CAPÍTULO 7
Salimos de Novae formando una imponente columna de espléndido aspecto. Los hombres componíamos una turma completa de treinta guerreros a caballo, aunque la mayoría eran animales de tiro y corceles de reserva, incluidas dos vistosas mulas blancas. Sólo el optio Daila y yo íbamos libres de los tiros, pues yo era el comandante y Daila iba al mando de la turma y de los dos arqueros que constituían mi guardia personal. La princesa Amalamena, empeñada en que le bastaba con una sola sirvienta, iba acompañada por una cosmeta o doncella de su edad y casi tan bella, que se llamaba Swanilda; ellas dos hicieron casi todo el viaje en una carruca dormitoria con cortinas tirada por caballos, en la que descansaban por la noche, pero siempre que la princesa se sentía con fuerzas, cabalgaba a mi lado en una de las mulas blancas, con Swanilda en la otra un poco más atrás. En tales ocasiones, las mujeres vestían una especie de falda partida y montaban a horcajadas como los hombres.
Todos los guerreros con sus corceles llevaban coraza para repeler mejor cualquier asaltante que pudiera salimos al paso o a quien quisiera interponerse en nuestro camino; los caballos revestían también acolchamiento de combate y los hombres tenían coraza de cuero, casco de metal e iban bien provistos de armas. Habían sacado brillo a los cueros, incluidos los arreos de Velox y mi coraza, dándoles una capa de resina de acacia, jugo de bérbero, cerveza y vinagre. Todos llevábamos detrás de la silla una capa de piel de oso encerada, ribeteada con dientes y uñas del animal, para ponérnosla en caso de mal tiempo.
Yo lucía el casco con adornos, igual que el exagerado torso musculoso de la nueva cota de cuero, a base de uvas maduras intercaladas a figuras de jabalíes, animal emblemático de mi mariscalato; sobre la cota llevaba un manto nuevo de los que se llaman chlamys con orla primorosamente bordada en verde, sujeto al hombro derecho por una nueva fíbula con pedrería en forma de jabalí. El tahalí me lo ceñía ahora con una enorme hebilla con aes de Corinto en forma de rostro demoníaco con la lengua fuera; el artesano me había dicho que serviría para que el propietario estuviera a salvo de cualquier skohl u otras amenazas.
Aunque todo lo que lucía era inequívocamente masculino, estoy seguro que era el aspecto femenino de mi naturaleza lo que me hacía parecer tan orgulloso y vistoso, y aun iba molesto porque la costumbre de los godos me impedía lucir una cimera de plumas en el casco, y puede que también fuese vanidad femenina lo que me impulsó a alardear de mi habilidad con el arco, demostrando la utilidad de mi invención del estribo de cuerdas. Por otra parte, deseaba ardientemente encontrar algún pretexto para utilizar de un modo espectacular mi nueva espada. Pero la única justificación era salir a cazar para las comidas, cosa que habría desentonado con mi dignidad de mariscal.
Por eso, siempre que deseábamos carne fresca, eran mis arqueros quienes iban de caza; ellos, igual que Daila, habían copiado mi artilugio poniendo cuerdas en sus corceles y así cazaban con tanto acierto como yo lo habría hecho y volvían siempre con muchas piezas. Empero, para encontrar caza no tenían más remedio que adelantarse a la llamativa y ruidosa columna, y, por ello, nadie de la comitiva tuvo ocasión de comprobar lo útil que era el estribo de cuerdas y ninguno más lo adoptó.
En realidad, no había necesidad de cazar y cuando comíamos jabalí, venado, alce o caza menor, era un simple lujo. El anciano Costula y los demás sirvientes de palacio habían cargado las acémilas con toda clase de provisiones necesarias aparte de exquisiteces; llevábamos también ropa para cambiarnos, aperos de reserva para las monturas y la carruca, flechas, cuerdas para los arcos y una serie de regalos suntuosos, elegidos por Amalamena, para ofrecérselos al emperador León: alhajas con esmaltes, alhajas engarzadas en oro y plata, cajas de jabón perfumado, toneles de buena cerveza amarga negra y otros artículos que los godos hacen mejor que nadie. (Aunque no le llevamos espadas serpenteadas.) Al ir tan bien provistos, y dado que en las tierras que cruzábamos había agua abundante y no faltaban granjas en las que procurarnos huevos frescos, pan, mantequilla y verdura, ni faltaban buenos pastos para los animales —en los que casi siempre dormíamos en cómodos montones de heno o cobertizos— viajábamos exentos de los rigores y dificultades que yo había temido por la princesa.
