CAPÍTULO 6
—¿Les has mentido? Bien —dijo Thor con profunda indiferencia—. ¿Qué te preocupa?
—Que el Barrero se ha mostrado muy suspicaz ante las coincidencias que han concurrido en nuestro encuentro. Si él o cualquiera supiesen las verdaderas coincidencias que nos han unido...
—Increíbles, ja. Pero increíble eres tú, increíble soy yo. Deja, pues, que los ignorantes sean incrédulos. ¿Por qué vamos a preocuparnos de lo que otros piensen de nosotros? Y aún no me has dicho... qué piensas de mí. ¿No soy atractivo, deseable, irresistible?
Thor estaba tumbado desnudo en mi lecho, y ahora me sonreía provocador, estirándose voluptuosamente a la cálida luz del velón, mostrando un rostro y un cuerpo que yo habría elogiado, aclamado, exaltado, de no haber sido algo vergonzosamente inmodesto, pues rostro y cuerpo eran muy semejantes a los míos.
Sin dejar de sonreír ni de menearse, Thor musitó:
—En cierta ocasión oí a un sacerdote decir que las únicas personas irremediablemente crédulas son las que no creen en milagros.
Recordé la primera vez que había visto a Thor a lo lejos en el muelle de Durostorum, cuando mi embarcación se alejaba, y ya entonces, desde tal distancia, había columbrado no sé qué conocido en él. Thor era visigodo, dos años más joven que yo, y un dedo más bajo, pero de la misma contextura y delicada tez clara; no éramos idénticos de rostro como dos gemelos, porque él tenía la cara más triangular, de rasgos más marcados, pero a los dos se nos habría considerado excepcionalmente guapos, o hermosos. Los dos carecíamos de barba y el pelo de él era rubio claro como el mío y lo llevaba de una longitud apropiada para hombre o mujer indistintamente, y su voz era igualmente ambigua, dulce y ronca. La diferencia más evidente entre los dos, estando vestidos, era que él tenía los ojos azules y yo grises.
Desnudo...
—Mírame —dijo él, levantándose y acercándose.
—Te he estado mirando.
—Mírame más. Hemos tardado toda una vida en encontrarnos. Mírame y dime lo contento que estás de que te haya encontrado y de que tú me hayas conocido. Dime cómo anhelas poseerme... mientras te desvisto... así. Luego, te miraré, Thorn, y te diré cosas tiernas.
Salvo las veces que había visto mi imagen reflejada en agua o en un speculum, aunque, naturalmente, no entera, nunca había tenido ocasión de verme como un mannamavi enteramente desnudo. Durante nuestro anterior y breve encuentro, Thor me había dejado atónito enseñándome orgulloso exclusivamente lo que podríamos denominar esencial y yo, aunque con mayor reticencia, había hecho igual; así, los dos nos habíamos identificado mutuamente como dos mannamavjos.
Ahora, viéndole totalmente desnudo, pensé que aquellos senos puntiagudos eran un poco más llenos que los míos y que tenían un pezón y una aréola más grande, más oscura y femenina; su ombligo era un hoyuelo tan imperceptible como el mío, pero el triángulo púbico era más marcado y tenía más vello rizado. Las nalgas no podía compararlas, al no haber visto las mías, pero esperaba tenerlas tan duras, sedosas y redondas como él. El miembro viril de Thor, que en aquel momento estaba erecto como invitando a inspeccionarlo, era más corto y grueso que el mío —podría decirse que achaparrado y más parecido a la protuberancia genital de la mujer pero extraordinariamente desarrollada— y el fascinum se erguía más al frente que hacia arriba; detrás no había bolsa testicular, sino un abultamiento hendido, como el mío, y en aquel momento se entreabría en un mohín como una boca a punto de dar un beso...
Ya estaba yo también desnudo y, desde luego, mostrando iguales síntomas de excitación, pero Thor sólo miraba extasiado a mi garganta.
—Cuánto me agrada ver que tú también tienes el collar de Venus.
—¿El qué?
—¿Es que no sabías que lo tienes? ¿No te has fijado en el mío?
—No tengo nada; simplemente la carne erizada por la excitación. No sé qué es un collar de Venus.
—Ese pequeño pliegue que rodea tu garganta por aquí —dijo él, rozándomela con la punta del dedo y excitándome aún más—. Los hombres no lo tienen; sólo algunas mujeres, y, al menos nosotros dos, felices mannamajvos. No es una arruga, pues se advierte ya en el niño–niña pequeños mucho antes de que lo merezca.
