CAPÍTULO 2
La segunda y última vez que me expulsaron de San Damián, marché del mismo modo que cuando me habían recluido en Santa Pelagia, en un estado mezcla de temor y entusiasmo pensando en las aventuras y vicisitudes que me aguardaban fuera del Circo de la Caverna. Nunca había salido del valle más que para ir a las aldeas y granjas más próximas en las tierras altas, y las pocas veces, siempre acompañado, cuando alguno de los hermanos me llevaba en el carro de la abadía para que le ayudase a cargar vituallas o provisiones. Ahora, ascendiendo por el Circo hacia la vasta llanura ondulada de lupa, aunque iba bien abrigado con mi piel de carnero y llevaba el águila en el hombro, me sentía casi desnudo frente a aquel crudo invierno e indefenso ante lo que pudiera acontecerme en adelante. En la abadía todo había sido previsible; pero ahora emprendía camino solo, un camino al descubierto, sin defensa e inacabable, en el que casi nada es previsible de un día para otro ni de uno a otro lugar.
Los dos o tres primeros pueblos que encontré en mi camino ya los conocía y me decían «el chico del monasterio», y, aunque los lugareños miraban el juika–bloth con gran sorpresa y curiosidad, pensarían que me habían enviado de San Damián a hacer algún encargo. Pero una vez que hube dejado atrás aquellos contornos y me hallé en terreno desconocido, no me faltaban motivos para temer posibles riesgos. Existía la posibilidad real de que me tropezase con alguien que me creyera un esclavo fugado y se apoderase de mí.
No llevaba certificado de manumisión, pues, como no había sido esclavo, no me lo habían dado; y no existe otro medio para demostrar que una persona es libre. Naturalmente, las personas mayores rara vez tienen que demostrar su condición de libertos, a menos que tengan cicatrices y callos del collar o de los grilletes de esclavos, o si, por desgracia, su físico coincide con el de un fugitivo reclamado, pero una persona joven que vaga sola por el campo, puede verse fácilmente acosada, y ser acusada y aprehendida como esclavo por alguien que quiera apropiársela; y por mucho que proteste e intente explicar por qué anda a solas, de poco le sirve, pues la palabra del adulto prevalece contra él, incluso ante un tribunal.
Los niños son presas muy codiciadas pues, aunque sean pequeños, vale la pena criarlos hasta que alcanzan la edad para trabajar. Pero yo ya tenía edad para ser útil y codiciado como esclavo, fuese chico o chica. Como he dicho, el ropaje que vestía era común a ambos sexos en los campos de aquellas tierras, pero, aunque hubiese llevado un letrero que dijese que era hombre o mujer, habría corrido peligro de que me apresaran. Si me apresaban creyéndome chico, me dedicarían a un trabajo penoso; si me consideraban chica, me asignarían trabajos menos pesados, pero sin duda también me obligarían a compartir el lecho de mi «nuevo» amo.
Así, siempre que avistaba a otro vagabundo, a alguien a caballo o con una recua de animales, me apartaba del camino y me escondía en algún seto o espesura a un lado, y siempre que llegaba a un pueblo, me desviaba una distancia prudencial y nunca pedía albergue ni comida en unas casas aisladas: aun en los momentos de peores nevadas, me las arreglaba para dormir bastante bien en los pajares o establos y me levantaba muy temprano antes que los labriegos comenzasen sus faenas. Me alimentaba recogiendo lo que podía y, además, me iba perfeccionando en el uso de la honda, aunque, a pesar de ello, lo más que conseguía era algún conejo o un pájaro. Mi rapaz cazaba mucho mejor, pero nunca tuve la extrema necesidad de compartir sus presas de serpientes, ratones y otros roedores. Poco había que coger en aquellos campos invernales en barbecho, salvo a veces algún nabo helado que había quedado en tierra, y debo confesar que, cuando no tenía más remedio, robaba huevos de los gallineros y, a veces, un pollo. En una de aquellas incursiones estuvo a punto de concluir drásticamente mi viaje.
Una mañana temprano, en una granja, mi juika–bloth alzó el vuelo para buscar algo que comer para desayunar y yo me introduje furtivamente en el gallinero. Estaba hurtando huevos calientes y recién puestos —y lo hacía tan rápido que las gallinas adormiladas a penas cloqueaban— cuando una manaza me agarró con fuerza por el hombro, me arrastró afuera a la débil luz del amanecer y me arrojó contra el duro suelo. El granjero, un hombrón rojo de cara y ojos como lo era de barba, me miraba furioso, enarbolando una gruesa estaca y vociferando:
—¡Sai! ¡Gafalfah thanna aiweino faihugairns thiufs!
