CAPÍTULO 6
La noticia debió difundirse aquella misma noche por toda la ciudad y fuera de ella. A la mañana siguiente, cuando Wyrd y yo llegamos al anfiteatro —yo volvía a ser Thorn, por cierto— toda la población de Constantia y alrededores se hallaba congregada ante las puertas, ansiosa por adquirir las tesserae de arcilla para entrar.
La Iglesia ya hacía tiempo que había abominado las competiciones de gladiadores, prohibidas por los emperadores cristianos, aunque puede que en provincias remotas se organizaran tales pugilatos, pero en Roma no se celebraban ya oficalmente desde cincuenta años antes de que yo naciera, y el combate de aquel día no se hacía con la espada gladius ni ninguna de las armas tradicionales —tridente, maza o red—, sino con la porra. Empero, prometía ser un enfrentamiento a muerte y eso constituía un acontecimiento sin precedentes que atrajo a una multitud que llenó el anfiteatro.
La muchedumbre la formaban no sólo pescadores, artesanos, campesinos y otras clases de villanos que suelen presenciar los juegos y deportes del circo; también mercaderes, tratantes y tenderos de la ciudad —que ni siquiera por la muerte de un emperador famoso habrían abandonado sus asuntos— habían cerrado aquel día sus establecimientos, o los habían dejado al cuidado de empleados o esclavos para ver el espectáculo. No faltaron tampoco los viajeros de paso, enterados del evento.
Mucho antes de que se iniciara el combate, creo que ya estaban llenos todos los asientos en los cuneus y maenianum del anfiteatro; como de costumbre, los villanos ocupaban la tribuna superior, pero Wyrd pagó un buen precio por una tesserae que nos daba derecho a asientos numerados en la segunda grada, generalmente accesible sólo a los nobles y los ricos. En la grada baja, a nivel de la pista, reservada para magistrados y otros dignatarios, el podium central lo ocupaban el dux Latobrigex, su señora Robeya y el prelado Tiburnius, los tres suntuosa y casi festivamente ataviados. El dux mostraba un rostro inexpresivo como la noche anterior, pero su esposa irradiaba por así decir una cólera infinita, y el sacerdote parecía tan distanciado como si fuese a asistir a una representación de la Pasión a cargo de un grupo de devotos actores.
Me volví hacia Wyrd y le dije:
—Fráuja, de todo el dinero que hemos ganado y guardado, me juego mi parte entera contra la tuya a que vence Gudinando.
—Por Laverna, diosa de los ladrones, traidores y fugitivos —contestó con una de sus carcajadas sarcásticas— ¿pretendes que me ponga de parte de ese cerdo de Jaerius? ¡Absurdo! pero, aj, nunca he podido resistir en un circo apostar por alguien. Apostaré mi mitad de las ganancias contra tu mitad, pero a favor de Gudinando.
—¿Cómo? Eso sería aún más absurdo, sería una deslealtad...
Pero no pude concluir mi protesta porque sonó una trompeta en la pista y entre el público se alzó un murmullo al ver que Jaerius y Gudinadno salían por puertas opuestas del perímetro.
Los dos jóvenes esgrimían un fuerte fustis de fresno, más alto que ellos y tan grueso como su muñeca, y ambos se cubrían con un taparrabos de atleta y se habían untado el cuerpo con aceite para que resbalasen los estacazos; se acercaron uno a otro en el centro de la pista y luego avanzaron hasta el podium, alzando las estacas para saludar el dux. Con toda imparcialidad, Latobrigex alzó respectivamente hacia los dos el puño derecho en el que sostenía un paño blanco. La trompeta volvió a sonar y el dux dejó caer el paño. Inmediatamente Jaerius y Gudinando se volvieron uno de cara al otro y adoptaron la postura de ataque, agarrando el fustis con una mano por el centro y con la otra entre el centro y el extremo. Los dos estaban muy bien dotados para el combate. Gudinando era más alto y tenía brazos más largos, pero Jaerius era más fornido y más musculoso; su habilidad con el palo era parecida. Yo sabía que Gudinando no había tenido ningún amigo con quien probar la lucha con palo, aunque a veces se había entretenido a solas simulando combate. Jaerius probablemente habría tenido numerosas oportunidades de competir con otros jóvenes en ese deporte, Pero, siendo quien era, seguramente los contendientes se habrían inhibido de propinarle golpes, dejándose ganar fácilmente. Así, aunque ninguno de los dos habría podido sostener un combate con un auténtico adversario habituado al fustis, estaban dando un buen espectáculo de virajes, regates, paradas, amagos, y los espectadores no podían quejarse de haber pagado por ver un pugilato entre legos.