—Merezca, ¿cómo?
—El collar de Venus es signo seguro de un prodigioso apetito sexual. ¿No has visto que hay mujeres que llevan una cinta en el cuello, ahí? Es para ocultar castamente esa señal —dijo riendo—, o para fingir que la tienen.
Aunque yo no había notado nuestros respectivos collares de Venus, no pude por menos de advertir una diferencia manifiesta en nuestros cuerpos. El mío sólo tenía pequeñas señales de infortunios pasados: la pequeña cicatriz qué me partía la ceja izquierda, infligida por el porrazo del campesino burgundio, y la cicatriz en media luna de mi antebrazo derecho, en donde Teodorico me había sangrado la mordedura de la serpiente; pero en la parte superior de la espalda de Thor, entre las escápulas, había una gran cicatriz blanca brillante y en relieve. Una cicatriz tan antigua debía ser de la infancia, tan grande como la palma de mi mano y no se debía a un accidente, pues tenía forma de «cruz gamada» con los brazos formando ángulo recto, símbolo del martillo de Thor girando. Me dolió tanto el verla como si hubiese notado la quemazón o el corte al practicarla en la tierna piel de Thor niño.
—¿Quién te hizo eso? —inquirí.
—El primer amante que tuve —contestó él, con la misma indiferencia por el amante y por la herida—. Era muy joven y poco fiel, y él era muy celoso y algo rencoroso. Y me marcó para humillarme.
—¿Pero por qué con el gammadion?
—Humor irónico, imagino —respondió Thor, encogiéndose de hombros—. Porque el martillo de Thor se hace girar sobre los recién casados para propiciar fidelidad. Pero yo procuro disfrutar de todo lo que me sale al paso. Esa cicatriz me sirvió al menos para darme la idea de adoptar el nombre de Thor.
—¿Y dices que tu nombre femenino es Genovefa? ¿Desde cuándo?
—Desde siempre, que recuerde. Me lo pusieron las monjas de pequeño en memoria de la esposa del gran guerrero visigodo Alareikhs.
—Interesante —dije yo—. A mí me pusieron los nombres al contrario: el masculino, Thorn, de niño, y después yo elegí el femenino de Veleda.
Thor me dirigió una sonrisa incitante y me hizo una caricia íntima.
—¿Estás nervioso, Thorn–Veleda, y por eso no paras de hablar? ¡Thorn, cuántas ganas tenía de que llegara la noche! Vamos, tumbémonos y demostremos que nuestros collares de Venus no son en vano.
Mientras nos echábamos en el lecho, dije con voz algo temblorosa:
—Yo me creía mundano y con experiencia, pero ésta es... la primera vez...
—Aj, también para mí. Y, vái, que yo sepa, debe ser la primera vez en la historia. Bien... esta primera vez... ¿quiénes seremos? ¿Vas a ser Thorn o Veleda? Y yo, ¿Thor o Genovefa? —Pues... de verdad que no sé cómo empezar...
—Abracémonos fuerte y comencemos por besarnos y ya veremos lo que sucede...
Llevábamos haciéndolo un breve rato, cuando a uno de los dos, he olvidado a quién, se le escapó la risa y musitó:
—Me cuesta abrazarte tan fuerte como quisiera.
—Ja, algo se interpone entre ambos.
—Dos cosas, en realidad.
—Quieren satisfacerse.
—Y mucho, ¿no es cierto?
—Tenemos que dar gusto a una de las dos.
—Ja, a ésta; la tuya.
—Ja... aaah...
Debo confesar, antes que nada, que cuando Thor y yo copulábamos, los habituales recuerdos de placeres ofrecidos por anteriores amantes comenzaban a desvanecerse y borrarse. Los placeres que hacía poco había estado saboreando con Swandila parecían insípidos en comparación con lo que saboreaba ahora. Y del mismo modo sucedía con las otras cópulas y parejas anteriores —Widemaro, Renata, Naranj, Dona, Deidamia y otras cuyo nombre he olvidado— e incluso con el persistente recuerdo de Gudinando.
A cualquier persona, sea de un sexo u otro, debe resultarle evidente que los medios físicos de mutuo estímulo y satisfacción que poseen dos mannamavjos no son muy numerosos pero sí capaces de variaciones y aplicaciones casi infinitas. Debe también resultarle evidente que esos placeres multifacéticos son de una duración casi infinita. Aunque nuestros órganos masculinos, igual que los de un varón normal, requieren intervalos de reposo y recuperación, las partes femeninas, igual que las de una mujer normal, pueden funcionar casi indefinidamente sin perder energía y capacidad de segregación y sensibilidad. Y puede que fuese, como había dicho Thor, que, por nuestros respectivos collares de Venus, ambos tuviésemos recursos femeninos más allá de lo corriente.
