CAPÍTULO 3

Cuando regresé a la armería, el custos Ansila había cumplido la orden de Teodorico y se hallaba con unos aprendices del herrero cortando, doblando y soldando los envases para la avena. Luego, mientras el maestro herrero daba los laboriosos toques finales a mi casco, Ansila me dijo:

—A ver qué más necesitas. Déjame ver tu espada —la desenvainé, y él hizo un gesto de desdén al ver que era el gladius romano corriente—. ¿Y con eso has luchado, matando enemigos?

—Ja, sí que ha matado —contesté, callándome que la víctima había sido una vieja huna indefensa.

—Bueno, pues consérvala para este combate —dijo con un gruñido—. Sin embargo, necesitarás una espada goda serpentina; pero habrá que hacerla de peso y longitud acordes con la longitud y la fuerza de tu brazo y según tu estilo de lucha. Por ahora sigue usando ésa, a la que estás acostumbrado, por inferior que sea. Y toma uno de estos escudos, que son todos iguales y no necesitan adaptación.

Cogí uno de una ristra que había colgada de una viga. No era el scutum romano rectangular, grande y pesado, previsto para proteger todo el cuerpo, sino redondo, hecho con mimbre trenzado muy tupido, salvo el ombligo y el reborde metálicos, y no más grande que la tapa de un cesto, porque su cometido era simplemente parar los golpes del enemigo y los proyectiles. Lo agarré por el asa del centro y lo moví de un lado a otro para irme acostumbrando.

—Ahora tienes que esperar un rato a que te Hagan la cota —prosiguió Ansila—, porque también tienen que adaptártela y es un proceso laborioso. Primero hay que cocer el cuero y luego amoldarlo bien al torso mientras está reblandecido, para darle forma definitiva cociéndolo hasta que quede duro como el hierro. Pero para el combate inmediato necesitarás uno; ahí en ese rincón hay unos cuantos sobrantes. Busca el que mejor te siente.

Comprendí por qué eran sobrantes, pues todos estaban desgastados, algunos desgarrados, perforados o quemados y los había con manchas de sangre; advertí también que todos ellos, aparte de estar artísticamente moldeados para adaptarse al cuerpo del guerrero, reproducían exageradamente la anchura de los hombros, y la importancia de los músculos del pecho, estómago y espalda. No tuve dificultades en encontrar uno que me sirviera en aquel montón de sobrantes. Como era mucho más bajo y delgado que cualquier adulto godo, cogí el más pequeño —que no lo era tanto— y Ansila me ayudó, sujetando la parte delantera y posterior, mientras yo me abrochaba las correíllas que las unían.

Luego, se apartó y me miró de arriba a abajo con gesto escéptico, musitando:

—Un poco grande...

Me sentía algo ridículo con mi cuello delgado asomando por aquel torso de cuero que tenía un relieve de una musculatura de Hércules y con una casaca acolchada de cuero que me colgaba hasta las rodillas. Pero era lo único que había Y dije:

—Es amplio, ja, pero no me impide los movimientos. Me valdrá.

Él se encogió de hombros.

—Pues sólo te faltan las polainas, pero eso puedes procurártelas tú. Mira, el faber te ha acabado el casco; pruébatelo a ver si necesita algún retoque.

Me iba perfecto. Aunque al cogerlo me pesaba, al ponérmelo en la cabeza no me abrumaba, pues el forro acolchado interior se me ajustaba muy bien y las correíllas para sujetarlo bajo la barbilla no eran ni muy tensas ni muy flojas. La pieza de protección de la nariz cumplía su cometido sin rozarla y las orejeras me llegaban adecuadamente a los pómulos y a la mandíbula; y también el protector del cuello estaba bien adosado, sin que me rozara la espalda ni la coraza. Me imaginé que debería tener el mismo aspecto imponente de Teodorico cuando había llegado hasta mí cabalgando, y ya comenzaba a sentirme un auténtico guerrero ostrogodo, cuando el faber dijo con brusquedad:

—Joven, te aconsejo que te dejes una buena barba que te proteja esa delgada garganta.

