CAPÍTULO 2

He conocido en mi vida Roma Flora y Konstantinópolis Anthusa, sobrenombres latinos y griegos que significan ambos «la floreciente», y, desde luego, las dos ciudades son impresionantes; he visto Vindobona, la ciudad más antigua de todo el imperio después de Roma, y conozco Ravena, así como muchas otras ciudades históricas. He estado en las tierras que bordean el Danuvius, desde el mar Negro hasta la Selva Negra, y he navegado por el Mediterráneo y el mar sarmático. En resumen, he visto más mundo que la mayoría de la gente, pero Haustaths aún persiste en mi recuerdo como el lugar más bello y sobrecogedor del mundo.

Desde la montaña en que lo contemplábamos, el Lugar de los Ecos era como una larga hondonada formada por los Alpes, en cuyo centro había agua, un lago; y debía ser muy profundo, pues las laderas que lo circundaban ascendían casi en vertical desde la orilla. Sólo a intervalos se veían en sus orillas zonas de tierra inclinada hasta el agua, cubiertas por unos prados en terraza; varias de las montañas alpinas del extremo más lejano de la hondonada eran tan altas, que sus cumbres —pese a que estábamos a principios de verano— se hallaban cubiertas de nieve; eran unas montañas con peñascos y farallones por doquier de roca marrón desnuda, pero sobre todo cubiertas por bosques, que, desde donde estábamos, parecían ondas y pliegues de pujante vellón verde, salpicado de verde oscuro en las zonas en que recibía la sombra ondulada de una nube.

El lago, el Haustaths–Saiws, era una miniatura comparado con el Brigantinus, pero era muchísimo más luminoso y atractivo. El azul —¡aj, qué azul!— lo hacía parecer, desde el lugar en que lo vi por primera vez, una increíble piedra preciosa añil incrustada entre aquellos pliegues montañosos de vellón verde; tardaría mucho en ver un deslumbrante zafiro azul oscuro, pero nada más verlo recordé el color de aquel lago Haustaths.

En el agua se veían flotar unos objetos inidentificables por lo diminutos que resultaban desde allí, y justo a nuestros pies dormía el pueblo de Haustaths, tan abajo que parecía uno de esos pueblos de juguete que hacen los tallistas para los niños. Ocupaba por completo una de las zonas de tierra que había en la orilla del lago, y sólo se veían los tejados —todos empinados para que resbalase la nieve en invierno—, una plaza de mercado cuadrada y algunos embarcaderos que avanzaban en la orilla. Pero eran muchos tejados, tantos que no acababa de entender cómo debajo cabían las casas en tan poco espacio.

Descendimos la montaña por un sendero que discurría próximo a un caudaloso arroyo que saltaba alegre por una serie de cascadas para desembocar en el lago, y, conforme nos aproximábamos a Haustaths, me fui dando cuenta de cómo estaba construido el pueblo. Había muy poco terreno plano junto al lago, por lo que sólo unas pocas casas —una gran iglesia y la plaza, bordeada por tiendas, tabernas y gasts–razna— se asentaban en terreno plano, mientras que el resto de las casas y establecimientos se empinaban casi unas sobre otras ladera arriba, separadas no por amplias calles, sino por estrechos callejones, y hacia arriba no ascendía ninguna calle sino escaleras de piedra. Las casas estaban tan juntas y apelmazadas, que había algunas muy estrechas, pero compensaban la falta de espacio con dos y hasta tres pisos.

A primera vista, Haustaths daba la impresión de hallarse precariamente colgado, pero no cabía duda de que llevaba allí mucho tiempo; todos los edificios estaban construidos con sólida piedra y resistente madera, techos de pizarra, teja o gruesas ripias, y casi todos tenían la fachada enlucida con yeso y adornos de volutas en vivos colores, una parra o un arbusto florido, que crecía por toda la fachada y rodeaba la puerta y las ventanas. La plaza del mercado tenía en el centro una fuente con cuatro caños por los que constantemente brotaba agua, procedente del arroyo que habíamos seguido, y las tiendas que la rodeaban estaban primorosamente adornadas con tiestos y macetas de flores en los umbrales.