Eso explicaba que estuviese levantado antes de la hora habitual entre la gente del campo. Exclamó: «¡Mira! ¡He atrapado al pertinaz ladrón!» Era evidente que otro antes que yo saqueaba constantemente el gallinero, y el hombre estaba a la espera, y es muy probable que el supuesto ladrón fuese un zorro o una comadreja, pero de nada me serviría sugerírselo, pues había prendido a un ratero humano y el hombre seguía hablándome de la paliza brutal que iba a darme antes de encadenarme como a un esclavo. Me golpeó en las costillas con la porra antes de que yo pudiera gritar «¡Juika–bloth!», tratando de ponerme en pie mientras el águila regresaba, y me largó otro porrazo, éste en la cara.
Cuando batió las alas interponiéndose entre mi agresor y yo y posándose en mi hombro, mirando sorprendida al rústico, el hombre abrió unos ojos enormes y se quedó con la estaca en el aire; el águila, naturalmente, no sentía animosidad hacia el desconocido, pero un rapaz no necesita mirar con dureza a una persona para parecer amenazadora. El granjero retrocedió, balbuciendo atónito «Unhultha skohl...», mientras yo, sin esperar a que recuperase la razón salía corriendo a tal velocidad que adelanté al águila, que tuvo que recuperar terreno para alcanzarme. Lo cual debió asustar más aún al hombre, puesto que no nos persiguió, aunque, probablemente, toda su vida alardearía ante otros de haber combatido en su corral contra un «sucio demonio» y su alado espíritu maligno.
Hasta que no estuve bien lejos de la granja y a buen abrigo en unos matorrales, no me entretuve en restañarme la sangre que bañaba mi rostro. Y sólo en ese momento noté el dolor de las costillas; era un dolor atroz, y también sentía algo húmedo, que supuse sería sangre. Pero no. Era que, conforme robaba los huevos, me los había ido guardando dentro de la túnica, por encima del cinturón de cuerda, y se habían roto con el porrazo que me había arreado el hombre. Tenía la ropa hecha una pena, pero logré recoger bastante de aquella tortilla involuntaria para paliar algo mi hambre. Las costillas estuvieron doliéndome varios días y si alguna estaba rota, debió soldarse sola.
Y más me estuvo doliendo la cara; la tenía hinchada y amoratada, pero la hemorragia, aunque copiosa, era sólo de un pequeño corte que pronto encarnó y sólo me quedó una leve cicatriz clara, dividiéndome la ceja izquierda. Más tarde, cuando hacía de hombre, la gente suponía que aquella cicatriz era un honroso recuerdo de algún combate, y cuando hacía de mujer, comentaban que aquella ceja partida añadía interés a mi belleza.
Poco después de aquel incidente, el camino me llevó cerca del río Dubis y por primera vez en muchos días pude lavarme bien. El agua estaba helada —tuve que romper la capa de hielo de la orilla— pero me ayudó a entumecer el dolor de las costillas y a rebajar la hinchazón de la cara. También pude complementar mi dieta con pescado, evitándome el tener que robar en los gallineros a partir de entonces. A pesar de que Deidamia me había contado la manera repugnante en que algunas sacerdotisas utilizaban los pececillos, mi hambre superó todos los escrúpulos.
Había muchas viñas en las orillas del Dubis y, naturalmente, en invierno no tenían uvas, pero me fueron útiles en cualquier caso, porque cogí varios trozos del bramante con que estaban atadas a las estacas y con ellos hice un sedal, y para anzuelo me serví de unos zarcillos de espino. El espino es una madera muy dura y, como no tenía cuchillo, hice que el águila me cortara las ramitas con su potente pico. Me costó mucho implorarla y animarla, y muchos intentos fallidos para hacerla comprender lo que quería, pero una vez que captó la idea, se dedicó a cortar más ramas de espino de las que necesitaba. Y fue el ave quien me procuró también el cebo, pues empleé un trozo de ratón que había capturado. En recompensa, la di el primer pez que pesqué. Durante varios días, cada vez que el juika–bloth volvía de una incursión, seguía trayéndome un ramito de espino. Creo que debió pensar que yo quería hacer un nido.
