CAPÍTULO 6

Amalamena dio varias instrucciones al faúragagga para los preparativos de la expedición y le ordenó que vinieran a sus aposentos otros sirvientes y ayudantes militares para darles igualmente instrucciones. Y, después, me dijo:

—Con la ilusión del viaje me he cansado un poco, Thorn. O quizá fuese la saludable risa que me has provocado —dicho lo cual, volvió a reírse—. Así que me retiro a descansar. Costula te mostrará tu alojamiento y mandará que traigan tu bagaje. Volveremos a vernos para cenar en el nahtamats.

Así pues, Costula y yo salimos del salón, y en cuanto estuvimos fuera, le pregunté:

—El lekeis que atiende a la princesa, ¿es un haliuruns, un astrólogo o uno de esos qvaksalbons?

—Aj, nada de eso. El lekeis Frithila os envenenaría si os oyera hablar así. Es un hombre muy culto y hábil, que bien merece el título romano de medicus. ¿Cómo va una familia real a confiar en un qvaksalbons?

—Me imagino que no. Condúceme ante ese Frithila para que me dé permiso antes de que la princesa, y tú, llevéis demasiado lejos los preparativos para el viaje a Constantinopla.

—Eso es. Iremos a verle ahora mismo. Dejad que pida una silla, saio Thorn, que está muy lejos para mis débiles piernas.

Cruzamos una serie de calles y callejones y llegamos a una casa de buen aspecto, en donde entramos en una sala de espera llena de pacientes, todos mujeres y niños de corta edad. Allí aguardé yo mientras Costula pasaba a otra habitación; al cabo de unos minutos salió de ella una mujer arreglándose el vestido, y por la puerta asomó Costula la cabeza, haciéndome seña de que entrase.

—¿Y bien? —bramó el lekeis en cuanto hube entrado. Era un hombre casi tan viejo como el faúragagga, pero de ojos mucho más despiertos y rápido de gestos—. ¿A qué viene esta urgente consulta, niu? Tenéis un aspecto más que saludable.

—He venido para consultaros sobre la salud de la princesa.

—Pues podéis marcharos por donde habéis venido, porque mi juramento de Hipócrates me prohibe hablar del estado de los pacientes a quien no sea un físico en consulta.

—¿Le has dicho al lekeis quién soy? —pregunté al mayordomo.

—Me lo ha dicho —dijo Frithila—. Y tanto me daría que fueseis el obispo patriarca de...

—Os lo diré por las claras —dije, dando un manotazo en la mesa—. La princesa desea acompañarme en un viaje a Constantinopla.

Él me miró un tanto desconcertado, pero se limitó a encogerse de hombros, contestándome:

—Afortunado joven, no veo razón para que no lo haga.

—Escuchad, lekeis Frithila, soy mariscal del rey y amigo suyo por ende. Y no voy a correr el riesgo de hacer con su hermana un viaje tan largo sin la seguridad por vuestra parte de que no puede perjudicarle.

El físico se manoseó la barba pensativo, mirándome detenidamente. Luego, se volvió hacia Costula y dijo:

—Déjanos solos.

Una vez que el chambelán hubo salido, Frithila se me quedó mirando un rato más y, finalmente, inquirió:

—¿Sabéis un poco de latín y griego? —yo dije que sí—. Muy bien. Pues incluso un lego como vos habrá notado que la princesa padece marasmus, cacoquimia y caquexia.

Yo me quedé estupefacto, pues nunca había oído aquellos vocablos en ningún idioma y no habría podido advertir los síntomas en nadie, pero daban a entender que la princesa estaba mucho peor de lo que me había parecido.

—Lo único que he advertido, lekeis, es lo pálida y delgada que está y que se cansa fácilmente.

