CAPÍTULO 7

Saqué inmediatamente la espada, corté las correas y sostuve el cuerpo en mis brazos, pero vi en seguida que nada se podía hacer. Dejé con cuidado aquel cuerpo caliente sobre un fardo, y, medio para mí, medio para Maggot, dije:

—¿Cómo puede una persona pasar de un día soleado tan hermoso como el que hace afuera para entrar en un lugar tan maloliente como éste y hacer una cosa tan horrorosa?

—Debió pensar que lo aprobaríais —contestó.una voz ronca, y comprendí que Meirus había llegado allí—. Swanilda estaba siempre dispuesta a hacer lo que pudiera complaceros.

Había mucho de verdad en ello, y no pude contradecirle, por lo que me escudé en la ambigüedad, girando sobre mis talones y replicándole indignado:

—¿O no será que ha hecho sencillamente lo que predijisteis, Barrero? ¿A qué tratar de reprochármelo cuando habríais podido evitarlo?

—Yo sólo predije que cesaría de quereros —contestó el judío sin ceder un ápice—, pero no predije que sucedería... con un acto filial de cariño. O de abnegación. Os ha dejado, saio Thorn, pero ¿a cambio de qué?

—De su deber y su misión, quizá —se oyó decir a otra voz, dulce y profunda—. Un hombre con una misión que cumplir no tiene por qué arrastrar el peso inútil de una simple...

—¡Calla, Thor! —bramé, al tiempo que Meirus dirigía al recién llegado una hostil mirada.

Estuvimos un instante callados, mirando el pobre cadáver, y de nuevo dije para mí:

—La iba a enviar sola a Novae, y había olvidado que en cierta ocasión me había dicho que sin ama o amo estaba perdida y como huérfana. Supongo que es lo que la impulsó a... —alcé la vista y vi los ojos burlones de Thor clavados en mí, como desafiándome, y procuré poner cara de viril resignación.

—Bien, sea cual haya sido el motivo —dije con la mayor frialdad posible—, ojalá no lo hubiese hecho... —mi voz estaba a punto de quebrarse, por lo que me volví hacia el judío—. Como cristiana que era, ha pecado gravemente contra la voluntad de Dios; deberá ser enterrada sin sacerdote, ceremonia ni absolución; de un modo execrable, en tierra no bendecida y en tumba anónima.

—¡Tsephníwa! —exclamó Meirus con desprecio, y a mí me pareció un terrible vituperio—. Quizá desdeñéis el judaismo, mariscal, pero no es una religión tan fría y cruel como el cristianismo. Dejad a esa pobre muerta en mis manos, que yo me ocuparé de que sea enterrada con la compasión, decencia y dignidad que el cristianismo le niega.

—Os lo agradezco, buen Barrero —dije con auténtica sinceridad—. Si en algún modo puedo devolveros el favor, no es necesario que deis un caballo a Maggot. Si aún deseas acompañarnos —añadí, dirigiéndome al armenio—, puedes cogerla montura de Swanilda que ya está ensillada.

Maggot miró indeciso a Meirus, a Thor y a mí, hasta que su amo le dijo:

—Cógelo, Maghib. Ese caballo es mejor que ninguno de los que yo tengo.

El armenio hizo un gesto de aceptación resignada.

Luego, Meirus hizo algo que me extrañó, y preguntó a Thor en vez de a mí:

—Fráuja Thor, ¿queréis examinar este pergamino que he redactado y ver si está correcto? Es una acreditación a nombre de Maggot para que se ocupe de mis intereses en el comercio del ámbar.

Thor se apartó del pergamino que le ofrecían, algo ruborizado, pero en seguida recuperó la actitud que Meirus había llamado «arrogante» en repetidas ocasiones y contestó altanero:

—Nada sé del comercio del ámbar ni de escribanía; es decir, que nada sé de la monótona faena clerical de la lectura.

—¿Ah, sí? —gruñó Meirus, tendiéndome el rollo de pergamino—. Yo pensaba que la habilidad de la lectura era algo necesario en un emisario del rey Eurico que va a efectuar una compilación histórica.

