CAPÍTULO 2
—¿Homicidio? ¡Qué bobada! —exclamó Zenón con desdén—. Está más que justificado. Ese hombre no era más que una deyección.
Mariscales y generales respiramos con alivio. Creo que todos menos Teodorico pensábamos que nos iba a ejecutar y a exponer nuestro cadáver en las murallas de la ciudad.
Teodorico dijo al emperador sin el menor tono de excusa:
—Sólo he querido borrar de la faz de la tierra el último resto de la ofensa a mi hermana.
Él mismo me había contado que se había tropezado con el joven por la calle, que había reconocido al «cara de gobio» de Rekitakh y que, sin parar en mientes, había desenvainado el puñal, matando al hijo de Estrabón.
—No obstante —dijo Zenón, con su semblante de ladrillo muy serio—, ha sido un acto impropio de quien el año pasado revistió la toga y el cíngulo de cónsul romano. La púrpura no confiere impunidad, Teodorico. Y no puedo consentir que mi pueblo crea que en la vejez me he vuelto indulgente. Y eso es lo que pensarían si os vieran seguir viviendo libremente en la capital del imperio.
—Lo comprendo, Sebastos —dijo Teodorico—. Me expulsaréis de Constantinopla.
—Eso es. Os enviaré a Ravena.
Teodorico arqueó las cejas.
—Un hombre de naturaleza tan belicosa como la vuestra merece un adversario de mayor valía que un anodino príncipe sin corona como Rekitakh.
—¿Un rey, quizá? —inquirió Teodorico de buen humor—. ¿Queréis que ensarte en mi espada al rey de Roma?
—Al menos, pincharle sus abultadas ambiciones —respondió Zenón, al tiempo que nosotros nos mirábamos unos a otros. Por fin, el emperador, después de tanto tiempo sin decidirse, hablaba claro—. Odoacro ya ha puesto demasiado a prueba mi tolerancia y últimamente se ha apropiado de la corona y de un tercio de los grandes estados de Italia. O, más bien, digamos que se ha incautado de tierras propiedad de familias, haciendo exenciones a las propiedades de la Iglesia para no poner en peligro su destino en el más allá. Eso es un robo flagrante de tierras a sus justos propietarios, sin beneficio alguno para campesinos sin tierra; pues que ningún campesino va a recibir un solo yugerum de esas propiedades, ya que Odoacro piensa repartirlas entre los magistri, praefecti y vicarii sometidos a su voluntad. Es un comportamiento vergonzoso. ¡Vergonzoso!
Nadie sonreía, aunque sabíamos perfectamente que Zenón no hacía más que fingirse profundamente ofendido; a él le importaba un nummus que Odoacro robase a los romanos ricos, no repartiera tierras a los desheredados o fuese en demasía generoso con sus fieles cortesanos. Lo que le vejaba era darse cuenta de que aquellas medidas de exacción acrecentarían la popularidad de Odoacro; los propietarios a quienes había usurpado eran pocos para que pudieran inquietarle, y el mayor propietario de todos, la Iglesia, al quedar exenta, le daría su bendición, y los legisladores y funcionarios a quienes entregase las tierras le apoyarían y consolidarían su poder. Y, lo que era más importante, todo el pueblo de Italia alabaría su nombre pues, en cualquier lugar, las clases bajas se regocijan al ver despojados y desposeídos a los que están por encima, aunque ellos no ganen nada.
—He reprendido severamente a Odoacro —prosiguió Zenón— por haberse excedido de tal modo en su autoridad, y, por supuesto, me ha respondido con fervientes protestas, manifestándome su absoluta lealtad y subordinación, enviándome como prueba de ello todos los emblemas imperiales —la diadema púrpura, la corona estrellada, el cetro con piedras preciosas y el orbe y la victoria—, esos adornos palaciegos de precio incalculable, patrimonio de los emperadores romanos en los últimos quinientos años. Supongo yo que para darme a entender que no aspira a ser emperador; y me complace tener esos tesoros, pero no por ello me apaciguo, porque él sigue enseñándome los dientes con insolencia y se niega a derogar la orden de confiscación de tierras. Ya he aguantado demasiado su presunción y quiero derrocarle. Y es mi deseo que lo hagáis vos, Teodorico.
—No será fácil, Sebastos. A Odoacro le son fieles todas las legiones romanas de Occidente y ha establecido buenas relaciones con otras naciones, como los burgundios, los francos...
—Si fuese fácil —añadió Zenón con aspereza—, enviaría a mi esposa Ariadna o al eunuco Myros. O al gato de palacio. Precisamente porque no va a ser fácil encomiendo la empresa a un valeroso guerrero.