—No puedes apropiarte de mi apuesta —le dije exasperado a Wyrd—. He sido yo quien ha obligado a Jaerius a entrar en la pista para que le machaquen. Sería una locura que apostara sin desearlo en contra de quien he elegido como defensor y campeón. Insisto...
—Balgs–daddja —replicó muy tranquilo—. Tengo mis motivos para apostar por Gudinando y me niego a retirar la apuesta. Mira... Jaerius comienza a acoquinarse, a flaquear y a retroceder.
Los adversarios habían iniciado el combate efectuando todos los golpes y movimientos posibles —defensivos y ofensivos— en la lucha a palos para comprobar su mutuo coraje y habilidad y los puntos fuertes y débiles. Los distintos movimientos defensivos incluyen, claro está, la parada rápida y tenaz de golpes con el propio palo, pero existen también modos de esquivarlos y evitarlos e incluso —si el adversario efectúa un violento ataque con el palo en toda su longitud— de saltar por encima de éste ágilmente como un acróbata. Básicamente, los únicos movimientos del palo en la lucha son la oscilación y el golpe certero, pero también pueden realizarse de distinto modo; por ejemplo, el amago de un movimiento en abanico que se convierte en golpe certero.
Después de que Jaerius y Gudinando estuvieron ci.erto tiempo atacándose con esa clase de golpes con el extremo del palo —propinándose estacazos en el cuerpo lo bastante fuertes para que parte del público lanzara exclamaciones de entusiasmo—, recurriendo ambos, con mayor o menor éxito, a los múltiples movimientos de defensa, pensaron que ya conocían sus diversos puntos débiles y en ellos concentraron su atención.
Jaerius, al tener los brazos más cortos, atacaba menos con el extremo del palo y optaba por hacerlo mediante oscilaciones casi siempre dirigidas a la cabeza de Gudinando. Supongo que debería recordar el calificativo de «enfermo del cerebro» con que su madre motejaba al joven y esperaba que un golpe sesgado en la cabeza bastara para dejarle sin sentido.
Por su parte, Gudinando se dio cuenta en seguida de que al cuerpo más bajo y fornido de Jaerius difícilmente se le podría derribar ni desequilibrar con golpes laterales. Optó por aprovechar los golpes certeros y las arremetidas con el extremo del palo. Apuntó alternativamente al estómago de Jaerius para cortarle el aliento, y a sus manos para obligarle a soltar su propio palo.
Gudinando, más delgado y ligero, esquivaba y paraba los golpes en abanico que le dirigía Jaerius a la cabeza, o casi todos, pero el pesado Jaerius no era tan ágil para esquivar las arremetidas que le dirigía su adversario a la cabeza con el extremo del palo; y algunas que le alcanzaron en el estómago, le hicieron proferir un audible «¡Uf!» y tambalearse hacia atrás para recuperar aire. Oímos varios golpes de Gudinando que hacían crujir los dedos de su adversario y, en cierto momento, la mano derecha de Jaerius estuvo a punto de soltar el palo. A partir de ahí, Jaerius casi no atacó con el palo y se dedicó exclusivamente a evitar que se lo arrebataran; parecía haber perdido toda esperanza de triunfo y hallarse únicamente a la defensiva. Gudinando aprovechó la ventaja y cada vez le hacía retroceder más hasta que ambos se encontraron casi delante de la tribuna principal.
—Mira eso —dijo Wyrd—; a ese tetze desgraciado se le va el aceite con el sudor del cuerpo.
