CAPÍTULO 3

Swanilda y yo no salimos al trote de Noviodunum porque tuvimos que mantener los caballos a un paso que Maggot pudiera seguir. En las afueras de la ciudad, Swanilda se volvió a mirar y dijo:

—Thorn, no nos sigue nadie.

—A lo mejor los dioses se han dormido —barboté yo.

—Mi fráuja, el Barrero, me ha dicho lo que os interesa, fráuja Thorn —dijo Maggot, que hablaba sin jadear mientras trotaba—. Os presentaré a un viejo matrimonio ostrogodo que conozco, que saben muchas cosas del pasado.

—Muy bien, Maggot. ¿Podremos cabalgar por esas marismas, o tendremos que ir en barca de vez en cuando?

—Ne, ne. Hay terreno muy empapado, pero conozco bien los senderos que dan un rodeo a las partes pantanosas. Confiad en mí, fráuja, que os guiaré sin riesgos ni tropiezos.

El terreno era casi todo plano y cubierto de hierbas finas verde plateado, que, de haber estado verticales, me habrían tapado la cabeza, aun montado en Velox, pero los finos tallos estaban inclinados hasta el suelo y el viento las mecía cual si fuesen olas a la altura de las rodillas de Maggo y de los caballos; en los sitios en que no crecía hierba, la tierra estaba alfombrada con salvia llena de flores azules, que difundía un agradable aroma al hollarla.

Veíamos muchas bandadas de pájaros, de especies que yo no conocía; ibis de airoso pico reluciente, pelícanos de pesado y extraño pico, garcetas de elegante plumaje. No vimos ningún mamífero salvaje, pero sí vacas y ovejas sueltas a pastar, que se habían vuelto más salvajes que las domésticas. Como nos había advertido Maggot, a veces nos hundíamos en terreno encharcado, pero de vez en cuando había pequeños promontorios firmes que aguantaban el peso del caballo, y era donde los nativos habían construido sus casas.

A media mañana el cielo se nubló con pasmosa celeridad y nos quedamos en penumbra, y tuve que sacar mi piedra de sol para escrutar el cielo y asegurarme de que seguíamos en dirección norte; pero no tardó en oscurecerse aún más y ya no podía ver la mancha azul que representaba el sol. Comenzaron a estallar relámpagos y a poco sonaron los truenos y en seguida llovió violentamente. Los relámpagos surcaban el cielo silbando y yo iba preocupado pensando en que éramos los únicos objetos altos en aquella planicie, preocupación que no ahuyentó el jocoso comentario de Swanilda:

—¿Crees que Thor ha enviado estos truenos para acosarnos?

Ya me había olvidado de esa persona y no me gustó mucho que me la recordasen. En cualquier caso, no había donde guarecerse y no nos quedaba más remedio que avanzar guiados por Maggot a ciegas bajo aquella cortina de agua. Luego, de pronto, nos vimos los tres cubriéndonos la cabeza acobardados, y los caballos moviéndose inquietos, pues el aguacero se convirtió en una brutal granizada; la fría piedra, tan gruesa como uvas, nos golpeaba con fuerza, rebotando por todas partes y aplastando la hierba, transformando el suelo en una bullente alfombra blanca. La granizada fue lo bastante fuerte para hacerme casi pensar que realmente Thor nos acosaba. Maggot alzó la voz para decirme en medio del fragor:

—No os inquietéis, fráuja; estos chubascos repentinos son bastante frecuentes en el delta, pero nunca duran mucho.

Cuando aún me lo estaba diciendo, la tormenta comenzó a amainar y seguimos avanzando, viendo cómo los cascos de los caballos se deslizaban, aplastando las heladas piedras del granizo; pero éste cesó, el sol volvió a lucir con la misma rapidez con que había desaparecido y la alfombra de hielo fue derritiéndose y las hierbas aplastadas, al secarse, volvieron a enderezarse.