—Y creo que lo lograré, Sebastos. Sólo quiero que sepáis que no es empresa que se logre de la noche a la mañana. Mi ejército ostrogodo, aun con el refuerzo de los rugios del rey Feva, será insuficiente. Necesitaré más tropas, y Odoacro, que no lo ignorará, se rodeará...
—Voy a ponéroslo aún más difícil —le interrumpió el emperador—. Esas tropas de que habláis no podréis esperar que procedan de las legiones que tenéis a vuestro mando en el Danuvius.
—Claro que no —replicó Teodorico, hierático—. No podemos lanzar legiones romanas contra legiones romanas, pues sería el fin de lo que queda del imperio, y no conviene reventar un grano del cuerpo para que ese cuerpo muera.
—Por eso mismo —añadió Zenón—, he de haceros otra advertencia. Cuando vuestras tropas salgan de Novae hacia Italia, mientras pisen suelo del imperio oriental, no han de abastecerse del pillaje, y mientras crucéis las provincias orientales no exigiréis tributo ni sustento a la población. Hasta que no entréis en el imperio occidental, en Panonia, no comenzaréis a avituallar el ejército confiscando alimentos.
Teodorico frunció el ceño.
—Eso significa que hemos de transportar alimentos y provisiones para una marcha de unas trescientas millas romanas, y acumular tal avituallamiento implica aguardar a la cosecha. Luego, cuando alcancemos Panonia, será ya invierno y tendremos que invernar hasta la primavera. Después, tenemos desde allí unas cuatrocientas millas hasta la frontera de Italia. Según que nos enfrentemos a las primeras tropas de Odoacro, o que las envíe a nuestro encuentro, tal vez no entablemos combate hasta el verano.
—Me habéis advertido que no espere un triunfo de la noche a la mañana —replicó Zenón, encogiéndose de hombros.
—Muy bien —añadió Teodorico, poniéndose firme—. Entiendo la misión y el objetivo y comprendo las restricciones. Ahora bien, Sebastos, ¿permitís que inquiera qué gano si venzo?
—Todo. La península de Italia; el venerable suelo del Lacio en donde surgió y prosperó el mayor imperio que han visto los tiempos. La ciudad eterna de Roma, la urbe que antaño fuera el mundo. La capital imperial de Ravena; todas las prósperas ciudades de Italia y las ricas tierras que las circundan. Derrocad a Odoacro Rex y os convertiréis en Theodoricus Rex.
—Rex... rex... —repitió Teodorico pensativo—. Es un título redundante; mi propio nombre, Thiudareikhs, ya incluye el rex. ¿Y qué seré entonces, Sebastos, vuestro aliado, vuestro subordinado o vuestro fiador?
El intérprete de Zenón ya había vacilado algo al traducir la primera frase, y ahora se le notaba nervioso al traducir la osada pregunta de Teodorico.
Zenón miró un buen rato con dureza a mi rey, pero, finalmente, su rostro de ladrillo se relajó y dijo afable:
—Como habéis señalado, los títulos son cosas ambiguas, fáciles de otorgar. Y ambos somos conscientes de que sois el único capaz de quien dispongo para llevar a cabo la empresa. Así que no me llamo a engaños. Si arrebatáis a Odoacro la península de Italia, gobernaréis en mi nombre a título de representante, vicario, delegado de confianza y sin que yo intervenga. Convertidla, si queréis, en la nueva patria de los ostrogodos. Es mucho más fértil, más bella, más valiosa que las tierras que vuestro pueblo habita actualmente en Moesia. Y cuanto más provecho obtengáis de lo que conquistéis, mejor para vos. Incluso si restauráis el antiguo esplendor y grandeza del imperio de Occidente. Reinaréis en mi nombre, pero... reinaréis.
Teodorico estuvo considerándolo un buen rato. Luego, asintió con la cabeza, sonrió, hizo una reverencia al emperador, nos hizo seña de que hiciéramos lo mismo y dijo:
—Habái ita swe. Eíthe hoúto naí. Que así sea.
De camino hacia Moesia, viajamos juntos sólo hasta Hadrianopolis. Allí, Teodorico, Soas, Pitzias y Herduico, cada uno de ellos al mando de parte de las tropas, se desplegaron en distinta dirección de este a oeste para ir enrolando hombres para el ejército en todas las tribus, gaus y sibjas; yo, con sólo dos ayudantes, continué hacia Novae, pues Teodorico me había encomendado reanudar mi trabajo en la historia de los godos, alegando que, si iba a ser el monarca de más subditos de los que tenía, necesitaba imperiosamente que el archivo de los pueblos y su genealogía estuviesen ordenados para que pudieran leerlos y apreciarlos los monarcas contemporáneos.