Lo que probablemente no resultará tan evidente es la intensidad de emoción, pasión, éxtasis, delirio y paroxismo que alcanzan dos mannamavjos en la unión sexual; apenas hago honor a la verdad diciendo que debe ser tres veces superior a la máxima sensación sentida —o imaginable— en la cópula entre hombre y mujer, hombre y hombre o mujer y mujer. En mis juegos con otras parejas, a veces me he dejado llevar por la fantasía, imaginándome a mí o a ambos encarnando a otra persona o a varias, pero Thor y yo lo éramos realmente.
Cada uno era, por su parte, física y anímicamente dos personas. Por consiguiente, en aquellos momentos de gozo, ambos compartíamos el arrebato de las otras tres.
—Ahora vamos a hacerlo de otro modo.
—Ja. Así, ¿quieres?
—Ja... aaah...
Hubo una cosa que me impidió gozar plenamente de aquella noche; una leve perplejidad que no se iba de mi mente. Desde que Swanilda había comentado la similitud de los nombres Thor y Thorn, había estado, cómo diría... ¿inquieto? ¿molesto? ¿excitado? ¿irritado?, cada vez que oía el nombre de Thor. Pero ¿por qué? Quizá fuese una premonición de lo que era realmente Thor, pero la perspectiva de descubrir que yo no era un caso único en el mundo no habría debido molestarme ni atemorizarme. Al fin y al cabo, desde la infancia, cuando supe cómo era, siempre había ansiado conocer a alguien como yo.
Luego ¿sería posible que tuviese la premonición de algo más? ¿De algo terrible que fuera a sucederles a Thor y a Thorn? Me cuesta creerlo; si había dos seres humanos destinados por la naturaleza a darse mutuo placer, destinados a fundirse, nadie mejor que Thor y Thorn. Y, desde luego, a Thor no le había turbado recelo alguno; cuando por primera vez le habían insinuado mi existencia —diciéndole que podía haber otro mannamavi contemporáneo en su mundo— él había salido ilusionado en busca mía.
Todo había sido obra de Widemaro, el emisario de la corte visigoda de Tolosa, porque en su visita a su primo Teodorico en Novae había tenido unas horas felices con una mujer de la ciudad llamada Veleda, y después un extraño encuentro con un herizogo llamado Thorn.
Las palabras con que Widemaro se había despedido de mí habían sido: «Lo pensaré... y lo recordaré...» Y es lo que había hecho, aunque, al parecer, nunca interpretó debidamente la relación entre Veleda y Thorn. En cualquier caso, tras un banquete en Tolosa, quizá en un momento de embriaguez, había hecho un comentario sobre las dos misteriosas personas que había conocido en Novae; quizá fuese una conjetura frivola o salaz sobre la naturaleza de esas dos personas, pero uno de los invitados, que oyó el comentario, había captado en seguida lo que a Widemaro se le escapaba. Y, a la mañana siguiente, Thor montaba a caballo para dirigirse a Novae, donde supo que yo había salido a cumplir una misión, me había encontrado y, finalmente, allí estábamos entrelazados.
—Vái —dijo con buen humor—, esa última contorsión me ha causado un calambre.
Me eché a reír.
—Debe ser a lo que se refiere el apóstol cuando dice que el espíritu es fuerte pero la carne débil.
—No tanto la carne, sino los músculos. Yo no soy tan atlético y resistente como tú que estás acostumbrado a vivir al aire libre. Descansemos un poco.
Mientras permanecíamos tumbados, levemente temblorosos por el ejercicio, le pregunté:
—Thor, ¿recuerdas qué es lo que dijo exactamente Widemaro?
—Ne, simplemente hizo una insinuación que no me daba certeza alguna. Mencionó a una tal Veleda que habría podido ser una mujer auténtica que engañaba a todos en Novae haciéndose pasar por un hombre llamado Thorn. Pero, no obstante, yo partí... lleno de esperanza...
—¿Y has hecho tan largo viaje, animado sólo por esperanzas? —inquirí yo, admirado.
—Y mira que me has hecho vagar. Yo siempre he vivido en la ciudad, me he criado muy delicado y no soy muy dado a la aventura ni me gustan las actividades rudas, viajar ni el campo.