No le contesté, pero le comenté respecto al casco:

—No tiene una ranura arriba para la cimera de desfile.

—¡Vái! —farfulló Ansila—. ¡Los godos no desfilan como romanos presumidos! ¡Cuando un godo mueve las piernas es para ir contra el enemigo! ¡Cuando un godo se cala el casco es para entrar en combate, no para una revista ceremoniosa ante un cónsul romano afeminado!

Y el faber añadió:

—No he adornado el casco con ninguna figura cincelada ni en relieve porque no me daba tiempo, aparte de que no sé cuál sería el adorno adecuado, puesto que ignoro el grado que te ha concedido Teodorico.

—Ninguno, que yo sepa —dije animado—, pero os doy las gracias, camaradas, y a vuestros aprendices, por lo bien que habéis trabajado. Thags izei. Volveré cuando llegue el momento a poner los tapones en las trompetas de Jericó.

Teodorico envió a sus hombres a talar un árbol adecuado aguas arriba, lejos de la ciudad, para que los sármatas no oyeran los hachazos, y ellos eligieron un ciprés alto, recto y fuerte, porque esa clase de árbol tiene muchas ramas pero poco desarrolladas. Una vez abatido, cortaron algunas ramas totalmente, dejando otras recortadas a lo largo del tronco a modo de asas para su transporte y para los guerreros que lo usaran como ariete. Luego, mondaron uno de los extremos y lo endurecieron al fuego y lo bajaron flotando por el Savus, escondiéndolo en la orilla, para, al amparo de la oscuridad, subirlo por la cuesta y dejarlo oculto en un lugar cerca del punto de ataque.

—Muy bien, Thorn. Ahora te toca a ti —dijo Teodorico.

—Nunca he asaltado una ciudad —dije—. ¿Cuál es el mejor momento? ¿De día o de noche?

—En este caso, de día, porque los ciudadanos están mezclados con los sármatas y prefiero poder distinguirlos para no matar a muchos no combatientes.

—Pues sugiero —dije con cierta vacilación— que preparemos los recipientes de avena y nos apresuremos a colocarlos antes del amanecer. No sé cuánto tiempo tardarán en estallar, pero imagino que lo harán durante el día. No estoy seguro.

—En ese caso —dijo él con indiferencia—, tanto peor para los ciudadanos; sea de día o de noche, cuando la puerta caiga, damos el asalto. Así pues, tal como dices, inicia los preparativos antes del amanecer.

Me asignó seis hombres, pues el armero ya había fabricado veintiocho «trompetas de Jericó» —como todos comenzaban a llamarlas— y calculé que cada hombre podía transportar cuatro, más una maza, y a la carrera. No tardamos mucho los siete en llenarlas de granos de avena y como había que cerrarlas con los tapones de hierro casi simultáneamente, los aprendices del herrero los habían calentado al rojo vivo; yo y mis ayudantes echamos agua en ellas, el herrero hizo su cometido con la soldadura y las fue obturando mientras Ansila y los aprendices martilleaban sin pérdida de tiempo las junturas.

Una vez que se hubieron enfriado lo suficiente para poderlas asir, yo y mis hombres cogimos cuatro bajo el brazo, nos proveímos de una maza de madera y subimos de prisa la cuesta hasta las últimas casas ante el espacio abierto de la puerta a la ciudad, donde aguardaba Teodorico con unos arqueros ocultos.

—¿Dispuestos? —dijo Teodorico sin mostrar excitación, señalando hacia el Este—. Ya empieza a enrojecer el día como esa muchacha mía. Creo que a partir de ahora la llamaré Aurora.

Advertí que hablaba de ese modo para tranquilizar a sus hombres, o a mí, ya que aquel amanecer era el emblema de mi primer día como guerrero ostrogodo.

—Cuando dé la señal —añadió— los arqueros dispararán una lluvia de flechas contra la muralla, y vosotros podéis correr a cubierto hasta la puerta. Vamos a ello. ¡Que así sea! ¡Guerreros, a vuestros puestos! —exclamó poniéndose al frente de los arqueros, que salieron a descubierto en la calle que desembocaba en la puerta—. ¡En posición! ¡Apuntad! ¡Disparad!