Así, me retiré a mi casa de campo y me apliqué a redactar la historia de un modo coherente. Y, desde luego, hice lo que es de esperar del biógrafo de un hombre notable, añadiendo cierto brillo y relevancia a los antecedentes, por innecesario que sea; exageré algunos hechos históricos, modifiqué también algunos, omití otros y algunos acontecimientos que habían tenido lugar muy espaciados en el tiempo los reuní. Así, entretejí en la historia de los godos un linaje Amalo que convertía a Teodorico en descendiente directo del rey Ermanarico, el Alejandro Magno, y a Ermanarico le hice descendiente directo del dios–rey Gaut.
Escribiéndola, me di cuenta de algo que me resultaba instructivo y divertido a la vez; trazar la línea de antepasados de alguien vivo implica doblar el número de madres y padres contributorios en cada una de las generaciones. Si podía reconstruir todo el linaje de Teodorico, el mío o el de otra persona hasta, digamos, la época de Cristo ——unas quince generaciones atrás—, esa persona tendría unos 32.768 hombres y mujeres contributorios en la genealogía; aun en el caso inverosímil de que alguien pretendiese ser descendiente directo de Jesucristo, ¿quiénes eran esas 32.768 personas? Tendría que haber habido un guerrero, sabio o sacerdotisa relevante aquí y allá, pero desde luego que en tal multitud se habrían dado necesariamente muchos más humildes cabreros, publícanos y probablemente dañinos criminales e idiotas babosos. Y comprendí que cualquier contemporáneo que quisiese alardear de ilustres antepasados tendría que elegirlos bien cuidadosamente.
Aj, bien, me dije sonriendo, mientras transcribía la historia en hojas del más fino vellón, en este caso he hecho cuanto he sabido; y aunque los futuros historiadores pongan reparos a ciertos detalles de mis reconstruidos anales de los godos, nadie podrá objetar lo que escribo en la primera página: «¡Leed estas runas! Están escritas en memoria de Swanilda, que me ayudó.»
El tiempo que pasé en el palacio de Novae antes de que llegase Teodorico solía pasarlo con sus hijas Arevagni y Thiudagotha, últimos vastagos del linaje Amalo. La princesa Arevagni se había convertido en una adolescente distinguida, gordita y rubicunda como su madre, y la pequeña Thiudagotha se parecía más a su difunta tía Amalamena por su tez blanca, cabello rubio claro y esbelta figura; otro residente de palacio cuya compañía frecuentaba era el príncipe rugió Frido, que ya era un muchacho fuerte de trece años. Aunque el rey Feva tenía acampado su ejército cerca del pueblo de Romula, había enviado al muchacho a Novae para que aprendiese con los mismos preceptores de palacio que educaban a las dos princesas ostrogodas.
Era muy amigo de aquellos jóvenes, pero el trato era muy distinto con cada uno de ellos; aunque a veces Frido aún se dirigía deferentemente a mí con el título de «saio», cada vez me trataba más como un hermano mayor a quien se admira. Arevagni me llamaba afectuosamente «awilas», tío, y, aunque tenía esa edad extraña y caprichosa de quien se va haciendo mujer, era tan modesta y tímida en mi presencia como lo era con Frido y otros hombres. Thiudagotha, al contrario, seguía siendo una niña y, como otra a quien había conocido años atrás, parecía considerarme instintivamente más como tía que como tío. Yo no hacía objeciones; al fin y al cabo yo había sido en cierta ocasión, por así decir, su tía Amalamena. Por ello, Thiudagotha me hacía partícipe de todos sus caprichos y confidencias infantiles, una de las cuales era que cuando fuese mayor esperaba casarse con el «guapo príncipe Frido».
No parecía molestar a ninguno de los jóvenes que separadamente me vieran distinto, pero a mí, a veces, sí que me hacía sentirme, como en otras ocasiones en mi vida, algo inseguro de mi propia personalidad; en tales ocasiones, regresaba a mi finca campestre para vivir mi vida y reafirmar mi condición de herizogo y mariscal Thorn. O me retiraba a mi casa de la ciudad y vivía cierto tiempo en la identidad de la independiente dama Veleda.