Naturalmente, ella y otros de Novae conocían mejor que yo el estado de los caminos, porque yo había mirado con escepticismo la incorporación a la caravana de la enorme y pesada carruca de la princesa, pero, aunque no encontramos una auténtica calzada romana amplia y bien pavimentada hasta ya cerca de nuestro destino, los caminos que utilizamos estaban bastante bien; cosa que, pensándolo bien, era de esperar; no sólo porque Constantinopla es la nueva Roma de Oriente, sino por ser el puerto principal de varios mares importantes e, igual que Roma, centro de una amplia red de carreteras. Las que nosotros seguimos nos llevaron en dirección sudeste a través de la provincia de Moesia Secunda, de la que Novae es la capital, y después a través de la provincia de Haemimontus, de una parte de la provincia de Ródope y, finalmente, a la provincia llamada Europa.
Aparte de no ser viaje muy duro, en nuestra ruta no tuvimos ninguna contrariedad, y no nos tropezamos con bandidos ni tuvimos que rodear ningún territorio hostil. Daila me dijo que los ostrogodos leales a nuestro rey Teodorico ocupaban las tierras situadas al oeste del camino y los de Teodorico el Bizco las que había al este. Así que, la mayor parte del viaje fuimos cruzando unas tierras habitadas relativamente hacía poco tiempo y por gentes que habían migrado a ellas de lugares menos agradables situados al norte de las montañas Carpatae. Los godos los llaman wends, los romanos venedae y los de habla griega eslavos, pero ellos se dicen eslovenos. Yo, en mi andanzas, ya me había encontrado a alguno, pero era la primera vez que me hallaba en medio de una auténtica población de esa clase de personas de pelo negro, tez rubicunda, nariz ancha y chata y pómulos marcados. Aunque a los eslovenos no parecía importarles mucho nuestro paso por su territorio y nos vendieron provisiones con bastante buena disposición, a nosotros no nos parecieron gente muy agradable.
No son salvajes como los hunos, pero no cabe duda de que son bárbaros, pues no poseen un idioma escrito y todavía siguen empecinados en supersticiones paganas; preside el panteón de sus dioses la más extraña de las deidades, porque su nombre, Triglav, significa «tres cabezas»; adoran también a un dios del sol llamado Sazbog y a un dios del cielo, Svarog; no existe una encarnación del mal como Satán, pero creen en un dios hostil de las tormentas al que llaman Stribog; a los demonios los denominan Besy, y obedecen a un ser antropófago llamado Babá–Yagá. Nadie civilizado podría discernir por los nombres cuáles son los buenos espíritus y cuáles los malos, porque todos tienen nombres horrendos.
De hecho, a mí todas las palabras del lenguaje esloveno me parecieron horrendas, ya que en su mayoría son una mezcla de desagradable aspereza y de repelente salacidad; a los ostrogodos nos resulta bastante difícil pronunciar los nombres que ostentan y evitamos preguntarles el significado, dirigiéndonos arbitrariamente a todos ellos, fuesen hombres o mujeres, con la frase de «¡kak, syedlónos!», que en su lengua es el saludo equivalente a «¡Tú, nariz de silla!»
Creo que es la curiosa forma de su nariz lo que más desagradables les hace y les da ese aire de tristeza y perenne melancolía; incluso a los niños. No tardaré en decir por qué creo eso.
Fue en la parte eslovena de la Dacia media en donde hubimos de habérnoslas con el único trecho difícil de camino, la cuesta que conducía al paso Espinoso, el Shipka (o Esputo) en idioma esloveno. Tuvimos que enganchar un doble equipo a la carruca de Amalamena para subirla y coronarlo, pero no fue una tarea tan difícil. El Shipka nos puso al otro lado de los montes Haemus que ya conocía, pues es una cadena que traza un gran arco desde el Danuvius y discurre de oeste a este. Bajando del Shipka nos hallamos en un amplio y largo valle fértil sin árboles, formado por otra sierra paralela que, por ser mucho menos impresionante que la del Haemus, llaman La Sombra.
El valle que digo, el valle de las Rosas, es el jardín de rosales más grande del mundo; el aceite que extraen de los pétalos es muy codiciado por todo myropola del imperio oriental y occidental para hacer perfume, y, como hacen falta cinco mil libras romanas de pétalos para extraer un frasquito de esencia, el aceite se vende a un precio mayor que el oro más puro.