—Si te disgusta viajar, ¿cómo es que tienes un caballo?
—No es mío. Lo he robado.
—¿Que lo has robado? —exclamé yo—. ¡Eso es un crimen grave! Te ahorcarán... te crucificarán...
—Sólo si incurro en la tontería de volver a Tolosa, que es donde lo robé —contestó él sin darle mucha importancia.
Yo no salía de mi asombro. Era la primera vez que oía a un delincuente confesar tan imprudentemente tan nefando crimen; cierto que yo tampoco había sido muy respetuoso con las leyes y había cometido pecados, pero nunca había hablado alegremente de mis transgresiones ni las había interiormente considerado tan a la ligera. A pesar de haber matado, no tenía sobre mi conciencia pesar tan vil como el de haber robado el caballo a un compatriota; una villanía que la ley y la tradición goda consideran un oprobio más reprensible que el asesinato. Y lo. que más me molestaba era que el malhechor en este caso, inconsciente y despreocupado por haber cometido tan grave inmoralidad, era la única persona en el mundo más parecida a mí en espíritu... mi gemelo... el compañero deparado por el destino... lo más parecido, en definitiva, a mí mismo.
Posiblemente, al ver mi consternación y desaprobación, Thor se levantó y se puso a pasear por el cuarto, abrió el armario en que yo había guardado la ropa de repuesto antes de viajar con Swanilda por el delta y, al ver mis prendas de Veleda, las sacó y se puso a examinarlas. Las cazoletas de bronce que había comprado en Haustaths parecían fascinarle; se las puso y, desnudo como estaba, se acercó a la jofaina con agua para ver cómo le sentaban, moviéndose hacia uno y otro lado. Yo ya había visto las ropas femeninas que él llevaba —incluida una faja de caderas como la mía para ocultar su miembro viril— por lo que no quise reprenderle por jugar tan descaradamente con mis pertenencias. Además, viendo aquella cicatriz del gammadion en su espalda, me sentía inclinado a la indulgencia; tal vez lo mal que le había tratado la vida de niño era el motivo por el que él no conservaba respeto por la propiedad ajena.
—¿Es que no piensas volver a Tolosa? —inquirí—. Supongo que, dado que asistes a banquetes de la corte, debes ser noble.
—Ojalá lo fuese. Soy, o era, cosmeta y tonstrix de la reina Ragna, esposa del rey Eurico —contestó él, sorprendiéndome otra vez.
—¿Qué? ¿Un varón cosmeta? ¿Una cosmeta que se llama Thor?
—Que se llama Genovefa. Y no varón. En mi Tolosa natal y en todas la tierras visigodas por las que he viajado acompañando a la reina, se me conoce y se me respeta como la hábil cosmeta Genovefa. Y me he esforzado por no manchar esa fama. Los pecadillos de Genovefa siempre se han realizado con discreción. Sólo cuando necesito satisfacer mis necesidades viriles me convierto en Thor, y en esos casos acudo a un lupanar en el que las mujeres preguntan poco a los hombres que las cubren.
—Interesante —volví a decir—. Yo también procuro proteger lo más posible mi identidad, sólo que al revés. Mi vida pública es de varón.
—Ya te he dicho que a mí me criaron en un ambiente delicado las monjas, y me enseñaron cosas propias de mujer, a coser, a limpiar, a guisar y el arte de aplicar cosméticos y teñir y rizar el cabello. Después, dejé el convento y me busqué por mí misma la vida.
—Y, mientras estuviste allí, ¿no hubo ninguna monja que notase... que... eras distinta?
—¿Qué saben las monjas de esas cosas? —replicó él, sonriendo con aire soñador—. Cuando era pequeño, me miraban compadecidas, pensando que era una pobre niña con una anormalidad lamentable pero que no me impedía. Cuando llegó la pubertad, descubrieron que la anormalidad era aprovechable. No sabrían cómo llamarla, pero todas la usaban a escondidas, desde la vieja priora a las novicias. Empero, mientras viví con ellas, siempre me consideraron una mujer rara. Y yo pensaba lo mismo.
—¿Y cómo supiste la verdad?
—A los catorce años, la priora me encontró trabajo de cosmeta con una dama de Tolosa, y el marido en seguida encontró otro empleo para la guapa muchacha que yo era. A él no le molestó descubrir mi... singular aparato genital, sino que le causó gran contento. Decía que era mi «rosa marchita» y que le seducía y le excitaba. No se imaginaba él que algún día mi aparato competiría con el suyo. Fue la señora, cuando un día en que nos bañábamos juntas, quien vio mi rosa y me enseñó a utilizarla como varón, al menos en aquel sentido.