A partir de entonces, y mientras anduve por la ribera del Dubis, capturé más peces, entre ellos una trucha y una locha. (Mis rudimentarios anzuelos y sedal carecían de consistencia para cobrar peces más grandes como los lucios.) Como casi todos los días pasaban un par de barcazas cargadas de sal o madera, corriente abajo hacia la importante encrucijada de Lugdunum, me veía obligado a esconderme igual que hacía con los que pasaban por el camino, pues los barqueros me habrían capturado con la misma codicia para utilizarme como esclavo. Por eso, casi siempre pescaba de noche y me resultaba más fácil; hacía una antorcha con maleza y la luz atraía a los peces a la orilla.
Mi ruta hacia el Noreste era cuesta arriba, pero tan suave que no lo habría notado de no ser porque el Dubis se iba encajonando entre riberas más altas cada vez. Finalmente llegué a la brusca curva del río, la que rodea la montaña en que se asienta la ciudad de Vesontio, haciendo un círculo casi completo en torno a ella y formando una península en cuya cúspide se eleva la catedral. Por eso la impresionante masa de ladrillo rojo de la basílica de San Juan era lo primero que se veía de lejos.
Durante dos o tres millas antes de cruzar la puerta de la ciudad, el camino estaba pavimentado con dos hileras paralelas de adoquines para que los vehículos de ruedas no se hundiesen en el barro en la estación de las lluvias; entre esas dos hileras había tierra para no desgastar los cascos de las caballerías y bueyes. Como en Vesontio había mucho tráfico de entrada y salida —gente a pie o a caballo, y carros o carretas llenas de diversas mercancías— me animé a dejar la orilla del río e incorporarme a la multitud sin llamar la atención. Ni el águila encaramada en mi hombro suscitaba apenas miradas, ya que entre los viajeros abundaban los buhoneros y algunos llevaban jaulas de mimbre con ruiseñores y otros pájaros cantores, y me imagino que pensarían que yo era otro vendedor de aves exóticas.
Hay quien no soporta las ciudades y la vida en ellas, pero yo no soy de ésos, y probablemente es por ello por lo que la primera ciudad que conocí, Vesontio, me resultó un lugar tan agradable. Desde lo alto de la península, los habitantes gozan de una espléndida vista de la gran curva del Dubis y de las colinas de los alrededores; bordean las riberas del río numerosos muelles de los que zarpan y a los que llegan constantemente barcazas de mercancías, y todo el frente circular de la ciudad que da al río es un amplio paseo pavimentado muy concurrido en verano. Vesontio es una ciudad limpia y tranquila en la que hay pocos humos y pestilencias, y nada de colores o tintes en las aguas, ni estruendo de herrerías y talleres como sucede en ciudades en que hacen telas y las tiñen, curten cueros, cortan piedras o trabajan los metales. Vesontio importa todo eso y lo paga con sus exportaciones de sal limpia de unas minas próximas y fragante madera de los bosques que la circundan. Otro comercio importante de la ciudad es el albergue, alimentación y entretenimiento de las hordas de visitantes veraniegos del imperio occidental, que acuden a buscar la salud y el rejuvenecimiento en unos elegantes balnearios con aguas minerales y térmicas que hay en el Paluster, a las afueras de la ciudad, en la otra orilla del Dubis, y que a Vesontio le procuran sus buenos ingresos.
El puente de piedra que cruza el río de Vesontio a Paluster fue el primer puente que veía en mi vida, y al principio, me quedé pasmado de que fuese posible hacer que la piedra se sostuviese sobre el agua; pero luego comprendí que sus gruesos pilares entraban en la corriente y se hundían a mayor profundidad en el lecho. Otras muchas cosas vi por primera vez en Vesontio. Hay un gran arco triunfal sobre el camino al entrar en la ciudad, construido por el emperador Marco Aurelio, por lo que está muy viejo y castigado por los elementos, pero aún se distinguen los relieves esculpidos conmemorando las victorias del emperador. Y hay un anfiteatro tan inmenso, que a mí me pareció —bueno, la primera vez que lo vi— tan grande como el Circo de la Cueva. Claro que no lo es, pero en sus altísimas gradas de piedra se acomodan los habitantes de aquel valle, multiplicados por veinte.