Fingiendo indiferencia a aquel enfrentamiento, desenrollé el documento, lo examiné, asentí con la cabeza y me lo guardé en la túnica. Pero lo cierto es que estaba más turbado que lo que aparentaba el propio Thor, y, aunque no era augur como el Barrero, pensé que habría debido asegurarme de las dotes de mi «historiador ayudante» antes de haberle atribuido el cargo. Había dado por cierto que una persona tan bien hablada como Thor sabría leer; pero, claro, una cosmeta que oye constantemente las conversaciones de las damas de la corte adquiere fácilmente maneras cortesanas y cultivadas. Me limité a decir a Maggot:

—Tal vez puedas aprovechar algunas cosas del bagaje de Swanilda, como la piel de dormir y la capa invernal de viaje; no eres mucho más alto que ella. Además, hay algunos utensilios de cocina.

—Perdonad, fraúja, no sé guisar —respondió Maggot apocado.

—Pero Thor sí que sabe —añadí, malévolo, dando a entender que poco más sabía y viendo con satisfacción que contenía su indignación—. Thor nos hará los guisos durante el viaje —dije, dando mi primera orden.

Me incliné para dar a Swanilda un último beso, recibiendo otra mirada de indignación de Thor; pero lo que le besé fue la mano, porque el rostro de una persona que ha muerto ahorcada da repugnancia besarlo. Le di mi callado adiós, prometiéndome que si salía con bien del viaje y completaba la historia de los godos y la escribía para que otros la leyeran, se la dedicaría a ella.

Después de que Maggot hiciera un hatillo con sus cosas, salimos los tres de Noviodunum. No volví a dejar al armenio montar a Velox, y opté por que aprendiera a cabalgar sin estribos. Pensé, además, que como partíamos tarde y sólo cabalgaría media jornada, no estaría tan dolorido y se recuperaría por la noche para poder montar al día siguiente.

Como ya había visto de sobra las monótonas tierras herbosas del delta, me alegró que Maggot escogiera un camino que no iba directamente hacia el Norte y nos llevara remontando el curso del Danuvius hacia el Oeste; nos señaló que en un par de días encontraríamos un afluente procedente del Norte, el Pyretus, cuyo curso seguiríamos aguas arriba para viajar por un valle bien arbolado con un agradable paisaje verde y variedad de caza.

Advertí que, aunque Maggot montaba con torpeza digna de un saco de leña y no era capaz de mantener al caballo a paso uniforme, siempre se las arreglaba para cabalgar a mi lado, haciéndome ir entre él y Thor. Ese evidente recelo por el nuevo compañero me hizo pensar en Thor y lo poco que sabía de él.

Y ese poco que sabía no era muy halagüeño. Tenía conmigo a un villano insolente, arribista y egoísta, descarado al extremo de alardear de ignorancia y lo bastante presuntuoso para haber adoptado el nombre de un dios; un ladrón, carente de decencia, irrespetuoso para con la autoridad, la ley y las costumbres, que menospreciaba la propiedad, los derechos y los sentimientos de los demás; una persona de buen aspecto físico capaz de hacer amistad con cualquiera, pero de una manera tan poco airosa que infundía recelos. Me veía obligado a admitir que a nadie le gustaba aquella persona llamada Thor. ¿Podía, incluso, decir que a mí me gustaba?

Cual si me hubiese oído decir su nombre, Thor dijo con toda naturalidad:

—El nombre de deidad que llevo me ha resultado muy útil hasta ahora, pues parece que infunde temor a los demás. Ni me han atacado salteadores, ni me han robado, ni ha habido ningún posadero que intentara engañarme. Y supongo que será porque el temor que infunde me precede; ya te he dicho que yo procuro aprovecharlo todo al máximo. Quizá debiéramos enviar a Maggot por delante anunciando la llegada de Thor para evitarnos encuentros desagradables.

Yo me negué.

—Thor, he viajado mucho por este continente sin necesidad de esa salvaguarda. Creo que no es necesario, y así le ahorraremos a Maggot la humillación de hacer de esclavo nuestro.

Él dio un bufido con gesto ofendido, pero no insistió, y yo seguí entregado a mis pensamientos.

Su carácter resultaba repelente para los demás, yo incluido; no me atraía su personalidad, pero tenía que admitir que, aunque no me gustara su carácter, no iba a romper la relación con él. Y eso mismo era exponente de mi propio carácter. Como un borracho, o el viejo ermitaño Galindo —a quienes seguramente no gustaban el vino barato ni la detestable hierba, salvo por los efectos que producían— yo tampoco podía ya prescindir de Thor. Por muy de oropel que fuese la hermosura de Thor, por muy cuestionable que fuese su moral, la lujuria me tenía esclavizado a aquel Thor, como si no existiera nadie más en el mundo; incluso en aquel momento, me pesaba no haber enviado a Maggot por delante de nosotros, pues me resistía a perder una sola noche sin tener a Thor en mis brazos, pero no quería que Maggot viera ni oyese nada. Empero, pronto supe que a Thor no le inhibía recato alguno.