Así era. En el sitio en que resistía, ya tambaleándose, moviendo los pies para no perder el equilibrio ante el pertinaz apaleamiento de Gudinando, se veía un charco en la tierra; y yo creo que no era estrictamente de sudor y aceite. Jaerius miraba enloquecido de un lado a otro, cual si buscase donde refugiarse, o alguna ayuda, pues casi siempre dirigía la vista hacia la tribuna en la que estaban sus padres. El rostro del dux seguía inmutable, pero el de Robeya... Bueno, si hubiese sido una fiera o un dragón, estoy seguro de que se habría lanzado a la arena para defender a su hijo, arrojando llamas contra Gudinando.
—Un bestia fanfarrón es siempre cobarde —comentó satisfecho Wyrd— y ése lo está demostrando. Cachorro, no puedes quejarte por tener que pagarme una apuesta tan alta, porque te ha procurado el placer de ver triunfar a tu amigo.
Pero Gudinando dejó de apalear a Jaerius y se alejó de él. Los espectadores pensaron que era clemencia para con el vencido adversario, renunciando a matarlo o a romperle los huesos, dejándole tullido para siempre, y ni siquiera seguir apaleándole hasta tumbarle y obligarle a hacer el humillante gesto del que levanta el dedo, suplicando se le perdone la vida. Empero, yo sabía que no era la clemencia lo que había paralizado de repente a Gudinando. Ya ni siquiera miraba a Jaerius; alzaba su mirada por encima de las gradas del anfiteatro hacia el cielo, cual si hubiese visto volar un extraño pájaro verde o hubiera oído ulular un buho en pleno día.
Durante todo el combate no había mostrado el menor indicio de su mal, pero yo había advertido que la mayoría de las veces éste le sobrevenía no en momentos de esfuerzo o agotamiento, sino cuando se sentía más contento y sano. Y así sucedía ahora: cuando estaba a punto de alzanzar lo que habría sido el momento cumbre de su vida, el momento en que habría dejado de ser el paria más despreciado de Constantia para convertirse en un héroe.
Se le cayó el palo de las manos y me di cuenta del motivo: los dedos se le habían curvado hacia la palma y sus manos eran incapaces de asir cualquier cosa. Jaerius continuaba de pie perplejo, sangrando por la nariz y por la mano casi machacada, sin saber qué hacer... hasta que Robeya se lo indicó. Y, de pronto, mientras Gudinando echaba la cabeza hacia atrás, lanzando aquel alarido inhumano, le golpeó con todas sus fuerzas. Gudinando recibió en la garganta un palo que cortó su alarido en seco y cayó de espaldas tan rígido como un árbol talado.
El golpe quizá no le habría herido de gravedad y hubiera podido levantarse para seguir luchando, pero le había acometido el ataque; boca arriba y tieso, con las extremidades convulsas, se hallaba a merced de Jaerius que le asestaba cruelmente golpes por doquier. Gudinando aún habría podido suplicar clemencia levantado el índice y el dux Latobrigex se habría visto obligado a interrumpir el combate y solicitar el veredicto de la multitud —¿vivo o muerto?— pero el pobre joven no podía abrir sus manos agarrotadas por la epilepsia, ni para eso.
Las convulsiones disminuyeron y cesaron y quedó tumbado, desmadejado, mientras Jaerius seguía golpeándole hasta dejarle casi irreconocible; lo único con movimiento visible en el cuerpo de Gudinando era la saliva que brotaba de su boca. Ya debía estar muerto, pero Jaerius continuaba apaleando aquel cadáver cual si estuviera aniquilando a unos cachorros encerrados en un saco. Era un espectáculo tan repugnante, tan gratuito, que los espectadores se pusieron en pie y vociferaron como un solo hombre: «¡Clementia!, ¡clementia!, ¡clemenlia!»