Thor hizo una pausa y se encogió de hombros. —Aj, mi homónima la reina Genovefa, esposa de Alareikhs, fue también adúltera. Alterné mis servicios durante más de un año con amo y ama, y a veces con ambos en el breve plazo de la hora sexta. Ella sabía perfectamente que era la ninfa de su marido y nunca puso objeciones, pero cuando él me sorprendió jugando al sátiro con su esposa, se puso furioso y se echó a llorar. Luego, me marcó a fuego en la espalda y me echó de la casa.
—Bueno, esperemos que tus daños y escándalos y tus escabullidas sean cosa del pasado. Quizá a partir de ahora puedas dar satisfacción a tus necesidades sin esa cautela, sin tener que andar a la busca, sin extravíos.
—¿Quieres decir... contigo? —dijo él, dejando caer el vestido de Veleda que tenía en las manos y sonriéndome—. ¿Abiertamente contigo? —y acto seguido se volvió a tumbar a mi lado, acariciándome dulcemente—. ¿Quieres decir que ya me amas? ¿O es simple lujuria? Pero ¡aj, la lujuria ya es amor!
—¡Un momento, un momento! —repliqué con afecto—. Espera que te cuente todas las mentiras que les he dicho a mis amigos.
—¿Para qué?
—Para que no contradigas lo que les he contado de nuestro encuentro cuando hables con Meirus, Swanilda o Maggot.
—¿Y para qué tengo que hablarles?
—Porque todos están vinculados, de un modo u otro, a mi misión de compilar una historia de los godos.
—Yo esperaba que después de esta noche abandonases esa boba misión —dijo Thor, apartándose un poco.
—¿Abandonarla? ¡Me la ha encargado el rey!
—¿Y qué? Yo he dejado a una reina sin dar explicaciones ni excusas, sólo para encontrarte. Y es más que probable que la reina Ragna me haya echado alguna maldición —añadió con sorna, sin que parecieran importarle los maleficios—. Y sé perfectamente que, sin mis servicios, ahora debe tener aspecto de bruja.
—Me halaga que partieses a buscarme con tanta decisión, pero debo señalar que tú eras una cosmeta, y yo soy mariscal del rey.
—Aj, ja. Sólo una cosmeta —exclamó Thor, apartándose más aún—. La humilde doméstica te pide perdón, clarissimus. Tú eres muy superior a mí y debo plegarme a tus deseos.
—Vamos, vamos, no pretendía humillarte ni...
—Tienes la superioridad del rango, salo Thorn, pero sólo cuando lo ostentas con la insignia y la ropa. En este momento, en el lecho no veo más que dos mannamavjos, dos anormalidades, despreciadas por las gentes normales. Y ninguno de los dos es un ápice mejor, distinto o de mayor categoría que el otro.
—Cierto —dije yo algo tenso—, pero debes admitir que lo que tú abandones es muy inferior a un mariscalato.
—Vái, estamos regañando... como dos esposos cualquiera —replicó él, de nuevo afectuoso—. No hemos de hacer eso jamás. Tú y yo estamos unidos contra todos. Vamos... deja que te abrace...
Y al poco rato estábamos haciendo algo que sería anatómicamente imposible para dos seres humanos del sexo que fuesen; y la culminación del acto fue tan sublime y paradisíaca como sólo un mannamavi puede comprender, y sólo un mannamavi como Thor o como yo, que hubiera tenido la indescriptible buena suerte de encontrar y yacer con otro mannamavi.
Y aquí debo confesar algo más, pues, si no, muchos de mis ulteriores actos serían incomprensibles.
En honor a la verdad, antes de que concluyese la noche, estaba abyectamente entontecido; no es que me hubiese enamorado, ni siquiera me había vuelto loco por Thor como persona, sino que me hallaba aturdido y cautivado por la superabundancia de placer sexual que Thor me daba. Ni que decir tiene que yo nunca había padecido el paralizante vicio cristiano del pudor, absteniéndome de mis apetitos sensuales, y no me habían faltado ocasiones de satisfacerlos; pero, de pronto, era como alguien impulsado por la gula que, tras un largo período de severa dieta, se ve ante una mesa espléndidamente surtida —y no sólo con alimentos corrientes, sino con delicados manjares— y sacia sin freno su enorme glotonería. Viéndome esclavo de aquel vicio al exceso sexual, comprendí la esclavitud que liga al borracho al vino, y por qué el viejo ermitaño Galindo rehusaba toda compañía y comodidad salvo la que le procuraba su detestable humo de semillas. Cuando tras aquella indescriptible serie de excesos nos tumbamos con el cuerpo brillante de sudor, dije:
—Thor, ya que me has seguido hasta aquí, sabiendo que cumplía una misión, yo habría pensado que te unirías a mí en lugar de decirme que la abandonase.