—Vái —dijo con desdén cuando nos detuvimos para acampar y yo le hice saber mis inhibiciones—, deja que se escandalicen los patanes; no es más que un armenio, y yo no renunciaría a mis placeres aunque fuese un obispo.

—Tú, ja —musité—, pero yo quiero seguir pasando desapercibido. No ignorarás lo que les gusta chismorrear a los armenios.

—Pues déjame que me disfrace. Mientras él se ocupa, apartado de aquí, de los caballos, me vestiré de Genovefa y vestiré así el resto del viaje. Le diremos que iba disfrazado de hombre por motivos de secreto de estado.

Me pareció una buena argucia y pensé que hasta era un gesto generoso, hasta que Thor añadió con sorna:

—Me asignaste la tarea de guisar; pues deja que me vista en consonancia y actúe tan servilmente como corresponde al inferior de un mariscal.

—Bueno —añadí en broma—, por la noche nos turnaremos en el papel.

Pero ninguno de los dos reímos la gracia, sintiéndonos avergonzados de la vulgaridad.

La argucia dio buen resultado y, cuando Maggot volvió con una brazada de leña para el fuego, no se sorprendió mucho al verme conversando con una joven en lugar de Thor. Dirigió una cortés inclinación de cabeza cuando le presenté a «Genovefa» y, si alguna duda le infundió la historia que le contamos, no la manifestó y se limitó a decir:

—Como no hemos cazado nada, pues no hemos visto ninguna pieza, os complacerá saber, fraúja Thorn y fráujin Genovefa, que tomé mis precauciones y me traje carne ahumada y pescado en salazón de la cocina de fraúja Meirus.

Los dos nos congratulamos y le dimos las gracias por su previsión, y Genovefa se entregó a la tarea del guiso con ganas, yendo al río con un puchero a por agua. Ni ella ni Maggot se mofaron ni dijeron nada de mí por no haber pensado en las provisiones como jefe de la expedición, pero yo me di cuenta de que aquella negligencia era un signo más de mi obnubilación, y decidí pensar menos en mi compañero y poner más atención en mis responsabilidades.

Una vez que dimos cuenta de la improvisada cena, después de que Genovefa limpiara con arena los utensilios y yo cubriera el fuego, nos dispusimos a extender las pieles de dormir y Maggot llevó la suya a una prudente distancia a la orilla del río, donde no nos veía; pero dudo que no nos oyera, pues Genovefa–Thor y Thorn–Veleda profirieron no pocos gritos alegres y estentóreos a lo largo de la noche.

Al día siguiente, y todos los días sucesivos —al menos durante las horas diurnas—, Thor siguió disfrazado de Genovefa, Maggot le hablaba tratándole de fráujin y yo le llamaba Genovefa; llegué a considerarle exclusivamente hembra —al menos durante las horas diurnas— y descubrí que tanto de pensamiento como de palabra le trataba como a una fémina. Hasta entonces, ni de palabra ni pensamiento había hecho la distinción entre «él», «ella» o «ello» ni utilizado pronombre con género alguno, porque no existe en el antiguo idioma —ni en latín, griego, ni, que yo sepa, en ninguna lengua— un pronombre aplicable a un mannamavi.

Como bien sabía por haber recorrido aquel tramo del Danuvius, el curso del río daba tantas revueltas y cambios, dividiéndose muchas veces en canales divergentes y flanqueado por tantas lagunas y marismas, que no habría reconocido el afluente al que nos encaminábamos de no haber sido por Maggot. Aunque era menos imponente que el ancho Danuvius, el Pyretus no dejaba de ser un río importante por el que circulaba un considerable tráfico de barcazas; a ratos se veían, a través de los bosques que lo bordean, buenas granjas y de vez en cuando un pueblo, a veces de respetable tamaño. Había mucha pesca y Maggot resultó ser diestro pescador; los bosques nos daban abundante caza y casi podía elegir la carne que deseaba para la cena.