Jaerius se detuvo para mirar hacia la tribuna, pero el dux no tuvo tiempo de hacer el gesto tradicional con el pulgar hacia abajo para que el vencedor tirase el arma, porque Robeya se apresuró a hacer el gesto contrario, dirigiendo el pulgar hacia su pecho, que en la época de los gladiadores significaba «¡Mátale!». Y, naturalmente, Jaerius obedeció a su madre, y, mientras la gente seguía gritando «¡Clementia!», alzó el palo en vertical y lo descargó tres o cuatro veces sobre la cabeza de su víctima. El cráneo de Gudinando se quebró como un huevo y aquel pobre cerebro trágicamente afectado, que tan amarga vida le había dado, ya no podría ser reparado ni con los favores de Juhiza ni por otros medios, pues se esparció por la arena como un fango gris rosado. Al verlo, la multitud, que anteriormente tan sedienta de sangre parecía, comenzó a decir a voz en grito en una barahúnda de lenguas: «¡Skanda! ¡Atrocitas! ¡Unhrains slauts! ¡Saevitia!», es decir «¡Vergüenza! ¡Atrocidad! ¡Repugnante matanza! ¡Salvajada!» Ahora la gente estaba inquieta y creo que de haber seguido así no habría tardado en lanzarse de sus asientos hacia la arena para despedazar a Jaerius.
Pero el sacerdote Tiburnius también se había puesto en pie, alzando los brazos para reclamar atención. Los espectadores se percataron y poco a poco se fueron apagando las voces. El prelado gritaba sucesivamente en latín y en el antiguo idioma para que todos le entendiesen:
—«¡Cives mei! ¡Thiuda!» ¡Pueblo mío! Cesad vuestra impía protesta y aceptad el veredicto de Dios. El Señor es justo y su juicio inapelable, sin iniquidad. Para disipar las dudas de la controversia y esclarecer la verdad, Dios ha decidido que Gudinando fuese vencido y Jaerius triunfase. No oséis impugnar los designios que Dios ha manifestado. ¡Nolumus! ¡ínterdicimus! ¡Prohibemus! ¡Gutha waírthai wilja theins, swe in himina jah ana aírthai! ¡Hágase la voluntad de Dios, así en la tierra como en el cielo!
Nadie estaba dispuesto a desafiar el exhorto del sacerdote y, aunque entre murmullos, la multitud comenzó a dispersarse y abandonar el anfiteatro. Tiburnius, Latobrigex, Robeya y Jaerius debieron salir de la tribuna por una puerta especial, porque de pronto no los vi. En el anfiteatro no quedábamos más que Wyrd y yo, mirando cómo salían a la arena los esclavos —no en vano denominados los carentes o barqueros de los muertos— a retirar aquella masa de carne que había sido Gudinando.
—¿Hua ist so sunja? —farfulló Wyrd—. ¿Cuál es la verdad? No sé quién es el reptil más baboso, si Jaerius, la fiera de su madre o esa serpiente de sacerdote.
—Mis fraweit letaidáu, ik fragilda. La venganza es mía y lo haré pagar —dije, citando la Biblia.
—El que paga soy yo —gruñó Wyrd mientras nos encaminábamos a la salida—. No puedo consolarte por haber perdido a tu amigo, pero ahora dispones de una buena fortuna. No obstante, debo señalar que no me dijiste que Gudinando era un uslitha, proclive a la epilepsia.
—¡Ya te dije que retirases la apuesta! —le espeté—. Y te dejo que lo hagas ahora.
—Por la pálida y escuálida diosa Paupertas, en mi vida he renegado de una deuda. Y no voy a hacerlo ahora defraudando a un amigo.
—Bien —dije, cuando salíamos a la calle—. Necesito el dinero; pero te prometo trabajar aún más este invierno para que ganemos otra fortuna.
—¿Necesitas el dinero? —inquirió Wyrd asombrado—. ¿Puedo preguntarte para qué?
—No, fráuja. Te lo diré cuando lo haya gastado, no sea que quieras disuadirme de como pienso emplearlo.
Se encogió de hombros y seguimos en silencio hacia el deversorium. En realidad, yo iba llorando, aunque ni Wyrd ni nadie lo habría notado porque no me brotaban lágrimas. La pena que sentía, como Thorn, por haberme quedado sin Gudinando, que había sido mi amigo, era una aflicción que soportaba virilmente sin lágrimas. Y en mi parte de mujer, en aquel momento bien oculta por mi exterior masculino, las lágrimas, por así decir, brotaban del corazón. Y me preguntaba: si en este momento fuese Juhiza en lugar de Thorn ¿derramaría lágrimas visibles?