Cuando el sol estaba a punto de ponerse, llegábamos a un montículo en el que había una casa de madera bien construida; mientras ascendíamos la pendiente, Maggot lanzó un grito y tras la cortina de cuero de la entrada aparecieron dos personas. Él les dijo: «¡Háils, Fillein uh Baúths!» y ellos le saludaron con la mano, respondiendo: «¡Háils, Maghib!»

Como suele suceder con muchos matrimonios ancianos, hombre y mujer eran casi iguales —dos figuras escuálidas encorvadas, de rostro arrugado y vestidos muy parecidos— con la diferencia de que el hombre tenía una barba blanca y la mujer un somero bigote y algunos pelos hirsutos en los carrillos y la barbilla. Swanilda y yo descabalgamos y Maggot nos presentó.

—Éste es el buen hombre Fillein y su buena mujer Baúths, los dos ostrogodos. Ancianos, es un honor presentaros al fráuja Thorn, mariscal del rey de los ostrogodos, y su compañera, la dama Swanilda.

En lugar de darme la bienvenida o saludarme, el viejo Fillein me sorprendió diciendo en tono quejumbroso:

—¿Thorn? ¿Thorn? Ése no es el mariscal del rey. El mariscal del rey Teodorico se llama Soas. Mi memoria estará vieja, pero eso lo recuerdo.

—Excusad, venerable Fillein —dije yo, sonriendo—. Es cierto que Soas sigue siendo mariscal, pero yo también lo soy. Y el rey Thiudamer ya hace años que ha muerto; es su hijo Thiuda quien reina ahora y se le llama Thiudareikhs o Teodorico. Es él quien me ha nombrado mariscal como a saio Soas.

—¿Acaso os burláis de mí, mu? —replicó el anciano, indeciso—. ¿Es eso cierto?

—Podría ser —terció la mujer con voz también débil y temblorosa—. Esposo, ¿recuerdas cuando nació ese hijo? El niño de la victoria le llamábamos. Ese Thiuda ya es mayor y rey, ¿niu? —añadió, dirigiéndose a mi—. Vái, cómo pasa el tiempo.

—El tiempo pasa —repitió Fillein en tono melancólico—. Así pues... waíla–gamotjands, saio Thorn. Nuestra humilde casa es vuestra. Y tendréis hambre. Pasad, pasad.

Maggot llevó los caballos a la parte de atrás de la casa para darles de comer, y Swanilda y yo entramos tras los ancianos. Fillein atizó el fuego para que hiciese llama y Baúths, con un tenedor de mango largo, alcanzó una tajada de tocino de venado que había colgada del techo y los dos comenzaron a hablar con sus tenues voces.

—Ja, recuerdo cuando nació el joven Thiuda —dijo Fillein pensativo, con su boca desdentada—. Fue cuando nuestros dos reyes, los hermanos Thiudamer y Walamer, estaban en la lejana Panonia luchando contra el opresor huno y... Como decía —prosiguió, tras una larga pausa—, un día recibimos noticia de que los dos hermanos habían logrado vencer a los hunos y que ya no había ostrogodos esclavizados. Aquel mismo día supimos que la consorte de Thiudamer le había dado un hijo.

—Por eso siempre llamábamos al pequeño Thiuda el niño de la victoria —añadió Baúths.

—Entonces —tercié yo—, antes del reinado de Thiudamer y su hermano, ¿no había más que jefes hunos en vez de monarcas?

—¡Aj, no, no! Hace tiempo, yo era, como todos los ostrogodos, subdito del padre de esos hermanos, el rey Wandalar.

—Conocido como el conquistador vándalo —dijo Baúths, mientras ella y Swanilda ponían un gran caldero al fuego.

—Y el padre de Wandalar reinó antes de que yo naciera —dijo Fillein—, pero recuerdo cómo se llamaba: el rey Widereikhs.

