron más ornamentales que sólidas, por lo que pensé que no era verosímil que nos tuvieran cautivos. De todos modos, estábamos muy dentro de la ciudad, encerrados en las murallas. Así, cuando Myros comenzó a decir: —Como alojamiento para vuestros hombres... —meneé enérgicamente la cabeza.
—Oukh, oukh. Mis hombres son ostrogodos y no necesitan techo sobre sus cabezas ni almohadones bajo ellas; los dispondré aquí mismo en el patio. Y en cuanto a la servidumbre, en primer lugar quiero que nos traiga al mejor médico de la ciudad para que me garantice que a la princesa no le ha afectado el largo viaje.
—El iatrós privado del emperador, el venerable Alektor os atenderá inmediatamente. No me ha pasado inadvertido que la princesa tenía aspecto avejentado y más frágil de lo que corresponde a su edad —respondió el chambelán con rencor de eunuco.
También hice caso omiso de ese comentario. Cuando las mujeres y la escolta llegaron al edificio, Amalamena me dirigió una mirada de traviesa complicidad antes de dirigir otra fría inclinación de cabeza a Myros, dando a entender que la residencia era aceptable. Desmonté de Velox y di instrucciones a mis arqueros para que descargasen de las acémilas los regalos que traíamos y los entregasen a los sirvientes del chambelán. Mientras lo hacían, Myros prosiguió:
—Como veis, princesa y mariscal, vuestro alojamiento está próximo a toda suerte de distracciones. Ahí está el hipódromo, en donde podéis disfrutar de los juegos, carreras y actuaciones teatrales; más allá, está la iglesia de Hagía Sophía, en la que podéis asistir a los oficios religiosos. Y ése es el Palacio Púrpura, en donde el emperador os concederá audiencia. El...
—Espero no estar aquí demasiado tiempo para tener que recurrir a tantas distracciones ni asistir a oficios religiosos. ¿Cuándo me recibirá Zenón?
—Ouá... pues, desde luego, se os comunicará con suficiente antelación para que os preparéis.
—¿Prepararme? ¿El qué tengo que preparar? Ya estoy preparado.
—Oukh, no, no creáis. Hay que observar ciertos formalismos. Se os comunicará por lo menos con un día de anticipación para que paséis la jornada en ayuno.
—¿En ayuno? No voy a recibir la Santa Comunión.
—Ejem. Luego, durante el día seréis conducido a la antecámara púrpura de presentación, en donde estarán expuestos vuestros regalos. Mientras os dirigís al trono, habréis de hacer tres respetuosos altos y cuando lleguéis ante el emperador no hace falta que os prosternéis, dada vuestra condición de embajador. Basta con que os arrodilléis y...
—¡Alto, eunuco! —exclamé enfurecido y grosero—. ¡No soy un humilde solicitante que viene a gimotear con halagos!
—¿Ah, no? —replicó él, imperturbable—. En mi larga experiencia como chambelán de palacio, he comprobado que todos los emisarios extranjeros acuden a presentar una declaración de guerra o a suplicar al emperador que conceda algo a alguien. ¿Habéis venido, pues, a declarar la guerra?
Tardé un instante en contestar, en parte porque estaba sofocado de rabia, y en parte porque había percibido la divertida mirada de Amalamena, recordándome que estaba allí para pedirle a Zenón que nos concediese una cosa. Myros aprovechó mi silencio para seguir con su cantinela:
—El emperador no os tendrá mucho tiempo arrodillado. Luego, le saludaréis en nombre de vuestro rey Teodorico y os cuidaréis de no llamar a ese rey «primo» o «hermano» del emperador. Todos los soberanos inferiores son hijos. El emperador os dará las gracias a vos y a Teodorico por los obsequios que habéis traído, y, a continuación, os dirá el día en que habéis de regresar al Palacio Púrpura para hablar del asunto que os trae. Sea el que fuere —concluyó el chambelán, bostezando en mis narices.
—Como parece ser que habéis estado espiándonos desde que iniciamos el viaje —dije sin poder contenerme—, debéis saber a qué he venido.
—Yo no lo he hecho y, por consiguiente, no lo sé —contestó Myros con exagerada indiferencia—. Nuestro katáskopoi dio con vuestro séquito por primera vez en el valle de las Rosas. Ni siquiera sé de dónde veníais.
—Pues lo diré todo a vuestro emperador a lo más tardar mañana. Es urgente. Me arrodillaré si eso complace a su vanidad, pero no esperaré. Ocúpate, eunuco, de que se me exima de formalismos y esperas.
—¡Es inaudito!