Se oyó un ruido como la súbita descarga de un fuerte aguacero al salir disparadas tantas flechas a la vez; los arqueros volvieron a cargar y a disparar de nuevo y de inmediato, casi tan rápido como Wyrd y yo lo hacíamos.

—¡Adelante, mis hombres! —grité yo, y echamos a correr hacia la puerta. A los centinelas sármatas debió cogerles tan de sorpresa la lluvia de flechas, que ni siquiera nos vieron avanzar en la oscuridad, pues no nos recibieron a flechazos y todos alcanzamos el arco sin un solo rasguño.

Yo ya había explicado lo que teníamos que hacer y no perdimos tiempo; ayudado por otro, comencé a empotrar los recipientes de un extremo a otro en las fisuras de abajo y martillearlas como si fuesen cuñas; otros se dedicaron a meterlos en las de las jambas, en la del centro y en las del postigo; uno se subió a hombros de un compañero y metió unos en unas grietas verticales altas a las que yo no había podido llegar.

Los sármatas debieron oír el ruido que hacíamos y me imagino su sorpresa, pues para unos defensores atentos a escuchar el estentóreo batir de un ariete, aquellos débiles mazazos les parecerían tímidas llamadas. Cuando hubimos terminado, a uno de los hombre le quedaba un recipiente, y buscaba angustiosamente una ranura donde introducirlo.

—Guárdalo, que nos lo llevaremos para observarlo y ver el proceso; así sabremos cómo se hinchan y cuándo estallan, y si el estallido logra lo que esperamos. Ahora, echaremos a correr todos juntos a cubierto. ¡Adelante!

Regresamos también sin un arañazo y Teodorico ordenó a sus hombres que dejasen de arrojar flechas y se pusieran a cubierto detrás de las casas. Yo y él habíamos hablado de lo que había de hacer la tropa mientras aguardábamos que estallasen las trompetas de Jericó, y habíamos llegado a la conclusión de que no había mucho que hacer; si se mantenía el acoso con lluvia de flechas, eso no impediría que los sármatas fuesen a ver lo que habíamos hecho en la puerta y no habríamos hecho más que un gasto de flechas y energía. De todos modos, si los sitiados llegaban a la puerta por el otro lado, no podrían ver lo que habíamos preparado, y era indudable que no iban a abrir para mirarla por fuera.

Así, Teodorico se contentó con reunir a sus centuriones y decuriones para decirles lo que debían hacer sus respectivas unidades y cuándo si la puerta cedía. Lo primero, naturalmente, era que los hombres más altos, fuertes y pesados salieran inmediatamente de su escondite con el ariete, y, si, una vez derribada la primera puerta, encontrábamos otra detrás, los del ariete debían retroceder y el resto de la tropa seguiría preparada, como en aquel momento, el tiempo que nosotros tardásemos en preparar otro contingente de trompetas de Jericó y esperar a que hicieran efecto; luejgo, entrarían de nuevo en acción los del ariete y cuando se derribase la puerta, una turma de jinetes con lanzas contus irrumpiría en la ciudad al galope —con Teodorico a la cabeza— para abatir los grupos de defensores que pudiera haber en el arco de la puerta. A continuación, les seguirían cuatro contubernia, de arqueros para limpiar de defensores las alturas de la muralla y los tejados. Finalmente, el resto de los seis mil soldados, yo entre ellos, entraríamos a pie con escudo y espada.

—Hay que hacer una carnicería —decía Teodorico tranquilamente a los oficiales—. Hay que matar a todo el que se resista, y dar caza a todo el que intente esconderse o huir. Nada de prisioneros ni ayuda a los heridos. Pero haced lo posible por que vuestros hombres eviten en lo posible matar a inocentes ciudadanos. Los guerreros verán claramente quiénes son mujeres y niños, cuando menos. ¡Habái ita swe!