Nunca he visto una población, ya sea la más humilde aldea o la mayor ciudad, que tanto afán se diera por tener un aspecto tan alegre; creo que debía ser por el estímulo que procuraba el entorno, que inducía a los habitantes a tener la población en consonancia con el paisaje. Además, podían permitirse aquel engalanamiento innecesario pero tan agradable, pues una de las montañas que dominaban el pueblo era una mina de sal, la más antigua del mundo, me dijeron, pues habían hallado herramientas primitivas y cadáveres conservados en aquel mineral, que pertenecía a víctimas de derrumbamientos ocurridos eones atrás; seres feos y pequeños pero muy musculosos que quizá fuesen alguna clase de skohls de los que viven bajo tierra, salvo que vestían la misma clase de prendas de cuero que siguen usando los mineros actuales. Según los habitantes de Haustaths, aquella mina debía explotarse ya en la época en que los hijos de Noé se dispersaron por el mundo.

En fin, la mina sigue dando ingentes cantidades de sal de gran pureza y enriquece a sus gentes, que llevan viviendo en el pueblo varias generaciones y son de origen tan diverso —descendientes de colonos de casi todas las tribus germánicas que hace ya tiempo se mezclaron con los colonos romanos de Italia— que resultaría problemático determinar su nacionalidad, al margen de que sean, desde luego, ciudadanos romanos de la provincia de Noricum.

Nos llegamos a la orilla del lago fuera del pueblo, en la zona en la que únicamente había establos, y en uno de ellos dejamos los caballos, pagando por su cuidado. Después, cogimos nuestro bagaje y caminamos por la calle principal, que es el paseo del lago, desde el cual vi ahora qué eran aquellos objetos que flotaban; los más cercanos eran garzas grises y rojas que nadaban o estaban meditativas de pie sobre una pata; más lejos había unos maravillosos cisnes blancos desplazándose majestuosos, y más allá, faenaban barcas de pesca de una clase que no he visto en ningún otro sitio; los pescadores las llaman faúrda, que aproximadamente vendrá a significar «los rápidos», aunque esas barcas no necesitan ir rápido a ningún sitio; todas tienen forma de raja de melón cortada por el centro y la proa, muy curvada, se alza sobre el agua, mientras que la popa, que es donde se sitúa el remero, es plana y recta. Nadie me supo explicar el porqué de aquella forma, ni el nombre, pero yo no creo que una barca así pueda ser rápida.

Aquella primera noche cenamos unas deliciosas tajadas a la brasa de pesca pescada hacía una hora. La taberna daba a la plaza y su caupo, un hombre fornido llamado Andraías, era otro de los viejos amigos de Wyrd. La fachada estaba pintada con unos airosos trazos, y unas macetas flanqueaban la entrada, pero la parte de atrás, que daba al lago, la formaban unos paneles móviles que el tabernero quitaba al llegar el buen tiempo, por lo que, durante la cena, disfrutamos de una magnífica vista de aquellas cumbres doradas por el sol, nos divertimos echando trozos de pan a los cisnes que se acercaban a la terraza y de vez en cuando lanzaban fuertes gritos, que la ninfa Eco repetía cada vez más flojo desde una sombría cumbre a otra. Después de cenar nos retiramos al piso de arriba, a nuestro aposento en el que había una cama cubierta con un edredón; yo estuve largo rato sin dormirme, vuelto hacia la ventana y mirando la luna salir por detrás de una montaña y llenar como de escarcha plateada aquel lago azul. Cuando al fin mis ojos se cerraron, pusieron punto final a uno de los días mas plácidos y felices de mi vida.

Me desperté a la mañana siguiente cuando Wyrd ya se había levantado, y ya se había lavado y se vestía; hizo una pausa antes de ponerse las polainas de tiras para mirarse una herida de la canilla.

—¿Te has lastimado? —le pregunté medio dormido.

—La loba —musitó—. Me dio un mordisco antes de matarla. Me tenía preocupado pero ya se va curando.

—¿Y por qué iba a preocuparte un pequeño mordisco? Te he visto mucho peor después de vaciar un pellejo de vino.