—Detesto viajar y los inconvenientes de la vida al aire libre —repitió él—. Prefiero vivir tranquilo bajo techado. Para lograrlo —y contigo— no me importaría renunciar a las dudosas ventajas de mi doble identidad. No temo vivir conforme a lo que soy y enfrentarme alegremente a los inconvenientes que pueda acarrearme. ¿Por qué no te animas a hacer lo mismo, Thorn? En Novae me dijeron que tienes cierta fortuna y me enseñaron tu finca. ¿Por qué no volvemos los dos allí, vivimos tranquilos y felices alejados del mundo, sin importarnos lo que puedan pensar o decir?
—¡Liufs Guth! —exclamé—. He trabajado, he luchado, he matado por alcanzar el rango y la riqueza de un herizogo, y he trabajado, luchado y matado para mantener esa categoría. Si el rey Teodorico supiese que había hecho noble a un mannamavi, ¿crees que iba a seguir siendo herizogo, rico y dueño de tierras? Ne, no voy a renunciar a todo lo que poseo por simple desafío a la gente normal.
Se me ocurrió pensar que estaba hablando muy al modo cristiano, insistiendo machaconamente en ser bueno y hacer el bien para recibir recompensa por ese comportamiento. Y añadí:
—Teodorico y yo somos amigos desde antes de que él fuese rey, y yo le juré mis auths y él me nombró mariscal. El día en que nos conocimos, él me salvó la vida, sangrándome una mordedura de víbora; le debo más que simple lealtad de vasallo, le debo fidelidad de amigo. Además, con el privilegio de herizogo, acepté también responsabilidades. Y lo que es más, tengo que conservar mi dignidad. Acepté esta misión y la concluiré. Thor, puedes acompañarme o quedarte esperándome, como gustes.
Aunque pareciesen palabras firmes y autoritarias, en realidad no eran más que una cobarde evasión, pues omití una tercera alternativa: que Thor regresara a Tolosa o fuese a otro lugar y se olvidase de mí. Pero repito que estaba entontecido. En cualquier caso, aunque él no podía dejar de advertir que sólo había mencionado dos de las tres posibilidades, no dijo una sola palabra. Así, mientras yo aguardaba con ansiedad que dijese «Voy contigo» o «Te esperaré», hice otro comentario:
—Por cierto, mi compañera Swandila también era cosmeta. Primero de la princesa hermana de Teodorico y luego de...
Eso le hizo recuperar la palabra con vehemencia:
—¡ Vái, me pides fidelidad y constancia y tú viajas con esa ramera desde Novae!
—No te he pedido... —quise protestar.
—Dices que no necesito hacer nada a hurtadillas, ni andar buscando, y ¿quieres que a partir de ahora tenga que compartirte con ésa?
—Ne, ne, eso no sería justo para ninguno de los dos —repliqué, sin mucha convicción—. Pensando en que viajarías conmigo, ya he hablado con Swanilda... y le he dado a entender que tendré que renunciar a su compañía...
—¡Eso espero! ¿Y quién es ese Maggot que mencionas? ¿Tu concubino?
No pude por menos de echarme a reír, lo que deshizo el enfado del suspicaz Thor.
—¡Escucha! —añadí—. Razón tenías cuando dijiste antes que éramos iguales sin ropas y otras prendas. Si a partir de ahora hemos de ser pareja, te prometo no ser un marido o una esposa dominante, pero tú debes prometer lo mismo. Y ten en cuenta que soy yo quien cumple la misión, y llevaré en ella a quien decida y que, seamos pocos o muchos, cuando haya que tomar decisiones y dar órdenes, yo soy el que manda.
—¡Vái, vái, vái! —exclamó él, ya otra vez de buen humor—. ¿Otra riña? Thorn, ¿por qué buscas siempre reñir haciéndonos perder la noche? Hale, vamos a besarnos y hacemos otra vez...
—¿Tú crees, Thor? Si está a punto de amanecer...