Teodorico y sus oficiales estuvieron fuera bastante tiempo, pues su misión de leva no era tan sencilla como antaño, cuando la simple mención de una guerra a emprender habría hecho que cualquier ostrogodo apto se enrolase inmediatamente bajo los estandartes; el pueblo de Teodorico habitaba hacía tanto tiempo esas tierras de Mesia, que muchos antiguos guerreros se habían convertido en campesinos, pastores, artesanos y mercaderes, hombres asentados y con un oficio y familia, y eran, al modo de los legendarios cincinnatus, lógicamente reacios a dejar el arado y su casa. Así, los primeros que acudieron bajo las banderas de Teodorico fueron principalmente tribus no ostrogodas sin tierras, tribus nómadas y hasta tribus bárbaras; luego, naturalmente, al saber que no se trataba de una guerra cualquiera, sino de la conquista de Italia, ni los más sedentarios pudieron resistir la tentación de hacerse más ricos con un botín como nunca se les había ofrecido. Y así, los guerreros abandonaron sus pacíficas obligaciones, salieron de su letargo y dejaron a sus mujeres para volver a empuñar las armas.
Muchos de los reclutados —entrenados y experimentados como soldados— procedían de las legiones romanas, algo sin precedentes. Y, aunque Teodorico había convenido en que no participasen legiones romanas en combate contra sus propios hermanos, era un hecho que todas las legiones fuera de Italia estaban formadas en su mayor parte por descendientes de germanos; en las fuerzas del Danuvius al mando de Teodorico se contaban las legiones Itálica I, Claudia VII y Alaudae V, y entre sus legionarios muchos oficiales y aún más soldados acudieron a sus superiores para abandonarlas, pedir permiso o que les eximieran de servicio —o simplemente desertaron— para incorporarse al ejército ostrogodo. Se enrolasen por adhesión a Teodorico o atraídos por la posibilidad de botín, aquellos soldados profesionales fueron muy bien acogidos. En cualquier caso, fue cosa digna de verse, pues una defección tan numerosa en las filas de las legiones habría sido impensable en los buenos tiempos del imperio.
Cuando el ejército estuvo listo para emprender la marcha, con las últimas incorporaciones la totalidad de tropas alcanzaba 26.000 hombres, que, con los 8.000 rugios del rey Feva, le procuraban a Teodorico un fuerza de 34.000 hombres de a pie y de a caballo, lo que era superior en número a ocho legiones romanas corrientes. Empero, poner en marcha semejante fuerza requirió aún más tiempo, pues Teodorico tuvo que dedicarse a la ingente tarea de prepararlo todo en cuanto regresó a Novae.
Había que dividir y organizar aquel ejército en legiones, cohortes, centurias, contubernia, y turmae manejables, con sus oficiales correspondientes; los nuevos reclutas necesitaban entrenamiento y los que se habían incorporado después de haber estado alejados del ejército tenían que recuperar la costumbre del manejo de las armas; para los que habían acudido sin montura, había que disponer caballos, adaptarlos al ejercicio del combate y a algunos domarlos para poder ensillarlos; había que juntar carromatos, construir otros nuevos; había que trenzar sogas, cortar encinas para los postes de las catapultas de asedio y procurarse bueyes para el arrastre. Había que hacer armas para los que carecían de ellas, y en algunos casos, hasta botas y ropa; era necesario forjar espadas, lanzas y puñales y contar con repuestos. Se necesitaba una asombrosa cantidad de flechas y no menos importantes reservas de arcos. Y, por ende, había que alimentar a todos, allí en los campamentos, y luego durante el avance. Por tanto, a los que no necesitaban instrucción se les envió a supervisar la cosecha y la matanza de otoño, y, una vez que el trigo estuvo aventado y ensacado, el vino, el aceite y la cerveza en barriles, la carne secada, ahumada o salada, Teodorico dispersó los depósitos, tal como había hecho el rey Feva, y las barcazas transportaron las provisiones y pertrechos río arriba para disponerlos a intervalos en la ruta que seguiríamos.
Nada de aquella febril actividad podía hacerse en secreto, por lo que, naturalmente, Odoacro también inició sus preparativos, igualmente sin poder mantenerlo en secreto; los viajeros que llegaban del Oeste nos comunicaban que en la península italiana había movimientos de tropas hacia el Norte, y nuestros speculatores militares, enviados para espiar, nos informaban con más detalle que el número de esas tropas sería equivalente al nuestro y que se situaban en posición defensiva. Como he dicho, la línea divisoria invisible entre el imperio de Occidente y el de Oriente discurría imprecisa por la provincia de Panonia y ambos imperios siempre se habían esforzado en falsearla para obtener más territorio. Odoacro habría estado en su perfecto derecho en avanzar desde las provincias de Italia hasta la mitad de Panonia para presentar batalla, pero los informes nos decían que concentraba sus tropas mucho más lejos, en el límite oriental de la provincia italiana más avanzada, Venetia, a lo largo del río Sontius, que discurre desde los Alpes Juliani hasta el mar Hadriatic.