—Conocido como el conquistador vendo —añadió Baúths, poniendo unos trozos redondos de pasta en las cenizas para cocerlos.

Yo me dije que Fillein debía ser el que recordaba el nombre de los reyes y su esposa quien recordaba los auknamons, pero me extrañaba una cosa y pregunté:

—Venerable Fillein, ¿cómo llamáis reyes a esos hombres?

¿No decís que la nación ostrogoda estaba esclavizada por los hunos hasta la época de los hermanos Thiudamer y Walamer?

— ¡Ha! —exclamó el viejo, y su débil voz aumentó con orgullo al responder—. No por eso nuestros reyes dejaron de serlo, ni nos quedamos sin guerreros. Los hunos eran salvajes, sí, pero salvajes inteligentes. Sabían que nuestros hombres nunca se dejarían mandar por ellos y permitieron que continuase el linaje real y que los guerreros estuvieran a las órdenes de los reyes. La única diferencia era que no se luchaba contra nuestros enemigos ancestrales, sino contra los enemigos de los hunos. Pero era igual, pues para un guerrero lo que cuenta es el combate. Cuando los hunos, al avanzar hacia el oeste, quisieron vencer a los miserables vendos de los valles Carpatae, fue nuestro rey Widereikhs quien lo hizo al frente de nuestros guerreros. Y después, cuando los hunos quisieron expulsar a los vándalos de Germania, fue nuestro rey Wandalar quien llevó a cabo la hazaña.

—Decís que los hunos empujaron a los demás pueblos hacia el oeste, incluidos casi todos los godos, entonces, ¿cómo es que vivís aquí?

—Joven mariscal, reflexionad. Romanos y hunos y cualquier otra raza ora hacen conquistas y ora retroceden, y las tierras cambian de manos muchas veces; el terreno queda regado de sangre, sembrado de huesos, lleno de tumbas o plagado de restos de armaduras que se pudren, y en la vida de un hombre los reyes se suceden. Yo mismo lo he visto. Pero la tierra no cambia.

—¿Queréis decir... que un hombre debe lealtad a la tierra inmutable, y no a los reyes?

Sin contestar a mi pregunta, el anciano prosiguió:

—Walamer trajo a sus destructivos hunos hace cien años, pero nuestros padres tenían y trabajaban estas tierras ya cien años antes. Cierto que los hunos invadieron el territorio y se lo apropiaron, pero no dejaron que se desaprovechara porque necesitaban los productos de las tierras que conquistaban para alimentar y aprovisionar a sus ejércitos y seguir haciendo incursiones en Europa.

—Ja —musité—, eso lo entiendo.

—¿Pero qué sabían esos hunos del cultivo de la tierra? Para que la tierra siguiera produciendo tenía que haber gente que continuara trabajando los campos, las marismas y las aguas. Así, aunque los hunos obligaron a nuestros reyes y a los guerreros y hombres jóvenes a ir hacia el oeste con ellos o a huir antes de que llegaran, dejaron que los viejos, hombres y mujeres, y los niños siguieran en los lugares que habitaban para que compartieran las cosechas con sus ejércitos.

Hubo un alto en la conversación, mientras Swandila y la anciana Baúths sacaban la comida del hogar y la ponían en la mesa: el tocino de jabalí con verduras en las rebanadas de pan. Como ya había anochecido y el fuego del hogar era la única luz del cuarto, el viejo Fillein cogió dos ramas ardiendo, que colocó en la ranura de unos bloques de madera, disponiéndolas en la mesa a guisa de antorchas. Mientras su esposa cogía una ración y se la llevaba a Maggot, el viejo sacó unos picheles de un barril que había en un rincón y los puso en la mesa, diciendo con una risita:

—Observaréis, saio Thorn, que aún conservamos algunas tradiciones godas. Como en el delta no se crían cereales buenos para hacer cerveza, tenemos que comprarla a los mercaderes de Noviodunum; podríamos comprar por el mismo precio vino romano o griego, pero en los tiempos antiguos los godos, que bebían cerveza fuerte, menospreciaban a los que bebían vino aguado, tachándolos de afeminados. Así que... —volvió a lanzar su risita, al tiempo que alzaba su pichel, brindando, para reanudar la conversación.