—Eso es precisamenmte lo que he dicho —espetó él—. Aspecto de malnutrición, de humores físicos alterados y mala salud general. Cuando la vi así por primera vez, insistí en que se dejase examinar, pese a que ella alegaba que se sentía estupendamente. Bien, en el caso de una paciente debilitada, lo primero que, lógicamente, piensa el físico es clorosis del flúor albus o alguna otra abrasión del vientre, ¿niu?

—... Desde luego.

—No obstante, ella afirmaba que aunque sentía algún dolor, comía bien y que todas sus funciones eran normales y regulares. Y yo no detecté fiebre, ni rapidez de pulso, ni flujos purulentos desagradables ni importantes en sus partes femeninas. Salvo —añadió, esgrimiendo un dedo—, salvo una ligera secreción en un linfoma límpido y cristalino. Lo cual, naturalmente, me hizo sospechar un infarto o resistencia en otro lugar distinto al vientre, ¿niu?

—Claro.

—Pero ninguna palpación ni percusión en el tórax y abdomen me permitió descubrir tal induración. Por consiguiente, tan sólo prescribí cataplasmas calóricas y en cuanto a medicinas, un calibeado para promover una inspiración de la sangre y como desobstructor para un posible tracto intestinal atascado.

Nada de lo que me decía me aclaraba el estado de salud de la princesa, pero viendo su expresión, pregunté:

—¿Y vuestros remedios no sirvieron para restablecer su salud?

—Ne —contestó taciturno—. Pero ella seguía sin sentir molestias y no volvió a prestarse a otra consulta; desgraciadamente, durante varios meses no tuve ocasión de volver a encontrármela por la calle, ocasión en la que me sorprendió constantar que su palidez y languidez no habían mejorado, e insistí en pasar a visitarla. Esta vez, al palpar —oh vái—, sí que noté una induración en el abdomen.

—Lekeis, ¿por qué decís «desgraciadamente» y «oh vái»?

—Porque... si lo hubiese descubierto antes... —contestó con un suspiro, meneando la cabeza—. Es un escirro maligno. Un escirro oculto, ya que tanto ha tardado en manifestarse y sigue sin producirle dolor. Por lo que he podido determinar, no está alojado en el intestino ni en el vientre, sino en el mesenterio; así que debe ser de la clase que los lekjos —por lo maligno— denominamos cáncer. Pero no puedo asegurarlo hasta que no vea si las venas en torno al mal se han inflamado en forma de pinzas de cangrejo. Y eso no puedo verlo sin abrir el abdomen.

—¿Rajar a la princesa? —exclamé atónito.

—Aj, no mientras esté con vida, claro.

—¿Mientras esté con vida?

—Joven, ¿por qué no hacéis más que repetir lo que digo —replicó airado— cuando al parecer no habéis entendido una palabra de cuanto he dicho? La princesa tiene un cáncer, un escirro consuntivo con desarrollo en el mesenterio. El gusano carroñero, como le llaman algunos. Con el tiempo se extenderá a los demás órganos. Amalamena no está simplemente enferma; está muriéndose.

—¿ Muriéndose ?

—¿Es que ni siquiera entendéis ese lenguaje tan claro, niu? Aj, mariscal, estáis muriendo, yo estoy muriendo... La princesa va a morir joven, y no puedo predecir cuánto va a durar, pero esperemos que sea pronto.

—¿Pronto?

—Iésus —gruñó, alzando las manos al cielo—. Si el liufs Guth tiene piedad de ella —añadió con forzada paciencia—, morirá pronto y sin dolor y sin tacha aparente, pero si tarda en morir, el escirro se abrirá paso hacia afuera en forma de horripilante abceso supurante. Además, conforme el cangrejo apresa con las pinzas otros órganos, hará que se le hinchen unas partes del cuerpo y otras vayan enlaciándose. Un horror. Una muerte tan lenta conllevaría unos padecimientos tan insufribles, que no se los desearía al mismísimo diablo.

—Iésus —exclamé a mi vez—. ¿Y no hay una medicina... o quizá un jarabe...? —añadí.

De nuevo alzó las manos y suspiró.