Centuriones y decuriones alzaron el brazo en silencio saludando al modo ostrogodo, y Teodorico continuó:

—Además, oídme bien, y recalcádselo bien a vuestros hombres. Si alguno de ellos se tropieza con un enemigo que le parezca el rey Babai o el legatus Camundus, que no los mate. Son míos. Si por lo que sea no doy yo con ellos y los mato, los dejarán con vida hasta que hayamos conquistado la ciudad para ejecutarlos después. Pero recordad que si durante el combate no mato yo a Babai y a Camundus, nadie deberá hacerlo. ¡Que así sea!

Los oficiales volvieron a saludar, y esta vez Tedorico respondió al saludo, antes de que fuesen a repartir a sus hombres por las calles de la colina, al amparo de la vista de los centinelas sármatas, para disponer las columnas que habrían de asaltar la ciudad. Mientras se dispersaban, le comenté a Teodorico:

—¿No estás dando por supuesto dos cosas? Primero, que mis artilugios funcionen y, segundo, que conquistemos tan fácilmente la ciudad.

—Aj, amigo Thorn —contestó jovial, pasándome un brazo por los hombros—. De las muchas saggwasteis fram aldrs que se cantan del héroe Jalk el matador de gigantes, una de ellas relata cómo venció a uno de ellos con una vaina de habichuela. Ya no me acuerdo cómo lo hizo, pero tengo fe en que los granos de avena de Thorn obrarán de un modo muy parecido. En cuanto al resto... Trataré de emular a mi padre. Él solía decir que nunca dudaba de la victoria y que por eso siempre estuvo de su parte. Pero dime una cosa, amigo, ¿has comido? Ven a desayunar conmigo. Mi moza, recién llamada Aurora, está asando un trozo de pecho de una carne recién llamada venado; es decir, restos de un caballo de combate muerto.

—Tengo que observar esto —dije yo, mostrándole el recipiente metálico y explicándole el porqué.

—Tráetelo. Lo observaremos mientras desayunamos.

Durante el rato que estuvimos desayunando no sucedió nada, y era de prever. Di las gracias a Teodorico por la comida —y también a Aurora, haciendo que se ruborizase— y me llevé el artilugio a la calle en que aguardaba la turma que me había sido asignada.

Y esperamos interminablemente, igual que los otros seis mil ostrogodos, todo el día. Aquella jornada, creo que un millar de soldados se llegó con una excusa u otra a la calle en que estaba mi turma para verme y echar un vistazo a mi silenciosa trompeta de Jericó. Al principio, las miradas eran de simple curiosidad y asombro, pero conforme transcurrían las horas, se iban transformando en miradas de suspicacia, irrisión y hasta de rencor. La verdad es que todos revestían casco y armadura, hacía calor, sudábamos, nos picaba el cuerpo recubierto de cuero, y la única comida (servida a mediodía) fueron bizcochos de salvado y agua tibia, y se nos ordenó no hacer ruido con las armas y hablar en voz baja, sin cantar ni reír; como si tuviésemos ganas de reír o cantar...

Al caer el sol se palió un poco nuestro tormento, al refrescar, pero la trompeta seguía sin sonar ni moverse y no podíamos hacer otra cosa que seguir esperando a que lo hiciera. Y eso hicimos, aunque entre las filas comenzaba a alzarse un murmullo. Cuando anocheció, los hombres se dispusieron resignadamente a dormir sobre el duro empedrado de las calles, y el optio de cada turma nombró turnos de centinela. Como a mí no me señalaron ningún servicio, entregué el recipiente al optio, un guerrero canoso llamado Daila, y le dije que lo estuviesen observando en todos los turnos de guardia.

—Y me despiertas inmediatamente si se hincha, estalla, silba o hace algo —dije.

El optio dirigió una triste mirada al objeto y otra a mí, embutido absurdamente en aquella armadura tan grande, y dijo malhumorado:

—Escarabajito, creo que puedes dormir tranquilo toda la noche. Mi padre es agricultor y te habría podido decir que los granos de avena tardan en germinar siete días por lo menos. Si tenemos que aguardar a que éstos echen raíces para romper esas puertas, nos vamos a pasar durmiendo aquí todo el verano.

—No creo que los granos tengan que crecer... —fue todo lo que se me ocurrió balbucir desanimado; pero Daila ya se había alejado para disponer el primer turno de guardia.