—Mariscal, antes preguntabais si un hombre debe lealtad a la tierra natal o a sus auths ancestrales. Yo creo que eso es algo que él mismo debe decidir. Cuando los hunos dejaron que los ostrogodos no guerreros siguieran viviendo y trabajando aquí, hubo muchos que rechazaron orgullosamente la concesión, no quisieron apartarse de su compatriotas guerreros y les siguieron al Oeste, optando por quedar sin casa y sin tierra y vivir, en muchos casos, en la miseria el resto de sus días.

—Para muchos de ellos —dije yo—, esos días fueron breves.

—Bien —añadió Fillein, encogiendo sus frágiles hombros—, algunos optaron por sobrevivir y se quedaron aquí. Entre ellos estaban mis bisabuelos y otros ancianos que eran los bisabuelos de mi querida Baúths. Yo, desde luego, no puedo despreciarles por haberlo hecho, pues si no Baúths y yo no habríamos nacido. Sin embargo, conforme se fueron sucediendo las nuevas generaciones, muchos jóvenes se mostraron descontentos con la opresión de los hunos, y yo fui uno de ellos. Y, mariscal, creed que no era tal como me veis ahora.

Se llevó el último trozo de pasta a la boca y, mientras lo mascaba con las encías, se miró las manos. Eran unas manos escuálidas y nudosas, llenas de abultadas venas y de manchas de la edad.

—Estas manos fueron jóvenes y fuertes y pensé que merecían hacer algo mejor que escarbar tierra en las marismas.

—Aj, ja —terció la esposa—. Entonces era un joven tan tieso, que le llamaban Fillein el Firme. Sus padres habían convenido con los míos nuestro matrimonio cuando éramos niños, pues querían estar seguros de que nos quedaríamos aquí. Pero cuando Fillein decidió irse de soldado, yo no quise disuadirle. Me sentí orgullosa de que lo hiciera, y juré a mis padres y a los de él que me quedaría y haría el trabajo de los dos hasta que él volviese.

Los dos viejos se sonrieron amorosamente con sus bocas desdentadas, y Fillein se volvió hacia mí.

—Me escapé y me uní a las fuerzas del rey Wandalar, que entonces emprendía la campaña contra los vándalos. Campaña que se hacía por cuenta de nuestros opresores los hunos, pero al menos me parecía una empresa más viril que el trabajo que hacíamos aquí.

—¿Luchasteis con el rey... Wandalar? —dije yo, calculando—. Pero eso debe haber sido por lo menos... hace setenta años.

—Ya os he dicho que era joven —contestó él, lacónico.

—Así que lleváis los dos casados desde entonces... —terció Swanilda.

—Y hemos vivido casi siempre juntos aquí —dijo él, asintiendo con la cabeza, sonriente—. Y me alegro de que mis días de guerrero hayan pasado, y más me alegré cuando fui herido gravemente en el combate y tuve que retirarme para venir a vivir con mi querida Baúths. Y aquí hemos vivido desde entonces, bajo este mismo techo, en la tierra en que habitaron nuestros padres y los padres de nuestros padres.

—Cuando el martillo de Thor gira en círculo sobre un muchacho y una muchacha, quedan unidos para siempre —dijo la anciana sonriente.

Me soliviantó levemente el oír mencionar de nuevo el nombre de Thor, y cambié de tema.

—Volvamos a antes de los reyes Wandalar y Wideric...

—No —me interrumpió Fillein—. Esta noche no. Los viejos estamos acostumbrados a acostarnos al anochecer y ya hace rato que es noche; y dormimos en este cuarto. El joven Maghib tiene un almiar detrás de la casa, y vos podéis dormir arriba en el desván en vuestras pieles.