—¿Y qué? Dormiremos cuando no nos queden fuerzas ni imaginación para hacer nada. Luego, sigues tu exploración... y, ja, claro, yo te acompaño. Pero el rastro de los godos lleva ahí siglos y puede esperar un poquito. Mis... deseos no pueden esperar tanto. ¿Y los tuyos, Thorn?
La verdad es que yo entonces no amaba a Thor, ni él a mí, pero también es muy cierto que estábamos los dos casi demencialmente obsesionados el uno por el otro desde el momento en que nos conocimos, cual si nos hubiera hecho un maleficio algún haliuruns o se tratara de una conjura de Dus, el skohl de la lascivia. Prueba de nuestro mutuo frenesí es que durante la cópula que siguió, uno de los dos musitó:
—¡Aj, cómo me gustaría tener un hijo tuyo...!
Y el otro contestó:
—¡Aj, cómo me gustaría darte un hijo...!
Pero no recuerdo quién dijo qué.
—¡Iésus Xristus!
No lo había dicho muy fuerte, pero me despertó y mi primer pensamiento fue que era la primera vez que oía a Swanilda utilizar el nombre de Jesús como exclamación. Mi segundo pensamiento fue de alivio al ver que Thor y yo estábamos fuertemente enlazados bajo las mantas, pues la luz daba en la ventana y Swandila nos había visto abrazados. Luego, oí el portazo y me apresuré a levantarme, mientras Thor se echaba a reír.
—Te vigila, ¿niu?
—Calla —gruñí, comenzando a vestirme torpemente.
—Bueno, si no sabía tu secreto, ahora ya lo sabe. Y conociendo a las mujeres, y bien que las conozco, ya verás cómo se lo cuenta a todo el que vea.
—No creo —balbucí—, pero debo asegurarme.
—No hay más que un medio eficaz para hacer callar a una mujer. Enterrarla.
—¿Quieres callarte? ¡Maldita sea! ¿Y mi otra bota?
Thor se levantó, rebuscó bajo el lecho y cruzó sonriente el cuarto para darme la bota. Aun en mi confuso estado de humillación, mala conciencia y angustia, no pude por menos de admirar la belleza de aquel cuerpo desnudo a la luz del sol matinal. Aunque fuese falta de galantería, tenía que admitir que Thor se movía con mucha más gracia que Swandila, pero torcí el gesto cuando se dio la vuelta, al ver la cicatriz del martillo de Thor.
—Voy a acompañar a Swandila a casa de Meirus —dije—. Tú quédate aquí, Thor. Vístete, desayuna y haz lo que quieras. Pero no te dejes ver. Dame tiempo para apaciguar a Swandila y enterarme de qué es lo que se ha figurado. Nos veremos más tarde en el almacén de Meirus.
Me volví, dispuesto a marchar, pero Thor me detuvo el tiempo suficiente para hacer el eterno gesto femenino de posesión, quitándome un hilo de la túnica antes de dejarme salir. Escapé a toda prisa del cuarto y de la posada, pensando que Swanilda se habría alejado a toda prisa, pero la vi paseando abatida de arriba a abajo delante de las caballerizas del pandokheíon. Al llegar junto a ella le dije lo primero que se me ocurrió:
—Swanilda, ¿has desayunado?
—Claro; es casi mediodía. Lo hice en casa de Meirus —contestó con aspereza, pero cuando volvió la cara, vi que la tenía llena de lágrimas.
Decidí no andarme con rodeos.
—Querida, tú misma me dijiste, antes de iniciar el viaje, que aceptabas que te dijese en cualquier momento: «Swanilda, basta.»
—Aj, querido Thorn —respondió, secándose las lágrimas—, me había hecho a la idea de tener que perderte por otra princesa como Amalamena, pero jamás imaginé que pudiera perderte por otro hombre.
Lancé un suspiro de alivio. Sí que estábamos bien tapados por las mantas, y Swanilda sólo creía saber lo que había visto.
—Ya te dije que Thor y yo teníamos mucho que hablar anoche, y, luego, nos venció el sueño y caímos rendidos —añadí.
—Uno en los brazos del otro. No disimules, Thorn. No te reprocho nada. Al fin y al cabo fui yo quien fue a buscarte. Lo único que me turba es que... es que creía conocerte bien —dijo, intentando reír y lanzando un sollozo—. Pero no era así.
No es que me complaciera mucho que nos tomase por un par de despreciables concacati, pero era preferible a que supiera y, quizá, fuese diciendo lo que realmente éramos.