Durante todo el viaje, yo había tratado en toda oportunidad de hacer reír a la princesa —tal como había prometido al lekeis Frithila— para mantenerla animada; le conté los más absurdos jocularia que había aprendido en Vindobona y los chismorreos más divertidos de los sitios en que había estado, y mi charla la hacía sonreír con frecuencia. A veces se hallaba al borde de la risa y en ocasiones hasta se carcajeaba. Pero no fui yo, sino el valle de las Rosas lo que la hizo reír con más fuerza que nunca.
Llegamos al valle a finales de verano, por lo que la recogida de rosas se había efectuado meses antes, pero aún había millones de flores maduras con su persistente y voluptuoso aroma llenando el aire; hicimos un alto en la ciudad de Beroea para que Amalamena y Swanilda pasaran la noche en la única taberna que había —y que los eslovenos llaman en su estropajosa lengua krchma— y allí les lavasen la ropa y al mismo tiempo reponer diversos artículos.
Así, en la krchma; la princesa compró, entre otras cosas, dos cosméticos exclusivos del valle; unos polvos para la cara de polen de rosa molido y una pomada de pétalos de rosa. Yo estaba presente cuando comentó gentilmente al dueño que le envidiaba por trabajar en un lugar tan perfumado, a lo cual el hombre replicó: —¿Perfumado? ¿Sladak miris? —y, con gesto de amargura, gruñó rencoroso—: ¡Okh, taj prljav miris! ¡Nosovi li neprestano blejo mnogo! —Lo que en su bárbaro idioma viene a significar: «\Aj, ese hedor asqueroso! ¡Nos produce a todos un dolor de nariz perpetuo!»
Y eso fue lo que hizo desternillarse de risa a Amalamena. El hecho de que aquella gente fuese tan obtusa al extremo de despreciar el privilegio de vivir siempre rodeados de aquella fragancia sin par; la incongruencia del comentario debió ser particularmente hiriente para quien sabía que le quedaba poco tiempo para respirar, admirar y disfrutar de las munificencias de este mundo. Pero, como había dicho Frithila, la princesa tenía tendencia a reír por cosas que a otros les habría hecho llorar, y aquel sucedido de la krchma es lo que me hizo pensar que debían ser las narices aplastadas de los eslovenos lo que les producía un defecto en el sentido del olfato y, por consiguiente, la incapacidad para apreciar los aromas y probablemente muchas otras cosas buenas, y por eso son gente tan taciturna y tristona.
Proseguimos el viaje cruzando la sierra La Sombra —fácil hazaña— y siguiendo la dirección sudeste por los valles del río Hebrus en Ródope y Europa, las provincias que antiguamente formaban la región llamada Tracia; la mayoría de sus habitantes son de pelo tan negro como los eslovenos, pero de piel atezada en vez de rubicunda, hablan la meliflua lengua griega y tienen nombres comprensibles y pronunciables para las personas y las cosas. Tienen, además, nariz normal y una actitud mucho más alegre que los eslovenos. Durante el viaje, aparte de los chismorreos y jocularia que le conté a Amalamena, lo que más gracia le hizo fue la anécdota de Beroea, aunque también la complacía que la pidiese que me contara cosas que yo ignoraba. Así, siempre que cabalgábamos juntos, me explicaba instructivos detalles sobre la familia real, los godos en general y los países por los que viajábamos. Desde luego, aquellos países le eran tan desconocidos como a mí, pero había estudiado mejor que yo su historia. Un día, por ejemplo, me dijo de unas tierras que cruzábamos:
—Al oeste de aquí, no muy lejos, hace doscientos años que el emperador romano Decius ganó una batalla a los godos, pero en ella perecieron treinta mil soldados romanos y el propio emperador. La guerra contra los godos les ha costado mucho a los romanos, aunque hayan ganado batallas. Ya ves por qué el imperio nos teme y nos detesta desde antiguo, aunque se ve obligado a adaptarse y ha recurrido a otros medios distintos a la guerra para dividirnos y exterminarnos.
—Espero poder persuadir al emperador de oriente de que eso puede ser peligroso —musité.
Pero a mí me interesaba menos la historia antigua que los relatos que me hacía Amalamena de cosas de ella y su familia. Me explicó las muchas virtudes como rey de su difunto padre, sus hazañas guerreras y me expuso con entusiasmo las grandes obras benéficas por las que su pueblo le había dado el sobrenombre de el Afectuoso.
—Y mi tío era igual —añadió—. Por eso se le conocía como Walamer el Leal.
Me habló de su madre, Hereleuva, y su voz se quebró un poco al contarme su muerte, víctima de «esa horrenda enfermedad que llaman cáncer» cuando aún era una mujer joven. Me dijo, además, que su desaparición había causado gran aflicción en la familia porque en su lecho de muerte había abjurado del arrianismo para convertirse al catolicismo.