—No es una herida de guerra que pueda curar con un vulnerario. Y ella no es una mujer boba que crea en demonios a quienes se les pueda engañar con amuletos; y un jarabe lo único que haría es irritar el escirro y activar su diseminación. Aj, a veces me gustaría seguir viviendo en los buenos tiempos de antes; otrora, cuando un lekeis se veía ante una enfermedad misteriosa e incurable, ponía a sus pacientes en un cruce público con la esperanza de que alguien que pasase —quizá un extranjero— reconociese el mal y le dijese cómo lo había visto curar en otro lugar.

—¿Y no se puede hacer nada?

—Sólo los recursos desesperados. En la antigüedad se prescribía beber leche de burra y bañarse en agua con salvado de trigo cocido. Es lo que estoy prescribiendo ahora a la princesa, aunque no hay constancia de que haya servido de nada en ningún caso. Además, suponiendo que el escirro sea un cáncer, le he dado unos polvos de la sustancia calcárea llamada ojo de cangrejo a tenor de la paliación homeomérica que pueda procurarle. Aparte de eso, sólo puedo administrarle un lenitivo —brionia— con la esperanza de que disuelva la materia morbosa, y aceite de bayas de ancusa para calmarle los nervios. Cuando se inicien los dolores, si llega el caso, le daré trozos de raíz de mandragora. Pero no quiero prescribir ese lenitivo hasta que no sea necesario porque cada vez necesitaría mayores dosis.

—¿Y, aun así, la dejaréis que viaje? —inquirí, sin acabar de entenderlo.

—¿Por qué no? De aquí a Constantinopla hay muchas burras de leche y mucho trigo del que puede obtenerse salvado. En cuanto a medicamentos, le daré una reserva para que no le falte. A vos puedo entregaros las raíces de mandragora a fin de que se las administréis en caso necesario. A Amalamena puede resultarse más beneficioso el viaje que ningún medicamento. Ya le he recomendado que se divierta y busque alegres compañías. Vos sois alegre compañía, ¿niu?

—Así le parece a ella —musité—. ¿Le habéis dicho...? —inquirí, sin poder terminar la pregunta.

—Ne. Pero Amalamena no es tonta y sabe para qué son los lenitivos. Simplemente su gran deseo de aprovechar la oportunidad del viaje traduce que sabe lo que le espera; es evidente que quiere ver algo de mundo antes de morir. No creo que haya salido muy lejos de la ciudad desde que nació. Y si prefiere morir en otro sitio... pues, al menos no tendremos que ser testigos de su muerte.

—Parece que os tomáis a la ligera el hecho de que seguramente es vuestra paciente más importante —dije yo mordaz.

—¿A la ligera? —replicó, volviéndose enfurecido y apuntándome con el dedo a la nariz—. ¡Cachorro contumelioso! Habéis de saber que yo asistí al parto de la princesa. La niña más preciosa y feliz que he visto en mi vida. Cualquier recién nacido, cuando se le sujeta en el aire para darle el azote, da la primera bocanada en este mundo con un fuerte llanto. Pues ¿sabéis lo que hizo Amalamena? ¡Reír!

En medio de sus protestas, el anciano había comenzado a llorar.

—Tranquilizaos, lekeis Frithila —dije, escarmentado y avergonzado, casi a punto de llorar—. Consentiré en que la princesa me acompañe, tal como desea, y prometo cuidarla. Tal como decís, me esforzaré —aunque sea a costa de hacer el tonto— por ser una alegre compañía, hacerla reír y procurar que disfrute en el viaje. Dadme el medicamento de la mandragora, y, si estoy junto a ella cuando llegue el final, haré cuanto sea necesario por dulcificárselo.