Así di en reflexionar otra vez en mi naturaleza y en los horrorosos y frecuentes efectos que ejercía en torno a mi persona. ¿Era mi incapacidad de mannamavi para amar, me decía, o era mi inevitable destino hacer sufrir así a los demás ? Los romanos creían, y los paganos lo seguían creyendo, que todo ser humano está protegido y guiado toda su vida por un dios personal invisible pero perenne. Los que cuidan de los varones se llaman genii y los que guardan a las mujeres, janane. Según esta creencia pagana, el individuo cuenta con escaso libre albedrío y, en general, se ve abocado a caprichos y dictados de su espíritu tutelar. En tal caso, ¿era yo, en mi condición de andrógino, tutelado por un genius y un junone ? ¿O quizá no me guiaba ninguno de los dos? Pensaba que muchas de las cosas que había hecho en mi vida las había llevado a cabo por propia voluntad, pero de otras no estaba tan seguro. Voluntaria y deliberadamente, y con perversidad, había matado al censurable hermano Pedro; pero, por lo que cabía pensar, y sin que yo lo hubiese querido, la inocente hermana Deidamia también podía haber muerto por los latigazos recibidos por su relación conmigo. Había tenido buenos motivos para matar a la mujer del campamento huno, pero ningún motivo, justificación ni deseo por mi parte había inducido la muerte del carismático Becga. Iésus, hasta mi compañera el águila había muerto por culpa mía... por haberle cambiado guiado por mi ignorancia, su auténtica naturaleza. Y ahora... ahora, sin quererlo, había sido la causa directa de la muerte de Gudinando.
¡Liufs Guth! ¿Era como consecuencia de mis propios actos o movido por un genius o un junone —o ambos— que ya, a mi edad, me había convertido en un rapaz carnicero, como antaño había jurado, que se abre paso en la vida, entrando a saco en la vida de los demás?
Bien, si así era, me dije, al menos ya sabía cuál sería mi próxima presa.
—¡Khaíre! —dijo el tratante egipcio de esclavos, saludándome en griego, al saber a qué venía—. ¿No os dije, joven maestro, que algún día incluso vos hallarías la utilidad de una venéfica? Confieso que no esperaba que fuese tan pronto, siendo aún tan joven y tan...
—Ahórrate los cumplidos —dije—. Hablemos del precio.
—Ya lo conoces.
No obstante, regateando la conseguí más barata. Como he dicho, el egipcio me había pedido por la esclava llamada Mono una cantidad casi equivalente a lo que yo tenía en la bolsa, pero tras un larga discusión, adquirí la muchacha etíope por un poco menos, quedando dinero suficiente para que Wyrd y yo pagásemos lo que debíamos en el deversorium y comprásemos provisiones para el invierno, y aún me sobraron unos siliquae para otro plan que tenía pensado.
—Muy bien —dije, una vez cerrado el trato, después de que el egipcio me firmase y entregara el certificado del servitium de Mono—. Vístela y prepárala para llevármela, pues pasaré a recogerla en cuanto requiera sus servicios.
—La tendréis dispuesta —contestó el tratante, con maligna sonrisa—. Cuando llegue el caso, deseo que os dé la máxima satisfacción, khaíre, joven maestro.
En los días que siguieron, me dediqué a espiar, escondido en las cercanías del domicilio del dux Latobrigex; espiaba durante el día, porque era por el día cuando mayor probabilidad había de que se desarrollaran los acontecimientos que esperaba. Las noches las pasaba con Wyrd cenando en una taberna, y sólo hablábamos de cosas intrascendentes. A Wyrd le acuciaba la curiosidad, pero se abstenía pacientemente de preguntarme nada ni de quejarse porque yo estuviera demorando el inicio de la temporada de caza.
Vi en muchas ocasiones cómo salía la litera de la residencia ducal, con los esclavos porteadores gritando «¡Paso, paso al legatusl»; a veces la ocupaba Latobrigex solo, otras veces iba con su esposa y, en ocasiones, con su hijo. Pero sólo lo seguí, a vivo paso y una discreta distancia, el día en que vi que iban en él Jaerius y Robeya. Tal como yo esperaba, se detuvo para que Jaerius entrase en unos baños de hombres, para reanudar el camino, rezando para mis adentros. Y mis plegarias fueron oídas, porque volvió a detenerse ante unas termas para mujeres y allí descendió Robeya.