—Claro que se hallaba en plena agonía y se aferraba a la menor esperanza, pero fue un acto desesperado en vano. Los hijos la hemos perdonado y esperamos que Dios también. Todos los dioses.
Luego, como era su costumbre, volvió a alegrarse y señalo los tres talismanes que llevaba en la cadenita colgados a su esbelto cuello, y me dijo alegre:
—Sin duda es por esa veleidad de mi madre que yo no creo profundamente en ninguna religión, y estoy dispuesta a aceptar cualquier dios que puedan representar. ¿Soy por eso despreciable, Thorn?
—No me lo parece —contesté—. Es una actitud bien prudente. Pero yo tampoco soy esclavo de ninguna religión, y aún no he encontrado una que considere única y verdadera.
La princesa me contó también que su hermana Amalafrida, mayor que ella y Teodorico, estaba casada con un «herizogo llamado Wulterico el Honrado, mucho mayor que ella».
—¿Y tú, Amalamena, cuándo piensas casarte? —inquirí.
Ella me dirigió tan triste mirada que me avergoncé de la broma. Pero, al cabo de un rato de silencio, volvió a bromear ella, señalando con un gesto las tierras que cruzábamos:
—Para eso, debería haber nacido aquí hace mucho tiempo.
—¿Y qué tiene que ver el tiempo y el lugar para el casamiento?
—He leído que otrora, por estas tierras, había un rey que decretó que determinado día de cada año todas las doncellas, viudas y mujeres casaderas fuesen conducidas a un salón oscuro sin ventanas, a donde, igualmente, entraban los hombres casaderos para elegir mujer a ciegas y casarse con ellas. Era la ley.
—¡Liufs Guth! ¿Acaso pretendes decir que eres fea, vieja o poco deseable...?
—¡Qué propio de un hombre es ese comentario! —replicó ella riendo—. ¿Por qué supones sin más que sólo las mujeres que entraban en el salón eran feas?
—Bueno... ya que lo dices... —balbucí, y creo que enrojecí, no por su agudeza, sino porque me hubiese reprochado mi actitud de hombre; probablemente me había ruborizado también por haberla hecho reír y eso me agradaba, ya que me gustaba darle motivo para que la complaciera la compañía de Thorn: como hombre, como alegre amigo y como compañero simpático.
—Bien —prosiguió ella—, estoy segura de que mi hermana Amalafrida se casó con Wulterico porque le consideró muy parecido a nuestro padre. Y yo no he encontrado un hombre que se parezca a mi hermano.
—¿Qué?
—Yo era una niña como él, cuando le llevaron a vivir a Constantinopla y sólo le recordaba vagamente. Luego, hace un par de meses, cuando regresó ya hecho un hombre, un joven rey... era un varón que llamaba la atención, suscitaba el deseo y el elogio de cualquier mujer. Incluso de su tonta hermana —añadió, riendo otra vez, pero forzadamente—. Aj, no necesito decírtelo, Thorn. Le conoces. Aunque claro, no le verás con ojos de mujer.
Oh, vái, pensé entristecido, ¿por qué no? ¿No lo había hecho? Para enpezar, la princesa me llamaba hombre, y luego, inadvertidamente, me recordaba lo que era; y di en pensar: ¿encontraba yo a Amalamena atractiva, incluso adorable, por el simple hecho de ser la hermana de Teodorico? En cualquier caso, había dejado bien claro que, para ella, Thorn no podía compararse con su hermano.
Y continuó inconscientemente removiendo el cuchillo en mi corazón, diciendo:
—Aun en el caso de que, como la reina Artemisa de la antigüedad, pudiera casarme con mi hermano, jamás lo haría. Durante el poco tiempo que estuvo en Novae, cautivando a todas las doncellas, me di cuenta que a él le gustan las mujeres más... robustas que yo —me acordé de la saludable campesina Aurora, y comprendí que tenía razón—. Así que —añadió con un suspiro—, como no voy a conocer a otro como él, es casi preferible que... bueno, quiero decir que es un fastidio, Thorn. ¿Me ayudas a desmontar y llamas a Swanilda? Quiero ir un rato en la carruca.