Al recibir tales informes, Teodorico convocó un consejo para discutir la situación. Nos reunimos él, Soas y yo, los generales Ibba, Pitzias y Herduico, su aliado el rey Feva y su hijo Frido (que por fin iba a ver una guerra, tal como yo le había prometido).
—Odoacro —dijo Teodorico— habría podido presentarnos batalla en Panonia, lejos del umbral de Roma, y quizá impedirnos que arrasásemos la ciudad sagrada, pero ha preferido atrincherarse en ese umbral. Es casi como si me dijera: «Teodorico, puedes quedarte con Panonia, pero de aquí en Venetia, en la frontera del imperio italiano, no pasas.»
—Puede resultarle de suma ventaja —dijo Herduico—, pues un ejército que lucha en su patria siempre lo hace con mayor encono.
—Eso significa que hemos de recorrer más de seicientas millas romanas para enfrentarnos a él —añadió Pitzias—. Un largo viaje.
—Al menos —terció Ibba—, no tendremos que abrirnos paso combatiendo todas esas millas.
—Y si no tenemos que luchar en el camino, no será un viaje tan fatigoso —añadió Soas—. Hace ochenta años, el visigodo Alareikhs hizo la misma marcha con fuerzas mucho menos equipadas; recorrió toda esa distancia hasta las puertas de Roma y las batió.
—Ja —dijo Teodorico—. Planearemos el avance y creo que podemos mejorar la ruta que siguió Alareikhs; seguiremos el valle del Danuvius hasta Singidunum y tomaremos por el curso del río Savus hasta Sirmium. Eso es aproximadamente la mitad del camino, así que invernaremos en Sirmiumn. Proseguiremos por el Savus cruzando el resto de Panonia, y, cuando atravesemos Savia y Noricum Mediterraneum, nada nos impide saquear para avituallarmos. Cerca del nacimiento del Savus, tomaremos la ciudad de Aemona y podremos hacernos con un buen botín. Y desde allí no queda por cruzar más que una llanura sin obstáculos y el río Sontius. Estaremos frente a Odoacro a finales de primavera.
Todos asentimos con la cabeza, musitando nuestro acuerdo con el plan. Pero entonces el rey Feva tomó la palabra por primera vez, con su fuerte deje rugió:
—Quiero anunciar algo importante.
Todos nos le quedamos mirando.
—Anticipándome a las previsiones de convertirme en rey de parte del imperio romano, he decidido romanizar mi nombre de extranjero —dijo, alzando su pequeña nariz—. A partir de ahora me llamaré Feletheus.
El príncipe Frido parpadeó asombrado, y los demás desviamos la mirada, procurando no soltar la carcajada. Yo pensé que Feva–Feletheus era tan pretencioso como la reina Giso de Pomore, y no acababa de entender como aquella pareja había tenido un hijo tan sencillo y admirable.
—Pues sea Feletheus —dijo Teodorico risueño—. Ahora, amigos, aliados, lealtad, adelante y ganémonos el nombre de guerreros.
Así, un magnífico día azul y soleado del mes que los godos llamaban Gáiru, mes de la Lanza, y que ahora se llama septiembre, y era el primer mes del año romano de 1241 y el año cristiano de 488, Teodorico saltó sobre la silla de su corcel de Kehaila, dio la orden de «¡Atgadjast!» y la tierra tembló levemente al paso simultáneo de miles de botas y cascos de caballos y el rodar de centenares de carros, cuando nuestras poderosas huestes iniciaron la marcha hacia el Oeste. Hacia Roma.
Las primeras doscientas cuarenta millas del viaje fueron, como habíamos previsto, sin obstáculos y sin contratiempos y el clima no fue muy riguroso; septiembre y octubre son meses buenos para viajar, ni muy calurosos para la marcha diurna, ni muy fríos para dormir bien por la noche, y la estación bien merece su antiguo nombre de mes de la Lanza, porque hay abundancia de caza. Llevábamos vigías en vanguardia y en los flancos —con frecuencia, Frido y yo íbamos con ellos— que actuaban también como cazadores, y, además de traer piezas y aves para comer, cogían fruta, olivas, uva y aves de corral. Eso contravenía la orden de Zenón de no robar a sus subditos, pero el propio emperador habría tenido que admitir que no se puede exigir a los soldados un comportamiento ejemplar.