Cuando nos tumbamos en el oscuro desván, Swanilda y yo, aquella noche, evitamos hacer ningún ruido ni nada que molestase o escandalizase a los viejos, y simplemente estuvimos charlando un rato en voz baja.

—Thorn, ¿no te parece enternecedor que lleven juntos tanto tiempo? —dijo Swanilda.

—Pues sí que es encomiable, pues un hombre de la edad de Fillein, normalmente habría tenido tres o cuatro esposas por muerte de parto.

Swanilda asintió con la cabeza.

—Mientras preparábamos la cena, Baúths me ha dicho que Dios —o quizá fuese el dios Thor que les unió— no les ha dado hijos.

Irritado, como de costumbre, al oír aquel nombre, respondí:

—Tal vez el buen Thor les envió a Maggot como sustituto del hijo que no han tenido.

Swanilda permaneció callada un instante antes de decir:

—Thorn, ¿te has fijado en los dos árboles que hay detrás de la casa?

—¿Cuáles?

—Una encina y un tilo.

El comentario removió algo en mi memoria, pero estaba ya muy adormecido para pensar. En cualquier caso, Swanilda me lo recordó.

—Es un relato de la antigua religión —añadió—. Una pareja de ancianos se amaron tanto que los dioses, admirados, quisieron concederles un deseo y ellos sólo pidieron que al llegar la hora de su muerte...

—Muriesen al mismo tiempo. Sí, ahora recuerdo esa historia...

—Les concedieron el deseo —añadió Swanilda— y quedaron convertidos en una encina y un tilo, que florecieron uno al lado del otro.

—Swanilda —la reprendí amablemente—, estás tejiendo una auténtica leyenda a propósito de dos campesinos muy corrientes.

—Fuiste tú quien dijiste que se salían de lo ordinario. Thorn, dime con sinceridad, ¿crees que podrías vivir feliz con una sola mujer toda tu vida?

—¡Iesus, Swanilda! Eso nadie puede decirlo, si no es en retrospectiva. Fillein y Baúths no habrían podido prever que iban a vivir juntos tanto tiempo; sólo ahora que son ancianos pueden mirar hacia atrás y reconocerlo.

—Aj, Thorn, no te pedía ninguna promesa... —se apresuró a decir ella, contrita.

—Me has pedido que hiciera una predicción, así que te sugiero que se lo preguntes al viejo Meirus el Barrero, que dice tener dotes de adivino. Pregúntale qué recordaremos tú y yo cuando seamos tan viejos como Fillein y Baúths. Ahora, por favor, querida muchacha, vamos a dormir.

A la mañana siguiente, Fillein quería ver las presas que había en unas redes que había desplegado entre los juncos y me invitó a acompañarle. Swanilda se ofreció a quedarse en la casa para ayudar a Baúths en una labor de costura, porque la anciana comentó que su vista «ya no era como antes».

—Venerable Fillein —dije yo—, seguro que ya no tenéis la fuerza de antes. Si tenéis las redes lejos, indicadnos el sitio y Maggot y yo iremos a por ellas.

—Vái, seré viejo pero no tanto como otros. Fijaos que el rey Ermanareikhs murió a los ciento diez años, y habría muerto más viejo de no haberse suicidado.

—¿El rey Ermanareikhs? —dije yo—. ¿Quién era?

Como era de esperar, la anciana Baúths mencionó en seguida un auknamo.

—Aj, Ermanareikhs —exclamó pensativa—. Era el rey que muchos llamaban el «Alejandro Magno» de los ostrogodos.