Eché a correr con todas mis fuerzas hasta el establecimiento del egipcio, cogí a Mono y la conduje a toda prisa a las termas en que estaba Jaerius. No era nada extraño que un hombre fuese acompañado de un esclavo de uno u otro sexo, pero, desde luego, no podía hacer pasar a una hembra a unos baños de hombres. No obstante, como todas las termas de lujo, aquéllas disponían de los correspondientes exedria, saloncitos de espera, y en uno de ellos con sofá dejé a Mono.
No podía explicar con palabras a la negrita lo que quería, pero logré dárselo a entender con gestos y ella asintió con la cabeza conforme se lo iba enumerando: tenía que desnudarse, tumbarse en el sofá y esperar, y, luego, tenía que realizar la función para la que habían criado y entrenado. A continuación, volvería a vestirse, saldría del exedrium, abandonaría los baños y me esperaría en la calle.
Deseando con todo mi corazón que Mono hubiese entendido bien todo, allí la dejé y entré en el apodyterium para desvestirme. A continuación, con un albornoz y una toalla, fui recorriendo las otras salas buscando a Jaerius. Después de tanto haber corrido, necesitaba un baño y me alegró dar con mi presa en el sudatorium lleno de vapor; había algunos hombres más, sentados y charlando, pero formaban un grupo aparte de Jaerius. Casi era de esperar, porque en los últimos días había advertido que los habitantes de Constantia —aun los desaprensivos como él —en cuya compañía le había visto en varias ocasiones— rehuían su presencia. Lo más probable era que desde el día del juicio de Dios, nadie le hubiese dirigido una mirada amable ni un saludo, salvo sus padres y quizá el interesado prelado.
Por eso, en el sudatorium, Jaerius estaba sentado a solas en un rincón, taciturno y desnudo, salvo la venda que le cubría la mano derecha. Me miró francamente sorprendido al sentarme a su lado y presentarme como «Thorn, un admirador tuyo, clarissimus Jaerius». Puede pensarse que le sorprendió verse abordado por alguien tan parecido en edad y fisonomía a Juhiza, pero a ésta la había visto de cerca, sí, en la oscuridad del bosquecillo y en la penumbra del templo en que se había reunido el judicium. Además, yo era a todas luces varón dado que estaba en unos baños de hombres. Yo creo que simplemente le sorprendió que alguien hablara con él, que había concitado el desprecio de todos sus conciudadanos.
—Clarissimus —dije—, no me conoces, pues no soy más que aprendiz de un mercader ambulante y hace poco que hemos llegado a la ciudad. Pero te confieso que he contraído una gran deuda contigo.
—¿Qué deuda? —inquirió el hosco, apartándose un poco en el banco, creo que sospechando y temiendo que yo fuese amigo o pariente del difunto Gudinando y que la deuda en cuestión fuese algo que no le interesara cancelar.
—Gracias a ti —me apresuré a añadir— he ganado una apuesta de gran cuantía. Una importante cantidad para una persona de mi humilde condición. El otro día asistí en el anfiteatro al combate y aposté por ti hasta el último nummus de mis ahorros.
—¿Ah, sí? —replicó, ya menos adusto—. Poco sospechaba yo que alguien apostase por mí.
—Yo lo hice y he ganado una suma extraordinaria.
—Ya me lo imagino —comentó abatido.
—Por eso, quiero agradecerte la fortuna que has hecho ganar a este humilde aprendiz. Naturalmente, clarissimus, ya sé que no aceptarías un pars honorarium, y te he traído un obsequio.
—¿Cómo dices?
—He gastado parte de las ganancias en comprarte una esclava.
—Gracias, aprendiz, pero tengo muchas esclavas.
—Como ésta no, clarissimus. Es una joven virgen, a punto para desflorarla.
—Gracias, pero he desflorado a muchas.
—Pero no como ésta —insistí—. La jovencita no sólo es virgen y hermosa, sino que, además, es negra. Una niña etíope.
—¡Ah, vaya! —musitó, alegrándosele el rostro—. Nunca he fornicado con una negra.