—Pues ya lo oyes. Y puedes anticiparle a Zenón una síntesis del mensaje que traigo. Teodorico ha tomado la ciudad de Singidunum a sus ocupantes sármatas, la tiene en su poder y está dispuesto a conservarla como plaza fuerte desde la cual lanzar incursiones contra el imperio occidental u oriental.
—¡No puede ser! —exclamó Myros, conteniendo un grito—. ¿Singidunum en manos de Teodorico? ¡Lo habríamos sabido!
—Pues vuestros espías y vuestros fuegos de pháros no lo saben todo, como ves. Bien, he venido a decir que Teodorico puede devolver esa ciudad clave al imperio. Al augusto Zenón o al menos que augusto Romulus; al emperador que ofrezca más y lo ofrezca antes. Ve, pues, a decírselo a Zenón. Y añade que espero ser recibido en audiencia mañana. ¡Vete!
—dicho lo cual crucé el patio, tirando de Velox, obligándole a apartarse para no ser pisado por el animal—. Y no te olvides, de camino —añadí volviéndome—, de enviarme ese iatrós Alektor de que me has hablado.
Entregué las riendas a Daila y le dije que fuese a organizar el campamento de los hombres en el patio. Mientras me dirigía con Amalamena al edificio, ella me miró con ojos de admiración, diciendo:
—Ya te advertí que no serías muy bien recibido, pero me parece que al menos sí que te recibirán. Has actuado maravillosamente, dando órdenes como un auténtico ostrogodo.
—Thags izvis. No habría habido necesidad de que lo exigiera —farfullé—. Ser mariscal de un rey constituye una credencial suficiente.
—Recuerda lo que escribió Aristóteles —replicó—: «La belleza personal es mucho mejor recomendación que cualquier carta introductoria.» Me, ne, no tuerzas el gesto. Eres un joven bien parecido —añadió riendo, pero no de mí—. Recuerda también la fama de estos griegos... y lo que les gustan los hombres guapos.
No me halagó que volviera a recordarme que me consideraba un auténtico varón y que luego bromease añadiendo que era la clase de hombre que gustaba a otros hombres. No obstante, la cita de Aristóteles me dio que pensar.
El oikonómos no había exagerado respecto al lujo de la residencia para huéspedes, ni tampoco en cuanto a la belleza y complacencia de las esclavas de Khazar. La princesa y Swandila y yo con mis arqueros nos dirigimos inmediatamente a los baños, y no sé cómo atenderían a las mujeres, pero a nosotros no sólo nos desvistieron voluptuosamente y nos untaron aceite, nos restregaron, nos bañaron, nos secaron y nos empolvaron las doncellas, sino que nos dispensaron tales miradas, parpadeos y hasta disimuladas cosquillas, que no cabía duda de que las esclavas de Khazar estaban dispuestas a prestarnos toda clase de servicios, y mis arqueros debieron aceptarlos después. Yo no. Supongo que había estado demasiado tiempo al lado de la pálida «luna de los ámalos» para que las muchachas de Khazar de pelo negro y piel oscura me atrajesen. Además, me maliciaba que eran katáskopoi y no quería que Myros y Zenón tuviesen informes relativos a mi sensualidad, carnalidad, pudibundez o detalles de mi persona.
Salí de las termas envuelto en toallas y me encontré con el médico Alektor que me esperaba. Era un hombre de nariz ganchuda y barba gris, que me miró cual si viera a través del lienzo, haciéndome sentir algo incómodo en su presencia. En cualquier caso, su presencia era prueba de que Myros había obedecido al menos una de mis órdenes, y el privilegio de llevar barba indicaba que se le atribuían dotes de sabio, por lo que consideré que sí que debía ser un médico eminente.
—¿El presbeutés Akantha? ¿Sois el paciente? —me dijo.
—Oukh, iatrós Alektor —contesté—, es mi real señora, la princesa Amalamena. ¿Puedo depositar en vos una confidencia?
—Soy griego natural de la isla de Kos —respondió, mirándome de arriba a abajo por encima de la nariz—. Igual que Hipócrates.
—Perdonadme, pues —repliqué—, pero es que yo tampoco debería saber lo que voy a deciros.
Le expliqué cuanto me había dicho el lekeis Frithila sobre el mal de Amalamena y el iatrós fue asintiendo solemnemente con la cabeza, atusándose la barba, y, tras darle ciertas intrucciones, le acompañé a los aposentos de las mujeres. Regresé al apodyterium de las termas a vestirme con ropa cómoda de interior y luego estuve paseando por la casa, admirando los aposentos.
Los suelos eran de delicado mosaico de piedra y algunas paredes de mosaico de vidrio aun más exquisito; otras estaban adornadas con tapices de escenas de batallas navales, temas bucólicos, mitos paganos y escenas del cristianismo; había otras muchas obras de arte y estatuas grandes y pequeñas —las estatuas abundaban por doquier— de personajes históricos, pero en su mayoría de dioses, héroes, sátiros, ninfas y seres por el estilo.