Los magníficos edificios de mármol que alojaban los baños sólo los vi desde fuera, pues su uso es un lujo que hay que pagar y yo no tenía dinero para eso; pero entré en la catedral y fue la primera vez que veía una iglesia que no fuera la de San Damián. En la basílica de San Juan habrían cabido una veintena o más de iglesias como la de la abadía, y estaba espléndidamente decorada con murales de mosaico con escenas y personajes bíblicos.
No obstante, la novedad que más me impresionó en Vesontio fue que sus habitantes vestían distinto; no distinto a la gente del campo, sino diferente según fuesen hombres o mujeres, chicos o chicas tan jóvenes como yo. Existía una notable variación en el vestir entre los de un mismo sexo, pero en general las mujeres llevaban faldas hasta los tobillos y vestidos con muchos bordados, y las que no iban con tocas —ufanas de sus hermosas trenzas— llevaban vistosos pañuelos anudados a la cabeza. Los hombres lucían túnicas cortas con cinturón de cuero y, debajo, unas faldillas que les llegaban a la rodilla; los pantalones los llevaban envueltos a partir de la rodilla con tiras de cuero cruzadas. Casi todos iban con la cabeza descubierta, aunque algunos se tocaban con gorros de cuero de diversas hechuras.
Se notaba la riqueza o la condición social de los hombres y las mujeres por las telas de sus vestidos —las ostentosas y suntuosas lanas de Bélica y Mutina y los finos linos de Camaracum— y por el número y calidad de los adornos que lucían. Los hombres ricos llevaban una fíbula en el hombro derecho y las mujeres ricas, en ambos hombros. Gran parte de aquellas alhajas era de oro con piedras preciosas, granates, rubíes o diamantes. Por supuesto, como era invierno, casi todos se abrigaban con mantos o capas de pieles.
Apenas contaba con dinero para comprarme ropa, y había muchos campesinos que entraban y salían de la ciudad entre los que yo pasaba desapercibido con mi casaca y calzones de piel de cordero, pero pensé que, en realidad, me convendría adquirir nuevas ropas de hombre o de mujer, según me conviniese. Cierto que había otra cosa que necesitaba aún más que la ropa, como había aprendido por experiencia en el camino y en el río: un cuchillo.
Aquel primer día en Vesontio hallé una cuchillería, pero no entré. Esperé al mediodía a que llegase una mujer que sustituyó al tendero; era evidente que se trataba de su esposa que le acababa de decir que tenía el prandium preparado; fue en ese momento cuando entré y me puse a examinar los cuchillos que vendían. Las mejores hojas del mundo son las forjadas y templadas en los talleres de los godos, pero son muy caras. De entre los modelos de menor calidad elegí un cuchillo que me pareció el mejor y regateé el precio con la mujer. Cuando llegamos a un acuerdo, le di el solidus de plata, que ella cogió en seguida, mirándome con recelo, pero yo tenía el águila en el hombro y el animal la miró con mayor frialdad de la que yo habría sido capaz, y la mujer se amedrentó, me dio el cuchillo y el cambio del solidus y me dejó marchar tranquilo.
Por eso había aguardado a que se ausentase el marido, pues quizá a él no le hubiese impresionado tanto el juika–bloth y habría podido llamar a alguna patrulla de guardias para que me interrogase y me confiscase la pieza de plata o incluso me arrestase. Claro que un solidus de plata vale dieciséis veces menos que uno de oro, pero, no obstante, era una moneda muy valiosa en manos de un joven campesino sucio, y tal vez habrían pensado que no sólo era un esclavo fugitivo sino, además, ladrón.
Como había cohortes de vigilancia patrullando en Vesontio durante todas las horas del día y de la noche, no me arriesgué a robar nada para comer ni a buscar un escondrijo donde dormir. Me había gastado en el cuchillo la mitad del solidus, pero la compra me había dejado en la bolsa un buen número de denarios y sestercios tintineantes, y, como ahora, en invierno, las diversas gasts–razna y hospitium para viajeros y visitantes veraniegos estaban casi vacíos, y los precios de cama y comida eran considerablemente reducidos, pude encontrar una de las casas de huéspedes más baratas, una choza con una sola habitación que alquilaba una viuda tan ciega, que no hizo ningún comentario sobre mis aspecto ni sobre mi compañera, el águila. Estuve allí dos o tres días, durmiendo en un catre no más blando ni seco que la orilla del río en la que había dormido en los últimos días, y comiendo unas simples gachas, que era lo único que la anciana podía guisar con su escasa vista. Entretanto, me dediqué a recorrer los barrios más humildes de la ciudad, buscando ropa al alcance de mis posibilidades.