Tenía razón en una cosa: dormí toda la noche sin que me molestaran, hasta que la ruborosa aurora me despertó. Me llegué corriendo hasta el centinela que estaba bostezando y me lanzó el recipiente, diciéndome «¡Sin novedad!» Yo lo cogí, lo miré casi con igual desprecio que él, y me abrí paso entre los demás soldados que bostezaban y se desperezaban hasta donde estaba el optio Daila para pedirle permiso para ir a buscar a Teodorico.

En la turma de lanceros me dijeron que Teodorico, después de pasarse la noche a la espera como los demás, se había marchado a su praitoriaún. Me dirigí a la casa y estaba tan abatido y decepcionado que creo que debía ir arrastrando los faldones de cuero de la guerrera.

—Bueno, había que probar —dijo Teodorico cuando le di la triste nueva—. Thorn, deja que te recompense por haberlo intentado, y toma un poco de carne de caballo de la que ha sobrado —y llamó a Aurora para que la llevara, y, una vez que lo hizo, le dio la trompeta—. Toma, llévate esto de aquí.

Desayunamos los dos en silencio y abatidos, sin quitarnos las armaduras. Teodorico no parecía tener ninguna alternativa de ataque, y yo menos. Y aunque la hubiese tenido, no me habría atrevido a proponérsela. Así, salvo el ruido de la masticación de la dura carne y los sorbos de agua, no se oyó nada más hasta que de la cocina nos llegó un gritito.

—¡Huy!

Teodorico y yo nos miramos y nos levantamos a la vez de un salto para llegarnos a la puerta. La muchacha estaba pegada a la pared de la reducida cocina, y por una vez con el rostro blanco en vez de colorado, mirando con ojos desorbitados al hogar. Había dejado la trompeta en uno de los rebordes planos y después debía haber dejado junto a ella un cazo, sin darse cuenta de que el mango apoyaba en el recipiente metálico; y ahora lo miraba hipnotizada porque se movía como por arte de magia, desplazándose por el reborde. Mientras los tres lo mirábamos, se desplazó aún más rápido, llegó al borde y cayó al suelo de tierra.

—¡La trompeta suena! —exclamó Teodorico eufórico—. ¡Se ha hinchado!

—Pero muy poco —musité yo.

—¡Puede que baste! ¡Bendita seas, Aurora! —añadió, dándole un beso en su pálida mejilla—. ¡Vamos, Thorn!

Se puso el casco, cogió la lanza que había dejado a un lado y salió precipitadamente de la casa. Yo me calé el mío y le seguí. Apenas acabábamos de salir cuando oímos otros ruidos. Era como la resonancia de un vibrar de cuerdas. Teodorico echó a correr hacia la calle que desembocaba en la puerta y yo fui tras él. Conforme corríamos, el retumbar fue aumentando hasta convertirse en una especie de canturreo y finalmente en un chirrido penetrante. Los guerreros ante los que pasábamos iban levantándose, entre sonrientes y aturdidos, asiendo con fuerza las armas; muchos oficiales asomaban el cuello curiosos por las esquinas, mirando en dirección a la puerta. Teodorico no buscó el amparo de las casas para escrutar, sino que se acercó incautamente hasta el espacio abierto que daba a ella; pero no llegó ninguna flecha desde las almenas, porque los sármatas debían hallarse tan perplejos y sorprendidos como nuestros propios hombres.

Cuando le alcancé, estaba riendo y entregado a una especie de alegre danza, señalando hacia la puerta: de allí venía aquel ruido sobrenatural que estremecía el aire. La puerta experimentaba una fuerte tensión y se iba deformando imperceptiblemente en todos los puntos en que habíamos empotrado un recipiente, quejándose como agónica. Ahora al sonido agudo se mezclaban otros ruidos: los gruñidos de la vieja madera reacia a doblarse, el chasquido de la madera tensa forzada que cedía, los chirridos de puntas y pernos retorcidos. Veía y oía las grapas y refuerzos de hierro de la superficie saltar aquí y allá en pequeños estallidos.