—Siento que te hayas enterado, Swanilda. O que lo descubrieses de ese modo. Pero hay cosas de las que no eres consciente y que, si las supieras, no pensarías tan mal de mí.
—No pienso mal de ti —dijo con tono de sinceridad—. Te dejo con tus... tus preferencias, pero a ti no te dejaré. Prosigamos la misión.
—No, no vamos a hacerlo.
—¿Vas a abandonar la misión? —inquirió con gesto de incredulidad.
—Me, sólo tu compañía. Quiero que regreses a Novae.
—Aj, Thorn, cuando te dije que podías decirme «Swanilda basta» —añadió francamente apenada—, también te dije que a partir de ese momento sería tu humilde sierva; te ruego que me dejes ser eso al menos.
—Sería intolerable para ti —respondí, meneando la cabeza—, para mí, para todos. Tienes que comprender que es mejor cuanto antes.
—¡Thorn, te lo ruego! —exclamó profundamente desconsolada.
—Swanilda, no doy mucho crédito a los adivinos, pero puede que de vez en cuando acierten. Ayer, Meirus predijo que hoy dejarías de mirarme con cariño. Sugiero que lo hagas así.
—¡No puedo!
—Hazlo. Así nos separaremos más fácilmente, porque debemos hacerlo. Vamos, te acompaño a casa del judío. Estoy bastante ofuscado por falta de sueño y voy a rogarle que me dé un bocado y un vaso de vino que me despierte.
Meirus me recibió con un gruñido, ordenó a regañadientes a un criado que me trajese lo que pedía y, entre tanto, no dejaba de mirarnos a Swanilda y a mí; ella me había seguido sin decir nada, con paso desganado, y tampoco dijo nada al Barrero de lo que había visto en el pandokheíon, contentándose con decir que iba a coger su caballo para cargar en la hospedería las cosas que tenía en nuestra habitación. Así, fui yo quien dije al judío que la hacía regresar a Novae para que la expedición no fuese tan numerosa. Aquello pareció ensombrecerle aún más y quise levantar su ánimo, diciéndole:
—Mi ayudante Thor y yo hemos hablado del asunto que os interesa y, aquí entre nosotros, hemos decidido que Maggot nos acompañe y le llevaremos sano y salvo hasta la costa del Ámbar.
—Thags izei a los dos —farfulló Meirus.
Yo seguí comiendo y bebiendo tranquilamente hasta que él cedió en su malhumor y dijo:
— Thags izvis, saio Thorn. Espero buenas ganancias de esa empresa, y estoy seguro de que a Maghib le vendrá bien ver nuevos horizontes. Sólo espero que él y vuestro nuevo amigo Thor sean la mitad de buenos compañeros para vos como lo ha sido la joven Swanilda.
No me digné hacer comentarios y me levanté de la mesa.
—Vayamos a decirle a Maggot que se prepare para el viaje; y me gustaría examinar el caballo que le habéis prometido.
—Maghib está en el almacén esperándoos. Voy a decirle al criado que traiga varios caballos para que escojáis.
—Bien —dije—. Thor vendrá también aquí y tendréis ocasión de volver a veros.
—Biy yom sameakh.
—¿Cómo?
—«Gozoso día», he dicho —rezongó, desapareciendo por una puerta trasera mientras yo me dirigía a la principal.
Maggot estaba en la puerta del almacén, como si me aguardara con impaciencia, pero no noté que se alegrara al verme; sostenía las riendas del caballo de Swanilda, que estaba ensillado y cargado, por lo que imaginé que también ella debía estar allí dentro para decirnos adiós a todos.
—¡Hails, Maggot! Tengo buenas noticias para ti. Si aún tienes ganas de aventura, Thor y yo te invitamos a que nos acompañes.
No me dio las gracias con entusiasmo, ni dio saltos de alegría, sino simplemente dijo:
—La señora Swanilda...
—Sí, ya sé, le diremos adiós —dije.
—¿Lo sabéis? —inquirió él con una especie de chillido, abriendo mucho los ojos.
—¿Qué es lo que te pasa? —añadí.
—¿A mí? —replicó con una especie de balido, señalando hacia el interior del almacén.
Crucé el umbral sin hacerme idea de lo que sucedía, hasta que mis ojos se hicieron a la oscuridad y vi lo que quería decirme. De la alta viga de un rincón colgaba un enredo de arreos de cuero muy tensos porque del extremo inferior pendía por el cuello su pequeño cadáver.