Aunque había sido Constantino quien había decretado el cristianismo como religión oficial del imperio romano, la capital homónima no cuenta con un santo patrón, sino con una deidad tutelar que es la diosa pagana Tykhé, que es como llaman a la Fortuna en griego. Y así, hay estatuas de ella por toda la urbe, del mismo modo que había varias en nuestro xenodokheíon, aunque estaban cristianizadas y todas ellas tenían una cruz en la frente. Pero había algo más en aquellas estatuas que me gustó. Los griegos solían representar a la Fortuna en forma de vieja enrojecida, gorda y fea, pero por orden de Constantino, desde su época, se la representaba como una joven beldad floreciente.
Estaba contemplando los regalos que Zenón había enviado para Teodorico —casi todos piedras preciosas, piezas de fina seda y otros artículos de fácil transporte— cuando entró Amalamena, con un extraño rubor y gesto de incomodo.
—¿Cómo te has atrevido a enviarme un lekeis? —me espetó—. Yo no lo he pedido.
—Soy responsable de tu bienestar, princesa, y de tu salud, por ende. Me complace que sus cuidados no hayan sido necesarios —dije—. El iatrós acaba de marcharse sin decirme nada —añadí, sin faltar a la verdad, pues que yo le había ordenado hacerlo así.
—Yo misma habría podido decirte que me encuentro bien —comentó más tranquila, y estoy seguro de que también ella había ordenado al médico que no dijera nada—. Ahora mismo tengo bastante apetito —añadió alegre.
—Estupendo. Te servirán buenos manjares —contesté yo, también alegre—. He ido a decir a los cocineros que dieran de comer a los hombres en el patio y puedo asegurarte que en la cocina todos están bien obesos, lo que siempre es indicio de buena alimentación. Princesa, ahí está el comedor; yo voy a ver si han acampado los hombres y me reúno contigo para nahtamats.
El iatrós, tal como yo le había indicado, me esperaba escondido en el patio, e inmediatamente me dijo, no sin preocupación:
—Si la princesa desea morir en su país, sea el que sea, más vale que no perdáis tiempo en conducirla allí.
—¿Tan pronto va a morir? —inquirí atónito.
—El escirro ha perforado los mésentenos, la carne y la piel y ahora ya es un feo apostema abierto. Me habéis dicho que traéis mandragora. Si queréis, puedo decir a los cocineros que se la sirvan en la comida sin que lo sepa.
Yo asentí anodadado y ordené a un soldado que andaba cerca que fuese a por el paquete de droga.
—¿No se puede hacer nada más? —inquirí.
El anciano Alektor miró a lo lejos, rascándose la barba antes de contestar con una respuesta indirecta.
—Hubo una época —musitó— en que creíamos en la existencia de diosas iguales a los dioses. En aquel entonces, también las mujeres mortales eran consideradas iguales a los varones; pero luego llegó el cristianismo, predicando que las mujeres son inferiores a los hombres y ordenándoles subordinarse al varón, convirtiéndolas en simple ganado tan bajo como el último de los esclavos.
—Es muy cierto —asentí, asombrado por el sesgo de la conversación—. ¿Y, entonces?
—Incluso una princesa hermosa e inteligente, hoy en día no es más que un adorno, una chuchería, destinada, en el mejor de los casos, a ser la esposa sumisa y modesta de algún príncipe, relegada a no hacer nada. Bien, vuestra princesa Amalamena, si tuviese una larga vida, ¿qué haría de ella?
Yo no acababa de entender por qué hablaba con abstracciones, pero opté por filosofar igual que él.
—Tampoco una llama hace nada —argüí—, sino quemarse hasta extinguirse, agonizando de dolor continuamente, quizá. No obstante, en ese proceso da luz y calor.
—Pero no queda nada de esa llama cuando se apaga —murmuró entristecido.
—Excusadme, venerable Alektor —dije, sin poder aguantarme más—, ¿por qué hablamos en enigmas?
—No sé qué misión os ha traído aquí, joven Akantha, pero la princesa parece ansiar que tengáis éxito en ella. Sugiero, y es la única prescripción que puedo sugerir, que la animéis a que os ayude a llevar a cabo la misión. A diferencia de otras mujeres, habrá realizado algo en esta vida —una sola cosa en su breve vida— que recordará y apreciará en la vida eterna. Nada más puedo deciros. Llevaré las mandragoras a la cocina y daré las debidas instrucciones. Que Tykhé os sonría a vos y a la princesa.