De pronto, la parte más débil de la puerta, el postigo insertado en la hoja de la derecha, se combó y se rompió en un trozo. El tamaño de este postigo era, por supuesto, el justo para permitir el paso de una persona, y, al astillarse, vimos que la parte superior de la abertura que dejaba estaba bloqueada por dentro con una barra transversal. Pero ahora el postigo era un rectángulo de madera deshecha que podía fácilmente derribarse para dejar paso a un hombre.

Inmediatamente, Teodorico giró sobre sus talones y gritó a la turma más cercana de soldados de a pie:

—¡Diez hombres con espada! ¡A la puerta! ¡Derribad ese postigo y entrad a quitar los travesanos!

Los primeros diez hombres de la columna cruzaron a toda prisa el espacio abierto; los sármatas del adarve se habían recuperado lo bastante de la sorpresa y lanzaron una lluvia de flechas, una de las cuales alcanzó a uno de los guerreros. Teodorico y yo nos resguardamos en la esquina de una casa y vimos cómo los que llegaban al postigo acababan de deshacerlo con sus espadas y las manos y, luego, los nueve pasaban por la abertura. En realidad, era una especie de suicidio hacerlo, porque no sabían si los sármatas estarían esperándoles dentro.

Teodorico gritó:

—¡Traed el ariete!

El extremo romo del tronco asomó por detrás de las casas en donde estaba preparado; los que lo manejaban tuvieron que moverlo despacio para dar la vuelta a la esquina, pero una vez en la calle principal, apuntando en dirección nuestra, el que mandaba al grupo voceó: «¡Izquierdo! ¡Derecho! ¡Paso ligero! ¡Izquierdo–derecho! ¡Izquierdo–derecho! ¡A la carrera!», y el gran ariete avanzó calle arriba a la velocidad que le imprimía la carrera de los porteadores.

Aunque los otros nueve acaban de entrar en la puerta y no había señales de lo que estaba sucediendo o les había sucedido, Teodorico ordenó a los del ariete que siguieran adelante, haciéndoles signo con la lanza apuntada hacia la puerta, como indicándoles que no esperaran más órdenes y continuaran la carrera para ganar impulso y batieran la puerta se abriera o no, mostrase señales de debilitamiento o aguantase con solidez.

Pero justo en aquel momento la puerta se abrió hacia dentro unos tres palmos, lo que nos permitió ver que en el interior sucedía algo. En realidad, como pronto vimos, sucedían varias cosas. Los nueve primeros hombres habían irrumpido por el postigo, viendo —como había aventurado Teodorico— que se hallaban entre dos puertas, y que la segunda estaba cerrada. No obstante, tal como se les había ordenado, comenzaron a quitar los dos inmensos travesanos de la puerta exterior, y estaban ya abriendo las dos hojas, cuando la puerta interior comenzó a abrirse milagrosamente, pues los guardianes sármatas habían elegido incautamente aquel momento para salir a ver qué eran aquellos extraños ruidos que se habían oído en la— puerta externa.

En aquel preciso momento, el ariete golpeó la puerta externa y las hojas sacudieron los muros del arco, siendo tal el ímpetu de los porteadores, que abrieron también de golpe la segunda puerta. Con la irrupción del enorme ariete por la segunda puerta, aquello fue un revoltijo de cuerpos caídos retorciéndose y un clamor de gritos, voces y maldiciones. Pero lo que más me llamó la atención fue lo que me pareció una especie de nevada de partículas de metal producida por las trompetas de Jericó que estallaban por doquier.

—¡Lanceros, seguidme! —gritó Teodorico, y, sin aguardar, echó a correr hacia la puerta, sin importarle las flechas que llovían desde las murallas sobre los cuerpos de dos porteadores del ariete que habían sido alcanzados.

Su ardor combativo estuvo a punto de impulsarme a ir tras él, pero me contuve y aguardé a que pasaran los lanceros de a caballo, las contubernia de arqueros y luego dos o tres turmae de infantes con espada, todos protegiéndose con los escudos de la lluvia de flechas. Aguardé la llegada de mi turma y me uní a ella, dirigiendo una sonrisa de triunfo y alegría a nuestro optio Daila.