A lo largo de la ruta nos saludaban y se nos unían contingentes de guerreros deseosos de combatir a nuestro lado; eran hombres de pueblos germánicos menores —warnos, longobardos y hérulos— que a veces acudían en pequeños grupos y en otras ocasiones constituían la totalidad de los hombres de una tribu, algunas de los cuales llegaban de muy lejos para unírsenos; era una molestia integrarlos en el ejército organizado, por lo que los oficiales se encargaban de ellos de mala gana, pero Teodorico no rechazó a ninguno. De hecho, se esforzó por que se sintieran bienvenidos como compañeros. Cada vez que se nos unía un grupo importante, se celebraba un ritual de jura mutua de lealtad, ellos a él y él a ellos. Aunque acompañaban al ejército varios capellanes arríanos, a Teodorico no le importaba que los sacerdotes tampoco lo vieran con buenos ojos; yo sabía que el cristianismo de nuestro rey era superficial y, como la mayoría de los recién venidos eran creyentes de la antigua religión, Teodorico hacía el juramento de los auths en nombre del dios Wotan.
Aquellas doscientas cuarenta primeras millas nos llevaron a la confluencia del Danuvius con el Savus, a la ciudad de Singidunum; acampamos a la orilla del río y allá estuvimos varios días, en parte para avituallarnos y en parte para que la tropa tuviera su asueto en la ciudad. La guarnición de Singidunum la aseguraba la Legio IV Flavia y, mientras permanecimos allí, muchos soldados de ella se unieron al ejército de Teodorico.
Como aquella ciudad era donde yo me había iniciado en los hechos de armas, me sentí muy en mi ambiente al pisar de nuevo sus calles; mi compañero el príncipe Frido estaba aún más entusiasmado visitándola, porque cuando anteriormente había pasado ante ella en la embarcación que nos llevaba a Novae, yo le había relatado el sitio de la plaza y la derrota del rey sármata Babai.
—Saio Thorn —me dijo animado—, tienes que enseñarme los lugares que me habías dicho.
—Muy bien —contesté yo, mientras paseábamos—. Ahí tienes las puertas que rompimos con las trompetas de Jericó, y que están reconstruidas.
Más adelante dije:
—Ésta es la plaza en que ensarté a un sármata con loriga, y ahí al fondo Teodorico abrió el vientre al traidor Camundus.
Un poco más adelante añadí:
—Desde esa muralla arrojábamos a los muertos por el acantilado para quemarlos. Y ésa es la plaza principal donde se celebró la victoria con un banquete.
Finalmente, dije:
—Te doy las gracias, amigo Frido, por haberme hecho revivir aquellos días de combate. Ahora, ve a buscar en qué entretenerte, que yo quiero entregarme a la diversión tradicional de los soldados.
Él se echó a reír con malicia, me saludó y me dejó solo.
La gente imagina —al menos los que nunca han estado en el extranjero ni han servido en las armas— que los oficiales del ejército toman permiso para relajarse en unas termas respetables y que sólo es la soldadesca la que acude a los lupanares y se emborracha abyectamente, pero me ha sido dado observar que aproximadamente el mismo número de la tropa va virtuosamente a los baños y otro tanto de la oficialidad se dedica a las putas y a la bebida.
Yo fui primero a la mejor terma para hombres y, mientras me deleitaba con el baño, me embriagué ligeramente; después, volví a recorrer la ciudad, bien dispuesto para otros placeres. No tenía muchas ganas de recurrir a un lupanar, ni me era preciso; sabía que tenía suficiente atractivo para atraer a mujeres de mejor condición que una ipsitilla, a pesar de no lucir las galas e insignias de mi cargo. Me había alejado un poco de los baños, cuando mi mirada se cruzó con la de una joven guapa y bien vestida que, como pronto comprobé, también tenía una buena casa, bien amueblada y con todas las comodidades a que puede aspirar una señora, pero le faltaba el marido, que, por ser mercader, había ido a hacer una diligencia al río; hasta ya avanzada la tarde no paramos en mientes de presentarnos. Se llamaba Roscia.
Cuando dos días después volví a salir por la ciudad, me llevé las ropas, adornos y cosméticos de Veleda en una bolsa y hallé un callejón solitario en donde vestirlas sin que me viera nadie. Luego, fui a las mejores termas para mujeres y allí estuve un buen rato deleitándome hasta que salí al atardecer, caminando tranquila y con aplomo —y a la expectativa— como había hecho Roscia. Y, del mismo modo que ella, pronto mis ojos se cruzaron con la mirada admirativa de un atractivo varón; pero tuve que hacer esfuerzos por mantenerme seria cuando me abordó. No era de la ciudad, sino uno de los guerreros, y uno muy joven. Además, a juzgar por su hálito, había bebido bastante para armarse de valor y abordar a las mujeres en la calle.