—No seas insolente con los mayores, cachorro. Esa loba tenía el hundswoths y esa terrible mal puede contagiarse con un mordisco; aunque, contaba con que, al tener que atravesar con los colmillos mis gruesas polainas, no me hubiese contaminado con su saliva venenosa... y parece que no. Créeme que es un gran alivio ver el mordisco cubierto de costra. Ahora creo que me iré abajo a recoger la cola de ese otro lobo que me mordió anoche.

Yo había oído hablar del hundswoths —que significa «locura de perro»— y sabía que acarreaba la muerte, pero no había visto ningún animal que lo padeciera; me habría preocupado tanto como Wyrd de haber sabido lo de su herida, pero al ver que dejaba de darle importancia, me alegré de que no me lo hubiera dicho.

Me reuní con él en la taberna, en donde estaba desayunando con pan negro y vino, y allí siguió todo el día bebiendo con su amigo el caupo. Yo devoré una salchicha, un huevo duro de pato y un vaso de leche, deseoso de salir cuanto antes a explorar Haustaths al terso sol matutino.

Quizá se piense que un pueblo tan pequeño y aislado no encierra atractivos para un joven, pero fueron paseos encantadores los que hice aquel día y durante los días sucesivos, y me habría gustado quedarme allí todo el verano; aquella mañana decidí hacer una excursión desde arriba hasta abajo, por así decir, y seguí el sendero paralelo al arroyo por el que habíamos llegado el día antes. Fue un duro ascenso a pie, pero así pude detenerme de vez en cuando para recuperar aliento y descansar los músculos, a la par que contemplaba la panorámica cada vez desde más alto. Llegué más arriba del punto en que habíamos avistado el pueblo y continué subiendo hasta la saltwaúrtswa, la mina de sal que procuraba el bienestar de Haustaths.

Los mineros salían penosamente cargados con sus cestos cónicos llenos de terrones de sal grisácea, por el arco de entrada, cruzándose con otros que entraban con los cestos descargados; la mina tenía su propia comunidad dedicada a la manufactura, y disponía de un caserón para el director, otras edificaciones para técnicos y capataces y todo un poblado de chozas rudimentarias con jardincillos para los trabajadores. En las faldas de las montañas circundantes, había aquella especie de prados en terraza con parapetos en los bordes para acumular el agua, en los que echaban las piedras de sal para disolverlas, lavarlas de impurezas y decolorarlas, y luego dejarlas secar y convertirlas en sal granulada para el consumo. Había un cobertizo para ensacarla y un gran sotechado para almacenar los sacos, con corrales para las mulas que transportaban los sacos por los Alpes a los distintos destinos.

Los mineros que trabajaban en el interior y los muleros eran todos hombres, naturalmente, pero el trabajo en el exterior lo hacían casi todo sus mujeres y sus hijos; habría allí tanta gente como en Haustaths. Luego supe que algunos eran esclavos obligados hacía poco a aquel penoso trabajo porque no sabían hacer otra cosa.

Estaba mirándolo todo, apartado a un lado, cuando oí a mis espaldas una voz autoritaria y joven:

—¿Buscas trabajo, extranjero? ¿Eres hombre libre o esclavo?

Me volví y vi a la chica que sería mi amiga y compañera mientras estuve en Haustaths. Me apresuro a decir que no fue una historia amorosa, pues no era más que una niña que tendría la mitad de mis años, de pelo negro, ojos de gamo, tez cetrina y muy guapa.

—Ni una cosa ni otra —contesté—. No busco trabajo; he subido desde el pueblo únicamente a ver la saltwaúrtswa. —Entonces, vendrás del otro lado de las montañas, porque los de aquí la conocemos todos. ¡Y cómo! —añadió con un dramático suspiro.

—¿Y tú qué eres? ¿Trabajadora o esclava? —pregunté sonriendo, pues iba muy bien vestida con alicula y capa, como una dama.

—Yo —dijo arrogante— soy la hija única del director de la mina, Georgius Honoratus, y me llamo Livia. ¿Cómo te llamas?