Al reunirme con el anciano Costula aún era de día, y le pedí que me acompañase a otros sitios. Fuimos primero al cobertizo de los muelles en que yo había dejado mis pertenencias, y cogí tres cosas para llevarlas yo y el chambelán; los porteadores cargaron el resto colgándolo de las pértigas de la litera. A continuación, le dije que me llevase al taller del mejor gulthsmitha o aurifex de la ciudad y me lo presentase; di al orfebre uno de los objetos que yo mismo llevaba, a ver si podía engarzarlo en oro para hacer con ello un suntuoso regalo.

—Nunca había recibido encargo semejante, saio Thorn —dijo él—, pero lo haré lo mejor que sepa. Y, ja, lo tendré listo para antes de vuestra marcha.

Finalmente, le dije a Costula que me mostrase la calle que conducía colina arriba hacia el otro lado donde estaba el campamento militar. Hecho lo cual, dejé que se fuera con los porteadores y mi bagaje a palacio y seguí solo. Los centinelas del campamento debían esperar mi llegada, pues no me pidieron que me identificara ni mostraron sorpresa alguna de que alguien como yo y tan joven fuese mariscal del rey. Obedecieron inmediatamente mi petición de enviar un ordenanza a buscar al optio Daila, quien, nada más llegar, ya había previsto lo que iba a pedirle.

—Saio Thorn, he mandado al fillsmitha que deje todo lo que tenga pendiente y te tome medidas para la armadura. Y el hairusmitha ya ha comenzado a forjar la hoja de lo que será la nueva espada, una vez que hayan tomado también las medidas.

Me condujo al taller del armero y yo le entregué otra de las cosas que llevaba —el casco que me habían hecho en Singidunum— y le dije que lo adornase con arreglo a mi categoría. Me dijo que así lo haría y que embellecería de igual modo la coraza, para la cual comenzó a tomarme medidas.

—Custos, procurad hacerla también de modo que cuando la revista no parezca un simple escarabajito —dije yo en guasa, ante lo cual el hombre se quedó perplejo, mientras Daila cambiaba de peso sobre sus piernas y contenía la risa.

Luego, me llevó al taller del espadero, en donde tuve el privilegio de ver cómo se hacían las famosísimas espadas «serpentinas», privilegio que ni siquiera a muchos guerreros ostrogodos les era concedido. El hairusmitha tenía ya bastante avanzada la mía, pero me explicó afablemente todo el proceso. O casi todo.

Lo primero consistía en calentar ocho varillas finas de hierro hasta ponerlas al rojo vivo, manteniéndolas así entre brasas para que la superficie del hierro absorbiese suficiente carbón que lo convirtiese en acero, sin que el hierro del núcleo de las varillas se modificase; mientras las varillas estaban al rojo vivo y conservaban su flexibilidad, se entrelazaban de un modo muy parecido a como una mujer se hace las trenzas, y, una vez enfriada la trenza, se volvía a calentar, se la cortaba en trozos, se volvían a hacer ocho varillas, éstas se volvían a calentar en las brasas y se retorcían de nuevo. Y así sucesivas veces, retorciendo cada vez las nuevas varillas en distinto orden hasta que el herrero consideraba que había obtenido la mezcla adecuada para la porción central de la hoja.

Pasaba a martillearla en el yunque, dándole en bruto forma de espada y luego forjaba por ambas caras una tira de acero finamente templado destinado a constituir los dos filos; lo amolaba hasta darle la forma más exacta y después la limaba, la bruñía y la pulimentaba perfectamente. Durante el proceso, iba apareciendo en la sección central el característico dibujo azulado, conforme se retorcían una y otra vez las varillas centrales y, con todo, el armero no podía prever la forma definitiva del dibujo; las más de las veces, como en el caso de la espada que me estaba haciendo, aparecía un dibujo en forma de serpientes entrelazadas, pero podía semejar un haz de trigo, olas o bucles.

—Y, aparte de la belleza de la espada —dijo ufano—, tiene una magnífica flexibilidad. En combate, se rompe tres veces menos que cualquier espada hecha de una sola pieza. La hoja serpentina es incomparablemente superior a la de las armas romanas o de cualquier otra nación. Sin embargo, el verdadero secreto es la última fase.