Había muchas tenduchas, todas de judíos viejos, que vendían ropa usada de gente de las clases altas. En una de ellas, después de mucho regatear con el encorvado y viejo dueño, que no paraba de retorcerse las manos, adquirí un vestido de mujer muy usado y descolorido, pero aceptable todavía, y mientras el judío hacía con él un bulto, murmurando que no ganaba ni un simple sestercio en la trasacción, cogí y escondí en la casaca una pañoleta de mujer. En otra tienda compré una túnica de cuero de hombre, gastada y arrugada y unos pantalones de basta lana de Liguria, no muy raídos, que terminaban en unos gruesos mitones para los pies. Y, también allí, mientras el judío hacía un paquete y lo ataba, hurté un gorro de cuero. Ahora me avergüenza pensar que robé a aquellos tenderos que eran casi tan pobres como yo, pero era joven y sin experiencia y mi actitud era la general en aquellos tiempos, es decir, que ni siquiera las cohortes de vigilancia representantes de la ley me habrían recriminado por robar a un judío.
El poco dinero que me quedaba después de las compras lo gasté en una buena ristra de salchichas ahumadas que me durase bastante, y mi última tarde en Vesontio puse a prueba mis dos identidades para ver qué efecto causaban en los demás. Primero, en la habitación alquilada, me puse la casaca de cuero encima de la túnica y enfundé los pantalones remetiéndome la faldilla de la túnica, calzándome las botas encima de los mitones y tocándome con el gorro de cuero. Dejé al juika–bloth en la habitación, y echándome la piel de borrego indolentemente por los hombros, me fui al paseo del río en donde estaban las prostitutas y me di una vuelta con andares masculinos; las mujeres pintadas que había en portales y ventanas se abrían los gruesos mantos de pieles para enseñarme el cuerpo y me llamaban con diversos reclamos entre silbidos, diciéndome «¡Hiri, aggilus, du badi!», y algunas hasta salieron a la calle para intentar arrastrarme a sus tugurios. Yo les respondí con una viril sonrisa fría y distante y seguí andando, muy complacido de que me hubieran abordado.
Regresé a la habitación y me cambié de ropa; me quité todo menos las calzas hasta las caderas, me puse el vestido, me anudé el pañuelo a la cabeza y me calcé las sandalias en vez de las botas. Volví a echarme la piel de cordero por encima y me encaminé de nuevo al paseo del río, caminando con paso femenino. Las prostitutas que antes me habían gritado «¡Ángel, vente aquí, a la cama!», ahora me miraban adustas, se mantenían tapadas con las pieles, hacían gestos con sorna y desdén y hubo alguna que me gritó despectiva «¡Huarboza, horina, uh big daúr izwar!» —«¡Camina, puta, a ver si encuentras algo!»—. Como no llevaba joyas ni pintura, me tomaron por una mujer de baja condición, una intrusa que podía hacerles la competencia. Les dirigí una sonrisa cálida y compasiva muy femenina y seguí mi camino, muy complacida de que me hubiesen considerado lo bastante femenina para creerme prostituta.
Así pues, me quedé satisfecho de saber que podía vestirme de acuerdo con mis dos naturalezas y engañar a la gente. Por más solo que estuviera en el mundo, por más que no tuviese amigos, fuese pobre, me hallara indefenso y el futuro fuera incierto, al menos —como los seres salvajes— podía fingir y adoptar las formas y colores de mi entorno y pasar desapercibido y conseguir que creyesen que era un ser humano normal. Me sentía tan animado, que me prometí que, si vivía lo bastante, algún día me vestiría y me adornaría como hombre y como mujer de la clase más alta.
Pero pensé que, como me disponía a continuar mi viaje a campo través, no tenía necesidad de ser varón ni hembra. Así, me puse los pantalones masculinos sobre el vestido para ir mejor abrigado, y con la cabeza descubierta sin pañoleta ni gorro, y con mi túnica, mi piel de cordero y mis botas, volví a ser un rústico de sexo indeterminado. Me metí la funda del cuchillo en el cíngulo, guardé las salchichas y las demás compras en el hatillo, subí al juika–bloth al hombro y salí de Vesontio.