Las tierras al norte del Danuvius se llamaban Antigua Dacia y todos los ciudadanos romanos que habitaban al sur del Danuvius las consideraban un vasto terreno salvaje y primitivo habitado por bárbaros; pero yo ya sabía que «bárbaros son todos los demás», por lo que no temía encontrarme con salvajes, y, de hecho, descubrí que la mayoría de los habitantes de aquellas tierras, aunque carecían de muchas de las comodidades y dones de la civilización, habían constituido islotes muy habitables en aquellas inmensidades, en los que vivían apaciblemente y contentos, produciendo lo que necesitaban. Aj, de vez en cuando nos tropezábamos con auténticos bárbaros, familias y tribus nómadas que vagaban de un lado a otro y vivían de la caza y la recolección; eran los descendientes de los llamados avaros y kutriguri, claramente afines a los hunos, pues eran de tez amarillenta, ojos hinchados, peludos, sucios y piojosos. Ninguno nos causó contratiempo alguno, salvo importunarnos pedigüeñeando, no dinero, sino sal, ropa o trozos de piel de las piezas de caza.

Las poblaciones por las que pasamos las habitaban una diversidad de gentes: eslovenos, godos de dos o tres linajes, o pueblos de otra ascendencia germánica; pero casi todos los pueblos eran de descendientes de los antiguos dacios, los indígenas de aquellas tierras, que ya llevaban mucho tiempo mezclados a los colonos romanos y a los legionarios retirados y ahora hablaban un latín corrompido pero comprensible y se llamaban rumanos. (Sus vecinos eslovenos y germánicos les daban el nombre peyorativo de wallaci, que significa «farfulleros».) En todas aquellas poblaciones, del tamaño que fuesen, había, naturalmente, un puñado de griegos, sirios y judíos, que siempre eran los más ricos, por dedicarse al comercio que discurría por el río Pyretus.

Nosotros nos deteníamos poco en los pueblos eslovenos porque, si disponían de algún lugar de alojamiento, éste no pasaba de ser un miserable krchma; las poblaciones germánicas siempre habían tenido gasts–razn pasables, y las rumanas solían contar con un aceptable hospitium (llamado «ospitun» en dialecto rumano) y a veces disponían de una rudimentaria casa de baños. Yo no habría pasado una sola noche en ninguna de aquellas posadas, pero Genovefa se empeñó en descansar cuanto más mejor de «los rigores de la vida al aire libre», y yo accedí a alquilar una habitación para los dos. Maggot, naturalmente, dormía en el establo con los caballos; y yo resistí firmemente los frecuentes intentos de Genovefa por que nos quedásemos sin hacer nada en semejantes lugares, por mucho que lo imploró con zalemas o —a semejanza de una auténtica Xantipa— organizase tremendas rabietas.

De todos modos, el tiempo que pasamos en gasts–razna y ospitune no fue del todo inútil, pues en varios sitios recogí datos para mi compilación histórica. Todas las hospederías, por supuesto, están situadas en caminos de mucho tránsito y, generalmente, existen desde el origen de dicha ruta y han estado en manos de la misma familia durante generaciones. Como el dueño de un establecimiento semejante nunca sale de él, y tiene poco en qué ocuparse aparte de sus tareas rutinarias, su único entretenimiento es escuchar lo que le cuentan los viajeros que se hospedan; él, a su vez, lo cuenta a otros, y a los hijos que le sucederán al frente del negocio. En consecuencia, estas personas saben muchas historias, chismes y anécdotas, algunas recientes, pero otras de tiempos pasados e incluso antiguas, que se han transmitido de padres a hijos y, a veces, de generación en generación. Y si a esos aburridos posaderos hay algo que les guste más que escuchar, es que les hablen, por lo que pude obtener fácilmente datos y recuerdos de todos los dueños de establecimientos, godos y rumanos.

No todo lo que me contaron puede considerarse estrictamente histórico, muchas cosas ni siquiera eran verosímiles y otras ya las conocía. Empero, a veces me cautivaba de tal modo la chachara de un posadero, que me sentaba con él junto al fuego del ospitum durante horas después del anochecer, hasta que Genovefa se inquietaba y se ponía picajosa e interrumpía al hombre, diciéndole:

—Esa historia nada tiene que ver con la investigación, y ya es más de medianoche. Thorn, vamos a dormir.

Y me veía obligado a zanjar la conversación. Pero no solía perder gran cosa con ello, porque Genovefa muchas veces tenía razón. Era cierto que muchos de aquellos narradores rumanos sólo contaban variantes de antiguas fábulas y mitos paganos. En un ospitun, el dueño me aseguró muy solemne: «Joven, si lleváis una vida virtuosa, al morir iréis a las islas Afortunadas o Avalonnis y allí viviréis la bienaventuranza. Pero está dispuesto que, pasado un tiempo, volváis a nacer encarnado en otro cuerpo. Naturalmente, nadie en su sano juicio dejaría las islas Afortunadas para hacerlo, por lo que os darán a beber el agua del olvido del río Leteo y así perderéis el recuerdo de la vida feliz del Avalonnis y os alegrará regresar a la tierra a sufrir las incontables tribulaciones de otra vida.»