Ahora me mostraba la espada terminada —o lo que yo creía que lo era— sujeta con las tenazas en la fragua, mientras los aprendices le daban a los fuelles poniéndolo todo al rojo vivo.

—Y para esta fase, saio Thorn —añadió— debo pediros que tengáis la bondad de salir del taller mientras la llevo a cabo.

Daila y yo salimos obedientemente y desde afuera oímos un fuerte sonido como un siseo hirviente. Al cabo de un rato, salía el armero con la hoja azul plateada aún humeante, diciéndonos:

—Ya está. Ahora, saio Thorn, debo mediros la longitud del brazo y el arco de giro para darle a la hoja el largo adecuado. Luego, habréis de elegir la empuñadura, la guarda, y tengo que pesarlo todo para equilibrarlo, y luego...

—Pero ¿cuál es el secreto de la última fase? —inquirí—. El optio y yo lo hemos oído y es evidente que has apagado la hoja al rojo en agua.

—Apagado, ja —contestó él, con malicia—, pero no en agua. Otros herreros hacen eso, pero no los que hacemos las espadas serpenteadas; hace tiempo que aprendimos que bañar el metal al rojo vivo en agua produce vapor y que ese vapor forma una barrera entre la hoja y el agua, lo que impide que el metal se enfríe de golpe y adquiera el temple deseado.

—¿Puedo aventurar, fráuja hairusmitha, lo que se utiliza para el temple? ¿Aceite frío? ¿Miel fría? ¿Arcilla húmeda fría?

—Me temo, saio Thorn —contestó el hombre, meneando la cabeza y sonriendo—, que habríais de ser mucho más que mariscal, o que rey, para saber el secreto. Deberíais ser maestro herrero como yo. Somos los únicos que lo conocemos y se guarda celosamente desde hace siglos. Por eso sólo nosotros podemos hacer las espadas serpenteadas.

La tercera cosa que llevaba se la entregué en la mesa a Amalamena cuando aquella noche cenábamos nahtamats en el comedor de palacio.

—He decidido que me acompañes a Constantinopla a condición de que, durante todo el viaje, lleves esto en tu persona.

—Encantada —dijo ella, contemplando el objeto de cristal y latón—. Es bonito. ¿Qué es?

—Un pomo que hasta hace poco guardaba una gota de leche de la Virgen.

—¡Gudisks Himins! ¿Es cierto? Hace casi quinientos años que la Virgen amamantó al niño Jesús —comentó ella, persignándose.

—El pomo era de una abadesa que afirmó que era auténtico. Espero que sea como una garantía de seguridad mientras estés bajo mi responsabilidad. Mal no puede hacer.

—Ne. Y para que cobre mayor eficacia, me creeré que es auténtico —añadió ella, quitándose una cadenita de oro que llevaba al cuello y enseñándome dos chucherías que colgaban de ella—. Me las regaló mi hermano el día de mi cumpleaños —dijo sonriendo del modo malicioso tan frecuente en ella—. Así, iré bien protegida. ¿Niu?

Asentí con la cabeza. Uno de los adornos era una crucecita levemente truncada por arriba; y ése era el motivo de su sonrisa maliciosa, porque podía colgarse de la cadena al revés, de manera que pareciese el martillo de Thor. El otro dije era el sello de Teodorico en minúscula filigrana de oro. Ahora que ya llevaba mi frasquito de la leche de la Virgen en la misma cadena, podía decirse que la princesa estaba protegida contra el mal por partida doble. Si bien, a decir verdad, yo esperaba que el frasquito la protegiese contra algo peor que los accidentes. El lekeis Frithila se había mofado de los medicamentos «amuléticos» y quizá estuviese comportándome como una de esas «mujeres crédulas» a que con sorna se había referido, pero esperaba que el frasquito resultase un auténtico talismán que librase a Amalamena de su terrible mal.