Pero no añadió otra cosa, y yo aguardé a que Fillein contase la historia de aquel rey ostrogodo mientras íbamos a buscar las redes. Descendimos el montículo y cruzamos varios campos de suaves hierbas verde plateado en los que el terreno era bastante sólido; pero pronto se hizo cenagoso y encharcado y no tardamos en tener que pisar despacio levantando los pies entre chapoteos. Andábamos entre cañas que nos tapaban la cabeza y, al abrirnos camino entre ellas, iban saltando ranas, huían ondulantes serpientes de agua y los pájaros acuáticos alzaban el vuelo o se apartaban asustados a grandes zancadas. El anciano Fillein, a pesar de su edad y de su decrépito aspecto, avanzaba con gran decisión sin dejar de hablar.

—Mariscal, habéis preguntado por ese Ermanareikhs. Cuando yo era joven, oí a mis mayores que en su juventud les habían contado que Ermanareikhs fue el rey que trajo a los ostrogodos desde el Norte hasta las Bocas del Danuvius. Entonces, como ahora, esta tierra se llamaba Scythia, aunque hoy día ya no la habitan los escitas, a quienes ese rey expulsó hacia Sarmatia, en donde aún viven sus descendientes de modo muy primitivo.

—Ja, he oído historias curiosas de esos escitas, otrora grandes —musité.

Fillein asintió con la cabeza y continuó: —Empero, antes de que los ostrogodos llegasen aquí, cruzaron las tierras de otros muchos pueblos, y en su ruta, Ermanareikhs hizo que esos diversos pueblos reconocieran a los ostrogodos como nación superior y protectora; por eso se le comparó al legendario Alejandro Magno. Desgraciadamente, todas su proezas quedaron en nada al sufrir su primera y única derrota al llegar los hunos desde el lejano oriente, cuando Ermanareikhs tenía ciento diez años y era demasiado viejo para organizar la defensa. Al ver a los hunos vencedores, se quitó la vida desesperado. Tened cuidado ahora, saio Thorn, y pisad en donde yo pise, que tenemos arenas movedizas a ambos lados.

Hice como me advertía y pisé sobre sus pasos. Pero yo había escuchado con gran escepticismo su relato, y dije:

—Gudisks Himins, ese rey habría tenido que vivir doscientos diez años para haber participado en todos esos acontecimientos que decís, desde la llegada de los godos hasta la dominación de los hunos.

—Si ya lo sabéis todo —replicó él, malhumorado—, ¿por qué me preguntáis lo poco que sé?

—Perdonadme, venerable Fillein. Es evidente que se cuentan muchas historias, y yo lo único que deseo es compararlas para dilucidar la historia real.

—Bueno —rezongó—, hay una historia referente a Ermanareikhs que es indiscutible. Después de él, sólo hombres del linaje amalo han sido reyes de los ostrogodos; no necesariamente el primogénito sino el descendiente con mejores dotes. Por ejemplo, Ermanareikhs tenía un hijo mayor, el príncipe llamado Hunimundo el Bello, pero, en cambio, nombró a un sobrino menos bello como sucesor.

—Muy interesante esa información, buen Fillein —dije con sinceridad.

Eso pareció apaciguarle, y añadió:

—Ya hemos pasado las arenas movedizas, saio Thorn. A partir de ahora, el sendero se ve y es fácil de seguir entre las cañas.

Tras lo cual hizo ademán de cederme el paso. Lo cual yo me apresuré a hacer.

—Así pues, Ermanareikhs cedió la corona a un sobrino... —dije, volviendo al tema histórico.

—Ja, a su sobrino Walavarans, a quien, como os diría Baúths, se le conoce como Walavarans el Cauto. Luego, reinó Winithar el Justo y después, los reyes de que os hablé anoche. Decidme una cosa, saio Thorn, ¿este último rey, Teodorico, tiene ya un aukanmo que mi querida Baúths pueda añadir a los que sabe?

—Ne, pero estoy seguro de que adquirirá uno memorable. ¡Aj! ¡Skeit! —exclamé en aquel momento.