—Puedes hacerlo con ésta ahora mismo si quieres. Me he tomado la libertad de traerla a las termas y te espera, desnuda, en el exedrium número tres de la entrada.
—¿No me estarás tomando el pelo? —replicó, entornando los ojos.
—No, sólo quiero darte las gracias, clarissimus. Ve y lo verás, y si no te gusta... Bien, aquí estaré; vuelve a decirme que no aceptas el regalo.
Jaerius no acababa de confiar del todo, pero al mismo tiempo se le notaba la lujuria. Se levantó, se enrolló una toalla a la cintura y dijo:
—Espera, pues, aprendiz. Si no regreso en seguida y te estrangulo por bromista, volveré más tarde y te daré las gracias por el regalo.
Dicho lo cual, se dirigió a la entrada de los baños.
Yo no aguardé, sino que le seguí, pues había calculado el tiempo y no podía perder un minuto; una vez que cruzó la puerta del exedrium y vi que transcurría un rato sin que volviera a salir, me llegué a toda prisa al apodyterium y —contentándome con haber diluido casi todo el sudor con el vapor del sudatorium— volví a vestirme. A continuación, corriendo como un loco, fui al deversorium y en la habitación me vestí apresuradamente de Juhiza, y, sin ponerme afeites y adornos, regresé apresuradamente a las termas.
Mono, tal como le había dicho, me esperaba en la calle, mirando apaciblemente a la gente que pasaba; algunos se detenían o aminoraban el paso para mirarla, porque en las cordadas de esclavos que pasaban por Constantia a veces había negros, pero no era corriente, y menos que llevasen chicas como aquélla. Al cogerla del brazo, la negrita tuvo un sobresalto al ver a una mujer desconocida, pero en seguida me reconoció y sonrió, aunque francamente sorprendida por mi extraño comportamiento. Yo hice un gesto interrogativo en dirección a los baños y ella sonrió aún más y asintió enérgicamente con la cabeza.
A continuación, la llevé a toda prisa a las termas para mujeres y allí, naturalmente, era normal que una mujer acudiese con su esclava, aunque fuese negra. Nos desvestimos las dos en el apodyterium y juntas fuimos a buscar a Robeya por las distintas salas. Ya había transcurrido un tiempo, y la fiera se encontraba en la última sala, el balineum, flotando en la piscina de agua caliente para después del baño, tan perezosa y lánguidamente como la primera vez que nos vimos. No obstante, era evidente que también la rehuían las demás, pues las matronas y jóvenes que había en el agua se habían retirado al otro extremo de la piscina, dejándola en el rincón oscuro en el que ella me había insinuado que nos retirásemos a retozar.
Cuidando de que no me viera, se la señalé a Mono y volví a darle instrucciones por gestos. Tenía que nadar hacia donde estaba la fiera, del modo más seductor posible, y acceder a lo que ella le propusiera; luego, después de realizar su cometido, tenía que regresar a toda prisa al apodyterium, vestirse, salir de los baños y yo la estaría esperando en la calle. La negrita asintió con la cabeza y se metió airosamente en el agua, mientras yo regresaba al apodyterium para vestirme de Juhiza por última vez.
Aguardé nerviosa en la calle lo que me pareció una eternidad, aunque en realidad no superó al tiempo dedicado a Jaerius. En realidad, oí el alboroto que se formó dentro del establecimiento —gritos de mujer, carreras, niñas llorando, criadas chillando— un minuto o dos antes de salir Mono precipitadamente, ajustándose el vestido. Antes de que le preguntase, la negrita me sonrió y asintió con la cabeza.
Así, mucho más tranquilo, nos dirigimos al último sitio: el barrio más pobre de los arrabales de Constantia. Gudinando me había mostrado en cierta ocasión su casa, aunque nunca me había ivitado a entrar, avergonzado de tan pobre y destartalada morada. Indiqué a la negrita dónde tenía que entrar y le di la bolsa que llevaba. Luego, con cierta cautela, le di un beso de agradecimiento en su frente de ébano, le dije adiós y aguardé hasta que entró.