—Ahora que estoy bien protegida, Thorn —dijo ella, sin dejar de sonreír—, dime por qué no te dejas una buena barba gótica para...

—¿Para proteger mi delgado cuello? Ya me lo han dicho antes. Bien, por un motivo. Soy el emisario de Teodorico en tierras en las que se habla griego y los griegos no se dejan barba desde que Alejandro decretó su abolición. Y san Ambrosio dice: «Si fueris Romae...». O, en este caso: «Epeí en Konstantinopoléi...»

Amalamena dejó de sonreír e inmediatamente pinchó meditativa con el cuchillo el trozo de pescado a la brasa que nos habían servido, diciendo:

—Ya sé que deseas que te reciban calurosamente en la corte del emperador León, pero no sé si lo harán.

—¿Por qué no iban a hacerlo?

—Hay factores... y tendencias... que tú ignoras. ¿No has notado nada esta tarde en el campamento militar? ¿No advertiste nada sorprendente?

—No es muy grande y hay menos guerreros de lo que habría pensado —ella asintió con la cabeza a lo que yo decía—. ¿Es que han salido ya hacia Singidunum la mayor parte de las tropas para unirse a Teodorico, o están acampadas en otro lugar?

—Algunas están de camino, ja, y otras guarnecen otros puntos de Moesia, pero puede que estés equivocado en cuanto al número de soldados que manda mi hermano.

—Bueno, sé que sólo llevó seis mil de caballería para el asedio de Singidunum. ¿Cuántos más hay?

—Unos mil más de a caballo y unos diez mil de a pie.

—¿Qué? Si me han dicho que tu pueblo —mi pueblo— son unos doscientos mil... Con que una cuarta parte de los ostrogodos fuesen guerreros, habría una fuerza de cuarenta mil.

—Cierto, si todos reconociesen a mi hermano como rey. ¿Es que no has oído hablar del otro Teodorico?

Recordé que Wyrd, hacía años, me había hablado de algo de eso.

—Si no me engaño, ha habido varios Teodoricos entre los godos —dije.

—Ahora sólo hay dos importantes. Mi hermano y Teodorico el viejo, un primo lejano de mi padre Teodomiro, casi de la misma edad; el Teodorico que ha asumido el pomposo auknamo romano de Triarius «el más experto guerrero».

Me esforcé por recordar lo que me había contado Wyrd.

—¿Es el que lleva otro agnomen romano? ¿Un auknamo irrisorio y despreciativo?

—Estrabón. Ja, él es. Teodorico el Bizco.

—Bueno, ¿y qué sucede con él?

—Muchos ostrogodos le consideran rey. Al fin y al cabo pertenece al mismo linaje amalo que mi padre y mi tío. Así, ya antes de la muerte de Walamer y Teodomiro, la nación ostrogoda quedó dividida en dos bandos: el de los dos hermanos y el de ese primo. Y Estrabón cuenta con otros aliados: los estirios del rey Edika, a quienes mi padre derrotó poco antes de morir, y los sármatas del rey Babai, a quienes tú y mi hermano acabáis de vencer. Aunque los estirios y los sármatas no le apoyen con tanta fuerza, al morir mi padre y mi tío, Teodorico Estrabón se proclamó rey único. Y no sólo de los ostrogodos, sino del linaje balto, el de los visigodos asentados hace mucho tiempo en el Oeste y que a lo mejor ni han oído hablar de él.

—Ese hombre debe tener el cerebro como los ojos. Aunque se proclame rey de una nación no quiere decirse que lo sea.

—Ne. Y la mayoría del pueblo que era leal a mi padre ha reconocido a mi hermano como auténtico sucesor.

—¿Sólo la mayoría? ¿Por qué no todos? Nuestro Teodorico lucha por conservar las tierras, los recursos y los derechos de todos los ostrogodos. ¿Hace algo comparable el bizco?