—¿Teodorico el Excremento? —inquirió Fillein con cara larga—. Muy poco elogioso. Por cierto, mariscal, olvidé deciros que había agua.

Como ya estaba con ella al cuello, me limité a mirarle furioso en el sitio en que él estaba bien enjuto, haciendo esfuerzos por no soltar la carcajada.

—Ya que estáis ahí, saio Thorn, podríais evitar a un pobre viejo un remojón. ¿Me retiraríais las redes, niu?

Señalaba a la derecha hacia donde las había tendido con suma habilidad. El agua en que me hallaba era un afluente o algún canal del Danuvius, tan ancho como una calzada romana y con la profundidad de una persona, bordeado por dos orillas de carrizos, desde una de las cuales yo había caído; aquel laberinto de cañas era un lugar idóneo para que las aves levantasen el vuelo, y Fillein había dispuesto tres redes a lo ancho a cierta distancia una de otra, en las cuales habían quedado atrapados cinco o seis pájaros que, igual que yo, no se habían fijado dónde se metían.

Avancé por el agua con paso indeciso, me acerqué a la primera red y vi que no estaba hecha con cuerda, sino con fibras de junco hábilmente trenzadas. Había comenzado a desenredar a una gran garceta muerta —observando que el ave en su crispada agonía había desgarrado la red— cuando Fillein me dijo:

—No os preocupéis, mariscal. Arrastrad las redes hasta aquí, que, de todos modos, habrá que repararlas.

Mientras lo hacía, él recorría la orilla de arriba a abajo, metiendo la mano en el agua y sacando unos objetos. Cuando hube arrastrado la última red hasta la orilla, salí del agua y luego tiré de ellas. Fillein se acercó, con el dobladillo de la túnica vuelto como un cesto; la abrió y cayó a tierra un montón de relucientes mejillones azules.

—¿Cómo os habríais arreglado para volver a casa cargado con las redes, todas esas aves y, además, los mejillones? —le pregunté—. Ya para los dos, va a ser una buena carga.

—¿Y para qué quiero los pájaros? —contestó, desenredando la garceta y arrancándole acto seguido las largas plumas dorsales y arrojando el cadáver entre las cañas—. Las martas y glutones nos darán las gracias.

Siguió arrancando las plumas largas de las garcetas y las plumas de la cabeza a las garzas reales, las crestas rizadas de los pelícanos y, para mi gran sorpresa, arrancó también el pico de airosa curva de los ibis.

—Pero ¿quién va a comprar esos picos? —inquirí.

—Los lekjos los compran. Medid, físicos.

—¿Y para qué?

—Para despuntarlos, mariscal, para el skeit, una palabra que habéis dicho hace poco; los físicos juntan las dos partes del pico atándolas muy fuerte, sierran la punta y unen una bolsa de cuero al otro extremo. Luego, para aliviar al paciente estreñido, le introducen el extremo del pico por el trasero y le hacen un lavado de los intestinos. Bien, saio Thorn, mientras yo trabajo y vos estáis ahí ocioso, podíais desplumar uno de esos patos para llevárnoslo a casa. No, mejor llevaremos dos; para celebrar esta buena captura, invitaremos también a Maghib.

Así, cuando hubimos terminado nuestras respectivas tareas, regresamos a casa, yo llevando los patos que había desplumado y las redes con los mejillones, y Fillein con las valiosas plumas y los picos de ibis. Y aquella noche, aunque a Maggot volvieron a darle de comer afuera, los cinco lo celebramos con un delicioso pato salvaje relleno de mejillones y asado en las cenizas del hogar. Después, en el desván, bien repletos y amodorrados, me complací en contarle a Swanilda cómo el augusto mariscal del rey había pasado el día acatando órdenes de un viejo campesino, haciendo trabajos manuales, y zambullido sin ninguna ceremonia en un riachuelo por culpa de aquel mismo campesino; y cómo el mariscal del rey había aprendido muchas cosas.