—¡Avalonnis, bah! —farfulló un godo, dueño de un gasts–razn—. Eso es una corrupción romana, y rumana, del Walis–Halla godo, la «residencia de los elegidos» de Wotan. Y, como siguen creyendo los paganos, los walr elegidos son los guerreros que murieron valientemente en combate, que ascienden allá de la mano de las fieras pero hermosas doncellas llamadas waliskarja, «las encargadas de los muertos».

Yo ya conocía todo aquello, pero los posaderos godos me contaron otras cosas que no sabía, historias más pertinentes para mi recopilación histórica; me dijeron que cuando los godos abandonaron sus tierras de origen en la costa del Ámbar, fue el rey Filimer quien los condujo hacia el sur para encontrar una nueva patria en las bocas del Danuvius. Y me dijeron que fue el rey Amalo el Afortunado el creador del linaje amalo.

Me informaron también de costumbres y hábitos de aquellos primitivos godos.

—Antes de tener caballos y aprender a cabalgar —me dijo un anciano—, cuando aún cazaban a pie, nuestros antepasados mejoraron el venablo e inventaron la lanza giratoria. Los cazadores enrollaban una cuerda en espiral en el asta de la lanza, sin apretarla mucho, y asían la cuerda por el extremo, tiraban con todas sus fuerzas y la lanza salía impulsada de su mano por el movimiento de la cuerda y volaba más recta y con más fuerza hacia la presa.

—Luego —añadió otro anciano godo—, durante la larga migración, nuestros antepasados cruzaron las llanuras en las que llegaron a aprender los diversos usos del caballo y aprendieron a cabalgar. Y después ya cazaban y combatían a caballo, con espadas, lanzas y arcos. Pero también inventaron un arma que jamás conocieron los mejores jinetes del mundo: los hunos. Se trataba del sliuthr, una cuerda larga con un lazo corredizo en el extremo, que, a todo galope, un guerrero godo era capaz de lanzar a mucha distancia y apresar lo que persiguiera, animal, hombre o el caballo del enemigo, inmovilizándolo; y era la mejor de todas, un arma más silenciosa que la flecha, ideal para tender una emboscada a un jinete o tumbar a un centinela.

Y los godos, en su prolongada migración, adquirieron otras cosas además de armas.

—Aprendieron también las artes de los alanos y de los antiguos dacios y de la vieja cultura escita —me dijo una anciana—. Esos pueblos ahora están dispersos, en decadencia o se han extinguido, pero sus artes perduran en la mente y de la mano de los artesanos godos; nuestros orfebres saben doblar y entrelazar alambre de oro en preciosas filigranas, cincelar un dibujo en una hoja de metal y hacer dibujos con esmalte; engarzar piedras preciosas en plata y oro para hacer resaltar su brillo natural.

Pero, parece ser que la progresiva culturación y formación refinada de los godos no les hizo abandonar sus códigos de costumbres, muchas veces severos.

—Ningún rey godo ha impuesto jamás una ley a sus subditos —me dijo otro anciano—. Las únicas leyes godas son las concebidas en la antigüedad y aprobadas por la tradición; a quien se sorprende cometiendo un delito es culpable del mismo. Si mata a uno de su tribu sin motivo justificado, su castigo es morir a manos de la parentela del que ha matado o resarcirlos pagándoles un wairgulth satisfactorio. Por eso «culpa» y «deuda» son la misma palabra en el antiguo lenguaje. O si se comete un delito y no se atrapa al que lo ha cometido y sólo se le acusa de ello, lo mejor que puede hacer es demostrar su inocencia mediante una ordalía, aunque también puede recurrir a un juez y asegurar su inocencia con un número adecuado de lo que se llaman juramentados, que garantizan como testigos su probidad.

El anciano hizo una pausa y sonrió.

—Naturalmente, cualquiera que conozca a los jueces civilizados, difícilmente creerá en ese testimonio, porque se les puede comprar. Pero eso nunca sucedía con los jueces godos; el asiento que tenía en el tribunal estaba forrado con una piel humana, arrancada a otro juez que se hubiese dejado corromper. Y debía ser costumbre tan antigua, que esa piel estaba gastada y destrozada... porque los que le sucedieron no olvidaban el recordatorio y eran justos y honrados.