—Por favor, graciosa dama... —comenzó a balbucir—. ¿Puedo acompañaros?
Yo le miré con frialdad y le contesté con fingida severidad, riéndome para mis adentros:
—Hablas con voz quebrada y vacilante, muchacho. ¿Tienes permiso de tu madre para estar por la calle tan tarde, niu?
Frido se arredró un tanto y, tal como yo había pensado, perdió ánimo a la simple mención de su madre, y tan sólo musitó turbado:
—No necesito permiso...
Yo le pregunté en tono de burla:
—¿O es que acaso me confundes con tu madre, niu?
He de decir que se sobrepuso y me contestó muy digno.
—Deja de tratarme como a un niño. Soy príncipe y guerrero rugió.
—Y un descarado que entabla conversación con una desconocida.
—No sé... —musitó nervioso—. Pensé que tú sabrías qué decirme. Creí que cualquier mujer que pasea sola de noche tenía que ser...
—¿Una noctiluca? ¿Una polilla nocturna? ¿Y qué iba a decirte? ¿Ven al lecho conmigo para que deshuese tu fruto?
—¿Cómo? —replicó Frido, algo atemorizado.
—Quiero decir desvirgar. Poner fin a la inocencia y dar paso a la madurez. La primera vez. Sería la primera vez para ti, ¿verdad?
—Pues...
—Me lo imaginaba. Ven, pues, príncipe y guerrero. Ten, lleva mi escarcela.
Le cogí del brazo y le conduje calle adelante.
—¿Quieres decir que... lo harás? —inquirió aturdido.
—Yo no. Tengo edad para ser tu madre.
—Te aseguro, graciosa dama, que no te le pareces. No hay ninguna mujer. Si conocieses a mi...
—Calla. Era una broma. Ahora voy a llevarte a casa de una dama más complaciente. No está lejos —dejamos de hablar porque él iba muy concentrado en caminar erguido, hasta que llegamos ante la puerta—. Vive aquí —añadí, señalándola—. Lo pasarás bien con Roscia. Es una mujer que tiene el collar de Venus.
—¿No vas a presentarme? No voy a llamar sin más a la puerta de una desconocida...
—Si quieres acceder a la madurez, príncipe y guerrero, debes aprender a hacer las cosas solo. Llámala por su nombre —Roscia— y dile que eres amigo del amigo que vino a verla antes de ayer.
Permaneció indeciso ante la puerta, y yo recogí mi escarcela, convencido de que no tardaría en decidirse. Confiaba también en que Roscia sabría hacer de buena gana hombre a Frido. Y me alegré, pues lo mejor era que el muchacho comenzase a aprender cómo había de comportarse cuando fuese marido de la princesa Thiudagotha, aunque aún no supiese que iba a serlo.
Debo confesar que hubo un momento en que me rondó la idea de hacer yo misma de noctiluca con Frido; era un muchacho guapo, fuerte y atractivo, y yo me habría encargado de que ambos lo hubiésemos pasado bien en su primera experiencia, y estoy segura de que lo habría hecho sin trabas, como había sido el caso con Gudinando, sin que Frido se diese cuenta de que no era una mujer encontrada al azar. ¿Por qué rehusé aprovecharme del placer con la estupenda ocasión que me brindaba el príncipe? Quizá porque el muchacho estaba embriagado y no habría estado bien; o quizá porque había sido tanto tiempo su «hermano mayor» y no deseaba ser otra cosa. O tal vez porque pensé que sería una perversidad ayudarle a prepararse para el matrimonio con mi «sobrina» Thiudagotha, o porque, habiéndole hablado de la madurez, no fuese a demostrársela yo en vez de entregarme con mi habitual impetuosidad libre de toda traba. ¿O sería porque, quizá, en lo más íntimo de mi ser me decía maliciosamente que ya habría tiempo de hacerlo cuando fuese mayor? Aj, era muy complicado.
En cualquier caso, al rehusar la oportunidad mermaron mis deseos de aventura, al menos aquella noche; mientras seguía caminando por Singidunum, advertí miradas de deseo de otros varones, pero las esquivé pudorosa y seguí mi camino hasta dar con otro callejón solitario en donde volví a cambiar de ropa para regresar al campamento.
Hasta que nuestro ejército no reemprendió la marcha, y pasados un par de días, no se me acercó el príncipe Frido, quien, tras unas cuantas bromas, me dijo con timidez:
—Saio Thorn, creo que ahora ya tenemos algo en común. Más de lo que teníamos, quiero decir.