La princesa viajaba ya cada vez menos en mula a mi lado y casi todo el día se lo pasaba tumbada en la carruca, como si estuviese enferma; cuando cabalgaba a mi lado, reía cada vez menos mis gracias y mis intentos por divertirla. Sonrió levemente al escuchar, por ejemplo, la historia que me habían contado en Vindobona del hombre que tenía dos amantes que le dejaron calvo; pero no se quejaba, ni se la veía ojerosa y demacrada, ni advertí nunca que hiciese mueca alguna de dolor; no sé si durante el viaje se las había arreglado para seguir tomando leche de burra y bañarse en agua de salvado, pero cuando un día advertí el leve aroma de su indisposición menstrual, aunque su rostro no lo traslucía, llevé a Swanilda a un aparte para preguntarle cómo estaba la princesa, la cosmeta me dijo: —La princesa sangra un poquito. —Y al insistir yo, la muchacha añadió con pudor—: No la debilita y puede seguir viajando.
Fuese como consecuencia de la hemorragia o del simple progreso de la enfermedad, Amalamena se puso aún más pálida y frágil de lo que estaba la primera vez que la vi, cosa que me habría parecido imposible; ahora se la notaba el pulso en las sienes, en el cuello y en las delgadas muñecas. Hasta pensé que se volvía transparente de lo pálida que estaba. No obstante, para mí, no parecía una mujer enferma y emaciada, sino cada vez más bella.
En parte porque había dejado claro que no era hombre para ella y en parte, supongo, porque en el fondo de mí mismo yo ya lo sabía, mis sentimientos femeninos salieron a flote y comencé a mirarla no como una persona digna de desear o conseguir, sino como a una hermana querida a quien mimar y cuidar, y estaba a su lado siempre que podía, procuraba hacer por ella cuanto estaba en mi mano y muchas veces me apartaba largo trecho del camino para coger flores para ella. A decir verdad, me apropié de tantas tareas propias de Swanilda, que la cosmeta lo advertía con sorna y Daila ni siquiera ocultaba su mala cara. Así pues, comprendí que mi comportamiento distaba mucho de ser el de un mariscal y moderé mis atenciones para con ella; en cualquier caso, ya nos aproximábamos a nuestro destino y tenía pensado encomendarla allí a los cuidados del médico más famoso.
Cerca de la costa sur de la provincia de Europa alcanzamos la vía Egnatia, la amplia, bien pavimentada y bastante transitada calzada romana por la que discurre el comercio y los viajeros hacia el este, hacia el puerto de Dyrracchium en el mar Hadriatic, al puerto de Thessalonika en el Aegean, al puerto de Perinthus en el Propontis y otros puertos de menor importancia, para concluir en el gran puerto metropolitano de Constantinopla en el Bósporos. Nuestra columna se unió al tráfico hasta Perinthus, donde nos detuvimos un día y una noche para que Amalamena descansase en una especie de buen hospitium que en griego llaman pandokheíon.
La princesa me dijo que aquel puerto de Perinthus había rivalizado en la antigüedad con el de Byzantium, como entonces se llamaba Constantinopla, en cuanto a tráfico, prosperidad y magnificencia. Pero en los últimos siglos Perinthus había decaído bastante, aunque aún me entusiasmó verlo, dado que era la primera vez que contemplaba el mar y la vista se extiende sobre el inmenso azul turquesa del Propontis. La ciudad se asienta sobre una pequeña península, por lo que por tres lados está rodeada de muelles y embarcaderos en los que cargan y descargan barcos, mientras otros muchos aguardan turno.
También, en el poco tiempo que estuvimos allí, probé por primera vez los magníficos mariscos: langostas, ostras, cangrejos, veneras y calamares guisados en su propia tinta; me di aquel festín omnívoro en el pandokheíon de Amalamena porque tenía vistas al puerto y, así, mientras comía podía contemplar los airosos movimientos de las galeras de combate llamadas liburnias con dos o tres bancos de remeros, y algunas con altos castillos en proa y popa.
Vi también barcos mercantes mucho más grandes que los que navegan por los ríos, con dos mástiles, y barcos de velas cuadradas llamados «de proa manzana» por tenerla redondeada, y barcos mercantes más pequeños y rápidos que navegan cerca de la costa y se mueven a fuerza de remos. Había un constante ir y venir de éstos porque los patronos deseaban concluir el número de viajes anuales antes de que llegara el invierno en que cesa la navegación con excepción de la costera.
Me agradó tanto la estancia en Perinthus, que me habría quedado de buen grado de no haber sido porque estábamos tan sólo a cuatro días de viaje de lo que sabía era un puerto mucho más activo y próspero, y de la ciudad que me habían dicho era la más magnífica del imperio romano: la que no hacía mucho se llamaba Byzantium, después Augusta Antonina y ahora, ya para siempre, la gran ciudad de Constantino el Grande.