Como creo que he dejado claro, los dueños de los gasts–razna me dijeron cosas más útiles que los posaderos rumanos de los ospitune, pero tanto godos como rumanos coincidieron en una cosa, una advertencia. El primero en decírmela fue un rumano:

—Joven, tened cuidado de no saliros de la ruta que habéis seguido hasta ahora en dirección norte; o desviaros hacia el Oeste si acaso, pero en ningún caso os dirijáis al Este. A cierta distancia de aquí llegaréis al río Tyras: manteneos en su margen oeste, porque en la orilla este comienzan las llanuras de Sarmatia y en sus pinares acechan los terribles viramme.

—No entiendo la palabra rumana «viramne» —dije.

—En latín romano se diría «viragines».

—Aj, ja —dije—. Esas mujeres a las que los antiguos historiadores griegos llamaban amazonas. ¿Es que existen realmente?

—Si son o no las amazonas, no sabría decíroslo, pero puedo aseguraros que son una tribu de crueles mujeres guerreras.

Genovefa asistía a la conversación y preguntó, como cualquier mujer interesada en hacerse una idea de la posible competencia:

—¿Y son tan bellas como de ellas se dice?

—Tampoco puedo afirmarlo —contestó el rumano, abriendo las manos—. Yo nunca las he visto, ni sé de nadie que haya podido verlas.

—Entonces, ¿por qué tenerles miedo? —inquirí—. ¿Cómo sabéis siquiera dónde están?

—De vez en cuando, algún viajero se ha extraviado en sus tierras y tan sólo muy pocas veces alguno ha salvado la vida y ha podido contar historias espeluznantes de lo que le han hecho padecer. Yo no he hablado nunca con ninguno de esos supervivientes, pero sí que he oído los relatos. Y es bien sabido que un grupo de colonos rumanos que buscaban tierras para asentarse, en cierta ocasión se aventuró desesperado a cruzar el Tyras con idea de hallar un lugar en Sarmatia, y desde entonces no se ha vuelto a saber de ellos, ni siquiera los familiares que dejaron atrás.

—Vái, simples rumores —comentó Genovefa con desdén—. No hay pruebas.

—A mí me bastan los rumores —replicó el posadero, mirándola muy serio—, y me tiene sin cuidado que no haya pruebas. Si sois prudente, no os arriesguéis a constituiros en prueba.

—Sí que he oído relatos de esa tribu de viragos, pero en ninguno se da una explicación de cómo propagan la especie si sólo son mujeres.

—Se dice que abominan de todo acto sexual y de concebir hijos, pero lo hacen como un deber para que se mantenga la tribu. Por consiguiente, recurren a ciertos contactos con varones de otras tribus sármatas, los miserables kutriguri, quizá. Pero cuando dan a luz, a los hijos los dejan morir y sólo crían a las niñas. Por eso ningún rey ha enviado nunca fuerzas para exterminar a las viramne. ¿Qué guerreros irían voluntariamente a combatirlas? Si no mueren en la lucha, no les queda esperanzas de salvar la vida con un rescate. ¿Puede esperarse algo de unas mujeres que matan a sus propios hijos?

—¡Qué absurdo! —exclamó Genovefa airada—. ¿Por qué escuchas estas balgs–daddja que nada tienen que ver con nuestra indagación? Ya es muy tarde, Thorn. Vamos, retirémonos.

—Aquí tenemos un dicho —añadió el rumano, mirándola otra vez, molesto—. No es hombre honrado quien se quema la lengua en la mesa y no dice a los demás que la sopa abrasa. Y yo procuro ser honrado.

—De todos modos —añadí yo en broma—, me gustaría saber si esas viragines son hermosas.

Genovefa me dirigió una mirada provocativa y el rumano la miró a ella pensativo.

—La sopa más apetitosa puede abrasar —comentó el hombre.

Esa misma advertencia nos la hicieron los hospederos godos, quienes llamaban a las amazonas bagaqinons, «mujeres guerreras». Un día, me detuve incluso en un pueblo esloveno exclusivamente para preguntar si conocían allí la existencia de esa tribu de mujeres; la conocían y, por lo que pude entender, el vocablo esloveno con que se las describe es algo así como pozorzheni, que viene a significar «mujeres de cuidado». Y todos los que me hablaron de ellas me dijeron que vivían en las praderas al este del río Tyras, previniéndome solemnemente que no fuese allí.