Le dije mi nombre y estuvimos charlando un rato —parecía gustarle tener alguien con quien hablar— y ella me fue indicando las diversas fases del trabajo, los nombres de los picos alpinos que dominaban el lago y me dijo los comerciantes del pueblo que menos se aprovechaban de los extranjeros. Finalmente, me preguntó:

—¿Has visto alguna vez una mina por dentro? —dije que no y ella siguió hablando—. Por dentro es mucho más interesante. Ven que te presentaré a mi padre y le pediré permiso para enseñártela.

Me lo presentó así:

—Padre, éste es Thorn un recién llegado al pueblo, amigo mío. Thorn, saluda respetuosamente al director de esta eminente y antigua empresa, Georgius Honoratus.

Era un hombre delgado de pelo gris, y era evidente que se tomaba muy en serio su responsabilidad, dedicando gran parte de su tiempo a entrar en la mina, pues su tez era tan gris como su pelo; después me diría Livia y otras personas que Georgius era uno de los pocos habitantes de Haustaths cuya familia descendía de los colonos romanos sin haberse mezclado hasta el momento con otra sangre, cosa que él no se cansaba de repetir. Creo recordar que era el descendiente número XIII o XIV del linaje, e incluso, para contraer matrimonio, había hecho venir de Roma a una que había muerto al dar a luz a Livia. Pero él no daba muestras de aflicción: estaba casado con la mina.

Georgius había adoptado el agnomen de Honoratus, reservado a los funcionarios públicos con el grado mínimo de magistrados, porque tanto a él como a sus predecesores en la familia el consejo de ancianos de Haustaths les habían otorgado la dirección de la mina. Y al igual que sus antepasados —y en mi opinión, igual que los desgraciados braceros que en ella trabajaban— Georgius jamás salía de aquel cerrado horizonte ni elevaba por encima de él la vista ni ambición alguna, y no sabía nada del mundo exterior con excepción de la gran demanda de sal; educaba a sus dos hijos para que fuesen tan provincianos y de miras tan estrechas como él mismo; de hecho, estaban tan recluidos, que tardé en enterarme de que tenía dos varones, dos y cuatro años mayores que Livia, respectivamente. No sé si llegué a verlos, porque el padre les enseñaba la profesión a partir de los puestos más bajos y generalmente trabajaban con los peones vestidos de cuero y polvorientos que acarreaban cestos de sal en terrones.

A veces me preguntaba si no habría sido la difunta esposa de Georgius quien había introducido en la familia sangre ajena, pues no hallaba otra explicación a que Livia fuese tan distinta a su apagado progenitor y dóciles hermanos, ya que ella era una niña alegre, perspicaz y vivaz a la que, con toda razón, disgustaba la perspectiva de pasarse allí la vida.

Que fuese o no hija de él, era evidente que Georgius la adoraba más que a sus hijos varones, y no debió gustarle mucho que se hiciese amiga de un extranjero con aspecto germánico, pero al menos, dada la diferencia de edad, no tuvo que preocuparse del riesgo de que pudiera convertirme en su yerno, así que se limitó a hacerme unas preguntas sobre mi linaje, ocupación y motivos por los que me hallaba en Haustaths; yo eludí detalles sobre mis orígenes y le contesté con bastante sinceridad que era socio de un mercader de pieles y que, al tener poco que hacer en verano, estábamos de vacaciones en el pueblo. Aquello pareció satisfacerle, pues dio complacido permiso a Livia para que me enseñase la mina, añadiendo que esperaba que me gustase la empresa de cuya dirección tan orgulloso estaba.

La procesión de mineros que entraban y salían nos cedió el paso en la oscura boca y ella cogió de un montón dos delantales de cuero; yo comencé a atarme el mío a la cintura, pero ella se echó a reír y dijo:

—Así no. Al revés. Mira; vuélvete.

Yo me di la vuelta, perplejo, mirando hacia el negro interior de la mina y ella me lo puso de forma que me cubriera la espalda.

—Ahora te lo atas por delante —añadió—, y pasas el faldón por entre las piernas, sujetándolo con las manos.