—¿Ah, sí?
—Una amiga común en Singidunum; se llama Roscia.
—Aj, no tan común —repliqué yo con sorna—. Muy liberal, si no recuerdo mal.
Él asintió con la cabeza.
—Me dijeron que tenía el collar de Venus y, como no sabía lo que era, se lo pregunté. Ella se echó a reír y me lo enseñó. Y luego me enseñó... pues... lo que significa el collar de Venus...
El muchacho aguardaba que comentase algo y así lo hice.
—Frido, los hombres galantes no divulgamos los atributos, habilidad o entusiasmo de las mujeres que conocemos por su nombre. Sólo cuando se trata de putas anónimas está admitido hablar de ellas.
—Oh, vái, no me reprendas —replicó, contrito—. Pero... si se puede hablar de mujeres anónimas, te contaré lo de otra de ésas en Singidunum; la que me llevó a donde Roscia. Era de noche y yo no estaba muy sobrio, así que sólo me acuerdo de sus atributos. Tenía una cicatriz en la ceja izquierda.
Podía haber replicado cualquier otra cosa, pero sólo se me ocurrió decir:
—¿Ah, sí?
—Pues sí; era una cicatriz igual que la tuya. Se le notaba mucho. Y se me ocurrió pensar si tú no la conocerías también.
Lo único que hice fue echarme a reír.
—¿Conque una cicatriz en la ceja, eh? Si estabas borracho, no me extrañaría que hubieses visto cinco o seis cejas en cada rostro. Anda, vamos a alcanzar a los vigías a ver si cazamos algo bueno para comer.
A partir de Singidunum, el ejército siguió por la orilla norte del Savus, es decir, que nos hallábamos bien dentro de la provincia de Panonia y podíamos entregarnos tranquilamente al pillaje sin transgredir lo convenido; pero poca gente encontramos a quien quitar comida y poca cosa que arrebatarles. La noticia de nuestro avance nos precedía, y es proverbial que la gente que se halla en la ruta de un ejército sólo tiene dos alternativas: «huir o ayunar». Aquellas gentes, después de recoger la cosecha, habían optado por huir llevándose consigo productos, gallinas y ganado. De todos modos, no nos faltaron aprovisionamientos, pues los depósitos enviados por el río nos aguardaban a intervalos a lo largo del Savus, y aún había mucha caza y las orillas abundaban en hierba para los caballos.
Ochenta millas aguas arriba de Singidunum, cuando nos aproximábamos a la ciudad de Sirmium, Teodorico envió en avanzadilla a un heraldo con la advertencia que habían empleado nuestros antepasados: «Tributum aut bellum. Gilstr aíhthau baga. Tributo o guerra.» Aunque el grueso del ejército aún no avistaba la ciudad, el viento nos traía su olor y todos comenzamos a contener la respiración, bufando y lanzando maldiciones por el hedor; al llegar a ella, comprendimos a qué se debía. Parece ser que el terreno que la circunda es muy adecuado para la cría de cerdos, y por ello en toda Panonia —quizá en toda Europa— Sirmium es el mayor centro de cría y exportación de carne porcina, piel de cerdo, cerdas para cepillo y toda clase de productos derivados.
La ciudad había accedido prudentemente a la primera opción que ofrecía Teodorico, pero, naturalmente, no nos recibió alborozada; sus habitantes no se habían apresurado como los campesinos a recoger sus cosas y a huir por las buenas, y al estar los almacenes de víveres tan bien repletos —y no sólo de cerdo, sino de trigo, vino, aceite, quesos y muchas cosas más— tuvimos de sobra para avituallar al ejército aquel invierno. Sin embargo, el arma defensiva de Sirmium —su mal olor— nos hizo desistir de ocuparla, devastarla, albergar tropas en las casas o molestar a ninguno de los habitantes, sino que asentamos el campamento de invierno bien lejos de ella y donde el viento no llevara el olor.
Tuvimos también que prescindir de algunas de las diversiones y entretenimientos de que habíamos gozado en Singidunum, porque, aun después de habernos comido todos los cerdos de los corrales y acabado con la carne de los almacenes, la ciudad aún apestaba, y hasta las termas, las mujeres de los lupanares y las polillas nocturnas olían tan mal que no se podía uno acercar a ellas. Por eso nadie, ni tampoco yo ni el príncipe Frido, sintió la tentación de ir a la ciudad a bañarse o a buscar putas; los soldados se mantuvieron conscientes en sus puestos, haciendo sus deberes militares al sano aire libre todo el invierno.