—Tal vez no le haga falta, Thorn, porque puede que uno u otro emperador, León o Julius Nepos, se lo den.

—No lo entiendo.

—Como te he dicho, hay varias tendencias. Desde tiempos inmemoriales, el imperio romano teme y detesta a todas las naciones germánicas, y ha hecho cuanto ha podido por mantenerlas enemistadas entre sí para disipar el peligro de que acaben con el imperio. Y esto es mucho más evidente desde que el imperio adoptó el catolicismo cristiano y las naciones germánicas el arrianismo —dijo Amalamena, encogiéndose de hombros y frunciendo sus rubias cejas—. Aj, tanto Roma como Constantinopla estaban satisfechas de tener como aliados a los pueblos germánicos cuando la invasión de los hunos, pero con la muerte de Atila y la dispersión de esos salvajes, los emperadores de oriente y occidente ha reanudado la política de mantener enfrentadas a las naciones germánicas para reducir el peligro del imperio.

—¿Y por qué el imperio oriental y occidental han de ponerse de parte de uno u otro Teodorico? —inquirí.

—No lo harán por mucho tiempo, pero en este momento, al haberse proclamado Teodorico Estrabón rey de los ostrogodos y visigodos, para el imperio romano es una ventaja reconocerle. Así, tratando con Estrabón, el imperio se hace la idea de que trata con todos los godos de Europa y con sus aliados germánicos y de otros pueblos.

Era una cosa bien curiosa oír a una mujer hablar de asuntos políticos y hablar con tanto conocimiento, y tuve que procurar lo mejor que pude que mi pregunta no resultase escéptica ni paternalista.

—Amalamena, ¿es la situación tal como la ves tú o es el sentir general?

Ella me dirigió aquella mirada del fuego de Géminis, no exenta de burla, y contestó:

—Juzga por ti mismo. Las últimas noticias dan cuenta de que Teodorico Estrabón ha enviado a su hijo único Rekitakh, un joven que tendrá tu edad, a vivir a Constantinopla —igual que mi padre envió a mi hermano pequeño hace muchos años— para que sea rehén y garantía de su alianza con el imperio oriental.

—Entonces no cabe duda —musité— de que Estrabón es el Teodorico que cuenta con el apoyo del emperador. ¿Tu hermano sabe todo esto?

—Si no lo sabe, no tardará en enterarse. Y puedes estar seguro de que no aceptará la situación sin hacer nada; en cuanto pueda dejar Singidunum no dudará en enfrentarse a Estrabón, que es precisamente lo que quiere el imperio —dijo con un suspiro—. Que los godos se enfrenten unos a otros.

—A menos que nuestra embajada en Constantinopla tenga éxito y consigamos el pacto que desea tu hermano —dije esperanzado.

Amalamena sonrió con aire melancólico, como admirada por mi poco justificado optimismo.

—Ya te he dicho como están las cosas, Thorn. Tenemos pocas probabilidades.

—Entonces, tal como te lo advertí, puede que el viaje sea un riesgo. Yo soy el mariscal del rey y es mi deber llevar a cabo la misión. Pero en tu caso, creo conveniente que no hagas el viaje.

Ella estuvo un instante sin decir nada, como pensándolo, pero, finalmente, meneó su bella cabeza y dijo:

—Ne. Antes pensaba que se está más seguro y protegido en un rincón, pero incluso allí el destino te llega.

Como no estaba seguro de si sabía que yo me daba cuenta de lo que quería decir, no contesté y la dejé que siguiera hablando.

—Soy la princesa de los godos ámalos y prefiero enfrentrarme abiertamente a cualquier adversario o reto. Iré contigo, Thorn. Y espero no ser impedimento a tu misión. Recuerda que ahora llevo el pomo de leche de la Virgen. Recemos para que nos ayude en esta causa.

—En todas las causas, princesa Amalamena —balbucí—. Sé, pues, bienvenida al viaje.