Así lo hice y Silvia me dio una sorpresa. Con una risita, me dio un empujón que me impulsó hacia lo oscuro, e inmediatamente noté que resbalaba y me vi, acongojado, deslizándome a toda velocidad sobre el delantal por un tobogán excavado en la propia sal, pulimentado por millones de deslizamientos como el mío, por lo que era tan resbaladizo como hielo. Me desplacé así en la oscuridad durante lo que me pareció un tiempo harto prolongado, aunque sólo fuesen unos segundos, hacia las entrañas de la tierra, hasta que el descenso se fue haciendo menos vertiginoso y alcancé un sitio en que el terreno estaba casi plano y vi ante mí unas luces; aún seguí deslizándome hasta el final de la cuesta y me vi por los aires antes de aterrizar sobre un colchón de pinaza verde. Permanecí allí sentado sin saber qué pensar, hasta que se me cortó las respiración al sentir en la espalda el golpe de los pies de Livia, al tiempo que los dos caíamos revoleándonos en el montón de pinaza.

—Dotterel —me dijo, otra vez entre risitas, mientras nos desenlizábamos—. Un chico tan lento no duraría mucho aquí abajo. ¡Vamos, muévete, no te vaya a caer encima un montón de mineros!

Me dejé rodar de costado del final del tobogán, y a tiempo, porque en aquel momento desembocó una riada de mineros con el cesto vacío en el corredor de paredes de sal alumbrado por antorchas en que acabábamos de aterrizar. Todos se pusieron ágilmente en pie en la pinaza, dejando sitio a los demás y comenzaron a avanzar torpemente por el pasillo. Detrás del grupo vi otra fila procedente del interior, encorvados bajo la carga, a quienes hizo seña de que se detuvieran un capataz que estaba al pie de una escalera —una escalera larguísima, de gruesas vigas y peldaños— por la que penosamente ascendían los mineros.

Cuando hube recuperado el aliento por segunda vez, la pequeña Livia me condujo por el corredor, que tenía varios recodos, hasta otras salas que se comunicaban entre sí, todas deliciosamente iluminadas tan sólo por antorchas a largos trechos, porque las paredes translúcidas de sal reflejaban la luz, difundiéndola a gran distancia; así, entre los puntos de fuerte luminosidad rojo amarillenta de las antorchas caminábamos en medio de una radiación más tenue anaranjada, que brotaba de paredes, suelo y techo, cual si estuviésemos dentro del mayor topacio del mundo. Todo el interior de la mina estaba ventilado de algún modo que no acerté a ver, pero soplaba una brisa suave de aire fresco que además eliminaba los humos de las antorchas y evitaba que se tiznase la sal. En casi todos los pasillos había un tránsito continuo de hombres cargados, que se cruzaban con nosotros, y de hombres con el cesto vacío que nos adelantaban, pero vi que algunas galerías secundarias estaban completamente vacías y pregunté por qué.

—Conducen a lugares en los que la sal se ha extraído hasta dar con la roca viva —dijo la niña—. Pero voy a llevarte a uno de los filones que ahora se explotan, porque en estas galerías hay peligro de desplome y no quiero exponer a un visitante.

—Gracias —dije agradecido.

—Pero hay un sitio en particular que quiero enseñarte, y que está muy lejos y muy profundo.

Hizo un gesto y vi que estábamos ante la boca de otra vertiginosa rampa y que los mineros volvían a cedernos el paso. En ésta, Livia no hizo tonterías y se agachó dispuesta a descender la primera. Yo la seguí y el deslizamiento sobre el delantal fue emocionante; volvimos a recorrer numerosas galerías, bajamos por otra larga rampa —más corredores y más rampas— y comencé a sentirme inquieto. Cuando era niño, como he contado, iba muchas veces a los túneles y cuevas de detrás de mis queridas cascadas del Circo de la Caverna, pero aquéllas sólo se internaban en el interior del acantilado, no hacia lo hondo y más abajo.