Procuré dar a mi rostro una expresión gozosa y fui a reunirme con Amalamena en el triclinium. Ya estaba grácilmente tumbada en una de las camillas, comiendo con apetito —no sé si lo fingía para no preocuparme— y tras ella tenía un servidor joven muy bien vestido, que la ayudaba a discernir los diversos platos raros de la mesa. Cuando me recliné en la camilla perpendicular a la suya, me dijo tan alegre como una niña que cena por primera vez fuera de casa:
—Toma, Thorn, pruébalo. Se llama carnero de marismas y es de un animal que ha pastado siempre algas. Es exquisito; y la salsa es de también de algas cocidas. Aj, mira, todos los panes llevan en relieve la inicial de Zenón.
—¿Para que no olvidemos a quién dar las gracias por la comida?
—Teniendo en cuenta que el pan suele ser el alimento más sencillo de una mesa, creo que es un adorno elegante. Le he preguntado a Seuthes cómo lo hacen —añadió, señalando al joven que tenía detrás de la camilla— y me ha dicho que el panadero marca la pieza de pan con un sello de madera antes de meterlo al horno. Aj, ¿has visto las maravillosas pinturas y tapices de esta casa? Seuthes dice que los hacen igual... impresos con bloques de madera de talla muy laboriosa, que mojan en distintos tintes y aplican sobre la tela uno tras otro...
Yo sonreí tolerante ante semejante locuacidad y cuando, finalmente, agotó sus elogios sobre la comida y la casa, pregunté distraídamente a Seuthes:
—¿Eres esclavo o sirviente? ¿Tiene título tu cargo?
—Ni lo uno ni lo otro, presbeutés —contestó un poco envarado—, pero sí que tengo un título. Soy el diermeneutés, el intérprete de palacio. Hablo todas las lenguas de Europa y varias de Asia, y haré de intérprete para vos, presbeutés, cuando tengáis audiencia con el basileús Zenón.
—Eúkharistó, Seuthes —dije, dándole las gracias—, pero no será necesario. Quedas exento de la tarea.
—Pero he de estar presente, pues sois un bárbaros —replicó, mirándome extrañado y ofendido.
—Lo sé. Pero ¿en qué me haría tu presencia menos bárbaro?
—Es que... un... un bárbaros, por definición, es una persona que no habla griego.
—También lo sé. Pero dime, intérprete, ¿en qué idioma estamos hablando ahora mismo?
—Está probado —replicó él tercamente, sin contestar a mi pregunta—, que los bárbaros no hablan griego.
—Toda sabiduría admitida no es necesariamente sabia, ni siquiera cierta; la prueba de ello es que entiendes lo que estoy diciendo y lo que dices. ¿Crees que Zenón no lo entenderá?
—Siempre ha sido necesaria mi presencia —replicó él, porfiando— cuando el baiseleús ha concedido audiencia a un bárbaros.
—Naí, estarás presente —añadí yo—, porque la princesa también asistirá y, como ella es una barbará, necesitará que le traduzcas lo que le diga a Zenón y él a ella.
—¿Lo que diga ella? —exclamó el joven, realmente asombrado.
Amalamena observaba cada vez con mayor interés, conforme la discusión subía de tono, por lo que dije:
—Intérprete, puedes comenzar tu cometido traduciendo a la princesa lo que hemos estado hablando.
Así lo hizo, y bastante bien, en el antiguo idioma. Amalamena, al oír lo que yo había propuesto, se mostró casi tan sorprendida como él. Sin embargo, Seuthes se lo había explicado apresuradamente, pues estaba deseando añadir para mí, en griego:
—¡Ella no puede estar en la audiencia! ¡En toda su historia, el imperio oriental jamás ha recibido la visita de un presbeutés que no sea de sexo masculino! ¡El baiseleús se sentiría insultado, ofendido, furioso, ante semejante pretensión de una mujer! ¡Es inaudito!
—Pues ya lo has oído. Y ya puedes retirarte —añadí en gótico— hasta que nos personemos ante Zenón en la sala de audiencia púrpura. Vete y aplaca tus sentimientos heridos.
Mientras salía, meneando la cabeza, Amalamena me miró con un aire entre risueño y agradecido. Sus ojos, últimamente mortecinos, volvían a brillar como fuegos de Géminis.
—Te doy las gracias —dijo— por la sorpresa del estupendo regalo de incluirme en tu séquito. Te acompañaré encantada al palacio púrpura. Pero, ¿por qué lo has decidido y exigido con tanto empeño?
Le contesté con una verdad a medias:
—Tú misma lo sugeriste, princesa, al citar a Aristóteles. Tu belleza nos servirá para conseguir grandes cosas juntos.