En la bolsa que le había dado iban los últimos siliquae de plata que me quedaban y el certificado de servitium, firmado por mí, con una nota escrita en el antiguo lenguaje gótico: «Máizen thizai friathwai manna ni habáith, ei huas sáiwala seina lagjith fáur frijonds seinans.»
Yo no conocía a la madre inválida de Gudinando e ignoraba si sabía leer, pero el dinero la vendría bien y seguramente que tendría algún vecino que le leyese los dos documentos; el certificado especificando que era dueña de una esclava que haría las veces de su hijo cuidándola, y una nota que la recordaría, si era buena cristiana, lo que ya sabría: «No hay amor más grande que el del hombre que da la vida por un amigo.»
Volví al deversoñum, me vestí de Thorn y me tomé un merecido descanso en mi habitación hasta que llegó Wyrd, más que borracho, con el pelo y la barba revueltos. Me miró con sus ojos enrojecidos y dijo:
—Te habrás enterado que esa fiera de Robeya y su monstruo de hijo han muerto.
—Ne, fráuja, no me había enterado, pero lo esperaba.
—Han muerto estando en los baños, pero no ahogados. Y, a lo que parece, han muerto al mismo tiempo en distintas termas.
—No me extraña.
—Y han muerto en extrañas circunstancias. Unas extrañas circunstancias muy similares.
—Me alegra oírlo.
—Dicen que el rostro de Jaerius tenía una mueca horrenda y que su cuerpo estaba horriblemente retorcido en medio de un charco de sus propios excrementos, y dicen que Robeya tenía en la cara la misma mueca horrible y que su cuerpo era un ovillo que flotaba en la piscina del balineum con el agua manchada de sus propios excrementos.
—Me alegro aún más.
—Lo curioso es que, visto lo que hoy ha sucedido, el sacerdote Tiburnius siga vivo.
—Lo lamento, pero he considerado que habría sido una imprudencia por mi parte librar a Constancia de todos sus seres malignos al mismo tiempo. Dejo al sacerdote a merced del juicio del Dios a quien dice servir.
—No creo yo que le sirva mucho a partir de ahora. Por lo menos en público; me atrevería a asegurar que se pasará el resto de sus días encerrado en su mansión con una buena guardia.
Como no hice comentarios, Wyrd sonrió, se rascó meditativo la barba y dijo:
—O sea, que así es como has gastado el dinero. Pero, por la vengativa estatua de piedra de Mitys, cachorro, ¿qué compraste con ese dinero?
—Un esclavo.
—¿Quéee? ¿Qué clase de esclavo? ¿Un gladiador? ¿Un sicario asesino? Pero si dicen que no había ningún signo de violencia en ninguno de los cadáveres.
—Compré una venéfica.
—¿Quéee? —exclamó, recuperando casi la sobriedad—. ¿Qué sabes tú de una venéfica? ¿Cómo podías saber lo que es?
—Tengo un natural curioso, fráuja. Pregunté y me enteré de que a algunas esclavas, desde niñas, les administran ciertos venenos; primero en diminutas cantidades, y las van aumentando durante su desarrollo, y cuando alcanzan la pubertad, sus cuerpos están habituados a esas sustancias y no les son nocivas. Pero el veneno acumulado es tan virulento, que el hombre que yace con la venéfica —o cualquiera que absorba alguno de sus humores— muere de forma fulminante.
—Y compraste una y se la presentaste... —dijo Wyrd con un hilo de voz.
—Una muy particular. A ésta la habían criado con acónito, como a otras muchas, porque ese veneno no tiene mal sabor; pero además, durante toda su vida, le habían administrado elaterium, que, por si no lo sabes, fráuja, es el veneno que se extrae del cohombro silvestre.
—Iésus —exclamó Wyrd, mirándome horrorizado—. No me extraña que muriesen de esa manera tan repugnante, reventados como el cohombro. Dime una cosa, cachorro, ¿vas a quedarte con esa venéfica? —añadió, ya despejado del todo y algo inquieto.
—Pierde cuidado, fráuja. Ya ha hecho su trabajo y yo el mío. Sugiero que ahora reanudemos el nuestro en otra parte. En cuanto hagamos el equipaje y lo tengamos todo, estoy dispuesto para salir de Constantia. Y no volver.