Me parecía que debíamos hallarnos casi al nivel del pueblo del que había salido por la mañana, lo que significaba que tenía encima de mi cabeza un enorme y elevado Alpe cuyo hundimiento sólo impedían paredes y techos de sal. Y la sal, pensé, es una sustancia frágil; pero los mineros que pasaban a nuestro lado no mostraban temor alguno, y la niña seguía andando muy decidida, así que deseché mis temores y la seguí sin decir palabra. En un momento dado, tomó por una galería lateral vacía, iluminada con antorchas, que se iba ensanchando y haciéndose más alta conforme avanzábamos y que, de pronto, se agrandó enormemente y vi que nos encontrábamos en una inmensa caverna en la que, aunque no había nadie, estaba mucho más iluminada que las galerías.

Era muy parecida a las cuevas del Circo de la Caverna a que me he referido, pero de mucho mayor tamaño y gran esplendor, pues lo que antes habíamos visto en forma de roca derretida y congelada, aquí eran totalmente de sal: columnas que iban desde el suelo al techo, encajes y colgaduras de cascadas inmóviles en las paredes, espirales y pináculos que surgían del suelo y una especie de enormes carámbanos que pendían de la bóveda; todo ello era sal pura y simple, pero esculpida de un modo tan maravilloso que en todos los siglos que hacía que se explotaba la mina, aquello no lo habían tocado.

Los mineros se habían tomado muchas molestias para iluminar el lugar, pues habría debido de ser más costoso que extraer sal colocar aquellas antorchas en derredor y hasta lo más alto del techo. La luz que difundían se filtraba por las formas translúcidas de sal y repetía infinitos reflejos bajo aquella cúpula blanca, cual si hubiesen sido ecos hechos visibles, y a mí me dio la impresión no ya de estar dentro de un topacio, sino en el interior de una llama.

—Todo es obra de la naturaleza, pero los mineros añadieron algo hecho por el hombre —dijo Livia con orgullo de propietaria—, cuya antigüedad desconocemos.

Me llevó hasta un lado de la cúpula y me enseñó lo que los mineros habían añadido a la obra de la naturaleza: una capilla cristiana totalmente excavada en la sal y con un altar hecho de bloques de sal con su correspondiente losa encima, sobre la cual había un ostensorio y un cáliz también tallados en sal.

—Como las mejores gentes de Haustaths, muchos mineros son cristianos hace ya tiempo —dijo Livia—, aunque la mayoría siguen siendo paganos, y hace mucho tiempo añadieron también algo por su cuenta.

Enfrente de la capilla, al otro lado de la gran cavidad, habían excavado un templo, un espacio que no albergaba más que una estatua de tamaño natural, rudimentaria pero con forma humana y que, indudablemente, representaba un dios; luego, observé que la deforme mano derecha de la figura se apoyaba en el mango de un martillo con cabeza de piedra atada con tiras de cuero, y comprendí que la estatua representaba al dios Thor. Otro detalle del templo era que su interior estaba ennegrecido y olía a humo; era el único lugar de la mina tiznado, y le pregunté a Livia por qué.

—Es que aquí los mineros paganos hacen sacrificios; traen los corderos, cabritos o lechones, hacen fuego, los matan en ofrenda a su dios y los asan para comerlos. Los dioses sólo reciben el humo —añadió, encogiéndose de hombros.

—¿Y tu cristiano padre lo consiente?

—Los viejos cristianos de Haustaths le obligan a ello, porque así los mineros están contentos y a la mina no le cuesta nada. Bien, Thorn, ¿estás bien descansado? Porque ahora tenemos que andar mucho para subir y hay que hacerlo sin deslizarse.

—Creo que podré subir las escaleras —contesté, sonriendo—. ¿Quieres que te lleve en brazos?

—¿En brazos? —replicó ella con desdén—. ¡Vái! ¡A ver si me coges!

Y echó a correr por la galería por la que habíamos llegado a la gran cúpula.

Con mis largas piernas no tuve necesidad de esforzarme mucho para darle alcance y procuré no perder su ritmo, pues yo solo me habría perdido fácilmente, aunque admito que cuando coronamos la última escalera que llevaba a la salida de la mina, yo jadeaba sudoroso y ella no. Bien es cierto que aquel día había subido la montaña dos veces: una por fuera y otra por dentro.